XIII

Los días apacibles —apacibles sólo en apariencia— pasaban inundados por raudales de sol, y los criados, tras observar a las cuatro señoras, llegaron a la conclusión de que no había en ellas mucha vitalidad.

A los criados San Salvatore les parecía dormido. Nadie venía a tomar el té, ni las señoras iban a ninguna parte a tomarlo. Otros inquilinos en otras primaveras habían sido mucho más activos. Había habido movimiento e iniciativa; se había utilizado el barco; se habían hecho excursiones; se había encargado el simón de Beppo; gente de Mezzago venía a pasar el día; la casa resonaba con voces; a veces incluso se había bebido champán. La vida era variada, interesante. Pero ¿esto? ¿Qué era esto? Ni siquiera se regañaba a los criados. Se les dejaba por completo a su aire. Bostezaban.

También resultaba desconcertante la total ausencia de caballeros. ¿Cómo podían los caballeros mantenerse alejados de tanta belleza? Ya que, si se sumaba, e incluso tras la sustracción de la dama anciana, las tres jóvenes señoras producían un total impresionante de aquello que los caballeros solían buscar.

También el deseo evidente de cada señora de pasar largas horas separada de las demás damas desconcertaba a los criados. El resultado era una calma mortal en la casa, excepto a las horas de las comidas. A juzgar por los ruidos de vida que había, podría haber estado tan vacía como lo había estado todo el invierno. La señora anciana permanecía sentada en su cuarto, sola; la dama de ojos oscuros se alejaba sola, eso les decía Domenico, que en ocasiones se la encontraba durante sus tareas, vagando incomprensiblemente entre las rocas; la dama rubia muy hermosa se quedaba tumbada en su silla baja en el jardín superior, sola; la dama rubia, también hermosa, pero menos, ascendía las colinas y permanecía allí arriba durante horas, sola; y cada día el sol recorría resplandeciente su trayectoria alrededor de la casa, y desaparecía al atardecer en el mar, y nada en absoluto había sucedido.

Los criados bostezaban.

Y sin embargo, las cuatro visitantes, mientras sus cuerpos permanecían sentados —ese era el de Mrs. Fisher— o tumbados —ese era el de Lady Caroline— o vagando —ese era el de Mrs. Arbuthnot— o subían solitarios a las colinas —ese era el de Mrs. Wilkins—, estaban en realidad cualquier cosa menos aletargadas. Sus mentes presentaban una actividad desacostumbrada. Incluso por la noche sus mentes seguían activas, y los sueños que tenían eran claros, diáfanos y rápidos, completamente diferentes de los pesados sueños de Londres. Había ese algo en la atmósfera de San Salvatore que estimulaba la actividad mental en todos, excepto en los nativos. Ellos, como antes, sin tener en cuenta la belleza que les rodeaba, sin tener en cuenta lo que hicieran las estaciones pródigas, permanecían inmunes a las ideas que no fueran las que estaban acostumbrados a tener. Durante toda su vida habían presenciado, año tras año, el espectáculo asombroso y periódico que abril traía a los jardines, y la costumbre lo había hecho invisible para ellos. Estaban tan ciegos ante ello, tan inconscientes de ello, como el perro de Domenico dormido al sol.

Los visitantes no podían ignorarlo: resultaba demasiado llamativo después de Londres en un mes de marzo especialmente húmedo y tenebroso. Ser transportado de repente a ese lugar en el que el aire estaba tan inmóvil que contenía la respiración, donde la luz era tan dorada que transfiguraba los objetos más corrientes; ser transportado a ese delicado calor, a esa fragancia acariciadora, y tener el viejo castillo gris como marco, y, a lo lejos, las colinas serenas y claras de los paisajes de Perugino, suponía un contraste sorprendente. Incluso Lady Caroline, acostumbrada toda su vida a la belleza, que había estado en todas partes y lo había visto todo, se sentía sorprendida por ella. Ese año, la primavera era especialmente maravillosa, y de todos los meses en San Salvatore abril, si el tiempo era bueno, era el mejor. Mayo quemaba y agostaba; marzo era inquieto, y tan luminoso que podía volverse duro y frío; pero abril llegaba suavemente, como una bendición, y, si era un abril bueno era tan hermoso que resultaba imposible no sentirse diferente, no sentirse excitado y conmovido.

