XVIII

Tuvieron un paseo muy agradable, con gran abundancia de paradas en rincones cálidos y llenos del aroma del tomillo, y si algo podía haber ayudado a Rose a recuperarse de la amarga decepción de la mañana habría sido la compañía y la conversación de Mr. Briggs. De hecho, él la ayudó a recuperarse, y se produjo el mismo proceso que Lotty había experimentado con su marido, y cuanto más encantadora la encontraba Mr. Briggs más encantadora se volvía ella.

Briggs era un hombre incapaz de ocultar nada, que nunca perdía tiempo si lo podía evitar. No habían llegado al final de la punta donde se encontraba el faro —Briggs le pidió que le enseñara el faro, porque sabía que el camino hasta él era lo bastante llano y ancho para que caminaran dos personas la una junto a la otra— antes de que él le hubiera comunicado la impresión que le había causado en Londres.

Dado que incluso a las mujeres más religiosas y sobrias les gusta saber que han impresionado, sobre todo si se trata de algo que no tiene nada que ver con el carácter o los méritos, Rose se alegró. Al estar alegre, sonrió. Sonriendo, resultaba más atractiva que nunca. Le vino el color a las mejillas y un brillo a los ojos. Se oyó a sí misma diciendo cosas que sonaban en realidad bastante interesantes, e incluso divertidas. Si Frederick estuviera escuchando ahora, pensó, quizá se daría cuenta de que después de todo no podía ser tan desesperadamente aburrida; puesto que aquí había un hombre, de aspecto agradable, joven y sin duda inteligente —parecía inteligente y ella esperaba que lo fuera, ya que entonces el cumplido sería todavía mayor— que era evidentemente muy feliz de pasar la tarde simplemente hablando con ella.

Y, en efecto, Mr. Briggs parecía estar muy interesado. Quería que le contara todo lo que había estado haciendo desde el momento en que llegó. Le preguntó si había visto esto, aquello y lo de más allá en la casa, lo que le gustaba más, qué habitación tenía, si estaba cómoda, si Francesca se estaba comportando, si Domenico se ocupaba de ella y si no disfrutaba usando el cuarto de estar amarillo, el que recibía todo el sol y miraba hacia Génova.

Rose se sentía avergonzada de lo poco que se había fijado en la casa y del escaso número de objetos curiosos o hermosos para él que había siquiera visto. Abrumada por el recuerdo de Frederick, parecía haber vivido ciega en San Salvatore, y más de la mitad del tiempo había pasado, y ¿para qué había servido? Le habría dado lo mismo haberse quedado anhelando en Hampstead Head. No, no le habría dado lo mismo; durante todos sus anhelos había sido consciente de que por lo menos se encontraba en el corazón mismo de la belleza; y de hecho había sido esta belleza, este afán por compartirla, lo que la había hecho empezar a anhelar.

Sin embargo, Mr. Briggs estaba demasiado vivo como para que Rose pudiera dedicarle a Frederick ni siquiera un momento de su atención, y elogió a los criados en respuesta a sus preguntas, y elogió el cuarto de estar amarillo sin decirle que sólo había entrado en él una vez y además había sido ignominiosamente expulsada, y le dijo que no sabía casi nada de arte y antigüedades, pero pensaba que quizá si alguien le hablara de ello sabría más, y dijo que había pasado al aire libre todos los días desde su llegada, porque allí el aire libre era tan maravilloso y tan diferente de todo lo que había visto nunca.

Briggs caminó junto a ella por sus caminos, que, sin embargo, por ahora le pertenecían felizmente a ella, y sintió todos los calores inocentes de la vida familiar. Era huérfano e hijo único y tenía una disposición cálida y doméstica. Habría adorado a una hermana y consentido a una madre, y estaba ahora empezando a pensar en casarse, ya que, aunque había sido muy feliz con sus varios amores, cada uno de los cuales, contrariamente a la experiencia habitual, acababa por convertirse en amigas fieles, le gustaban los niños y pensaba que quizá había llegado ya a la edad de instalarse si no quería ser demasiado viejo para cuando su hijo mayor tuviera veinte años. Últimamente San Salvatore le había parecido un poco melancólico. Tenía la impresión de que resonaba cuando caminaba por él. Se había sentido solo allí; tan solo que este año había preferido perderse una primavera y alquilarlo. Necesitaba una esposa. Necesitaba ese toque final de calor y belleza, ya que él nunca había pensado en su esposa más que en términos de calor y belleza; por supuesto, sería hermosa y buena. Le hacía gracia lo enamorado que estaba ya de esta esposa de perfil aún difuso.

