XVII

El primer día de la tercera semana Rose escribió a Frederick.

Por si acaso dudaba de nuevo, y no la echaba, se la dio a Domenico para que la echara; ya que si no escribía ahora no quedaría nada de tiempo. Ya había transcurrido la mitad del mes que iban a pasar en San Salvatore. Incluso si Frederick se ponía en camino en cuanto recibiera la carta, lo que desde luego no podría hacer, entre hacer las maletas y ocuparse del pasaporte, además de no tener prisa por venir, no podría llegar hasta dentro de cinco días.

Después de haberlo hecho, Rose deseó no haberlo hecho. No vendría. No se molestaría en contestar. Y si llegaba a contestar, sería sólo para dar alguna razón que no era cierta, diciendo que estaba demasiado ocupado para marcharse; y lo único que habría conseguido escribiéndole sería sentirse más infeliz que antes.

Las cosas que hacía uno cuando estaba ocioso. Esta resurrección de Frederick, o más bien este intento de resucitarle, ¿qué era sino el resultado de no tener absolutamente nada que hacer? Deseaba no haberse marchado nunca de vacaciones. ¿Para qué quería unas vacaciones? El trabajo era su salvación; el trabajo era lo único que le protegía a uno, que mantenía su equilibrio y firmes sus valores. En su casa, en Hampstead, absorta y ocupada, había conseguido superar a Frederick, pensando últimamente en él sólo con la dulce melancolía con la que se recuerda a alguien querido, pero muerto hace largo tiempo; y ahora este lugar, la ociosidad en este lugar relajado, la había devuelto al estado miserable del cual había conseguido salir años atrás. Vaya, en caso de que Frederick viniera, lo único que haría sería aburrirle. ¿No había visto en una ráfaga, poco después de su llegada a San Salvatore, que eso era lo que en realidad le mantenía alejado de ella? ¿Y por qué debía suponer que ahora, tras una separación tan larga, sería capaz de no aburrirle, de hacer algo que no fuera quedarse delante de él como una tonta, incapaz de hablar, como si las manos de su alma hubieran perdido su destreza? Además, qué posición más desesperada, tener, por así decirlo, que implorar: «Por favor, espera un poco, por favor no seas impaciente, creo que quizá dentro de poco dejaré de aburrirte».

Mil veces al día Rose deseaba haber dejado en paz a Frederick. Lotty, que le preguntaba cada tarde si había mandado ya su carta, lanzó una exclamación de placer cuando por fin la respuesta fue sí, y la rodeó con sus brazos.

—¡Ahora seremos completamente felices! —gritó la entusiasta Lotty.

Pero nada le parecía menos seguro a Rose, y su expresión se convirtió cada vez más en la expresión de alguien a quien le preocupa algo.

Mr. Wilkins, deseoso de descubrir lo que era, se paseó al sol con su sombrero panamá, y empezó a coincidir con ella de forma accidental.

—No sabía —dijo Mr. Wilkins la primera vez, mientras levantaba cortésmente el sombrero— que usted también sintiera especial predilección por este lugar —y se sentó junto a ella.

Por la tarde ella eligió otro lugar; y no llevaba en él media hora cuando Mr. Wilkins, balanceando ligeramente su bastón, apareció doblando la esquina.

—Estamos destinados a encontrarnos en nuestros vagabundeos —dijo Mr. Wilkins afablemente. Y se sentó junto a ella.