Mrs. Wilkins, lo hemos visto, respondió a ello de forma instantánea. Ella, por decirlo así, se quitó enseguida toda la ropa y se zambulló directamente en la gloria, sin vacilar, con un grito de éxtasis.

Mrs. Arbuthnot se sintió excitada y conmovida, pero de un modo diferente. Tenía sensaciones extrañas, que serán descritas en breve.

Mrs. Fisher, al ser vieja, estaba hecha de un material más compacto, más impermeable, y ofreció más resistencia; pero ella también tenía sensaciones extrañas, que serán igualmente descritas cuando corresponda.

Lady Caroline, ya abundantemente familiarizada con casas y climas hermosos, los cuales no podían sorprenderla exactamente de la misma manera, estuvo sin embargo a punto de reaccionar con la misma rapidez que Mrs. Wilkins. El lugar ejerció también sobre ella una influencia casi instantánea, y de una parte de esta influencia era consciente: había provocado en ella el deseo de pensar, a partir de la mismísima primera noche, y actuaba sobre ella de forma curiosa, como si fuera una conciencia. El hecho sobre el que esta conciencia parecía llamar su atención con una insistencia que la asustaba —Lady Caroline vacilaba en aceptar la palabra, pero seguía apareciendo en su mente— era que no era más que fachada.

Sólo fachada. Ella. Qué curioso.

Tenía que meditar sobre eso.

La mañana después de la primera cena juntas, se despertó en un estado de arrepentimiento por haber sido tan locuaz con Mrs. Wilkins la noche antes. Qué sería lo que la había impulsado a ello, se preguntó. Ahora, por supuesto, Mrs. Wilkins querría agarrar, querría ser inseparable; y la idea de alguien que la agarrara y no se separara de ella durante cuatro semanas provocó un desmayo en los ánimos de Scrap. Sin duda, la estimulada Mrs. Wilkins estaría al acecho en el jardín superior, esperando para abordarla cuando ella saliera, y la saludaría con alegría matutina. Cómo odiaba ser saludada con alegría matutina; o, de hecho, que la saludaran en absoluto. No debería haber estimulado a Mrs. Wilkins la noche anterior. Era fatal estimular. Ya resultaba suficientemente malo no estimular, ya que, por lo general, el simple hecho de estar sentada y no decir nada parecía implicarla, pero estimular activamente era suicida. ¿Qué diablos la habría impulsado a ello? Ahora tendría que desperdiciar todo el tiempo precioso, el tiempo precioso y delicioso que tenía para meditar, para ajustarse las cuentas, en quitarse de encima a Mrs. Wilkins.

Cuando estuvo vestida, se dirigió furtivamente hasta su rincón, con gran cautela y caminando sobre las puntas de los dedos, haciendo equilibrios con cuidado para que los guijarros no crujieran; pero el jardín estaba vacío. No era necesario quitarse a nadie de encima. No se veía ni a Mrs. Wilkins ni a ninguna otra persona. Lo tenía totalmente para ella. Exceptuando a Domenico, que al cabo de un rato vino y merodeó a su alrededor, regando sus plantas, de nuevo sobre todo las que estaban más cerca de ella, no salió absolutamente nadie; y cuando, después de un largo rato persiguiendo ideas que parecían escapársele justo cuando las había alcanzado, y cayendo dormida exhausta en los intervalos de esta persecución, se sintió hambrienta y miró su reloj y vio que eran más de las tres, se dio cuenta de que nadie se había molestado siquiera en llamarla para el almuerzo. Así que, Scrap no pudo evitar notar, si se habían deshecho de alguien era de ella.

Bueno, pero esto era encantador, y totalmente nuevo. Ahora podría pensar de verdad, sin interrupciones. Qué delicioso resultaba que se olvidaran de una.

Con todo, tenía hambre; y Mrs. Wilkins, después de esa excesiva cordialidad de la noche antes, podía por lo menos haberle dicho que el almuerzo estaba listo. Y había estado en efecto excesivamente cordial: tan amable en lo relativo a los preparativos para que durmiera Mellersh, queriendo que ocupara el cuarto libre y todo. Por lo general no le interesaban los preparativos, de hecho no le interesaban nunca; por lo que Scrap consideraba que se había incluso esforzado por ser agradable con Mrs. Wilkins. Y, a cambio, Mrs. Wilkins ni siquiera se preocupaba de si almorzaba o no.

