XII

En la cena, la primera ocasión en que las cuatro se sentaban juntas alrededor de la mesa del comedor, apareció Scrap.

Apareció muy puntual, y con una de esas batas o peinadores que en ocasiones se describen con el adjetivo arrebatador. Esta lo era realmente. Desde luego arrebató a Mrs. Wilkins, que no podía apartar los ojos de la atractiva figura sentada frente a ella. Era una prenda de color rosa madreperla, y se ceñía a la adorable Scrap como si a ella también le encantara.

—¡Qué vestido más precioso! —exclamó Mrs. Wilkins apasionadamente.

—El qué…, ¿este trapo viejo? —dijo Scrap, echándole un vistazo como si quisiera cerciorarse de cuál era el que llevaba puesto—. Hace como un siglo que lo tengo —y se concentró en su sopa.

—Debe tener mucho frío con él —dijo Mrs. Fisher con la boca pequeña; ya que dejaba al descubierto una gran parte de Scrap: sus brazos enteros, por ejemplo, e incluso allí donde la cubría era tan fino que todavía se la podía ver.

—¿Quién? ¿Yo? —dijo Scrap levantando la vista un momento—. Oh, no.

Y continuó con la sopa.

—No debe coger un resfriado, ya sabe —dijo Mrs. Arbuthnot, sintiendo que una belleza semejante debía conservarse incólume a cualquier precio—. Hay una gran diferencia aquí cuando se pone el sol.

—Estoy bastante caliente —dijo Scrap, mientras tomaba su sopa con aplicación.

—Parece como si no llevara nada debajo —dijo Mrs. Fisher.

—No lo llevo. Por lo menos, casi nada —respondió Scrap, terminándose la sopa.

—Qué imprudencia más grande —dijo Mrs. Fisher— y qué falta total de propiedad.

Lo cual hizo que Scrap la contemplara fijamente.

Mrs. Fisher había llegado a la cena sintiéndose amable hacia Lady Caroline. Ella por lo menos no se había entrometido en su cuarto ni se había sentado en su mesa y escrito con su pluma. Ella sabía cómo comportarse, había supuesto Mrs. Fisher. Ahora parecía que no lo sabía, ya que, ¿era esto comportarse, aparecer vestida —no, desvestida— de esa manera en una comida? Un comportamiento semejante no era sólo sumamente impropio, sino también realmente desconsiderado, ya que la poco delicada criatura cogería sin duda un resfriado, y acto seguido infectaría a todo el grupo. Mrs. Fisher hacía grandes reparos a los resfriados de los demás. Siempre eran fruto del desatino; y después se los pasaban a ella, que no había hecho nada para merecerlos.

«Cabeza de chorlito», pensó Mrs. Fisher, contemplando con severidad a Lady Caroline. «No hay nada en su cabeza más que vanidad».

—Pero aquí no hay hombres —dijo Mrs. Wilkins—, así que, ¿cómo puede ser impropio? ¿Se ha dado usted cuenta —le preguntó a Mrs. Fisher, que se esforzó por hacer como que no oía— de lo difícil que resulta ser impropia en ausencia de hombres?

Mrs. Fisher ni la contestó ni la miró; pero Scrap la contempló, y lo hizo con un gesto que en cualquier otra boca habría sido una ligera mueca. Vista desde fuera, al otro lado del cuenco de capuchinos, era la sonrisa breve y con hoyuelos más hermosa del mundo.

Esa tenía un rostro muy vivo, pensó Scrap, mientras observaba a Mrs. Wilkins con un interés naciente. Era parecido a un campo de trigo barrido por luces y sombras. Tanto ella como la morena, observó Scrap, se habían cambiado de ropa, pero sólo para ponerse jerséis de seda. El mismo esfuerzo habría bastado para vestirlas adecuadamente, reflexionó Scrap. Naturalmente, con esos vestidos no parecían de este mundo. No importaba lo que llevara Mrs. Fisher; de hecho, lo único adecuado para ella, aparte de las plumas y el armiño, era lo que en efecto llevaba. Pero estas otras eran todavía muy jóvenes, y bastante atractivas. Definitivamente, tenían rostros de verdad. Qué diferente sería la vida para ellas si sacaran el máximo partido de sí mismas en vez del mínimo. Y, sin embargo… Scrap se sintió repentinamente aburrida y alejó sus pensamientos del tema y se comió una tostada distraídamente. ¿Qué más daba? Si aprovechabas realmente al máximo lo que tenías, lo único que conseguías era reunir gente a tu alrededor que acababa queriendo agarrarte.