Mr. Wilkins era muy amable, y ella se dio cuenta, le había juzgado mal en Hampstead, y este era el auténtico, madurado como la fruta por el sol benéfico de San Salvatore, pero Rose quería estar sola. Con todo, le estaba agradecida por demostrarle que, aunque podía aburrir a Frederick, no aburría a todo el mundo; si lo hubiera hecho, él no habría permanecido en cada ocasión sentado hablando con ella hasta el momento de regresar. Era cierto que él la aburría a ella, pero eso no era ni mucho menos tan horrible como si ella le hubiera aburrido a él. Eso sí que habría herido dolorosamente su vanidad. Ya que, ahora que Rose no era capaz de decir sus plegarias, se veía asaltada por todo tipo de debilidades: vanidad, susceptibilidad, irritabilidad, belicosidad, demonios extraños y desconocidos que se agolpaban sobre una y tomaban posesión de su corazón asolado y vacío. Nunca antes en su vida había sido vanidosa o irritable o belicosa. ¿Podría ser que San Salvatore tuviera efectos opuestos, y que el sol que había madurado a Mr. Wilkins la hubiera avinagrado?

A la mañana siguiente, para tener la certeza de estar sola, mientras Mr. Wilkins se entretenía desayunando agradablemente con Mrs. Fisher, bajó hasta las rocas junto al borde del mar, donde ella y Lotty se habían sentado el primer día. Frederick habría recibido ya su carta. Hoy, si fuera como Mr. Wilkins, podría recibir un telegrama suyo.

Intentó acallar la absurda esperanza burlándose de ella. Y, sin embargo, si Mr. Wilkins había telegrafiado, ¿por qué no iba a hacerlo Frederick? Parecía que el hechizo de San Salvatore se escondía incluso en el papel de cartas. Lotty no había soñado con recibir un telegrama, y cuando había entrado a la hora del almuerzo, allí estaba. Sería tan maravilloso si, cuando ella volviera a la hora del almuerzo, encontrara uno para ella también…

Rose cruzó con fuerza las manos alrededor de sus rodillas. Con cuánta intensidad anhelaba ser de nuevo importante para alguien; no importante desde una tarima, ni como un activo en una organización, sino importante en privado, nada más que para una persona, muy en privado, sin que nadie más lo supiera o se diera cuenta. No le parecía pedir demasiado en un mundo tan lleno de gente, tener a uno sólo de ellos, sólo uno de entre todos los millones, para sí misma. Alguien que la necesitara, que pensara en una, que estuviera deseoso de venir a una… Oh, oh ¡con qué ansia más terrible deseaba que la quisieran!

Permaneció sentada toda la mañana bajo el pino junto al mar. Nadie se acercó a ella. Las grandes horas pasaban lentamente; parecían enormes. Pero no subiría antes del almuerzo, le daría tiempo al telegrama a llegar…

Ese día Scrap, empujada por la persuasión de Lotty y pensando también que quizá había estado sentada el tiempo suficiente, se había levantado de su silla y sus cojines y se había marchado con Lotty y unos sándwiches a las colinas hasta el atardecer. Mr. Wilkins, que deseaba ir con ellas, siguiendo el consejo de Lady Caroline se quedó con Mrs. Fisher para alegrar su soledad, y, aunque dejó de alegrarla hacia las once para ir en busca de Mrs. Arbuthnot, con objeto de alegrarla a ella también durante un rato, dividiéndose así con imparcialidad entre estas damas solitarias, regresó de nuevo al poco tiempo secándose la frente y continuó con Mrs. Fisher donde lo había dejado, ya que esta vez Mrs. Arbuthnot se había escondido con éxito. Al entrar vio además que había un telegrama para ella. Era una pena no saber dónde estaba.

—¿Deberíamos abrirlo? —le dijo a Mrs. Fisher.

—No —respondió Mrs. Fisher.

—Puede que necesite una respuesta.

—No apruebo el fisgoneo de la correspondencia de los demás.

—¡Fisgoneo! Mi querida señora…

Mr. Wilkins estaba escandalizado. Qué palabra. Fisgoneo. Sentía la máxima estima posible hacia Mrs. Fisher, pero en ocasiones la encontraba realmente un poco difícil. Le gustaba, estaba seguro, y tenía la sensación de que estaba en el buen camino para convertirse en cliente suyo, pero se temía que sería una clienta testaruda y reservada. Desde luego era reservada, ya que, aunque él se había mostrado hábil y comprensivo durante toda una semana, ella todavía no le había dado ningún indicio sobre el motivo de su evidente preocupación.