Afortunadamente, aunque tenía hambre, no le importaba saltarse una comida. La vida estaba llena de comidas. Ocupaban una enorme proporción de tu tiempo; y Mrs. Fisher era una de esas personas, se temía, que se eternizaban. Había cenado ya dos veces con Mrs. Fisher, y las dos había sido difícil desalojarla al final, ya que se eternizaba mientras partía lentamente innumerables nueces y bebía lentamente un vaso de vino que parecía no ir a terminar nunca. Probablemente sería conveniente tomar por costumbre saltarse el almuerzo, y como resultaba muy sencillo que le sacaran el té, y como desayunaba en su cuarto, sólo se tendría que sentar una vez al día a la mesa del comedor y soportar las nueces.

Scrap enterró cómodamente la cabeza entre los cojines, y con los pies cruzados sobre el antepecho bajo, se abandonó a nuevas reflexiones. Se dijo, como había dicho cada cierto tiempo a lo largo de toda la mañana: Ahora voy a pensar. Pero, al no haber analizado nada en toda su vida, resultaba difícil. Era extraordinario cómo se distraía la atención; era extraordinario cómo la mente se escapaba de soslayo. Tras ponerse a examinar su pasado como preliminar a la consideración de su futuro, y mientras buscaba en él para empezar alguna justificación de esa angustiosa palabra, fachada, descubrió de pronto que no estaba pensando para nada en eso, sino que se había desviado de alguna manera hacia Mr. Wilkins.

Bueno, era bastante fácil pensar en Mr. Wilkins, aunque no agradable. Veía su acercamiento con recelo. Ya que no sólo era un profundo e inesperado fastidio que se añadiera un hombre al grupo, y un hombre, además, del tipo al que estaba segura Mr. Wilkins pertenecía, sino que se temía —y su temor era el resultado de una experiencia monótonamente invariable— que podría querer merodear alrededor de ella.

Evidentemente, esa posibilidad no se le había ocurrido todavía a Mrs. Wilkins, y era una sobre la cual no podía desde luego llamar su atención; es decir, no sin parecer de una fatuidad sin límites. Intentó confiar en que Mr. Wilkins constituiría una maravillosa excepción a la horrible regla. Eso era lo único que pedía, y entonces ella le estaría tan agradecida que creía podría llegar a gustarle de verdad.

Pero… tenía dudas. ¿Y si merodeaba alrededor de ella de forma que la echara de su delicioso jardín superior?; ¿y si se apagaba la luz del rostro cambiante y divertido de Mrs. Wilkins? Scrap tenía la sensación de que le disgustaría especialmente que esto le ocurriera al rostro de Mrs. Wilkins, y sin embargo nunca en su vida había conocido a ninguna esposa, a ninguna en absoluto, capaz de comprender que ella no deseaba en lo más mínimo a sus maridos. Con frecuencia había encontrado esposas que tampoco deseaban a sus maridos, pero eso no disminuía su indignación si creían que alguna otra persona les deseaba, ni tampoco su certeza, cuando les veían rondando alrededor de Scrap, de que ella estaba intentando cazarlos. ¡Intentando cazarlos! La mera idea, el mero recuerdo de estas situaciones, le produjo un aburrimiento tan extremo que inmediatamente se volvió a quedar dormida.

Cuando se despertó siguió con Mr. Wilkins.

Ahora bien, pensó Scrap, si Mr. Wilkins no era una excepción y se comportaba del modo habitual, ¿lo comprendería Mrs. Wilkins, o simplemente echaría a perder sus vacaciones? Parecía rápida, pero ¿sería rápida precisamente en esto? Parecía comprender y ver en el interior de una, pero ¿comprendería y vería en el interior de una cuando se tratara de Mr. Wilkins?

La experimentada Scrap estaba llena de dudas. Cambió los pies de sitio sobre el antepecho; sacudió un cojín para enderezarlo. Quizá sería mejor intentar explicarle a Mrs. Wilkins, durante los días que todavía quedaban hasta la llegada —explicar de una forma general, más bien imprecisa y hablando sin personalizar—, su actitud hacia tales cosas. Podía también exponerle su peculiar aversión hacia los maridos de la gente, y su profundo deseo de que, por lo menos durante este mes, la dejaran en paz.