—He tenido un día maravilloso —comenzó Mrs. Wilkins, con los ojos brillantes.

Scrap bajó los suyos.

«Oh —pensó—, ahora va a ponerse efusiva».

«Como si a alguien le interesara su día», pensó Mrs. Fisher, bajando también los suyos.

De hecho, cada vez que Mrs. Wilkins hablaba, Mrs. Fisher bajaba deliberadamente los ojos. Así indicaba su desaprobación. Además, parecía ser lo único seguro que podía hacer con sus ojos, ya que era imposible adivinar lo que esta criatura sin freno diría a continuación. Eso que acababa de decir, por ejemplo, referente a los hombres —dirigido, además, a ella—, ¿qué podía querer decir? Mejor no hacer conjeturas, pensó Mrs. Fisher; y sus ojos, a pesar de estar bajados, vieron, sin embargo, cómo Lady Carolina alargaba la mano hacia el frasco de Chianti y llenaba de nuevo su vaso.

De nuevo. Ya lo había hecho una vez; y el pescado apenas había salido de la habitación. Mrs. Fisher veía que el otro miembro respetable del grupo, Mrs. Arbuthnot, también se estaba dando cuenta. Mrs. Arbuthnot era, así lo esperaba y creía, respetable y bienintencionada. Era cierto que ella también había invadido su cuarto de estar, pero sin duda había sido arrastrada hasta allí por la otra, y Mrs. Fisher no tenía prácticamente nada, si es que tenía algo, contra Mrs. Arbuthnot, y observó con aprobación que sólo bebía agua. Así era como tenía que ser. Lo mismo hacía de hecho la pecosa, para ser justa con ella; y eso era lo apropiado para su edad. Ella bebía vino, pero con qué moderación: una comida, un vaso. Y tenía sesenta y cinco años, y podría con propiedad, incluso beneficiándose, haber tomado por lo menos dos.

—Eso —le dijo a Lady Caroline, interrumpiendo sin miramientos lo que Mrs. Wilkins estaba contándoles sobre su maravilloso día y señalando el vaso de vino— es muy malo para usted.

Sin embargo, Lady Caroline no podía haber oído, porque, con el codo apoyado sobre la mesa, continuó bebiendo a sorbos y escuchando lo que Mrs. Wilkins estaba diciendo.

¿Y qué era lo que estaba diciendo? ¿Que había invitado a alguien a venir y quedarse? ¿A un hombre?

Mrs. Fisher no podía dar crédito a lo que oía. Y, sin embargo, evidentemente, era un hombre, ya que se refería a la persona como él.

De pronto y por primera vez —pero bien es verdad que esto era muy importante— Mrs. Fisher se dirigió directamente a Mrs. Wilkins. Tenía sesenta y cinco años, y le importaba muy poco con qué tipo de mujeres diera la casualidad de coincidir durante un mes, pero si las mujeres iban a mezclarse con hombres, eso era otro cantar. No iba a permitir que la utilizaran. No había venido hasta allí para sancionar con su presencia lo que en su época solía llamarse comportamiento ligero. En la entrevista de Londres no se había mencionado nada relativo a los hombres; si se hubiera hecho, ella habría rehusado venir, por supuesto.

—¿Cómo se llama? —preguntó Mrs. Fisher, interviniendo con brusquedad.

Mrs. Wilkins se volvió hacia ella ligeramente sorprendida.

—Wilkins —dijo.

—¿Wilkins?

—Sí.

—¿Como su nombre?

—Y el suyo.

—¿Algún pariente?

—No es familia.

—¿Un allegado?

—Un marido.

