Y así comenzó la segunda semana, y todo era armonía. La llegada de Mr. Wilkins, en vez de perturbar la armonía existente, como tres del grupo habían temido y a la cuarta sólo se lo había impedido su ardiente fe en el efecto de San Salvatore sobre él, la aumentó. Él encajó. Estaba decidido a agradar, y lo consiguió. Era muy amable con su mujer, no sólo en público, donde ella estaba acostumbrada, sino en privado, donde desde luego no lo habría sido si no hubiera querido. Pero quería serlo. Le estaba tan agradecido, estaba tan satisfecho de ella, por permitirle conocer a Lady Caroline, que sentía por ella auténtico cariño. También se sentía orgulloso; ya que debía haber, reflexionó, mucho más en Lotty de lo que había imaginado, para que Lady Caroline tuviera con ella una actitud tan íntima y tan cariñosa. Y cuanto más la trataba como si fuera realmente encantadora, más se abría Lotty y se volvía realmente encantadora, y más él, a su vez conmovido, se volvía realmente encantador; de forma que daban vueltas y vueltas, no en un círculo vicioso, sino en uno altamente virtuoso.
Definitivamente, para su forma de ser, Mellersh la mimaba. Mellersh no mimaba nunca mucho, porque por naturaleza era un hombre frío; sin embargo, era tal la influencia sobre él de San Salvatore, como suponía Lotty, que, durante esta segunda semana, a veces le pellizcaba las dos orejas, una después de la otra, en vez de sólo una; y Lotty, asombrada ante un cariño de tan rápido desarrollo, se preguntaba qué haría, si continuaba a este ritmo, en la tercera semana, cuando se hubiera terminado su provisión de orejas.
En lo relativo al lavado, se comportaba con una amabilidad especial, y demostraba un afán genuino por no ocupar demasiado espacio en el pequeño dormitorio. Pronta a reaccionar, Lotty se mostraba aún más afanosa por no estorbarle; y el cuarto se convirtió en el escenario de más de un cariñoso combat de générosité, después de los cuales se quedaban más satisfechos que nunca el uno del otro. Mellersh no volvió a tomar un baño en el cuarto de baño, aunque se reparó y se dispuso para él, sino que se levantaba y bajaba todas las mañanas al mar, y, a pesar de que las noches frescas hacían que el agua a esas horas estuviera fría, se daba su chapuzón como le correspondía a un hombre, y subía a desayunar frotándose las manos y sintiéndose, como le decía a Mrs. Fisher, preparado para cualquier cosa.
Al verse así indiscutiblemente justificada la fe de Lotty en la irresistible influencia de la atmósfera celestial de San Salvatore, y resultar evidente que Mr. Wilkins, un ser alarmante tal como le conocía Rose y de una crueldad glacial en la imaginación de Scrap, era otro hombre, tanto Rose como Scrap empezaron a pensar que después de todo quizá había algo de verdad en lo que Lotty insistía en afirmar, y que en efecto San Salvatore tenía una acción purificadora sobre el carácter.
Les inducía aún más a pensar así el hecho de que ellas también sintieran un fermento en su interior: las dos se sentían más despejadas esa segunda semana; Scrap en sus ideas, muchas de las cuales eran ideas muy agradables, realmente amables sobre sus padres y sus parientes, en las que empezaba a adivinarse un reconocimiento de las extraordinarias ventajas que había recibido de manos de… ¿qué? ¿el Destino? ¿la Providencia?, en cualquier caso, de algo, y cómo, tras haberlas recibido, había hecho mal uso de ellas no logrando ser feliz; y Rose en su pecho, que, aunque todavía anhelaba, anhelaba con algún propósito, ya que estaba llegando a la conclusión de que limitarse a anhelar inactivamente no servía para nada, y de que por algún sistema tenía que detener su anhelo o darle por lo menos una oportunidad —remota, pero aun así una oportunidad— de que se calmara escribiendo a Frederick y pidiéndole que viniera.