—Pobre anciana —dijo Lotty, cuando él le preguntó si podría quizá arrojar luz sobre los problemas de Mrs, Fisher—. No tiene amor.

—¿Amor? —Mr. Wilkins sólo fue capaz de repetir, verdaderamente escandalizado—. Pero sin duda, querida… a su edad…

Cualquier amor —dijo Lotty.

Esa misma mañana le había preguntado a su mujer, ya que ahora buscaba y respetaba su opinión, si le podía decir lo que le sucedía a Mrs. Arbuthnot, ya que también ella había persistido en su retraimiento, a pesar de que él había hecho todo lo posible por ablandarla para que se franqueara.

—Necesita a su marido —dijo Lotty.

—Ah —dijo Mr. Wilkins, habiendo así arrojado una nueva luz sobre la melancolía tímida y modesta de Mrs. Arbuthnot. Y añadió—: Muy apropiado.

Y Lotty dijo, sonriéndole:

—Eso pasa.

Y Mr. Wilkins dijo, sonriéndole:

—¿Realmente?

Y Lotty dijo, sonriéndole:

—Desde luego.

Y Mr. Wilkins, muy contento con ella, le pellizcó la oreja, aunque era todavía bastante pronto por la mañana, una hora a la que las caricias son perezosas.

Justo antes de que dieran las doce y media, Rose subió lentamente a través de la pérgola y entre las camelias alineadas a ambos lados de los viejos escalones de piedra. Los arroyos de pervincas que a su llegada se derramaban sobre ellos habían desaparecido, y ahora estaban estos arbustos, increíblemente llenos de rosetas. Rosas, blancas, rojas: las tocó y olió una después de la otra, para así no alcanzar demasiado deprisa a su decepción. Mientras no lo hubiera visto por sí misma, no hubiera visto la mesa del salón completamente vacía excepto por el jarrón de flores, todavía podía esperar, todavía podía disfrutar imaginándose el telegrama sobre ella, esperándola. Pero las camelias no huelen, como Mr. Wilkins, que estaba en la puerta al acecho y sabía lo que había que saber de horticultura, le recordó.

Ella se sobresaltó al oír su voz y levantó la vista.

—Ha llegado un telegrama para usted —dijo Mr. Wilkins.

Rose le contempló fijamente, con la boca abierta.

—La he buscado por todas partes, pero no he conseguido…

Por supuesto. Lo sabía. No lo había dudado ni por un momento. En ese instante, la Juventud radiante y apasionada volvió a brillar en Rose. Subió corriendo las escaleras, roja como las camelias que acababa de tocar, y estaba en el salón y abriendo ansiosa el telegrama antes de que Mr. Wilkins hubiera terminado su frase. Vaya, si era verdad que las cosas podían suceder así, vaya, entonces había muchísimas…, vaya, ella y Frederick… iban a ser… de nuevo… por fin…

—No son malas noticias, espero —dijo Mr. Wilkins, que la había seguido, ya que Rose, tras leer el telegrama, permaneció con los ojos clavados en él y su rostro se puso lentamente blanco. Era curioso observar cómo su rostro se ponía lentamente blanco.

Rose se volvió y miró a Mr. Wilkins como si intentara recordar quién era.

—Oh, no. Al contrario…

Consiguió sonreír.

—Voy a tener un visitante —dijo, alargándole el telegrama; cuando él lo hubo cogido, se alejó hacia el comedor, murmurando algo a propósito de que el almuerzo estaba listo.

Mr. Wilkins leyó el telegrama. Había sido enviado esa mañana desde Mezzago, y decía:

Paso por aquí de camino a Roma. ¿Podría presentarle mis respetos esta tarde?

THOMAS BRIGGS

¿Por qué un telegrama semejante haría palidecer a la dama interesante? Ya que su palidez al leerlo había sido tan llamativa que había convencido a Mr. Wilkins de que estaba recibiendo un golpe.