Mrs. Fisher bajó una vez más los ojos. No podía hablar con Mrs. Wilkins. Había algo en las cosas que decía… «Un marido». Sugiriendo uno de muchos. Siempre ese giro incómodo a todo. ¿Por qué no podía decir «mi marido»? Además, Mrs. Fisher, ni ella misma sabía por qué razón, había tomado a las dos jóvenes de Hampstead por viudas. De guerra. La falta de referencias a maridos que se había producido en la entrevista no habría sido normal, pensaba ella, si después de todo tales personas existían. Y si un marido no era un pariente, ¿quién lo era? «No es familia». Qué forma de hablar. Vaya un marido era el pariente más importante. Qué bien recordaba a Ruskin…, no, no era Ruskin, era la Biblia la que decía que un hombre debería dejar a su padre y a su madre y ser fiel sólo a su mujer, demostrando que a través de su matrimonio ella se convertía en un pariente más que consanguíneo. Y si el padre y la madre del marido no debían significar nada para él en comparación con su mujer cuánto menos que nada deberían significar el padre y la madre para ella en comparación con su marido. Ella misma no había podido dejar a su padre y a su madre para serle fiel a Mr. Fisher porque, cuando se casó, ya no estaban vivos, pero desde luego los habría abandonado si hubieran estado allí para ser abandonados. Vamos, que no era familia. Tonterías.

La cena fue muy buena. Las suculencias se sucedían unas a otras. Costanza había decidido hacer lo que le pareciera en la cuestión de la nata y los huevos la primera semana, y ver lo que pasaba al final de la misma cuando hubiera que pagar las facturas. De acuerdo con su experiencia, los ingleses no protestaban las facturas. Las palabras les daban vergüenza. Estaban dispuestos a dejarse convencer. Además, ¿quién era la señora aquí? En ausencia de una concreta, a Costanza se le ocurrió que ella misma podía serlo. O sea, que hizo lo que le pareció con la cena, y fue muy buena.

Sin embargo, las cuatro estaban tan preocupadas con su conversación que la comieron sin darse cuenta de lo buena que era. Ni siquiera Mrs. Fisher, ella que para tales asuntos era varonil, lo notó. En lo que le concernía, todos los excelentes guisos podrían igual no haber existido; lo que demuestra lo alterada que debía estar.

Estaba alterada. Era esa Mrs. Wilkins. Bastaba para alterar a cualquiera. Y sin duda era alentada por Lady Caroline, que, a su vez, estaba indudablemente influida por el Chianti.

Mrs. Fisher se alegraba mucho de que no hubiera hombres presentes, ya que con seguridad su comportamiento hacia Lady Caroline habría sido ridículo. Era exactamente el tipo de joven que conseguía desequilibrarles, especialmente, admitió Mrs. Fisher, en ese momento. Quizá era el Chianti que intensificaba momentáneamente su personalidad, pero era indudable que estaba muy atractiva; y había pocas cosas que le disgustaran más a Mrs. Fisher que tener que presenciar cómo hombres sensatos e inteligentes, que momentos antes hablaban con seriedad y de forma interesante sobre asuntos concretos, perdían toda su compostura y gravedad —había llegado a verles sonreír bobamente— sólo porque entraba en la estancia un poco de belleza insulsa. Tenía la sensación de que incluso Mr. Gladstone, ese gran estadista lleno de sabiduría, cuya mano había reposado solemnemente sobre su cabeza durante un momento inolvidable, habría dejado de hablar con sensatez al percibir a Lady Caroline y se habría lanzado a hacer bromas horribles.

—Ve usted —dijo Wilkins; una manía estúpida, esa con la que solía comenzar sus frases; en cada ocasión, Mrs. Fisher sentía deseos de decir: «Perdone usted, yo no veo, yo oigo», pero ¿para qué molestarse?—, ve usted —dijo Mrs. Wilkins, inclinándose a través de la mesa hacia Lady Caroline—, en Londres acordamos, ¿no fue así?, que si cualquiera de nosotras lo deseaba podía invitar a un huésped. O sea, que ahora lo estoy haciendo.

—No recuerdo eso —dijo Mrs. Fisher, con la vista en el plato.

—Sí, lo recuerdo —dijo Lady Caroline—. Sólo que me parecía tan increíble que nadie pudiera llegar nunca a desearlo. El único propósito de esto era alejarse de los amigos de una.

—Y de los maridos.