Pero Scrap también tenía sus dudas sobre esto. Una conversación semejante implicaba una cierta familiaridad, implicaba embarcarse en una amistad con Mrs. Wilkins; y si, después de haberse embarcado en ella y haber afrontado el peligro que contenía de un exceso de Mrs. Wilkins, Mr. Wilkins resultaba ser ingenioso —y la gente se volvía realmente ingeniosa cuando estaba decidida a algo— y conseguía después de todo escabullirse y penetrar en el jardín superior, Mrs. Wilkins podía llegar a creer que había sido engañada, y que ella, Scrap, era una hipócrita. ¡Hipócrita! Y todo por Mr. Wilkins. Las esposas resultaban realmente patéticas.

A las cuatro y media oyó ruido de platillos al otro lado de los arbustos de adelfas. ¿Le estarían trayendo el té?

No; los ruidos no se acercaron más, se detuvieron cerca de la casa. Se iba a tomar el té en el jardín, en su jardín. Scrap consideró que por lo menos podían haberle preguntado si le importaba que la molestaran. Todas sabían que se sentaba allí.

Quizá alguien le traería el suyo a su rincón.

No; nadie trajo nada.

Bueno, tenía demasiada hambre para no ir y tomarlo con las otras hoy, pero le daría a Francesca órdenes estrictas para el futuro.

Se levantó, y caminó en dirección a los ruidos del té con esa elegancia lenta que era otro más de su escandaloso número de atractivos. Era consciente no sólo de que tenía mucha hambre, sino también de que quería hablar de nuevo con Mrs. Wilkins. Mrs. Wilkins no se había agarrado, la había dejado completamente libre todo el día a pesar del rapprochement de la noche anterior. Desde luego era una excéntrica, y se ponía jerséis de seda para cenar, pero no la había agarrado. Eso era una gran cosa. Scrap se dirigió hacia la mesa del té esperando ver a Mrs. Wilkins; y cuando la tuvo ante sus ojos, sólo vio a Mrs. Fisher y a Mrs. Arbuthnot.

Mrs. Fisher estaba sirviendo el té, y Mrs. Arbuthnot le estaba ofreciendo mostachones a Mrs. Fisher. Cada vez que Mrs. Fisher le ofrecía algo a Mrs. Arbuthnot —la taza, o la leche, o el azúcar— Mrs. Arbuthnot le ofrecía mostachones, insistía en que los cogiera con una asiduidad extraña, casi con obstinación. ¿Sería un juego? se preguntó Scrap, al tiempo que se sentaba y se apoderaba de un mostachón.

—¿Dónde está Mrs. Wilkins? —preguntó Scrap.

No lo sabían. Por lo menos, Mrs. Arbuthnot, al preguntar Scrap, no lo sabía; el rostro de Mrs. Fisher, al oír el nombre, se volvió elaboradamente desinteresado.

Parecía que Mrs. Wilkins no había sido vista desde el desayuno. Mrs. Arbuthnot pensaba que probablemente se habría ido de excursión. Scrap la echaba de menos. Se comió en silencio los enormes mostachones, los mejores y más grandes que había probado jamás. El té sin Mrs. Wilkins era aburrido; y Mrs. Arbuthnot tenía ese aroma fatal de cariño materno, de querer mimarla a una, ponerla muy cómoda, persuadiéndola para que comiera —persuadiéndola a ella, que estaba comiendo ya de una manera tan abierta, incluso tan excesiva— que parecía haber perseguido los pasos de Scrap por la vida. ¿No podía la gente dejarla a una tranquila? Era perfectamente capaz de comer lo que quisiera sin que la incitaran. Intentó sofocar el celo de Mrs. Arbuthnot siendo tajante con ella. Inútil. La brusquedad no resultaba aparente. Permanecía, al igual que todos los sentimientos perversos de Scrap, cubierta por el velo impenetrable de su encanto.

Mrs. Fisher, sentada como una estatua, las ignoró a las dos. Había tenido un día curioso, y estaba un poco preocupada. Había estado completamente sola, ya que ninguna de las tres había venido a comer, y ninguna de las tres se había tomado la molestia de hacerle saber que no iba a venir; y Mrs. Arbuthnot, tras aparecer de forma casual al té, se había comportado de una manera extraña hasta que Lady Caroline se había unido a ellas y había captado su atención.

