Esa primera semana la glicinia comenzó a marchitarse, y las flores del árbol de Judas y de los melocotoneros se desprendieron y alfombraron el suelo de rosa. Después desaparecieron todas las fresias, y los lirios comenzaron a escasear. Y entonces, mientras estos se marchaban, brotaron las rosas banksia dobles, y las grandes rosas de verano se exhibieron de repente espléndidas sobre las murallas y los enrejados. La Fortune amarilla era una de ellas; una rosa muy bella. Poco después, el tamarisco y las adelfas alcanzaban su apogeo, y las azucenas su punto más alto. Antes de que finalizara la semana, las higueras dieron sombra, los ciruelos florecieron entre los olivos, las modestas weigelias aparecieron con sus frescos trajes rosas, y sobre las rocas se extendieron masas de flores estrelladas de hojas gruesas, algunas de un púrpura intenso y otras de un pálido y claro amarillo limón.
Antes de que finalizara la semana también llegó Mr. Wilkins; tal como había predicho su mujer, y consciente de su deseo de que Mellersh disfrutara de sus vacaciones, se dijo que sería un tonto fuera de lo común si desperdiciaba su tiempo preocupándose de nadie más. «Si no se porta bien con ella —pensó Scrap—, será llevado a las almenas y arrojado». Ya que, antes de que finalizara la semana, ella y Mrs. Wilkins se habían convertido en Caroline y Lotty, y eran amigas.
Mrs. Wilkins había sido siempre amiga, pero Scrap había luchado por no serlo. Había procurado por todos los medios ser prudente, pero ¡qué difícil resultaba la prudencia con Mrs. Wilkins! Libre de cualquier vestigio de la misma, esta era tan absolutamente espontánea, tan totalmente expansiva, que muy pronto Scrap, casi antes de saber lo que estaba haciendo, se estaba comportando con la misma espontaneidad. Y nadie podía ser más espontánea que Scrap, una vez que se dejaba ir.
La única dificultad con Lotty era que casi siempre estaba en otra parte. Era imposible atraparla; era imposible retenerla para hablar con ella. En retrospectiva, los temores de Scrap con respecto a la posibilidad de que agarrara parecían grotescos. Vaya, no agarraba ni lo más mínimo. En la cena y después de la cena eran los únicos momentos en los que realmente se la veía. Desaparecía durante todo el día, y regresaba avanzada la tarde con un aspecto terrible, el pelo lleno de trozos de musgo y las pecas peores que nunca. Quizá estaba aprovechando al máximo su tiempo antes de que llegara Mellersh para hacer todo lo que quería hacer, y tenía la intención de dedicarse más tarde a salir con él, arreglada y con sus mejores galas.
Scrap la observaba, interesada a pesar suyo, porque le parecía extraordinario ser tan feliz con tan poco. San Salvatore era hermoso, y el tiempo era divino; pero el paisaje y el tiempo no le habían bastado nunca a Scrap; y ¿cómo podían bastarle a alguien que tendría que abandonarlos muy pronto y volver a vivir en Hampstead? Estaba también la inminencia de Mellersh, de ese Mellersh del que Lotty había huido hacía tan poco. Estaba muy bien sentir que uno tenía que compartir, y hacer un beau geste y compartir, pero los beaux gestes que Scrap había conocido no habían hecho feliz a nadie. En realidad, a nadie le gustaba ser el objeto de uno, y siempre implicaba un esfuerzo por parte del que lo hacía. Sin embargo, tenía que admitir que en Lotty no había ningún esfuerzo; resultaba evidente que todo lo que hacía y decía era fácil, y que era sencilla y totalmente feliz.