Con tanta celeridad estaba trabando amistad con la dama del nombre dulce mientras recorría el camino hacia el faro, que estaba seguro de que dentro de poco le estaría contando todo sobre sí mismo y sus actividades pasadas y sus esperanzas futuras; y la idea de una confianza de tan rápido desarrollo le hizo reír.

—¿Por qué se ríe usted? —le preguntó ella, mirándole y sonriendo.

—Esto se parece tanto a volver al hogar —dijo.

—Pero para usted venir aquí es volver al hogar.

—Me refiero a volver de verdad al hogar. A la propia…, la propia familia. Nunca tuve una familia. Soy huérfano.

—Oh, ¿sí? —dijo Rose con el justo grado de lástima—. Espero que no lleve mucho tiempo siéndolo. No, quiero decir que espero que lleve mucho tiempo siéndolo. No…, no sé lo que quiero decir, excepto que lo siento.

Él volvió a reír.

—Oh, estoy acostumbrado. No tengo a nadie. Ni hermanas ni hermanos.

—Entonces es usted hijo único —observó ella perspicaz.

—Sí. Y hay algo en usted que se corresponde exactamente con mi idea de una…, de una familia.

Esto le hizo gracia a Rose.

—Tan… acogedor —dijo él, mirándola y buscando una palabra.

—No pensaría lo mismo si viera mi casa en Hampstead —dijo ella, mientras se presentaba ante su mente una visión de esa morada austera y de asientos duros, sin nada blando excepto el rehuido y abandonado sofá Du Barri. No era de extrañar, pensó, con la mente despejada por un instante, que Frederick la evitara. No había nada acogedor en su familia.

—No me creo que ningún lugar en el que haya vivido pueda no ser exactamente igual a usted —dijo él.

—¿No irá a pretender que San Salvatore se parece a mí?

—Por supuesto que lo pretendo. ¿Sin duda admitirá que es hermoso?

Hizo varios comentarios de este tipo. Ella disfrutó con el paseo. No podía recordar ningún paseo tan agradable desde los días de su noviazgo.

Regresó para el té, trayendo consigo a Mr. Briggs, y con un aspecto muy diferente, percibió Mr. Wilkins, del que había tenido hasta ahora. Aquí hay problemas, aquí hay problemas, pensó Mr. Wilkins, frotándose mentalmente las manos profesionales. Podía imaginarse cómo en breve se requeriría su consejo. Por un lado, allí estaba Arbuthnot; por el otro, aquí estaba Briggs. Algo se estaba cociendo, antes o después habría problemas. Pero ¿por qué el telegrama de Briggs había actuado sobre la dama como un golpe? Si se había puesto pálida por un exceso de alegría, entonces los problemas estaban más cerca de lo que había supuesto. Ahora no estaba pálida; se parecía más que nunca a su nombre. Bueno, en caso de problemas, él era la persona apropiada. Por supuesto, lamentaba que la gente se metiera en ellos, pero, una vez que lo habían hecho, él era su hombre.

Y Mr. Wilkins, estimulado por estos pensamientos, ya que su carrera era muy valiosa para él, procedió con gran hospitalidad a contribuir a hacer los honores a Mr. Briggs, tanto en su calidad de socio de la propiedad temporal de San Salvatore como en la de probable ayuda para resolver las dificultades, y le hizo notar las diversas características del lugar y le condujo hasta el antepecho y le enseñó Mezzago al otro lado de la bahía.

Mrs. Fisher también se mostró cortés. Esta era la casa de este joven. Era un hombre con propiedades. Le gustaban las propiedades y le gustaban los hombres con propiedades. Además, el ser un hombre con propiedades tan joven parecía tener un mérito especial. Herencia, por supuesto; y la herencia era más respetable que la adquisición. Indicaba la existencia de padres; y en una época en la que la gente parecía no sólo no tenerlos, sino tampoco desearlos, esto también le gustaba.

