VIII

Poco después, cuando, libres de cualquier tarea, Mrs. Wilkins y Mrs. Arbuthnot salieron a pasear fuera y descendieron por los gastados escalones de piedra y a través de la pérgola hasta el jardín inferior, Mrs. Wilkins le dijo a Mrs. Arbuthnot, que parecía pensativa:

—¿No te das cuenta de que si otra persona se ocupa de dar las órdenes eso nos libera?

Mrs. Arbuthnot dijo que se daba cuenta, pero que, no obstante, le parecía bastante ridículo que se lo quitaran todo de las manos.

—Me encanta que me quiten las cosas de las manos —dijo Mrs. Wilkins.

—Pero fuimos nosotras las que encontramos San Salvatore —dijo Mrs. Arbuthnot— y es bastante ridículo que Mrs. Fisher se comporte como si sólo le perteneciera a ella.

—Lo que es bastante ridículo —dijo Mrs. Wilkins muy tranquila— es preocuparse por eso. No soy capaz de ver la más mínima ventaja en estar al mando si el precio es la libertad.

Mrs. Arbuthnot no dijo nada en respuesta a eso por dos razones; la primera, porque estaba impresionada por la notable y creciente calma de la hasta ahora incoherente y excitada Lotty, y la segunda, porque lo que estaba contemplando era extraordinariamente hermoso.

A ambos lados de los escalones de piedra, hasta abajo, había pervincas en flor, y ahora pudo ver lo que había intentado atraparla la noche anterior y había rozado, húmedo y oloroso, su rostro. Era la glicinia. Glicinias y sol… recordó el anuncio. Desde luego aquí estaban ambos profusamente representados. La glicinia caía sobre sí misma en su exceso de vitalidad, su prodigalidad de flores; y allí donde la pérgola terminaba, el sol resplandecía sobre unos geranios escarlata, arbustos enteros, y narcisos a montones, y caléndulas tan brillantes que parecían arder, y dragones rojos y rosas, todos superándose los unos a los otros con sus colores brillantes y encendidos. Por detrás de estos llameantes objetos, el terreno descendía en bancales hasta el mar, y cada bancal era un pequeño huerto, donde entre las aceitunas crecían las viñas sobre emparrados, e higueras, y melocotoneros y cerezos. Los cerezos y los melocotoneros estaban en flor, como deliciosas lluvias de blanco y rosa intenso entre la fragilidad temblorosa de las aceitunas; las hojas de la higuera eran lo suficientemente grandes como para oler a higos, las yemas de las parras estaban empezando a asomar ahora. Y bajo estos árboles había grupos de lirios azules y púrpura, y arbustos de lavanda, y cactus grises y afilados, y la hierba estaba sembrada de dientes de león y margaritas, y allí, al fondo, estaba el mar. Parecía como si alguien hubiera arrojado los colores al suelo en cualquier dirección, de cualquier manera; todo tipo de colores, apilados en montones, derramándose en cascadas —parecía realmente que estuvieran vertiendo las pervincas a cada lado de los escalones—, y flores que en Inglaterra crecían únicamente en los arriates, flores orgullosas que allí vivían apartadas, como los grandes lirios azules y la lavanda, se veían empujadas por pequeñas y brillantes plantas comunes, como los dientes de león y las margaritas y las blancas campanillas de la cebolla silvestre, y ello sólo parecía mejorarlas y volverlas más exuberantes.

Permanecieron contemplando en silencio esta masa de belleza, esta confusión feliz, en silencio. No, no importaba lo que hiciera Mrs. Fisher; aquí no; rodeadas de semejante belleza, no. La turbación de Mrs. Arbuthnot se derritió y desapareció. Al calor y la luz de lo que estaba contemplando, de lo que para ella era una manifestación, una cara totalmente nueva, de Dios, ¿cómo era posible sentirse turbado? Cómo le habría gustado que Frederick estuviera allí con ella, viéndolo también, viéndolo como lo habría visto al principio cuando eran amantes, en los días en que él veía lo que ella veía y amaba lo que ella amaba…

Suspiró.

—No hay que suspirar en el paraíso —dijo Mrs. Wilkins—. No se hace.

—Estaba pensando en cómo se anhela compartir esto con aquellos a los que se ama —dijo Mrs. Arbuthnot.

—No hay que anhelar en el paraíso —dijo Mrs. Wilkins—. Se supone que allí no se echa nada de menos. Y esto es el paraíso, ¿no, Rose? Mira cómo han dejado que entrara todo junto —los dientes de león y los lirios, lo vulgar y lo superior, a mí y a Mrs. Fisher—, todo es bienvenido, todo se mezcla de cualquier manera, y salta a la vista que todo es feliz y nosotras lo disfrutamos.

—Mrs. Fisher no parece feliz; por lo menos no de forma visible —dijo Mrs. Arbuthnot sonriendo.

—Pronto empezará, ya lo verás.

Mrs. Arbuthnot dijo que no creía que después de una cierta edad la gente empezara nada.

Mrs. Wilkins respondió que estaba segura de que nadie, por muy viejo e inflexible que fuera, podía resistir los efectos de la belleza total. Antes de que pasaran muchos días, quizá sólo horas, verían cómo Mrs. Fisher reventaba en todo tipo de excesos.