Y así era como se sentía Mrs. Wilkins, ya que sus dudas respecto a si había tenido tiempo de estabilizarse lo suficiente en la tranquilidad como para seguir estando tranquila en compañía de Mellersh si esta se prolongaba de forma ininterrumpida las veinticuatro horas del día se habían evaporado a mitad de la semana, y tenía la sensación de que ahora nada podría trastornarla. Estaba lista para todo. Estaba firmemente injertada, enraizada, integrada en el paraíso. Dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera Mellersh, ella no se movería ni un centímetro fuera del paraíso, no se alteraría ni un instante para salir de allí y enfadarse. Por el contrario, iba a tirar de él hasta meterle junto a ella, y se sentarían cómodamente juntos, bañados en luz, y se reirían del miedo que le solía tener en Hampstead, y de la falsedad que el temor había provocado en ella. Pero no sería necesario tirar mucho. Después de un día o dos, él entraría del modo más natural, irresistiblemente arrastrado por las brisas perfumadas de ese aire divino; y allí se sentaría, ataviado de estrellas, pensó Mrs. Wilkins, en cuya mente, entre muchos otros débris, flotaban fragmentos ocasionales y brillantes de poesía. Rio para sí un poco ante la imagen de Mellersh, el respetable abogado de familia con chistera y gabán negro, ataviado de estrellas, pero se rio con cariño, casi con un orgullo maternal, ante el aspecto tan espléndido que tendría con una ropa tan elegante. «Pobre corderito», murmuró para sí afectuosamente. Y añadió: «Lo que necesita es airearse a fondo».
Esto fue durante la primera mitad de la semana. Al comienzo de la última mitad, al final de la cual llegaba Mr. Wilkins, dejó incluso de asegurarse a sí misma que era inquebrantable, que estaba empapada por la atmósfera más allá de cualquier posible alteración, ya no pensaba en ello ni lo notaba; lo daba por supuesto. Si se puede decir, y ella desde luego lo decía, no sólo a sí misma, sino también a Lady Caroline, había encontrado sus raíces celestiales.
Contrariamente al concepto de Mrs. Fisher de lo correcto —evidentemente; ¿qué otra cosa se podía esperar de Mrs. Wilkins?—, esta no fue a recibir a su marido a Mezzago, sino que se limitó a descender hasta el lugar donde el simón de Beppo le dejarían a él y a su equipaje en una calle de Castagneto. A Mrs. Fisher le desagradaba la llegada de Mr. Wilkins, y estaba segura de que cualquiera capaz de casarse con Mrs. Wilkins debía ser por lo menos de índole poco juicioso, pero un marido, cualquiera que fuera su índole, debía ser recibido correctamente. Mr. Fisher siempre había sido recibido con corrección. Ni una sola vez en toda su vida de casado había dejado de ser recibido en una estación, ni tampoco se había marchado sin ser despedido. Estas prácticas, estas cortesías, reforzaban los lazos del matrimonio y hacían sentir al marido que podía confiar en que su mujer estuviera siempre allí. Estar siempre allí era el secreto básico de una esposa. Prefería no pensar en lo que le habría ocurrido a Mr. Fisher si ella hubiera faltado a este principio. Bastante le había ocurrido ya tal y como estaban las cosas; porque la vida marital, por mucho cuidado que uno pusiera en taparlas, parecía, a pesar de todo, contener grietas.
Pero Mrs. Wilkins no se esforzó lo más mínimo. Se limitó a descender la colina cantando —Mrs. Fisher la podía oír— y recogió a su marido en la calle, dándole tan poca importancia como si fuera un alfiler. Las otras tres, todavía acostadas, ya que no era ni de lejos la hora de levantarse, la oyeron cuando pasó bajo sus ventanas mientras descendía por el sendero en zigzag para ir a recibir a Mr. Wilkins, que llegaba en el tren de la mañana, y Scrap sonrió, y Rose suspiró, y Mrs. Fisher tocó la campanilla y le dijo a Francesca que quería el desayuno en su cuarto. Ese día las tres desayunaron en sus cuartos, impulsadas por el instinto común de ponerse a cubierto.