En consecuencia, fue una comida agradable, en la que todo el mundo estuvo amable y contento. Mrs. Fisher le pareció a Briggs una anciana encantadora, y lo demostró; y de nuevo funcionó la magia y ella se convirtió en una anciana encantadora. Se reveló bondadosa con él y bondadosa de una forma que era casi juguetona, llegando incluso, antes de que terminara el té, a incluir en algún comentario que le hizo las palabras «Mi querido muchacho».

Extrañas palabras en boca de Mrs. Fisher. Resulta dudoso que las hubiera usado antes en toda su vida. Rose estaba asombrada. Realmente, qué agradable era la gente. ¿Cuándo dejaría de cometer errores sobre ellos? No había sospechado la existencia de este aspecto de Mrs. Fisher y empezó a preguntarse si esos otros aspectos con los cuales sólo ella estaba familiarizada no habrían sido quizá el efecto de su carácter belicoso e irritante. Probablemente lo eran. Entonces, qué mal debía haberla tratado. Se sintió muy arrepentida al ver a Mrs. Fisher abriéndose bajo sus ojos hasta convertirse en una persona auténticamente amable en cuanto aparecía alguien que era encantador con ella, y podría habérsela tragado la tierra de la vergüenza que sintió cuando, al poco tiempo, Mrs. Fisher rio y se dio cuenta por la impresión que le produjo que era un sonido completamente nuevo. Ni una sola vez con anterioridad ella o cualquier otra persona allí presente había oído reír a Mrs. Fisher. ¡Qué forma de acusarlas a todas ellas! Ya que todas habían reído, las otras, unas más y otras menos, en uno u otro momento desde su llegada, y sólo Mrs. Fisher no lo había hecho. Era evidente que, desde el momento que podía disfrutar como lo estaba haciendo ahora, no había disfrutado antes. A nadie le había importado si lo hacía o no, excepto a Lotty. Sí; a Lotty le había importado, y había querido que fuera feliz; pero Lotty parecía tener un efecto pernicioso sobre Mrs. Fisher, mientras que Rose, por su parte, no había estado nunca con ella cinco minutos sin desear, realmente desear, provocarla y llevarle la contraria.

Había sido absolutamente odiosa. Se había comportado de forma imperdonable. Su arrepentimiento se demostró en una solicitud tímida y respetuosa hacia Mrs. Fisher, que llevó al observador Briggs a considerarla todavía más angelical y a desear por un momento ser una dama anciana para que Rose Arbuthnot se comportara así con él. Evidentemente, pensó, eran infinitas las cosas que podía hacer con dulzura. No le importaría ni siquiera tener que tomar medicinas, medicinas realmente repugnantes, si fuera Rose Arbuthnot la que se inclinara sobre él con la dosis.

Ella sintió sus brillantes ojos azules, más brillantes porque su rostro estaba tan atezado, fijos sobre ella con un centelleo en su mirada, y sonriendo le preguntó en qué estaba pensando.

Pero él difícilmente podía contárselo, le dijo; y añadió:

—Algún día.

«Problemas, problemas», pensó Mr. Wilkins al oír esto, frotándose de nuevo mentalmente las manos. «Bueno, soy su hombre».

—Estoy segura —dijo Mrs. Fisher bondadosamente— de que no tiene ningún pensamiento que no podamos oír.

—Estoy seguro —respondió Briggs— de que dentro de una semana le estaría contando todos y cada uno de mis secretos.

—Entonces se los estaría contando a alguien muy de fiar —dijo Mrs. Fisher con benevolencia; le habría gustado tener un hijo así—. Y a cambio —continuó— quizá le contaría yo los míos.

—Ah, no —dijo Mr. Wilkins, adaptándose a este tono relajado de badinage—. Debo protestar. Realmente debo hacerlo. Tengo prioridad, soy el amigo más antiguo. Conozco a Mrs. Fisher desde hace diez días y usted, Briggs, no hace ni uno que la conoce. Hago valer mi derecho a que me cuente sus secretos primero. Es decir —añadió, al tiempo que inclinaba galantemente la cabeza—, si es que tiene alguno, lo cual me permito dudar.

—¡Oh, claro que los tengo! —exclamó Mrs. Fisher, pensando en esas hojas verdes. El simple hecho de que exclamara era sorprendente, pero que lo hiciera con alegría era milagroso. Rose no podía dejar de mirarla asombrada.

—Entonces se los sonsacaré —dijo Mr. Briggs con idéntica alegría.