De nuevo ese plural impropio. Realmente era del todo impropio, pensó Mrs. Fisher. Qué implicaciones. Claramente Mrs. Arbuthnot también opinaba así, ya que se había sonrojado.

—Y del cariño familiar —dijo Lady Caroline; ¿o era el Chianti el que hablaba? Sin duda era el Chianti.

—Y de la falta de cariño familiar —dijo Mrs. Wilkins; qué luz estaba arrojando sobre su vida familiar y sobre su verdadero carácter.

—Eso no sería tan malo —dijo Lady Caroline—. Yo me quedaría con eso. Le daría a una espacio.

—Oh, no, no, es espantoso —exclamó Mrs. Wilkins—. Es como no llevar ropa.

—Pero a mí me gusta eso —dijo Lady Caroline.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher.

—Es un sentimiento divino, el liberarse de las cosas —dijo Lady Caroline, que se dirigía únicamente a Mrs. Wilkins y no prestaba ninguna atención a las otras dos.

—Oh, pero no llevar nada cuando soplaba un viento penetrante y saber que nunca habrá nada que ponerse y que te vas a enfriar más y más cada vez hasta que al final te mueres de frío; eso era lo que se sentía, al vivir con alguien que no le amaba a una.

Qué coincidencias, pensó Mrs. Fisher… y no había ninguna excusa posible para Mrs. Wilkins, que las estaba realizando sin ningún tipo de estímulo. Mrs. Arbuthnot, a juzgar por su rostro, compartía por completo la desaprobación de Mrs. Fisher; no paraba de agitarse.

—Pero ¿y no la amaba? —preguntó Lady Carolina, tan desvergonzada e indiscreta como Mrs. Wilkins.

—¿Mellersh? No lo demostraba.

—Delicioso —murmuró Lady Caroline.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher.

—No me parecía que fuera nada delicioso. Me sentía desgraciada. Y ahora, desde que estoy aquí, simplemente contemplo lo desgraciada que era. Tan desgraciada. Y por Mellersh.

—Quiere decir que no lo merecía.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher.

—No, no es eso. Quiero decir que de repente me he puesto bien.

Lady Caroline, al tiempo que giraba lentamente el pie del vaso entre sus dedos, escudriñó el rostro iluminado que tenía enfrente.

—Y ahora que estoy bien no puedo quedarme sentada aquí, regodeándome yo sola. Si le excluyo, no puedo ser feliz. Debo compartir. Comprendo exactamente cómo se sentía la Doncella Bendita[1].

—¿Qué era la Doncella Bendita? —preguntó Scrap.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher; y esta vez con tanto énfasis que Lady Caroline se volvió hacia ella.

—¿Debería saberlo? —preguntó—. No sé nada de historia natural. Suena como si fuera un pájaro.

—Es un poema —dijo Mrs. Fisher con una frialdad extraordinaria.

—Oh —dijo Scrap.

—Se lo prestaré —dijo Mrs. Wilkins, en cuyo rostro se rizaba la risa.

—No —dijo Scrap.

—Y su autor —dijo Mrs. Fisher glacialmente— aunque quizá no era exactamente lo que uno hubiera deseado que fuera, se sentaba con frecuencia a la mesa de mi padre.

—Cómo se debía aburrir usted —dijo Scrap—. Eso es lo que mi madre se pasa la vida haciendo, invitando a autores. Yo odio a los autores. No me importarían tanto si no escribieran libros. Siga hablando de Mellersh —dijo, volviéndose hacia Mrs. Wilkins.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher.

—Todas esas camas vacías —dijo Mrs. Wilkins.

—¿Qué camas vacías? —preguntó Scrap.

—Las que hay en esta casa. Vaya, desde luego cada una debería tener a alguien feliz en su interior. Ocho camas, y sólo cuatro personas. Es horrible, horrible, ser tan codicioso y guardarlo todo sólo para uno mismo. Quiero que Rose le pida también a su marido que venga. Usted y Mrs. Fisher no tienen maridos, pero ¿por qué no le regalan a alguna amiga unos días espléndidos?