Si se podía cambiar a Mr. Wilkins, pensaba Rose, ¿por qué no a Frederick? Qué maravilloso sería, qué increíblemente maravilloso, si el lugar actuara también sobre él y fuera capaz de hacer que se entendieran aunque fuera un poco, que fueran amigos aunque fuera un poco. Rose, tan lejos había llegado la relajación y la desintegración en su carácter, estaba empezando a pensar que su obstinada mojigatería con respecto a los libros de Frederick y su austera absorción en las buenas obras habían sido ridículas y quizá equivocadas. Él era su marido, y ella le había ahuyentado. Había ahuyentado el amor, el amor sin precio, y eso no podía ser bueno. ¿No tenía razón Lotty al decir el otro día que lo único que importaba era el amor? Desde luego, todo parecía inútil, a menos que se basara en el amor. Pero una vez que se le había ahuyentado, ¿podía volver alguna vez? Sí, podía hacerlo en esta belleza, en esta atmósfera de felicidad que entre Lotty y San Salvatore parecían propagar a su alrededor como una especie de infección divina.
Sin embargo, antes que nada tenía que traerle allí, y él no podía estar allí si ella no le escribía y le decía dónde estaba.
Escribiría. Tenía que escribir; ya que si lo hacía había por lo menos una probabilidad de que viniera, y si no lo hacía era evidente que no había ninguna. Y después, una vez aquí, en medio de esta belleza, donde todo a su alrededor era tan suave y amable y dulce, sería más fácil decirle, intentar explicar, pedir algo diferente, por lo menos un intento de algo diferente en sus vidas futuras, en lugar del vacío de la separación, el frío —oh, el frío— de la nada absoluta aliviada únicamente por el gran vendaval de la fe, la inmensa desolación de las buenas obras. Vaya, una persona en el mundo, una única persona que le perteneciera a uno, exclusivamente suya, a la que hablar, a la que cuidar, a la que amar, por la que interesarse, valía más que todos los discursos sobre tarimas y los cumplidos de todos los presidentes del mundo. También valía más —Rose no podía evitarlo, la idea surgía en su mente— que todas las plegarias.
Estos pensamientos no se originaban en la mente, como los de Scrap, que estaba totalmente libre de anhelos, sino en el seno. Estaban alojados en el seno; era en el seno donde le dolía a Rose, y donde se sentía tan terriblemente sola. Y cuando le fallaba el valor, como le sucedía la mayoría de los días, y le parecía imposible escribir a Frederick, contemplaba a Mr. Wilkins y recobraba los ánimos.
Allí estaba, un hombre cambiado. Allí estaba, entrando todas las noches en ese cuarto pequeño e incómodo, ese cuarto cuyas proximidades habían constituido la única duda de Lotty, y saliendo de él por la mañana, y Lotty saliendo también de él, ambos tan despejados y amables el uno con el otro como cuando habían entrado. ¿Y no había surgido él, tan crítico en casa, según le había contado Lotty, con el más mínimo error, de la catástrofe del baño tan ileso de espíritu como Shadrach, Meshach y Abednego lo habían estado de cuerpo al surgir del fuego? En este lugar estaban ocurriendo milagros. Si podían sucederle a Mr. Wilkins, ¿por qué no a Frederick?
Se levantó rápidamente. Sí, le escribiría.
Iría y le escribiría ahora mismo.
Pero y si…
Se detuvo. Y si no contestaba. Y si ni siquiera contestaba.
Y se sentó de nuevo para pensar un poco más.
En estas vacilaciones pasó Rose la mayor parte de la segunda semana.
Luego estaba Mrs. Fisher. Su intranquilidad aumentó esa segunda semana. Aumentó hasta tal extremo que le habría dado lo mismo no haber tenido en absoluto su cuarto de estar privado, ya que era incapaz de permanecer sentada. No podía permanecer sentada ni diez minutos seguidos. Y, a medida que se sucedían los días de la segunda semana, sumado a la intranquilidad tuvo una curiosa y preocupante sensación, como de savia ascendente. Conocía la sensación, porque la había tenido a veces de pequeña en primaveras particularmente rápidas, en las que las lilas y las celindas parecían florecer a toda prisa en una sola noche, pero resultaba extraño tenerla de nuevo al cabo de cincuenta años. Le habría gustado comentarlo con alguien, pero se sentía avergonzada. Era una sensación tan absurda, a su edad. Y, sin embargo, cada vez con más frecuencia, y cada día más y más, tenía Mrs. Fisher la ridícula sensación de que pronto iba a brotar.
