Los dulces olores omnipresentes en San Salvatore bastaban por sí solos para producir concordia. Penetraban en el cuarto de estar procedentes de las flores que adornaban las almenas, y casi, pensó Mrs. Wilkins, podía verse cómo se saludaban entre ellos con un beso sagrado. ¿Quién podía estar enfadado en medio de semejante amabilidad? ¿Quién podía ser codicioso, egoísta, áspero como en Londres, en presencia de esta belleza generosa?
Y, sin embargo, Mrs. Fisher daba la sensación de estar las tres cosas a la vez.
Había tanta belleza, mucha más que suficiente para cada uno, que sin duda el intentar separar una esquina en ella parecía algo vano.
Y, sin embargo, Mrs. Fisher estaba intentando separar un trozo, y había cercado una parte para su uso exclusivo.
Bueno, dentro de poco lo superaría; Mrs. Wilkins estaba segura de que inevitablemente lo superaría, después de un día o dos en la extraordinaria atmósfera de paz que reinaba en ese lugar.
Mientras tanto resultaba obvio que no había ni siquiera comenzado a superarlo. Se quedó contemplándolas a ella y a Rose con una expresión que parecía ser de cólera. Cólera. Qué curioso. Esos eran sentimientos estúpidos, pertenecientes al Londres de nervios atormentados, pensó Mrs. Wilkins, cuyos ojos veían la habitación llena de besos, y a todos sus ocupantes recibiéndolos, Mrs. Fisher con tanta abundancia como ella misma y Rose.
—No le gusta que estemos aquí —dijo Mrs. Wilkins, levantándose y, como era su costumbre, poniendo inmediatamente el dedo en la llaga—. ¿Por qué?
—Suponía —dijo Mrs. Fisher, apoyándose en el bastón— que podrían darse cuenta de que este es mi cuarto.
—Quiere usted decir por las fotos —dijo Mrs. Wilkins.
Mrs. Arbuthnot, algo sonrojada y sorprendida, se levantó también.
—Y el papel de cartas —dijo Mrs. Fisher—. Un papel de cartas con mi dirección de Londres. Esa pluma…
Señaló con el dedo. Seguía en la mano de Mrs. Wilkins.
—Es suya, lo siento mucho —dijo Mrs. Wilkins, mientras la dejaba encima de la mesa. Y añadió, sonriendo, que había estado escribiendo algunas cosas muy agradables.
—Pero ¿por qué —preguntó Mrs. Arbuthnot, que se descubrió incapaz de transigir con los arreglos de Mrs. Fisher sin ofrecer por lo menos una ligera resistencia— no deberíamos estar aquí? Es un cuarto de estar.
—Hay otro —dijo Mrs. Fisher—. Usted y su amiga no pueden sentarse en dos cuartos a la vez, y si yo no tengo ningún deseo de molestarlas en el suyo, no comprendo por qué querrían ustedes molestarme a mí en el mío.
—Pero ¿por qué…? —comenzó de nuevo Mrs. Arbuthnot.
—Es completamente lógico —interrumpió Mrs. Wilkins, ya que Rose tenía una expresión testaruda; y, volviéndose hacia Mrs. Fisher, dijo que, a pesar de que compartir cosas con los amigos era agradable, podía entender que Mrs. Fisher, todavía impregnada de la actitud hacia la vida propia de Prince of Wales Terrace, no quisiera hacerlo aún, pero que en breve tiempo se libraría de eso y se sentiría totalmente diferente—. Pronto deseará que compartamos —dijo Mrs. Wilkins tranquilizadora—. Bueno, puede que incluso llegue a pedirme que use su pluma si se entera de que yo no tengo.