—No necesitará sonsacar mucho —dijo Mrs. Fisher—. Lo que me resulta difícil es impedir que se escapen.

Podría haber sido Lotty la que estuviera hablando. Mr. Wilkins se ajustó el monóculo que llevaba con él para estas ocasiones y examinó cuidadosamente a Mrs. Fisher. Rose la contempló, incapaz de no sonreír ella también, dado que Mrs. Fisher parecía estarlo pasando tan bien, aunque Rose no sabía muy bien por qué, y su sonrisa fue un poco insegura, puesto que Mrs. Fisher divertida era una visión nueva, no desprovista de aspectos imponentes, y uno tenía que acostumbrarse a ella.

Lo que Mrs. Fisher estaba pensando era cómo se sorprenderían si les contara la muy peculiar y excitante sensación que tenía de ir a llenarse de capullos. Pensarían que era una anciana en extremo ridícula, y lo mismo habría pensado ella hasta hace no más de dos días; pero se estaba familiarizando con la idea de los capullos, se sentía ahora más apprivoisé, como el querido Matthew Arnold solía decir, y, aunque sin duda sería mejor que el aspecto y las sensaciones de uno se correspondieran, en el caso de que no lo hicieran —y no se podía tener todo—, ¿no era mejor sentirse parcialmente joven que totalmente vieja? Habría tiempo de sobra para sentirse de nuevo totalmente vieja, por dentro lo mismo que por fuera, cuando regresara a su sarcófago de Prince of Wales Terrace.

Sin embargo, es probable que sin la llegada de Briggs Mrs. Fisher hubiera seguido fermentando en secreto dentro de su concha. Los demás sólo la conocían en su faceta severa. El relajarse de repente habría sido superior a lo que su dignidad podía permitir, sobre todo para con las tres jóvenes. Pero ahora llegaba el desconocido Briggs, un desconocido que se había encariñado enseguida de ella como ningún joven lo había hecho en su vida, y fue la llegada de Briggs y su aprecio auténtico y manifiesto —ya que una abuela así, pensó Briggs, ávido de la vida hogareña y todo lo relacionado con ella, sería la que le habría gustado tener— lo que liberó a Mrs. Fisher de su concha; y aquí estaba por fin, tal como Lotty había predicho, contenta, alegre y benévola.

Lotty, al regresar de su excursión media hora más tarde, y seguir el sonido de voces hasta el jardín superior con la esperanza de encontrar todavía té, se dio cuenta inmediatamente de lo que había sucedido, ya que en ese mismo instante Mrs. Fisher se estaba riendo.

«Ha roto su capullo», pensó Lotty; y, con la rapidez característica de todos sus movimientos y su impetuosidad, y prescindiendo asimismo de cualquier sentido de la propiedad que la inquietara y frenara, se inclinó sobre el respaldo de la silla de Mrs. Fisher y la besó.

—¡Válgame Dios! —exclamó Mrs. Fisher, sobresaltándose violentamente, ya que no le había sucedido una cosa semejante desde los primeros tiempos de Mr. Fisher, y aun así sólo con prudencia. Este beso era un beso de verdad y permaneció un instante sobre la mejilla de Mrs. Fisher con una dulzura extraña y suave.

Cuando vio a quién pertenecía, un profundo rubor se extendió por su rostro. Mrs. Wilkins besándola, y con un beso tan cariñoso… Incluso aunque hubiera querido, no habría podido, en presencia del afectuoso Mr. Briggs, volver a tomar la severidad desechada y comenzar de nuevo a sermonear; pero no quería. ¿Sería posible que le gustara a Mrs. Wilkins, que le hubiera gustado todo este tiempo, mientras ella le había disgustado tanto? Un extraño hilillo de calor se filtró a través de las defensas heladas del corazón de Mrs. Fisher. Alguien joven la había besado, alguien joven deseaba besarla… Profundamente ruborizada, contempló a la extraña criatura, al parecer inconsciente por completo de que había hecho algo extraordinario, mientras le daba la mano a Mr. Briggs, al presentárselo su marido, y se embarcaba acto seguido en una conversación muy amigable con él, exactamente igual que si le conociera de toda la vida. Qué criatura más extraña; qué criatura más extraña de verdad. Era natural, al ser tan extraña, que uno la hubiera, quizá, juzgado mal…

—Estoy seguro de que quiere usted un poco de té —le dijo Briggs a Lotty con una hospitalidad entusiasta. Le parecía deliciosa, incluidas las pecas, el desaliño de la excursión y todo. Precisamente una hermana así le gustaría…

—Este está frío —dijo tocando la tetera—. Le diré a Francesca que le haga otro…

Se detuvo y se sonrojó.