Mrs. Fisher estaba dispuesta a que no le disgustara Mrs. Arbuthnot, cuya raya en medio y expresión bondadosa parecían de lo más decentes y femeninas, pero sin duda tenía costumbres que resultaban difíciles de aceptar. Su hábito de repetir cualquier ofrecimiento de comida o bebida que se le hiciera, de devolver, como si dijéramos, el ofrecimiento, no era, por alguna razón, lo que uno esperaba de ella. «¿Tomará usted más té?» era sin duda una pregunta a la cual se respondía simplemente con un sí o un no; pero Mrs. Arbuthnot persistía en la manía que había mostrado el día anterior en el desayuno, consistente en añadir a su sí o no las palabras «¿Y usted?». Lo había hecho de nuevo esa mañana durante el desayuno, y aquí estaba haciéndolo en el té, las dos comidas presididas y servidas por Mrs. Fisher. ¿Por qué lo hacía? Mrs Fisher no conseguía entenderlo.

Pero esto no era lo que le preocupaba; esto era simplemente un inciso. Lo que le preocupaba era que ese día había sido totalmente incapaz de centrar su atención en algo, y no había hecho nada más que vagar inquieta desde el cuarto de estar hasta las almenas y de vuelta otra vez. Había sido un día desperdiciado, y cómo le desagradaba el desperdicio. Había intentado leer, y había intentado escribir a Kate Lumley; pero no; leía unas cuantas palabras, escribía unas cuantas líneas, y de nuevo se levantaba y salía a las almenas y miraba fijamente al mar.

No importaba que no escribiera la carta a Kate Lumley. Había tiempo de sobra para ello. Que las demás supusieran que su venida estaba definitivamente decidida. Mejor. Así se mantendría Mrs. Wilkins fuera del cuarto libre y se la colocaría donde le correspondía. Kate podía esperar. Podía guardarse en reserva. Kate en reserva era tan potente como Kate en realidad, y había algunos aspectos de la Kate en reserva que podrían faltar de la Kate real. Por ejemplo, si Mrs. Fisher iba a sentirse inquieta, preferiría que Kate no estuviera allí para verlo. Había una cierta falta de dignidad en la intranquilidad, en el trote de acá para allá. Pero si importaba que no pudiera leer ni una línea de cualquiera de los escritos de sus grandes amigos difuntos; no, ni siquiera de los de Browning, que había estado tanto en Italia, ni de los de Ruskin, cuya Piedras de Venecia había traído con ella para releerlo tan cerca del lugar mismo; ni tampoco una frase de un libro realmente interesante como el que había encontrado en su cuarto de estar sobre la vida de ese pobre hombre, el emperador alemán —escrito en la década de los noventa, cuando los pecados contra él no superaban todavía los suyos propios, que era, estaba firmemente convencida, lo que sucedía ahora, y lleno de datos excitantes sobre su nacimiento y su brazo derecho y accoucheurs— sin tener que dejarlo e ir a mirar fijamente al mar.

La lectura era muy importante; el ejercicio y desarrollo adecuados de la mente eran un deber capital. ¿Cómo era posible leer si se estaba constantemente entrando y saliendo al trote? Era curiosa, esta intranquilidad. ¿Se iría a poner mala? No; se sentía bien; en efecto, desacostumbradamente bien, y salía y entraba muy deprisa —trotaba, de hecho— y sin su bastón. Era muy extraño que no fuera capaz de permanecer sentada, pensó, al tiempo que, frunciendo el ceño, miraba por encima de las corolas de unos jacintos púrpura en dirección al golfo de La Spezia, que resplandecía más allá de un promontorio; muy extraño que ella, que caminaba tan despacio, tan dependiente de su bastón, trotara de repente.

Tenía la sensación de que sería interesante hablar de ello con alguien. No con Kate: con un desconocido. Kate se limitaría a mirarla y a sugerir una taza de té. Kate siempre sugería tazas de té. Además, Kate tenía un rostro anodino. Ahora bien, esa Mrs. Wilkins, a pesar de lo molesta que era, a pesar de lo suelta que tenía la lengua, de lo impertinente, de lo censurable que resultaba, probablemente lo comprendería, y quizá sabría qué era lo que la llevaba a comportarse así. Pero no le podía decir nada a Mrs. Wilkins. Era la última persona a la que uno confesaría tener sensaciones. No podía hacerlo, aunque no fuera más que por dignidad. ¿Confiar en Mrs. Wilkins? Nunca.