Este discurso alteró tanto a Mrs. Fisher que estuvo a punto de perder el control. Que una desarticulada jovencita de Hampstead le diera palmaditas en el hombro, como si dijéramos, con la alegre certeza de que muy pronto mejoraría, la excitó más profundamente de lo que nada la había excitado desde que había descubierto por primera vez que Mr. Fisher no era lo que parecía. Sin duda había que reprimir a Mrs. Wilkins. Pero ¿cómo? Había una cierta impermeabilidad en su actitud. En ese instante, por ejemplo, su sonrisa era tan agradable y su expresión tan despreocupada como si no estuviera diciendo nada mínimamente impertinente. ¿Se daría cuenta de que la estaban reprimiendo? Si no lo sabía, si su falta de sensibilidad no le permitía apreciarlo, entonces, ¿qué se podía hacer? Nada, excepto evitarla; excepto, precisamente, tener su propio cuarto de estar privado.
—Soy una anciana —dijo Mrs. Fisher— y necesito un cuarto para mí sola. No puedo moverme, debido a mi bastón. Como no puedo moverme tengo que estar sentada. ¿Por qué no iba a poder sentarme tranquila y en paz como les dije en Londres que pretendía estar? Si va a haber gente entrando y saliendo todo el día, charlando y dejando las puertas abiertas, habrán roto el acuerdo, según el cual se me iba a dejar tranquila.
—Pero nosotras no tenemos el menor deseo… —comenzó Mrs. Arbuthnot, que fue de nuevo interrumpida bruscamente por Mrs. Wilkins.
—Nos encantaría —dijo Mrs. Wilkins— que se quedara con este cuarto si eso la hace feliz. No lo sabíamos, eso es todo. No habríamos entrado si lo hubiéramos sabido; por lo menos, no hasta que nos hubiera invitado usted. Espero —terminó, mientras miraba animada desde arriba a Mrs. Fisher— que lo hará pronto —y, tras coger su carta, agarró de la mano a Mrs. Arbuthnot y tiró de ella hacia la puerta.
Mrs. Arbuthnot no deseaba marcharse. Ella, la mujer más dulce del mundo, se sentía llena de un curioso y sin duda poco cristiano deseo de quedarse y luchar. No de verdad, desde luego, ni siquiera con palabras claramente agresivas. No; sólo quería razonar con Mrs. Fisher, y razonar pacientemente. Pero sí tenía la sensación de que había que decir algo; y de que no debería dejarse reñir y expulsar como si fuera una colegiala a la que la Autoridad hubiera sorprendido portándose mal.
Sin embargo, Mrs. Wilkins tiró con firmeza de ella hacia la puerta hasta cruzarla, y una vez más Rose se admiró de Lotty, de su equilibrio, su carácter dulce y ecuánime; ella, que en Inglaterra había actuado de una forma tan impulsiva. Desde el momento en que llegaron a Italia, era Lotty la que parecía mayor. Saltaba a la vista que era muy feliz; dichosa, de hecho. ¿Le protegía a uno la felicidad de una forma tan total? ¿Le volvía tan intocable, tan sabio? Rose también se sentía feliz, pero ni remotamente tan feliz. Evidentemente no, ya que no sólo quería discutir con Mrs. Fisher, sino que deseaba otra cosa, algo más aparte de este lugar encantador, algo que lo completara; quería a Frederick. Por primera vez en su vida estaba rodeada de una belleza perfecta, y su único pensamiento era mostrárselo, compartirlo con él. Deseaba a Frederick. Anhelaba tenerle allí. Ah, ¡ojalá!, ¡ojalá! Frederick…
—Pobre anciana —dijo Mrs. Wilkins, mientras cerraba la puerta con suavidad ante Mrs. Fisher y su triunfo—. Qué curioso, en un día semejante.
—Es una anciana muy maleducada —dijo Mrs. Arbuthnot.
—Se le pasará. Siento que hayamos escogido su cuarto para ir a sentarnos.
—Es con mucho el más agradable —dijo Mrs. Arbuthnot— y no es suyo.
—Oh, pero hay muchos otros sitios además de ese, y es una pobre anciana tan desvalida. Deja que se quede con el cuarto. ¿Qué más da?