—¿Quién es Thomas Briggs? —preguntó, siguiéndola hasta el comedor.

Ella le miró con vaguedad.

—¿Quién es…? —repitió, ordenando de nuevo sus ideas.

—Thomas Briggs.

—Oh. Sí. Es el propietario. Esta es su casa. Es muy agradable. Va a venir esta tarde.

Thomas Briggs estaba viniendo en ese mismo momento. Iba en un simón traqueteando por el camino entre Mezzago y Castagneto, esperando sinceramente que la dama de ojos oscuros comprendiera que lo único que deseaba era verla, y que no sentía el más mínimo interés por comprobar si su casa seguía estando allí. En su opinión, un propietario de tacto no debía entrometerse en la vida de un inquilino. Pero… había estado pensando tanto en ella desde ese día. Rose Arbuthnot. Qué nombre más bonito. Y qué criatura más encantadora: suave, tímida, maternal en el mejor de los sentidos; el mejor de los sentidos significaba que no era su madre, y no habría podido serlo aunque lo hubiera intentado, ya que los padres era lo único que no podía ser más joven que uno. Además, iba a pasar tan cerca. Parecía absurdo no hacer una visita rápida para ver si estaba a gusto. Anhelaba verla en su casa. Anhelaba verla con la casa como fondo, verla sentada en sus sillas, bebiendo de sus tazas, utilizando todas sus cosas. ¿Se colocaría el cojín grande de brocado carmesí que había en el salón bajo la pequeña cabeza oscura? Su pelo y la blancura de su piel resaltarían preciosos sobre él. ¿Habría visto su retrato en las escaleras? Se preguntó si le gustaría. Se lo explicaría.

Si ella no pintaba, y no había hecho nada que lo sugiriera, quizá no se daría cuenta de la exactitud con que el moldeado de las cejas y el ligero hoyuelo de la mejilla…

Le dijo al simón que esperara en Castagneto y cruzó la plaza, saludado por niños y perros, todos los cuales le conocían y surgían de repente de la nada, y, tras ascender rápidamente el sendero en zigzag, ya que era un joven activo de edad no muy superior a los treinta años, tiró de la antigua cadena que hacía sonar la campana y esperó decorosamente en el lado apropiado de la puerta abierta que se le permitiera entrar.

Al verle, Francesca abrió de par en par todas las partes de ella capaces de hacerlo —cejas, párpados y manos— y le aseguró con profusión de palabras que todo estaba en perfecto orden y que ella estaba cumpliendo con su deber.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Briggs, cortándola en seco—. Nadie lo duda.

Y le pidió que le llevara su tarjeta a la señora.

—¿Cuál señora? —preguntó Francesca.

—¿Cuál señora?

—Hay cuatro —dijo Francesca, presintiendo una irregularidad por parte de los inquilinos, ya que su amo parecía sorprendido; y eso la satisfizo, ya que la vida era monótona y las irregularidades la animaban por lo menos un poco.

—¿Cuatro? —repitió sorprendido—. Bueno, entonces llévasela al grupo —dijo, recuperándose al notar su expresión.

Se estaba tomando el café en el jardín superior a la sombra del pino piñonero. Sólo Mrs. Fisher y Mr. Wilkins lo estaban tomando, ya que Mrs. Arbuthnot, tras no comer nada y permanecer completamente callada durante el almuerzo, había desaparecido inmediatamente después.

Mientras Francesca se alejaba hacia el jardín con la tarjeta, su amo se quedó examinando en la escalera el cuadro de esa Madonna, hallado por él en Orvieto, obra de un pintor primitivo italiano de nombre desconocido, que se parecía tanto a su inquilina. La semejanza era realmente extraordinaria. Por supuesto, aquel día en Londres su inquilina llevaba puesto el sombrero, pero estaba seguro de que su pelo nacía precisamente así de su frente. La expresión de los ojos, seria y dulce, era exactamente la misma. Le alegró pensar que siempre tendría su retrato.