Rose se mordió los labios. Se puso roja, se puso blanca. Por qué no se estaría callada Lotty, pensó. Estaba muy bien haberse vuelto santa de repente y querer amar a todo el mundo, pero ¿era necesario tener tan poco tacto? Rose sintió que le estaban echando vinagre en las llagas. Por qué no se estaría callada Lotty…

Y Mrs. Fisher, con más frigidez incluso que aquella con la que había recibido la ignorancia de Lady Caroline respecto a la Doncella Bendita, dijo:

—Sólo hay un dormitorio vacío en esta casa.

—¿Sólo uno? —repitió Mrs. Wilkins, asombrada—. Entonces, ¿quién está en todos los demás?

—Nosotras —dijo Mrs. Fisher.

—Pero no ocupamos todos los dormitorios. Debe haber por lo menos seis. Eso significa que sobran dos, y el dueño nos dijo que había ocho camas, ¿no, Rose?

—Hay seis dormitorios —dijo Mrs. Fisher; ya que tanto ella como Lady Caroline habían explorado a fondo la casa al llegar, para ver en qué parte se encontrarían más cómodas, y ambas sabían que había seis dormitorios, dos de los cuales eran muy pequeños, y en uno de los pequeños dormía Francesca en compañía de una silla y una cómoda, y el otro, amueblado del mismo modo, estaba desocupado.

Mrs. Wilkins y Mrs. Arbuthnot prácticamente no habían examinado la casa, al haber pasado la mayor parte de su tiempo fuera contemplando boquiabiertas el paisaje, y, con la agitada distracción de sus mentes al comenzar las negociaciones para conseguir San Salvatore, se les había metido en la cabeza que las ocho camas a las cuales el dueño hacía referencia eran lo mismo que ocho dormitorios; lo cual no era así. Había en efecto ocho camas, pero cuatro de ellas estaban en los cuartos de Mrs. Wilkins y Mrs. Arbuthnot.

—Hay seis dormitorios —repitió Mrs. Fisher—. Nosotras tenemos cuatro, Francesca tiene el quinto y el sexto está vacío.

—Así que —dijo Scrap— por muy amables que pretendiéramos ser si pudiéramos, no podemos. ¿No es una suerte?

—Pero entonces, ¿sólo hay sitio para uno? —dijo Mrs. Wilkins, recorriendo con la mirada los tres rostros.

—Sí, y es el suyo —dijo Scrap.

Esto desconcertó a Mrs. Wilkins. Esta cuestión de las camas resultaba inesperada. Al invitar a Mellersh, su intención había sido instalarlo en uno de los cuatro cuartos libres que imaginaba existían. Cuando había cuartos en abundancia y criados suficientes no había ninguna razón por la que debieran compartir el mismo, como hacían en Londres en su pequeña casa con dos criados. No había que poner a prueba el amor, ni siquiera el amor universal, el tipo de amor que sentía la rebosaba. Se necesitaba mucha paciencia y humildad para tener éxito en el sueño marital. Placidez; una fe firme; estas también eran necesarias. Estaba segura de que le tendría mucho más cariño a Mellersh, y él no se impacientaría tanto con ella, si no pasaran las noches encerrados juntos, si por la mañana se pudieran encontrar con el cariño alegre de unos amigos no separados por la sombra de las discrepancias a propósito de la ventana o del uso del baño, o por resentimientos sofocados, absurdos y pequeños, a propósito de algo que a uno de los dos le parecía injusto. Tenía la sensación de que su felicidad y su habilidad para ser amiga de todo el mundo era el resultado de su repentina nueva libertad y la paz que la acompañaba. ¿Existiría esa sensación de libertad, esa paz, tras una noche encerrada con Mellersh? ¿Sería capaz por la mañana de sentirse llena únicamente de bondad, como lo estaba en este momento? Después de todo, no llevaba mucho tiempo en el paraíso. ¿Y si no llevaba el tiempo suficiente para haberse afianzado en la amabilidad? Y esta misma mañana, sin ir más lejos, ¡qué alegría más extraordinaria había supuesto el encontrarse sola cuando se despertó, y poder tirar de las sábanas como le gustaba!

Francesca tuvo que darle un codazo. Estaba tan absorta que no se dio cuenta del budín.