Y Mrs. Wilkins dijo que iba a bajar al pueblo a descubrir dónde estaba la oficina de correos y echar su carta a Mellersh, y le preguntó a Rose si quería ir también.
—He estado pensando en Mellersh —dijo Mrs. Wilkins mientras caminaban, una detrás de la otra, por el estrecho sendero en zigzag que habían ascendido la noche anterior en medio de la lluvia.
Ella iba delante. Mrs. Arbuthnot, ahora con la mayor naturalidad, la seguía. En Londres había sido al contrario: Lotty, tímida, dubitativa, excepto cuando estallaba de una forma tan embarazosa, ocultándose siempre que podía tras la tranquila y razonable Rose.
—He estado pensando en Mellersh —repitió Mrs. Wilkins por encima del hombro, puesto que Rose parecía no haber oído.
—¿Ah, sí? —dijo Rose, con una ligera animosidad en la voz, ya que la clase de experiencia que había tenido con Mellersh le impedía disfrutar con su recuerdo. Había engañado a Mellersh; por tanto, no le gustaba. No era consciente de que esta fuera la razón de su antipatía; y pensaba que se debía a que no parecía que Dios le hubiera concedido mucha, si es que le había concedido algo, de Su gracia. Y, sin embargo, qué mal estaba tener esos pensamientos, se reprochó a sí misma, y qué presuntuoso era. Sin duda el marido de Lotty estaba más, mucho más cerca de Dios de lo que ella podría llegar a estarlo nunca. A pesar de todo, no le gustaba.
—Me he portado como un perro mezquino —dijo Mrs. Wilkins.
—¿Como qué? —preguntó Mrs. Arbuthnot, sin dar crédito a lo que oía.
—Todo esto de marcharme y dejarle en ese lugar tremendo mientras yo me divierto en el paraíso. Había planeado traerme él a Italia en Pascua. ¿Te lo había dicho?
—No —dijo Mrs. Arbuthnot; y, en efecto, no había fomentado las conversaciones sobre maridos. Cada vez que Lotty había empezado entusiasmada a contar cosas, ella había cambiado rápidamente de conversación. En su opinión, un marido conducía a otro, tanto en la conversación como en la vida, y no podía, no quería hablar de Frederick. Aparte del simple hecho de su existencia, no se le había mencionado. Mellersh había tenido que ser mencionado, debido a su obstruccionismo, pero ella había evitado cuidadosamente que desbordara los límites de lo necesario.
—Bueno, pues lo hizo —dijo Mrs. Wilkins—. Nunca en toda su vida había hecho una cosa semejante, y me dejó horrorizada. Imagínate, justo cuando yo misma había planeado venir.
Hizo una pausa en el sendero y miró a Rose.
—Sí —dijo Rose, intentando pensar en otro tema de conversación.
—Ahora entiendes por qué digo que me he portado como un perro mezquino. Él había planeado unas vacaciones en Italia conmigo y yo había planeado unas vacaciones en Italia dejándole en casa. Creo —prosiguió, con los ojos fijos en el rostro de Rose— que Mellersh tiene toda la razón del mundo para estar no sólo enfadado, sino también dolido.
Mrs. Arbuthnot estaba asombrada. La extraordinaria velocidad a la que, hora tras hora, bajo sus propios ojos, Lotty se volvía más desinteresada, la desconcertaba Se estaba convirtiendo en algo sorprendentemente parecido a una santa. Y aquí estaba ahora, hablando afectuosamente de Mellersh; Mellersh, que esa misma mañana, mientras descolgaban sus pies en el mar, había parecido una simple iridiscencia, le había dicho Lotty, un objeto de gasa. Eso había sido esa misma mañana; y para cuando habían terminado de comer, Lotty, en su rápida transformación, había conseguido que fuera de nuevo lo suficientemente sólido como para escribirle, y para escribirle con todo detalle. Y ahora, unos minutos más tarde, estaba proclamando que él tenía toda la razón para estar enfadado y dolido con ella y que ella se había portado —el lenguaje era original, pero sin duda expresaba un arrepentimiento sincero— como un perro mezquino.