Al oír pasos, levantó la vista, y allí estaba ella, bajando las escaleras vestida de blanco, tal como la había imaginado en ese lugar.

Rose se sorprendió al verle tan pronto. Había supuesto que llegaría hacia la hora del té, y hasta entonces había tenido la intención de sentarse en algún lugar al aire libre donde pudiera estar sola.

Él la contempló ansioso con un interés extremo mientras bajaba las escaleras. Dentro de un momento se encontraría al mismo nivel que su retrato.

—Realmente es extraordinario —dijo Briggs.

—¿Cómo está usted? —dijo Rose, preocupada sólo porque su bienvenida resultara verosímil.

No se alegraba de verle. Estaba aquí, pensaba, mientras sentía el telegrama amargo en su corazón, en vez de Frederick, haciendo lo que había anhelado que hiciera Frederick, ocupando su lugar.

Ella obedeció automáticamente.

—Quédese quieta un momento…

—Sí; verdaderamente asombroso. ¿Le importa quitarse el sombrero?

Rose, sorprendida, se lo quitó obedientemente.

—Sí, es como yo pensaba, sólo quería cerciorarme. Y mire, ¿se ha dado usted cuenta…?

Comenzó a hacer rápidos y curiosos pases con la mano sobre el rostro del cuadro, midiéndolo, moviendo la vista entre el lienzo y ella.

La sorpresa de Rose se convirtió en diversión y no pudo evitar sonreír.

—¿Ha venido usted para compararme con mi original? —le preguntó.

—Lo ve usted, no, lo extraordinariamente parecidas…

—No sabía que tenía un aspecto tan solemne.

—No lo tiene. Ahora no. Lo tenía hace un minuto, igual de solemne. Oh, sí… Cómo está usted —concluyó de repente, dándose cuenta de su mano extendida. Y se rio y la estrechó, al tiempo que se sonrojaba (una de sus habilidades) hasta la raíz de su cabello claro.

Francesca regresó.

—La Signora Fisher —dijo— tendrá mucho placer en verle.

—¿Quién es la Signora Fisher? —le preguntó a Rose.

—Una de las cuatro que están compartiendo su casa.

—¿Entonces son cuatro?

—Sí. Mi amiga y yo descubrimos que no nos lo podíamos permitir solas.

—Oh, digo yo… —comenzó Briggs confuso, ya que habría preferido que Rose Arbuthnot —bonito nombre— no tuviera que permitirse nada, sino que se quedara en San Salvatore como huésped suyo el tiempo que deseara.

—Mrs. Fisher está tomando café en el jardín superior —dijo Rose—. Le llevaré hasta ella y le presentaré.

—No deseo ir. Lleva puesto el sombrero, lo que quiere decir que iba a dar un paseo. ¿Puedo ir yo también? Me complacería enormemente que me lo enseñara usted todo.

—Pero Mrs. Fisher le está aguardando.

—¿No aguantará?

—Sí —dijo Rose, con la sonrisa que tanto le había atraído el primer día—. Yo creo que aguantará bastante bien hasta el té.

—¿Habla usted italiano?

—No —dijo Rose—. ¿Por qué?

Al oír esto, Mr. Briggs se volvió hacia Francesca y le dijo a gran velocidad, ya que en italiano tenía mucha soltura, que volviera a la Signora del jardín superior y le dijera que se había encontrado con su antigua amiga la Signora Arbuthnot, y que iba a dar un paseo con ella y que se presentaría a ella más tarde.

—¿Me invita usted a tomar el té? —le preguntó a Rose, cuando Francesca se hubo ido.

—Por supuesto. Es su casa.

—No lo es. Es suya.

—Hasta el lunes que viene —sonrió ella.

—Venga y enséñeme todas las vistas —dijo impaciente; y quedó claro, incluso para la autodespreciativa Rose, que no aburría a Mr. Briggs.