Intentó, severa, acallar la impropia sensación. Brotar, nada menos. Había oído hablar de cayados secos, simples trozos de madera muerta, que de repente echaban hojas nuevas, pero sólo en las leyendas. Ella no era parte de la leyenda. Sabía perfectamente bien lo que le correspondía. Su dignidad exigía que, a su edad, no se mezclara con las hojas nuevas; y, sin embargo, allí estaba, la sensación de que pronto, de que, en cualquier momento, podía aparecer completamente verde.
Mrs. Fisher estaba preocupada. Había muchas cosas que le disgustaban por encima de todo, y una de ellas era que la gente mayor imaginara que se sentía joven y se comportara en consecuencia. Desde luego sólo lo imaginaban, sólo se engañaban a sí mismos; pero qué lamentables eran los resultados. Ella había envejecido como debía envejecer la gente, con regularidad y firmeza. Sin interrupciones, sin tardíos resplandores crepusculares ni regresos espasmódicos. Qué humillante resultaría si, después de todos estos años, le hacían caer en la trampa de algún tipo de explosión poco apropiada.
Esa segunda semana agradeció de verdad que Kate Lumley no se encontrara allí. Sería muy desagradable tener a Kate mirando si se producía algún cambio en su comportamiento. Kate la había conocido toda su vida. Tenía la sensación de que podía abandonarse —aquí Mrs. Fisher frunció el ceño al libro en el cual estaba intentando sin éxito concentrarse, porque ¿de dónde venía esa expresión?— con mucha menos dificultad delante de desconocidos que delante de una antigua amiga. Los viejos amigos, reflexionó Mrs. Fisher, que esperaba estar leyendo, le comparan a uno constantemente con cómo era uno antes. Lo están haciendo siempre si uno se desarrolla. Les sorprende el desarrollo. Recuerdan; cuentan con la inmovilidad después de, digamos, los cincuenta, hasta el final de tus días.
Eso, pensó Mrs. Fisher, mientras sus ojos recorrían la página línea por línea hasta el final sin detenerse y sin que una sola palabra penetrara en su conciencia, es una estupidez por parte de los amigos. Supone condenarle a uno a una muerte prematura. Uno debería (por supuesto, con dignidad) seguir desarrollándose, por muy viejo que sea. No tenía nada contra el desarrollo, contra una mayor madurez, ya que mientras se estaba vivo no se estaba muerto —evidentemente, pensó Mrs. Fisher—; y el desarrollo, el cambio, la madurez, eran vida. Lo que le desagradaría sería perder la madurez, convertirse de nuevo en algo verde. Le desagradaría intensamente; y tenía la sensación que esto era lo que estaba a punto de hacer.
Naturalmente, era algo que le producía una gran inquietud, y sólo con el movimiento constante conseguía distraerse. Con un creciente desasosiego e incapaz por más tiempo de limitarse a sus almenas, entraba y salía errante, cada vez con más frecuencia, y también sin objeto, del jardín superior, ante la creciente sorpresa de Scrap, sobre todo cuando descubrió que lo único que hacía Mrs. Fisher era contemplar fijamente el paisaje durante unos minutos, quitar unas cuantas hojas muertas de los rosales, y marcharse de nuevo.
En la conversación de Mr. Wilkins encontraba un alivio temporal, pero, a pesar de que él la acompañaba siempre que podía, en ocasiones no se encontraba allí, ya que distribuía de forma juiciosa sus atenciones entre las tres damas, y cuando él estaba en otra parte, ella tenía que enfrentarse sola a sus pensamientos y dominarlos lo mejor que podía.
Quizá era el exceso de luz y color en San Salvatore lo que hacía que cualquier otro lugar pareciera negro y oscuro; y sin duda Prince of Wales parecía un sitio demasiado negro y oscuro para tener que volver allí: una calle estrecha y oscura, y su casa, que era tan estrecha y oscura como la calle, sin nada realmente vivo o joven en ella. Apenas se podía decir que los peces de colores estuvieran vivos, o como mucho nada más que vivos a medias, y desde luego no eran jóvenes, y, aparte de ellos, sólo estaban las criadas, y esas eran viejas y polvorientas.