Y Mrs. Arbuthnot, mientras mimaba melancólica a la obstruccionista Scrap durante el té, pensó también que había tenido un día curioso. Había sido activo, como el de Mrs. Fisher, pero, a diferencia del de Mrs. Fisher, activo sólo mentalmente. Su cuerpo había permanecido muy quieto; su mente no había estado nada quieta, había estado activa en exceso. Durante años se había preocupado de no tener tiempo para pensar. Su vida programada en la parroquia había evitado la intromisión de los recuerdos y deseos. Ese día se habían amontonado. Volvió para el té sintiéndose abatida, y sentirse abatida en un lugar semejante, rodeada de todo lo necesario para disfrutar, sólo consiguió abatirla aún más. Pero ¿cómo podía sentirse feliz estando sola? ¿Cómo podía nadie alegrarse y disfrutar y apreciar, apreciar de verdad, estando solo? Excepto Lotty. Lotty parecía ser capaz de hacerlo. Se había marchado colina abajo nada más terminar de desayunar, sola y sin embargo obviamente contenta, ya que no le había sugerido a Rose que fuera también, y cantaba mientras se iba.

Rose había pasado el día sola, sentada con las manos cruzadas sobre sus rodillas, mirando fijamente de frente. El objeto de su contemplación eran las espadas grises de las pitas, y, sostenidos sobre sus altos tallos, los pálidos lirios que crecían en el retirado lugar que había encontrado, mientras que más allá, entre las hojas grises y las flores azules, veía el mar. El lugar que había encontrado era un rincón escondido en el que el tomillo acolchaba las piedras abrasadas por el sol, y era poco probable que viniera nadie. No se podía ver ni oír desde la casa; estaba alejado de cualquier sendero; se encontraba cerca del final del promontorio. Permaneció sentada tan quieta que, al poco tiempo, las lagartijas comenzaron a pasar como flechas por encima de sus pies, y unos diminutos pájaros parecidos a pinzones, que al principio se habían espantado, regresaron de nuevo y revolotearon entre los arbustos que la rodeaban como si ella no estuviera allí. Qué hermoso era. Y para qué servía si no había nadie allí, nadie a quien le gustara estar con una, que le perteneciera, a quien se le pudiera decir: «Mira». ¿Y no diría: «Mira…, amor?». Sí, diría amor; y la dulce palabra, el simple hecho de decírsela a alguien que le quisiera a una, la haría feliz.

Permaneció sentada muy quieta, mirando fijamente de frente. Era extraño que en este lugar no deseara rezar. Ella, que en casa había rezado de una forma tan constante, no parecía ser en absoluto capaz de hacerlo aquí. La primera mañana se había limitado a lanzar al cielo un breve gracias al levantarse, y se había ido derecha a la ventana para ver el aspecto que tenía todo; había lanzado las gracias con la misma despreocupación que una pelota, y no había vuelto a pensar en ello. Esa mañana, al acordarse de esto, sintiéndose avergonzada, se había arrodillado con determinación; pero quizá la determinación no era buena para las plegarias, ya que había sido incapaz de pensar en nada que decir. Y en lo que se refería a sus plegarias de por la noche, ninguna de las dos noches había dicho ni una. Se le habían olvidado. Había estado tan absorta en otros pensamientos que se le habían olvidado; y, una vez dentro de la cama, estaba ya dormida e inmersa en un veloz torbellino de sueños brillantes, ligeros y transparentes antes de tener siquiera tiempo de tumbarse.

¿Qué le había pasado? ¿Por qué había soltado el ancla de la plegaria? Y también tenía que hacer esfuerzos para acordarse de sus pobres, para acordarse siquiera de que existían unos seres semejantes. Por supuesto, las vacaciones eran beneficiosas, y todo el mundo lo admitía, pero ¿deberían hacer semejantes estragos en la realidad, borrarla de una forma tan total? Quizá olvidar a sus pobres era sano; así volvería a ellos con más entusiasmo. Pero no podía ser saludable olvidar sus plegarias, y aún menos podía serlo el que no le importara.