Rose la contempló asombrada. Si seguía así, era de esperar que pronto apareciera una aureola alrededor de su cabeza, estaba ya allí, si uno no sabía que era el sol a través de los troncos de los árboles encendiendo su cabello rojizo.
Un gran deseo de amar y ser amistosa, de amar a todo el mundo, de ser amiga de todo el mundo, parecía estar invadiendo a Lotty, un deseo de alcanzar la bondad absoluta. De acuerdo con la experiencia de Rose, la bondad, la condición de ser bueno, sólo se alcanzaba con dificultad y dolor. Hacía falta mucho tiempo para llegar a ella; de hecho no se llegaba nunca, o, si se conseguía por un instante cegador, duraba únicamente eso, un instante cegador. Se necesitaba una perseverancia desesperada para avanzar penosamente por su camino, y todo él estaba salpicado de dudas. Lotty se limitaba a dejarse llevar. Desde luego, pensó Rose, no se había librado de su impetuosidad. Simplemente había tomado otra dirección. Ahora se estaba convirtiendo impetuosamente en una santa. ¿Era realmente posible alcanzar la bondad de una forma tan violenta? ¿No se produciría una reacción igualmente violenta?
—Yo no estaría —dijo Rose con cautela, mirando a los brillantes ojos de Lotty (el sendero era empinado, por lo que Lotty estaba muy por debajo de ella)—, yo no estaría segura de eso demasiado deprisa.
—Pero yo estoy segura de ello, y le he escrito y se lo he dicho.
Rose la contempló asombrada.
—Vaya, pero si esta misma mañana… —comenzó.
—Está todo aquí —la interrumpió Lotty, dando satisfecha unos golpecitos al sobre.
—Qué…, ¿todo?
—¿Quieres decir lo del anuncio y lo de gastar mis ahorros? Oh, no, todavía no. Pero se lo diré cuando venga.
—¿Cuando venga? —repitió Rose.
—Le he invitado a venir y quedarse conmigo.
Rose sólo pudo seguir mirando fijamente.
—Es lo mínimo que podía hacer. Además, mira esto —Lotty señaló con la mano—. Es repugnante no compartirlo. Me porté como un perro mezquino marchándome y abandonándole, pero ningún perro del que yo haya oído hablar sería tan mezquino como yo si no intentara convencer a Mellersh de que viniera y lo disfrutara también. Por pura decencia, le debería tocar algo de la diversión procedente de mi hucha. Después de todo, me ha dado casa y comida durante años. Una no debería ser tacaña.
—Pero ¿crees que vendrá?
—Oh, espero que sí —dijo Lotty con todo el ardor posible; y añadió—: Pobre corderito.
Al oír Rose pensó que le gustaría sentarse. ¿Mellersh un pobre corderito? ¿El mismo Mellersh que unas horas antes era un simple reflejo? Había un asiento en la curva del camino, y Rose fue hasta él y se sentó. Deseaba recuperar el aliento, ganar tiempo. Si tenía tiempo quizá podría alcanzar a la saltarina Lotty, y quizá podría pararla antes de que se comprometiera a algo de lo que probablemente se arrepentiría pronto. ¿Mellersh en San Salvatore? ¿Mellersh, para escapar del cual Lotty se había tomado tantas molestias hacía tan poco?
—Lo veo aquí —dijo Lotty como si respondiera a sus pensamientos.
Rose la miró con auténtica preocupación, ya que cada vez que Lotty decía «Lo veo» con esa voz tan convencida, lo que veía se hacía realidad. Por tanto, era de suponer que en breve también Mr. Wilkins se haría realidad.
—Me gustaría poder entenderte —dijo Rose preocupada.
—No lo intentes —dijo Lotty sonriendo.
—Pero debo hacerlo, porque te quiero.