Viejas y polvorientas. Mrs. Fisher hizo una pausa en sus pensamientos, atraída por la extraña expresión. ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que hubiera siquiera aparecido? Podía haber sido una de las de Mrs. Wilkins, por su ligereza, su lenguaje casi callejero. Quizá era una de las suyas, y ella se la había oído decir e inconscientemente se le había contagiado.
Si eso era así, resultaba no sólo serio, sino también escandaloso. El hecho de que esa criatura insensata penetrara en la misma mente de Mrs. Fisher y estableciera su personalidad allí, la personalidad que seguía siendo, a pesar de la armonía aparentemente existente entre ella y su inteligente marido, tan ajena a la de Mrs. Fisher, tan alejada de lo que entendía y le gustaba, y la infectara con sus frases indeseables, resultaba de lo más preocupante. Nunca en toda su vida había aparecido en la mente de Mrs. Fisher una frase semejante. Nunca en toda su vida había pensado en sus criadas, o en cualquier otra persona, como seres viejos y polvorientos; eran unas mujeres muy respetables y aseadas, a las que se permitía usar el baño las noches de los sábados. De edad avanzada, desde luego, pero bien es verdad que ella también lo era, así como su casa, sus muebles, y sus peces de colores. Todos eran de edad avanzada, como debían serlo, juntos. Pero había mucha diferencia entre ser de edad avanzada y ser viejas y polvorientas.
Cuán cierto era lo que decía Ruskin, que los intercambios nocivos corrompían los buenos modales. Pero ¿era Ruskin el que lo decía? Pensándolo bien, no estaba segura, pero era exactamente el tipo de cosa que habría dicho si la hubiera dicho, y en cualquier caso era cierto. El simple hecho de oír los intercambios nocivos de Mrs. Wilkins durante las comidas —ella no escuchaba, evitaba escuchar, y sin embargo resultaba evidente que había oído— esos intercambios que, al ser con frecuencia vulgares, poco delicados y blasfemos a la vez, y siempre, sentía decirlo, reídos por Lady Caroline, debían ser clasificados como nocivos, estaban echando a perder sus modales mentales. Era posible que muy pronto no sólo lo pensara, sino también lo dijera. Eso sería terrible. Si esa era la forma que iba a adoptar su estallido, la falta de decoro al expresarse, Mrs. Fisher se temía que difícilmente iba a ser capaz de soportarlo con un mínimo de compostura.
Al llegar a esta fase Mrs. Fisher deseó más que nunca poder discutir sus extrañas sensaciones con alguien que las comprendiera. Sin embargo, no había nadie que las pudiera comprender, excepto la misma Mrs. Wilkins. Ella las entendería. Mrs. Fisher estaba segura de que ella sabría de inmediato cómo se sentía. Pero esto era imposible. Sería tan abyecto como implorar al mismo microbio que le estaba infectando a una que le protegiera de su enfermedad.
Por consiguiente, continuó soportando sus sensaciones en silencio, y ellas eran las que la empujaban a esas apariciones frecuentes y sin propósito en el jardín superior que acabaron por despertar incluso la atención de Scrap.
Scrap llevaba algún tiempo fijándose en ello, y asombrándose vagamente por este motivo, cuando Mr. Wilkins le preguntó una mañana, mientras le colocaba los cojines —había establecido la ayuda diaria a la instalación de Lady Caroline en su silla como su privilegio especial—, si le sucedía algo a Mrs. Fisher.
En ese momento Mrs. Fisher se encontraba de pie junto al antepecho oriental, protegiéndose los ojos y escudriñando cuidadosamente las lejanas casas blancas de Mezzago. La podían ver a través de las ramas de las adelfas.
—No lo sé —dijo Scrap.
—¿Asumo —dijo Mr. Wilkins— que es una dama poco susceptible de estar preocupada por algo?
—Me imagino que sí —dijo Scrap, sonriendo.
—Si lo está, y su intranquilidad parece sugerirlo, me complacería en grado sumo aconsejarla.