«Si —pensó Mrs. Wilkins, sirviéndose distraídamente— comparto mi cuarto con Mellersh me arriesgo a perder todo lo que ahora siento por él. Si, por el contrario le coloco en el único cuarto libre, impido a Mrs. Fisher y a Lady Caroline obsequiar a alguien. Es verdad que ahora mismo no parecen desearlo, pero en este lugar puede en cualquier momento apoderarse de la una o la otra el deseo de hacer feliz a alguien, y entonces no podrán a causa de Mellersh».

—Vaya problema —dijo en voz alta, frunciendo las cejas.

—¿El qué lo es? —preguntó Scrap.

—Dónde poner a Mellersh.

Scrap la miró fijamente.

—Vaya, ¿no le basta con un cuarto? —preguntó.

—Oh sí, de sobra. Pero entonces no quedará sitio, nada de sitio por si usted quiere invitar a alguien.

—No querré —dijo Scrap.

—O usted —dijo Mrs. Wilkins a Mrs. Fisher—. Rose, desde luego, no cuenta. Estoy segura de que le gustaría compartir su cuarto con su marido. Lo tiene escrito en la cara.

—Realmente… —dijo Mrs. Fisher.

—Realmente ¿qué? —dijo Mrs. Wilkins, volviéndose con optimismo hacia ella, ya que pensaba que esta vez la palabra era el preliminar de una sugerencia útil.

No lo era. Se sostenía por sí misma. Era, como antes, simple escarcha.

Sin embargo, Mrs. Fisher, al ser retada, llegó a unirla a una frase.

—¿Debo realmente entender —preguntó— que se propone usted reservar la única habitación libre para el uso exclusivo de su familia?

—No es mi familia —dijo Mrs. Wilkins—. Es mi marido. Verá usted…

—No veo nada —esta vez (qué manía más intolerable) Mrs. Fisher no pudo reprimirse y la interrumpió—. Como mucho oigo, y eso a disgusto.

Pero Mrs. Wilkins, tan insensible al reproche como Mrs. Fisher se había temido, repitió inmediatamente la fórmula agotadora y se lanzó a un discurso largo y excesivamente falto de delicadeza sobre el mejor lugar para que durmiera la persona a la que llamaba Mellersh.

Mellersh —Mrs. Fisher, recordando los Thomas y Johns y Alfreds y Roberts de su época, nombres sencillos que, sin embargo, habían alcanzado la gloria, opinaba que era pura afectación ser bautizado Mellersh— era, al parecer, el marido de Mrs. Wilkins, y por lo tanto su lugar estaba claramente indicado. ¿A qué toda esta charla? Ella misma, como si hubiera previsto su llegada, había hecho que colocaran una segunda cama en el cuarto de Mrs. Wilkins. Había ciertas cosas en la vida sobre las que nunca se hablaba, sino que una se limitaba a hacerlas. La mayor parte de los asuntos relacionados con maridos no se comentaban; y tener a todos los participantes en una comida absortos en una discusión relativa al lugar en el que uno de ellos debería dormir era una afrenta al decoro. Sólo sus mujeres debían saber cómo y dónde dormían los maridos. En ocasiones lo desconocían, y entonces el matrimonio atravesaba momentos menos felices; pero tampoco se hablaba de esos momentos; se seguía manteniendo el decoro. Por lo menos, así era en su época. Tener que oír si Mr. Wilkins debía dormir o no con Mrs. Wilkins, y las razones por las que debía y las razones por las que no debía hacerlo, era no sólo poco interesante, sino también falto de delicadeza.

Podría haber conseguido imponer la propiedad y cambiar de conversación si no hubiera sido por Lady Caroline. Lady Caroline animó a Mrs. Wilkins, y se lanzó ella misma a la discusión con la misma exacta falta de reserva que Mrs. Wilkins. Sin duda en esta ocasión era impulsada por el Chianti, pero fuera la que fuese la razón, allí estaba. Y, como era de esperar, Lady Caroline estaba totalmente a favor de que le dieran a Mr. Wilkins el solitario cuarto libre. Lo daba por supuesto. Cualquier otra disposición habría sido imposible, dijo; su expresión fue «Bárbaro». ¿No había leído nunca la Biblia, Mrs. Fisher estuvo tentada de preguntar: Y ellos dos serán una misma carne? Claramente, también, un solo cuarto. Pero Mrs. Fisher no preguntó. No le gustaba ni siquiera mencionar semejantes textos delante de alguien soltero.