—Me parece que me estoy extralimitando —dijo, al tiempo que se reía y recorría sus rostros con la mirada.

—Es muy natural, muy natural —le tranquilizó Mr. Wilkins.

—Iré a decírselo a Francesca —dijo Rose, levantándose.

—No, no —dijo Briggs—. No se vaya —y, colocándose las manos en la boca, gritó:

—¡Francesca!

Vino corriendo. Ningún llamamiento de los que podían recordar había sido contestado por ella con semejante celeridad.

—Haz más té —le ordenó Briggs en italiano—. Deprisa, deprisa… —y a continuación, al recordar sus límites, se sonrojó de nuevo y suplicó el perdón de todo el mundo.

—Es muy natural, muy natural —le tranquilizó Mr. Wilkins.

Entonces Briggs le explicó a Lotty lo que había explicado ya dos veces, una vez a Rose y otra a los otros dos, que iba camino de Roma y pensó que se detendría en Mezzago y sólo pasaría para ver si estaban a gusto y continuaría su viaje al día siguiente, tras dormir en un hotel de Mezzago.

—Pero eso es ridículo —dijo Lotty—. Por supuesto que se tiene que quedar aquí. Es su casa. Está la habitación de Kate Lumley —añadió, volviéndose hacia Mrs. Fisher—. ¿No le importará que Mr. Briggs la ocupe por una noche? Sabe usted, Kate Lumley no está en ella —dijo volviéndose de nuevo hacia Briggs y riéndose.

Y, para su inmensa sorpresa, Mrs. Fisher se rio también. Sabía que en cualquier otro momento este comentario le habría parecido extremadamente impropio y, sin embargo, ahora sólo lo consideraba gracioso.

Desde luego que no, le aseguró a Briggs, Kate Lumley no estaba en ese cuarto. Por fortuna, ya que era una persona excesivamente amplia y el cuarto era excesivamente estrecho. Era posible que Kate Lumley entrara en él, pero nada más. Una vez dentro, encajaría tan ajustadamente que con toda probabilidad no sería nunca capaz de volver a salir. Estaba totalmente a disposición de Mr. Briggs y esperaba que no hiciera algo tan absurdo como ir a un hotel: él, el propietario del lugar.

Rose escuchó este discurso con los ojos muy abiertos por el asombro. Mrs. Fisher se rio mucho mientras lo hacía. Lotty también se rio mucho, y al final de este se inclinó y la besó de nuevo; la besó varias veces.

—Así que, ya ve usted, mi querido muchacho —dijo Mrs. Fisher—, debe quedarse aquí y proporcionarnos un gran placer.

—Un gran placer, en efecto —corroboró Mr. Wilkins de corazón.

—Un gran placer —repitió Mrs. Fisher, exactamente con el mismo aspecto que una madre complacida.

—Hágalo —dijo Rose, al volverse interrogante Briggs hacia ella.

—Qué amable por su parte —dijo, al tiempo que su rostro se abría en una sonrisa—. Me encantaría ser un huésped aquí. Qué sensación más nueva. Y con tres semejantes…

Se interrumpió y miró a su alrededor.

—Oigan —preguntó—, ¿no debería tener una cuarta anfitriona? Francesca dijo que tenía cuatro señoras.

—Sí. Está Lady Caroline —dijo Lotty.

—¿Entonces no sería mejor averiguar primero si ella también me invita?

—Oh, pero ella seguro que… —comenzó Lotty.

—No es probable, Briggs, que la hija de los Droitwich —dijo Mr. Wilkins— carezca de los impulsos hospitalarios apropiados.

—La hija de los… —repitió Briggs; pero se detuvo en seco, porque allí en la puerta estaba la hija de los Droitwich en persona; o, más bien, avanzando hacia él desde el umbral oscuro a la claridad del atardecer, estaba lo que no había visto todavía en su vida, sino simplemente soñado, su ideal de belleza absoluta.