—Estoy segura de que eso sería muy amable por su parte.
—Desde luego, ella tiene su propio consejero legal, pero no se encuentra a mano. Yo sí. Y un abogado a mano —dijo Mr. Wilkins, que se esforzaba por hacer ligera su conversación cuando hablaba con Lady Caroline, consciente de que uno debía ser ligero con las damas jóvenes— vale más que dos en… seamos finos y dejemos el proverbio sin terminar; digamos, por ejemplo, Londres.
—Debería usted preguntarle.
—¿Preguntarle si necesita ayuda? ¿Lo aconsejaría usted? ¿No sería un poco… un poco delicado abordar semejante cuestión, la cuestión de si una dama tiene o no un problema?
—Quizá se lo dirá si va y habla con ella. Yo creo que debe de sentirse muy sola.
—Está usted llena de solicitud y consideración —proclamó Mr. Wilkins, deseando, por primera vez en su vida, ser un extranjero de forma que pudiera besarle respetuosamente la mano al retirarse para ir obediente a aliviar la soledad de Mrs. Fisher.
Era maravillosa la variedad de salidas de su rincón que Scrap ideaba para Mr. Wilkins. Cada mañana encontraba una diferente, que le despachaban satisfecho después de haberle arreglado los cojines. Ella le permitía que le arreglara los cojines porque había descubierto inmediatamente, los primeros cinco minutos de la primera noche, que sus temores de que se aferrara a ella y la contemplara con esa horrible admiración carecían de fundamento. Mr. Wilkins no admiraba de esa manera. Ella sentía de forma instintiva que no era sólo que no fuera capaz, sino que, de haberlo sido, en su caso no se habría atrevido. Era todo respeto. Podía dirigir sus movimientos para con ella con sólo levantar una ceja. Su única preocupación era obedecer. Ella había estado dispuesta a que le gustara con tal de que le hiciera el favor de no admirarla, y le gustaba de verdad. No olvidaba su conmovedora indefensión la primera mañana, vestido sólo con la toalla, y la entretenía, y se portaba bien con Lotty. Era cierto que le gustaba más cuando no estaba allí, pero bien es verdad que, por lo general, todo el mundo le gustaba más cuando no estaba allí. Desde luego, lo que sí parecía ser era uno de esos hombres, escasos en su experiencia, que nunca miraban a una mujer como si fuera una presa. La comodidad que supuso este hecho, la simplificación que introdujo en las relaciones del grupo, fue inmensa. Desde este punto de vista Mr. Wilkins era sencillamente ideal: era único y precioso. Siempre que pensaba en él, y se sentía quizá inclinada a detenerse en los aspectos que resultaban ligeramente fastidiosos, recordaba esto y murmuraba: «Pero qué tesoro».
En efecto, el único objetivo de Mr. Wilkins durante su estancia en San Salvatore era ser un tesoro. Costara lo que costara, las tres damas que no eran su mujer debían llegar a apreciarle y confiar en él. Entonces, cuando al cabo de un tiempo se presentaran complicaciones en sus vidas —¿y en qué vida no se presentaban complicaciones antes o después?— recordarían su comprensión y discreción, y se dirigirían a él para que las aconsejara. Damas con preocupaciones era exactamente lo que necesitaba. A su juicio, Lady Caroline no tenía ninguna en este momento, pero tanta belleza —ya que no podía evitar ver lo que resultaba evidente— debía haber pasado sus apuros en el pasado y pasaría más antes de apagarse. En el pasado no había estado a mano; en el futuro esperaba estarlo. Y, mientras tanto, el comportamiento de Mrs. Fisher, la siguiente dama en importancia desde el punto de vista profesional, sin duda prometía. Estaba prácticamente seguro de que Mrs. Fisher tenía alguna preocupación. La había estado observando con atención, y estaba casi seguro.