Scrap siempre desayunaba en la cama, pero sentía la misma inclinación a esconderse, y durante el desayuno hizo planes para pasar todo el día donde estaba. Quizá, sin embargo, no sería tan necesario ese día como el siguiente. Ese día, calculó Scrap, el problema de Mellersh estaría resuelto. Querría tomar un baño, y tomar un baño en San Salvatore era un asunto complicado, una auténtica aventura si se tomaba caliente en el cuarto de baño, y llevaba mucho tiempo. Implicaba la asistencia del personal al completo: Domenico y el niño Giuseppe persuadiendo a la estufa de marca para que ardiera, frenándola cuando ardía con demasiada violencia, utilizando el fuelle con ella cuando amenazaba con apagarse, encendiéndola de nuevo cuando en efecto lo hacía; Francesca revoloteando ansiosamente sobre el grifo, ya que, si se abría demasiado, inmediatamente el agua salía fría, y si no se abría lo suficiente, la estufa explotaba por dentro e inundaba la casa de un modo misterioso; y Costanza y Angela corriendo escaleras arriba y abajo trayendo cubos de agua caliente de la cocina para suplir las deficiencias del grifo.
Este baño había sido instalado hacía poco, y era al mismo tiempo el orgullo y el terror de los criados. Colgadas de la pared había unas extensas instrucciones impresas relativas a su adecuado trato, en las cuales la palabra pericoloso aparecía una y otra vez. Cuando Mrs. Fisher, al llegar y pasar al baño, vio esta palabra, regresó de nuevo a su habitación y pidió en su lugar un baño con esponja; y cuando las otras descubrieron lo que significaba usar el cuarto de baño, y lo reacios que eran los criados a dejarlas solas con la estufa, y cómo Francesca se negaba rotundamente a ello, y permanecía de espaldas observando el grifo, y cómo los demás criados esperaban inquietos al otro lado de la puerta hasta que el bañista emergía de nuevo sano y salvo, ellas también hicieron que les trajeran en su lugar baños de esponja a sus habitaciones.
Sin embargo, Mr. Wilkins era un hombre, y con toda seguridad querría tomar un baño completo. Scrap calculó que esto le mantendría ocupado durante un buen rato. A continuación desharía las maletas, y después, tras la noche en el tren, dormiría probablemente hasta la tarde. Así que se mantendría ocupado todo el día y no le tendrían suelto entre ellas hasta la cena.
Por tanto, Scrap llegó a la conclusión de que ese día estaría totalmente segura en el jardín, y se levantó, como de costumbre, después del desayuno y, como de costumbre, se tomó su tiempo para vestirse, mientras permanecía atenta, con el oído ligeramente aguzado, a los sonidos de la llegada de Mrs. Wilkins, a cómo llevaban su equipaje a la habitación de Lotty al otro lado del rellano, a su voz culta preguntándole a Lotty, primero, «¿Le doy algo a este hombre?», e inmediatamente después: «¿Puedo tomar un baño caliente?»; a la voz de Lotty asegurándole alegre que no era necesario que le diera nada al hombre porque era el jardinero, y que sí, que podía tomar un baño caliente; y poco después el rellano se llenó con los ruidos familiares provocados por el transporte de la leña, el transporte del agua, unos pies corriendo, unas lenguas vociferando: de hecho, con la preparación del baño.
Scrap terminó de vestirse y después se entretuvo en la ventana, esperando hasta oír a Mr. Wilkins entrar en el baño. Cuando se hubiera encerrado dentro, ella saldría y se instalaría en su jardín y reanudaría su investigación sobre el posible sentido de su vida. Estaba haciendo progresos con su investigación. Se adormilaba con mucha menos frecuencia y estaba empezando a sentirse inclinada a aceptar que fachada era el concepto que se debía aplicar a su pasado. También se temía que su futuro se viera negro.
Ya estaba: podía oír de nuevo la culta voz de Mr. Wilkins. La puerta de Lotty se había abierto, y él estaba saliendo por ella preguntando el camino al baño.