A Rose no le importaba. Sabía que no le importaba. Y, lo que era aún peor, sabía que no le importaba que no le importara. En este lugar se sentía indiferente hacia las dos cosas que durante años habían llenado su vida y habían hecho que pareciera feliz. Bueno, bastaría con poder alegrarse en su maravilloso medio nuevo, tener por lo menos eso para oponerlo a la indiferencia, al abandono…, pero no podía. No tenía trabajo, no rezaba, se había quedado vacía.

Lotty había echado a perder su día aquel día, como lo había echado a perder el día anterior; Lotty, con la invitación a su marido, con la sugerencia de que ella también debería invitar al suyo. El día anterior, tras haber lanzado de nuevo a Frederick a su mente, Lotty la había dejado; la había dejado sola toda la tarde con sus pensamientos. Desde entonces habían estado todos dedicados a Frederick. Mientras que en Hampstead sólo venía a ella en sus sueños, aquí dejaba sus sueños libres y la acompañaba, en cambio, durante el día. Y de nuevo esa mañana, mientras luchaba por no acordarse de él, Lotty le había preguntado, justo antes de desaparecer cantando sendero abajo, si le había escrito ya para invitarle, y de nuevo le había lanzado a su mente y ella no era capaz de sacarle.

¿Cómo podía invitarle? Había durado tanto su alejamiento, tantos años; no sabría casi ni qué palabras usar; y además, él no vendría. ¿Por qué iba a venir? No le gustaba estar con ella. ¿De qué podían hablar? Entre ellos se hallaba la barrera del trabajo de él y la religión de ella. Ella no podía —cómo iba a poder, creyendo como creía en la pureza, en la responsabilidad ante el efecto de las acciones de uno sobre los demás— soportar su trabajo, soportar vivir de él; y a él, ella lo sabía, su religión le había dolido al principio y más tarde simplemente aburrido. Había dejado que ella se alejara; había renunciado a ella; ya no le importaba; aceptaba su religión con indiferencia, como un hecho establecido. Tanto esta como Rose —la mente de Rose, al volverse más luminosa a la clara luz de abril en San Salvatore, de repente vio la verdad— le aburrían.

Naturalmente, cuando comprendió esto, cuando la idea la asaltó por primera vez esa mañana, no le gustó; le gustó tan poco que por un momento toda la belleza de Italia se borró. ¿Qué solución había? Ella no podía renunciar a creer en la bondad y a sentir aversión por el mal, y vivir totalmente de los beneficios de los adulterios, por muy difuntos y eminentes que fueran, no podía ser bueno. Además, si lo hacía, si sacrificaba todo su pasado, su educación, su trabajo durante los últimos diez años, ¿le aburriría menos? Rose sentía en lo más profundo de su ser que, una vez que se ha aburrido a fondo a alguien, es prácticamente imposible dejar de aburrirle. Quien aburre una vez, aburre toda la vida, y desde luego, pensó, a la persona aburrida en origen.

Entonces, reflexionó, mientras contemplaba el mar a través de unos ojos que se habían empañado, mejor aferrarse a su religión. Era —apenas se dio cuenta de lo reprobable de su pensamiento— mejor que nada. Pero oh, ella quería aferrarse a algo tangible, amar algo vivo, algo que una pudiera estrechar contra su corazón, que una pudiera ver y tocar y por lo que una pudiera hacer cosas. Si su pobre bebé no hubiera muerto…, los niños no se aburrían de una, tardaban mucho en crecer y descubrir cómo era una. Y quizá un hijo propio no llegaba a descubrirlo nunca; quizá para él una sería siempre, por muy viejo y barbudo que se volviera, alguien especial, alguien diferente de todos los demás, y, aunque sólo fuera por eso, preciado por ser único.

Sentada, mirando hacia el mar con los ojos empañados, sintió un ansia extraordinaria por estrechar contra su pecho algo de su propiedad. Rose era delgada, y tan reservada de figura como de carácter, y, sin embargo, tenía una extraña sensación —¿cómo la podría describir?— de seno. Había algo en San Salvatore que la hacía sentirse toda seno. Deseaba atraer hacia su seno, consolar y proteger, calmando con las más suaves caricias y murmullos de amor la querida cabeza que se reclinase en él. Frederick, el hijo de Frederick, que vendrían a ella, que se apoyarían en ella, porque eran infelices, porque habían sido heridos… La necesitarían entonces, si habían sido heridos; se dejarían querer entonces, si eran infelices.