Con la tercera, con Mrs. Arbuthnot, era con la que hasta ahora había hecho menos progresos, al ser ella tan retraída y tranquila. Pero ¿no podía este mismo retraimiento, esta tendencia a evitar a los demás y pasar el tiempo sola, indicar que ella también se sentía turbada? En ese caso, él era la persona que necesitaba. La cultivaría. La seguiría y se sentaría con ella, y la animaría a que le hablara de sí misma. Arbuthnot, Lotty le había dado a entender, era un funcionario del Museo Británico; nada particularmente importante en la actualidad, pero Mr. Wilkins consideraba que era su obligación conocer a todo tipo de personas. Además, estaba el ascenso. Arbuthnot, ascendido, podía convertirse en alguien que mereciera la pena.
En cuanto a Lotty, estaba encantadora. Realmente poseía todas las cualidades que le había atribuido durante el noviazgo, y que, desde entonces, parecían haberse mantenido simplemente en suspenso. Sus primeras impresiones de ella estaban siendo ahora respaldadas por el cariño e incluso admiración que Lady Caroline le demostraba. Lady Caroline Dester era la última persona, estaba seguro, que se equivocaría en un tema semejante. Su conocimiento del mundo, su contacto constante con todo lo mejor, debían hacer de ella alguien casi infalible. Por lo tanto, Lotty era evidentemente lo que él había creído que era antes del matrimonio: era valiosa. Desde luego, había resultado muy valiosa al presentarle a Lady Caroline y Mrs. Fisher. Una mujer inteligente y atractiva podía suponer una ayuda inestimable para un hombre con su profesión. ¿Por qué no había resultado atractiva antes? ¿A qué se debía este florecimiento repentino?
Mr. Wilkins comenzó a creer también que había algo peculiar en la atmósfera de San Salvatore, tal como Lotty le había comunicado nada más llegar. Fomentaba el desarrollo. Sacaba a la luz cualidades latentes. Y, sintiéndose cada vez más complacido, e incluso encantado, con su mujer, y muy satisfecho de los progresos que hacía con las otras dos, y confiado en los progresos futuros con la retraída tercera, Mr. Wilkins no podía recordar haber pasado nunca antes unas vacaciones tan agradables. La única cosa que quizá podría mejorarse era la forma que tenían todos de llamarle Mr. Wilkins. Nadie decía Mr. Mellersh-Wilkins. Y, sin embargo, él se había presentado a Lady Caroline —pestañeó ligeramente al recordar las circunstancias— como Mellersh-Wilkins.
De todas maneras, eso era una nimiedad, insuficiente para preocuparle. Sería estúpido si en un lugar semejante y en una compañía semejante se preocupara por nada. Ni siquiera se estaba preocupando de lo que estaban costando las vacaciones, y había decidido pagar no sólo sus gastos, sino también los de su mujer, y sorprenderla al final ofreciéndole sus ahorros tan intactos como cuando ella se había puesto en camino; y simplemente saber que le estaba preparando una sorpresa feliz le hacía sentirse más afectuoso que nunca hacia ella.
De hecho Mr. Wilkins, que había comenzado haciendo gala de su mejor comportamiento consciente y de acuerdo con lo planeado, lo mantuvo de forma inconsciente, y sin hacer ningún esfuerzo.
Y mientras tanto, uno por uno y con suavidad, iban cayendo los hermosos días dorados de la segunda semana, iguales en belleza a los de la primera, y, cada vez que el aire se movía, el aroma de los campos de judías en flor que cubrían la ladera de la colina situada detrás del pueblo llegaba hasta San Salvatore. En el jardín, durante esa segunda semana, los narcisos de ojos de poeta desaparecieron de la hierba alta que bordeaba el sendero en zigzag, y unos gladiolos salvajes, esbeltos y de color rosa, ocuparon su lugar, claveles blancos florecieron en los márgenes, inundándolo con su aroma agridulce, y un arbusto en el que nadie se había fijado brotó en un estallido de gloria y fragancia, y era un arbusto de lilas moradas. Semejante confusión de primavera y verano resultaba increíble, excepto para aquellos que moraban en esos jardines. Todo parecía haber salido al mismo tiempo: todas las cosas que en Inglaterra se extienden mezquinamente a lo largo de seis meses, agolpadas en uno. Mrs. Wilkins encontró un día incluso prímulas en un rincón fresco de las colinas; y cuando las bajó hasta los geranios y heliotropos de San Salvatore, parecieron sentirse cohibidos.