—Es donde se ve a la multitud —respondió la voz de Lotty; todavía alegre, notó Scrap con satisfacción.
Las pisadas de Mr. Wilkins recorrieron el rellano, y las pisadas de Lotty parecieron bajar por las escaleras, y a continuación se produjo lo que parecía un breve altercado en la puerta del baño; no tanto un altercado como un coro de vociferaciones por una parte y una determinación muda, juzgó Scrap, de tomar un baño en solitario por la otra.
Mr. Wilkins no sabía ni una palabra de italiano, y la expresión pericoloso le dejó exactamente tal como le había encontrado; o lo habría hecho si la hubiera visto, pero, naturalmente, no prestó ninguna atención al impreso de la pared. Cerró con firmeza la puerta a los criados, resistiéndose a Domenico, que intentó hasta el final introducirse a la fuerza, y se encerró para el baño como correspondía a un hombre, examinando con ecuanimidad, mientras llevaba a cabo sus simples preparativos para meterse en la bañera, las extrañas normas de conducta de estos extranjeros, que, tanto varones como hembras, deseaban aparentemente quedarse con él mientras se bañaba. En Finlandia, había oído, las nativas del sexo femenino no sólo estaban presentes en estas ocasiones, sino que incluso lavaban al viajero que tomaba el baño. No había oído, sin embargo, que esto sucediera también en Italia, que de alguna manera parecía estar mucho más cerca de la civilización; quizá porque uno iba allí y no iba a Finlandia.
Mientras estudiaba imparcial esta reflexión y comparaba cuidadosamente el derecho a la civilización de Italia y Finlandia, Mr. Wilkins se introdujo en la bañera y cerró el grifo. Naturalmente que cerró el grifo. Era lo que se hacía. Pero en las instrucciones, impresas en letra roja, había un párrafo en el que se decía que no se debía cerrar el grifo mientras siguiera habiendo fuego en la estufa. Debía dejarse abierto —no muy abierto, pero abierto— hasta que el fuego se apagara; de lo contrario, y aquí aparecía de nuevo la palabra pericoloso, la estufa explotaría.
Mr. Wilkins se introdujo en la bañera, cerró el grifo, y la estufa explotó, exactamente como se decía que lo haría en las instrucciones. Afortunadamente, sólo explotó por dentro, pero lo hizo con un ruido terrible, y Mr. Wilkins saltó fuera del baño y se abalanzó hacia la puerta, y sólo el instinto nacido de años de entrenamiento le hizo agarrar una toalla mientras se abalanzaba.
Scrap, que estaba cruzando el rellano camino del exterior, oyó la explosión.
«¡Dios mío —pensó, recordando las instrucciones—, ahí va Mr. Wilkins!».
Y corrió hacia el comienzo de las escaleras para llamar a los criados, y, al tiempo que ella corría, Mr. Wilkins salió disparado agarrando su toalla y chocaron el uno contra el otro.
—¡Ese maldito baño! —exclamó Mr. Wilkins, perdiendo los estribos quizá por primera vez en su vida; pero estaba disgustado.
Menuda presentación. Mr. Wilkins, imperfectamente escondido en su toalla, con los hombros al descubierto por un extremo y las piernas por el otro, y Lady Caroline Dester, el motivo por el cual se había tragado todo su enfado con su mujer y había venido a Italia.