Sin embargo, había una forma de hacer volver a Mrs. Wilkins al lugar que le correspondía y salvar la situación; podía decir que tenía intención de invitar a una amiga. Tenía derecho. Todas lo habían dicho. Dejando aparte el decoro, era monstruoso que Mrs. Wilkins quisiera monopolizar el único cuarto libre, cuando en su cuarto había todo lo necesario para su marido. Era posible que invitara realmente a alguien; no invitar, pero sugerir que viniera. Estaba Kate Lumley, por ejemplo. Kate podía permitirse perfectamente venir y pagar su parte; y era de su época y conocía, y había conocido, a la mayor parte de la gente que ella conocía y había conocido. Kate, por supuesto, sólo había estado al margen; solía ser invitada únicamente a las fiestas grandes, no a las pequeñas, y seguía estando al margen. Había algunas personas que nunca se libraban del margen, y Kate era una de ellas. A menudo, sin embargo, la compañía de esta gente resultaba más perdurablemente agradable, al seguir sintiéndose agradecidos.

Sí; realmente podía considerar a Kate. La pobrecita no se había casado, pero también era cierto que no todo el mundo puede esperar casarse, y tenía una posición económica cómoda; no demasiado cómoda, pero lo suficiente para pagar sus propios gastos si venía, y aún así sentirse agradecida. Sí; Kate era la solución. Si venía, Mrs. Fisher vio que se regularizaría de un golpe a los Wilkins y se impediría a Mrs. Wilkins tener más cuartos de los que le correspondían. Además, Mrs. Fisher se salvaría del aislamiento; del aislamiento espiritual. Deseaba estar aislada físicamente entre las comidas, pero le disgustaba ese aislamiento que atañe al espíritu. Este aislamiento sería sin duda el que le correspondería, se temía, con estas tres jóvenes de mente ajena. Incluso Mrs. Arbuthnot, debido a su amistad con Mrs. Wilkins, era necesariamente de mente ajena. En Kate tendría un apoyo. Kate, sin entrometerse en su cuarto de estar, ya que Kate era manejable, estaría presente en las comidas para apoyarla.

Mrs. Fisher no dijo nada en ese momento; pero poco después, en el salón, cuando estaban reunidas alrededor del fuego de leña —había descubierto que en su cuarto de estar no había chimenea, por lo que después de todo se vería obligada, mientras las noches siguieran siendo frías, a pasarlas en el otro cuarto— poco después, mientras Francesca servía el café y Lady Caroline envenenaba el aire con humo, Mrs. Wilkins, con aspecto de alivio y satisfacción, dijo:

—Bueno, si nadie quiere realmente ese cuarto, y de todos modos no se va a usar, me encantaría que Mellersh pudiera quedarse con él.

—Por supuesto que debe quedarse con él —dijo Lady Caroline.

Entonces habló Mrs. Fisher.

—Yo tengo una amiga —dijo con voz profunda; y un silencio repentino cayó sobre las demás.

—Kate Lumley —dijo Mrs. Fisher.

Nadie habló.

—¿Quizá —prosiguió Mrs. Fisher, dirigiéndose a Lady Caroline— usted la conoce?

No, Lady Caroline no conocía a Kate Lumley; y Mrs. Fisher, sin preguntar a las demás si la conocían, ya que estaba segura de que no conocían a nadie, continuó.

—Deseo invitarla para que se reúna conmigo —dijo Mrs. Fisher.

Silencio total.

Entonces Scrap dijo, volviéndose hacia Mrs. Wilkins:

—Entonces, eso soluciona lo de Mellersh.

—Eso zanja la cuestión de Mr. Wilkins —dijo Mrs. Fisher—, aunque no acierto a entender que hubiera ninguna razón para considerar que existía tal cuestión.

—Me temo entonces que le va a tocar —dijo Lady Caroline, de nuevo a Mrs. Wilkins—. A menos —añadió— que no pueda venir.

Pero Mrs. Wilkins, con la frente turbada —porque ¿y si después de todo no se había estabilizado lo suficiente en el paraíso?—, sólo fue capaz de decir, ligeramente intranquila:

—Le veo aquí.