—Querida Rose —dijo Lotty, inclinándose veloz y dándole un beso.
—Eres demasiado rápida —dijo Rose—. No puedo seguir tus cambios. No puedo mantenerme en contacto. Fue lo que ocurrió con Freder…
Se interrumpió y adoptó una expresión de temor.
—El objetivo de venir aquí —prosiguió de nuevo, ya que Lotty parecía no haberse dado cuenta— era escaparse, ¿no? Bueno, nos hemos escapado. Y ahora, después de llevar aquí sólo un día, quieres escribir a la misma gente…
Se detuvo.
—A la misma gente de la que nos estábamos escapando —terminó Lotty—. Es muy cierto. Parece estúpidamente ilógico. Pero soy tan feliz, me siento tan bien, tan terriblemente sana. Este lugar…, vaya, hace que me sienta desbordante de amor.
Y miró fijamente a Rose desde su altura con una especie de asombro radiante.
Rose permaneció un momento en silencio. Después dijo:
—¿Y tú crees que tendrá el mismo efecto sobre Mr. Wilkins?
Lotty rio.
—No lo sé —dijo—. Pero incluso si no lo tiene, hay suficiente amor en el aire como para desbordar a cincuenta Mr. Wilkins, como tú le llamas. No veo —prosiguió—, por lo menos aquí no lo veo, aunque en casa sí lo veía, que importe quién ame a quién mientras haya alguien que lo haga. En casa me comportaba como una bestia mezquina, y solía medir y contar. Tenía una extraña obsesión con la justicia. Como si la justicia importara. Como si fuera realmente posible distinguir la justicia de la venganza. Sólo el amor sirve para algo. En casa no estaba dispuesta a amar a Mellersh a menos que él me correspondiera, exactamente lo mismo, con absoluta imparcialidad. ¿Te lo puedes imaginar? Y como él no lo hacía, yo tampoco, y ¡qué casa tan árida! Tan árida…
Rose no dijo nada. Lotty la desconcertaba. Uno de los efectos peculiares de San Salvatore sobre el rápido desarrollo de su amiga era su uso repentino y liberal de palabras vigorosas. En Hampstead no las había utilizado. Bestia y perro eran demasiado vigorosas para Hampstead. También en lo relativo a las palabras, Lotty se había desatado.
Pero cómo deseaba, oh cómo deseaba Rose poder escribir también a su marido y decirle «ven». El ménage Wilkins, por muy pretencioso que fuera Mellersh, y a Rose se lo había parecido, tenía una base más sana y natural que el suyo. Lotty podía escribir a Mellersh y recibir una respuesta. Ella no podía escribir a Frederick, ya que sabía demasiado bien que no contestaría. Al menos podía contestar: un garabato apresurado, que demostrara lo mucho que le aburría el hacerlo, con un agradecimiento mecánico por su carta. Pero eso sería peor que no recibir ninguna respuesta, ya que ver su letra, su nombre en un sobre escrito por él, le partía el corazón. Le traía a la memoria con demasiada fuerza las cartas de sus principios juntos, las cartas de él, tan desconsoladas por la separación, tan llenas de doloroso amor. Ver que en apariencia llegaba una de esas mismas cartas, y abrirla y encontrar:
QUERIDA ROSE: Gracias por tu carta. Me alegro de que lo estés pasando bien. No te apresures a volver. Dime si necesitas dinero. Aquí todo va estupendamente. Tuyo,
Frederick
… no, era más de lo que podía soportar.
—No creo que baje hoy al pueblo contigo —dijo, levantando hacia Lotty unos ojos que de repente se habían vuelto borrosos—. Me parece que quiero pensar.
—Muy bien —dijo Lotty, poniéndose inmediatamente en marcha camino abajo con energía—. Pero no lo pienses demasiado —exclamó por encima del hombro—, escríbele e invítale ya.
—¿Invitar a quién? —preguntó Rose sorprendida.
—A tu marido.