Bueno, el niño se había ido, ahora ya no volvería nunca; pero quizá Frederick, algún día, cuando estuviera viejo y cansado…

Tales eran las reflexiones y emociones de Mrs. Arbuthnot ese primer día sola en San Salvatore. Volvió a la hora del té más abatida de lo que se había sentido en años. San Salvatore le había quitado su cuidadosamente edificada apariencia de felicidad, y no le había dado nada a cambio. Sí, le había dado ansias a cambio, este dolor y anhelo, esta extraña sensación de seno; pero eso era peor que nada. Y ella, que había aprendido a ser estable, que en casa no estaba nunca irritada y era siempre capaz de mostrarse amable, esa tarde no podía, ni siquiera abatida, soportar la apropiación por parte de Mrs. Fisher de la posición de anfitriona durante el té.

Uno habría imaginado que algo tan insignificante no la afectaría, pero lo hacía. ¿Estaba cambiando su carácter? ¿Sería no sólo impulsada de nuevo a los largamente sofocados anhelos por Frederick, sino transformada además en alguien que deseaba pelearse por cosas insignificantes? Después del té, cuando tanto Mrs. Fisher como Lady Caroline desaparecieron de nuevo —resultaba bastante evidente que nadie la quería—, se sintió más abatida que nunca, abrumada por la discrepancia entre el esplendor que la rodeaba, la belleza y autosuficiencia cálidas y rebosantes de la naturaleza y el profundo vacío de su corazón.

Entonces vino Lotty, de vuelta para la cena, increíblemente más pecosa, rezumando el sol que había estado acumulando durante todo el día, hablando, riendo, comportándose de forma indiscreta, insensata, sin reserva; y Lady Caroline, tan silenciosa durante el té, se despertó ante la animación, y Mrs. Fisher no resultaba tan obvia, y Rose estaba empezando a recuperarse un poco, ya que la vitalidad de Lotty era contagiosa mientras describía los placeres de su día, un día que para cualquier otro podía fácilmente no haber consistido más que en un paseo muy largo y muy caluroso y sándwiches, cuando de repente dijo, llamando la atención de Rose:

—¿Y la carta?

Rose se ruborizó. Qué falta de tacto…

—¿Qué carta? —preguntó Scrap, interesada. Tenía ambos codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, ya que se había llegado a la fase de las nueces, y no se podía hacer nada más que esperar en la posición más cómoda posible hasta que Mrs. Fisher terminara de cascar.

—Para decirle a su marido que venga —dijo Lotty.

Mrs. Fisher levantó la vista. ¿Otro marido? ¿No se iban a terminar nunca? Entonces, esta tampoco era viuda; pero sin duda su marido era un hombre decente y respetable, que ejercía una profesión decente y respetable. No esperaba mucho de Mr. Wilkins; tan poco, que se había abstenido de preguntar a qué se dedicaba.

—¿La has mandado? —insistió Lotty, cuando Rose no dijo nada.

—No —dijo Rose.

—Oh, bueno, entonces mañana —dijo Lotty.

Rose deseaba contestar «no» a eso también. Lotty, en su lugar, lo habría hecho, y habría además expuesto todas sus razones. Pero ella no podía volverse del revés e invitar a cualquier mortal a que pasara y mirara en su interior. ¿Cómo era posible que Lotty, que veía tantas cosas, no viera clavado en su corazón, y al verlo se abstuviera de mencionarlo, el dolorido lugar que era Frederick?

—¿Quién es su marido? —preguntó Mrs. Fisher, mientras ajustaba con cuidado otra nuez entre los brazos del cascanueces.

—¿Quién iba a ser —respondió rápida Rose, inmediatamente irritada por Mrs. Fisher— si no Mr. Arbuthnot?

—Lo que quiero decir, por supuesto, es qué es Mr. Arbuthnot.

Y Rose, que al oír esto se había sonrojado hasta la raíz del cabello, dijo tras una pausa imperceptible:

—Mi marido.

Naturalmente, esto sacó a Mrs. Fisher de sus casillas. No habría jamás creído que esta, con su cabello decente y su dulce voz, fuera también una impertinente.