Ya que Lotty en su carta le había contado quién estaba en San Salvatore, además de ella y Mrs. Arbuthnot, y Mr. Wilkins se había dado cuenta inmediatamente de que esta era una oportunidad que podía no volverse a presentar. Lotty sólo había dicho: «Hay dos mujeres aquí, Mrs. Fisher y Lady Caroline Dester», pero eso bastaba. Lo sabía todo sobre los Droitwich, su riqueza, sus contactos, su lugar en la historia y el poder que tenían, caso de que decidieran ejercerlo, para hacer feliz a un abogado más añadiéndolo a los que ya empleaban. Había gente que empleaba a un abogado para una rama de sus negocios y otro para otra. Los asuntos de los Droitwich debían de tener muchas ramas. También había oído hablar —ya que consideraba que el oír y, una vez oído, recordar formaba parte de su trabajo— de la belleza de su única hija. Aunque los Droitwich no necesitaran sus servicios, quizá su hija sí. La belleza conducía a veces a situaciones extrañas; el asesoramiento nunca vendría mal. Y en el caso de que ninguno de ellos, ni los padres ni la hija ni ninguno de sus brillantes hijos, le necesitara en su calidad profesional, seguía siendo, obviamente, una relación muy valiosa. Abría nuevas perspectivas. Rebosaba posibilidades. Podía seguir viviendo en Hampstead durante años y no volver a encontrarse una oportunidad semejante.
En cuanto le llegó la carta de su esposa, telegrafió e hizo las maletas. Esto era trabajo. No era un hombre que perdiera el tiempo cuando se trataba de trabajo; tampoco era un hombre que comprometiera una oportunidad por descuidar la amabilidad. Recibió a su mujer con absoluta amabilidad, consciente de que, en semejantes circunstancias, la amabilidad era sabiduría. Además, realmente se sentía amable, mucho. Por una vez, Lotty le estaba ayudando de verdad. La besó cariñosamente al bajarse del simón de Beppo, y sintió que hubiera tenido que levantarse extremadamente pronto; no se quejó por lo inclinado del ascenso; le contó su viaje con cordialidad y, cuando se le pidió, admiró obediente las vistas. Estaba todo planeado con cuidado en su mente, lo que iba a hacer ese primer día: afeitarse, tomar un baño, ponerse ropa limpia, dormir un poco, y después vendría el almuerzo y la presentación a Lady Caroline.
En el tren había escogido las palabras de su saludo, repasándolas con cuidado: alguna ligera indicación de su placer al conocer a alguien de quien él, al igual que el mundo entero, había oído hablar, pero expresado desde luego con delicadeza, con mucha delicadeza; alguna pequeña referencia a sus distinguidos progenitores y al papel que su familia había tenido en la historia de Inglaterra, hecha, desde luego, con el tacto adecuado; una frase o dos sobre su hermano mayor Lord Winchcombe, que había ganado su V. C.[2] en la última guerra bajo circunstancias que sólo podían hacer —podía o no añadir esto— que el corazón de cada inglés palpitara de orgullo más fuerte que nunca, y habría dado los primeros pasos hacia lo que bien podría ser el punto decisivo en su carrera.
Y aquí estaba…, no, era demasiado terrible, ¿qué podía ser más terrible? Con sólo una toalla por encima, el agua chorreando por sus piernas y esa exclamación. Supo inmediatamente que la dama era Lady Caroline; lo supo el instante mismo en que dejó escapar la exclamación. Mr. Wilkins usaba esa palabra raras veces, y nunca, nunca en presencia de una dama o un cliente. Mientras que en lo que se refería a la toalla…, ¿por qué habría venido? ¿Por qué no se habría quedado en Hampstead? Sería imposible conseguir que esto se olvidara.
Pero Mr. Wilkins no había contado con Scrap. Esta, en efecto, torció la cara en un esfuerzo inmenso por no reír al presentarse este ante su asombrada vista, y tras haber ahogado la risa y conseguido adoptar de nuevo una expresión seria, le dijo tan imperturbable como si hubiera estado completamente vestido:
—¿Cómo está usted?
Qué tacto más impecable. Mr. Wilkins habría sido capaz de rendirle culto. Ese pasar por alto tan exquisito. Una revelación de la sangre azul, desde luego.
Abrumado por el agradecimiento, cogió la mano que le ofrecía y dijo a su vez:
—¿Cómo está usted? —y la simple repetición de esas palabras corrientes pareció devolver como por arte de magia la normalidad a la situación. En efecto, se sintió tan aliviado, y resultaba tan natural estar dándose la mano, estar saludándose de forma convencional, que olvidó que no llevaba más que una toalla y recobró su aire profesional. Olvidó su aspecto, pero no olvidó que esta era Lady Caroline Dester, la dama por la cual había venido hasta Italia, y no olvidó que había sido a su rostro, su rostro hermoso e importante, donde había lanzado su terrible exclamación. Debía implorar su perdón inmediatamente. Decir una palabra semejante a una dama; a cualquier dama, pero de entre todas las damas a esta precisamente…
—Me temo que he utilizado un lenguaje imperdonable —comenzó muy serio Mr. Wilkins, tan serio y ceremonioso como si estuviera vestido.
—Me pareció de lo más apropiado —dijo Scrap, que estaba acostumbrada a los malditos.
Mr. Wilkins se sintió increíblemente aliviado y tranquilizado ante esta respuesta. O sea, que no se había ofendido. De nuevo la sangre azul. Sólo la sangre azul podía permitirse una actitud tan liberal, tan comprensiva.
—¿Es a Lady Caroline Dester, no es así, a quien me estoy dirigiendo? —preguntó, con una voz que sonaba aún más cuidadosamente culta de lo normal, ya que tenía que evitar que se deslizara en ella demasiado placer, demasiado alivio, un exceso de la alegría del perdonado y el confesado.
—Sí —dijo Scrap, y por mucho que lo intentó no pudo evitar sonreír. No pudo evitarlo. No había tenido intención de sonreírle a Mr. Wilkins, nunca jamás; pero realmente su aspecto… Y luego, por si fuera poco su voz, inconsciente de la toalla y de sus piernas, y hablando exactamente igual que un cura.
—Permítame que me presente —dijo Mr. Wilkins, con la etiqueta propia de un salón—. Mi nombre es Mellersh-Wilkins.
Y al pronunciar estas palabras alargó de forma instintiva la mano por segunda vez.
—Pensé que quizá lo sería —dijo Scrap, siéndole estrechada la mano por segunda vez y por segunda vez incapaz de no sonreír.
Mr. Wilkins estaba a punto de pasar al primero de los corteses tributos que había preparado en el tren, inconsciente, al no poderse ver, de que no llevaba nada encima, cuando los criados llegaron corriendo por las escaleras y, al mismo tiempo, Mrs. Fisher apareció en el umbral de su cuarto de estar. Ya que todo esto había sucedido muy deprisa y los criados, alejados en la cocina, y Mrs. Fisher, que estaba recorriendo sus almenas, no habían tenido tiempo, al oír el ruido, de aparecer antes del segundo apretón de manos.
Los criados, en cuanto oyeron el temido ruido, supieron enseguida lo que había sucedido y se apresuraron directamente al cuarto de baño para intentar restañar la inundación, haciendo caso omiso de la figura con la toalla en el rellano, pero Mrs. Fisher no sabía a qué podía deberse el ruido y al salir de su cuarto para investigar se quedó paralizada en el umbral de la puerta.
Bastaba para paralizar a cualquiera. Lady Caroline dándole la mano a lo que evidentemente, si hubiera estado vestido, habría sido el marido de Mrs. Wilkins, y ambos conversando como si…
Entonces Scrap descubrió a Mrs. Fisher. Se volvió hacia ella inmediatamente.
—Permítame que le presente a Mr. Mellersh-Wilkins —dijo con gracia—. Acaba de llegar. Esta —añadió, dirigiéndose hacia Mr. Wilkins— es Mrs. Fisher.
Y Mr. Wilkins, antes que nada cortés, reaccionó en seguida a la fórmula convencional. Primero inclinó la cabeza hacia la dama anciana de la puerta y a continuación atravesó el rellano, dejando marcas al andar con los pies húmedos, y al llegar a ella le ofreció atentamente la mano.
—Es un placer —dijo Mr. Wilkins con su voz cuidadosamente modulada— conocer a una amiga de mi esposa.
Scrap desapareció con lágrimas en los ojos camino del jardín.