—Estoy prácticamente segura —dijo Mrs. Wilkins— de que hemos llegado al paraíso, y una vez que Mrs. Fisher se dé cuenta de que es ahí donde está, sin duda se comportará de forma diferente. Ya lo verás. Dejará de estar osificada, y se ablandará y será capaz de estirarse, y nos haremos muy…, vaya, no me sorprendería que llegáramos a tomarle mucho cariño.

La idea de que Mrs. Fisher reventara en cualquier cosa, ella, que parecía tan especial y firmemente sujeta dentro de sus botones, hizo reír a Mrs. Arbuthnot. Perdonó la ligereza de Lotty al hablar del paraíso, porque en un lugar semejante, en una mañana semejante, el perdón estaba en el aire mismo. Además, había una buena excusa.

Y Lady Caroline, sentada sobre el muro donde la habían dejado antes del desayuno, asomó la cabeza cuando oyó risas, y las vio debajo de ella de pie en el sendero, y pensó en la suerte que tenía de que estuvieran riéndose allí abajo y no hubieran subido y lo hubieran hecho alrededor suyo. Sentía aversión por las bromas en cualquier momento, pero por la mañana las odiaba; sobre todo de cerca; sobre todo cuando se aglomeraban en sus oídos. Esperaba que las excéntricas fueran a dar un paseo, y no volviendo de uno. Cada vez se reían más. ¿Qué sería lo que encontraban tan gracioso?

Contempló desde arriba las coronillas de sus cabezas con una expresión muy seria, ya que la idea de pasar un mes con reidoras era grave, y ellas, como si hubieran sentido sus ojos, se dieron de repente la vuelta y alzaron la vista.

La terrible cordialidad de esas mujeres…

Rehuyó sus sonrisas y sus saludos, pero no podía rehuir ser vista sin caer en las lilas. No respondió a sus sonrisas ni a sus saludos, y, volviendo los ojos hacia las montañas más lejanas, las inspeccionó cuidadosamente hasta que las dos, cansadas de saludar, se alejaron por el camino y doblaron la esquina y desaparecieron.

Esta vez sí se dieron cuenta de que las habían tratado, cuando menos, con indiferencia.

—Si no estuviéramos en el paraíso —dijo Mrs. Wilkins con serenidad—, diría que nos habían desairado, pero como nadie desaira a nadie allí es imposible que haya sucedido tal cosa.

—Quizá es desgraciada —dijo Mrs. Arbuthnot.

—Sea lo que sea lo que le pase, aquí lo superará —dijo Mrs. Wilkins con convicción.

—Debemos intentar ayudarla —dijo Mrs. Arbuthnot.

—Oh, pero es que nadie ayuda a nadie en el paraíso. Eso se acabó. Uno no intenta ser, o hacer. Uno simplemente es.

Bueno, Mrs. Arbuthnot no deseaba profundizar en eso; aquí no, hoy no. Estaba segura de que el vicario habría calificado la charla de Lotty de ligera, si no profana. Qué viejo parecía desde aquí; un vicario muy muy viejo.

Abandonaron el sendero, y descendieron gateando por los bancales de olivos, más y más abajo, hasta donde, al fondo, el mar caliente y soñoliento iba y venía con suavidad entre las rocas. Allí había un pino que crecía cerca del agua, y se sentaron bajo él, y unos metros más lejos había una barca de pescadores con el fondo verde flotando inmóvil en el agua. Las ondas del mar hacían a sus pies unos ligeros ruidos borboteantes. Entornaron los ojos para poder mirar directamente al torrente de luz que había más allá de la sombra de su árbol. Ráfagas del intenso olor procedente de las agujas de los pinos y de las almohadillas de tomillo silvestre que acolchaban los espacios entre las rocas, y a veces un perfume de miel pura desde una mata de lirios cálidos situada detrás de ellas al sol, pasaban por delante de sus rostros. Muy pronto Mrs. Wilkins se quitó los zapatos y las medias, y dejó que sus pies colgaran en el agua. Tras observarla un momento, Mrs. Arbuthnot hizo lo mismo. Su felicidad fue entonces total. Sus maridos no las habrían reconocido. Dejaron de hablar. Cesaron de mencionar el paraíso. Eran simples cálices de aceptación.

Mientras tanto Lady Caroline, sentada sobre su muro, estaba examinando su posición. El jardín de la cima de la muralla era un jardín delicioso, pero debido a su situación era inseguro y estaba expuesto a interrupciones. En cualquier momento las otras podían venir y desear usarlo, ya que tanto el salón como el comedor tenían puertas que se abrían directamente a él. Quizá, pensó Lady Caroline, podía arreglárselas para que sólo le perteneciera a ella. Mrs. Fisher tenía las almenas, encantadoras y llenas de flores, y una atalaya para ella sola, además de haberle arrebatado la única habitación realmente agradable de toda la casa. Había muchos sitios a los que podían ir las excéntricas; ella misma había visto por lo menos dos pequeños jardines más, y la colina misma sobre la que estaba el castillo era un jardín, con paseos y asientos. ¿Por qué no iba a poder guardarse este lugar nada más que para su uso exclusivo? Le gustaba; era el que más le gustaba. Tenía el árbol de Judas y un pino piñonero, tenía las fresias y las azucenas, tenía un tamarisco que estaba empezando a echar brotes rosa, tenía el cómodo muro bajo para sentarse, tenía desde cada uno de sus tres lados unas vistas asombrosas: al este, la bahía y las montañas; al norte, el pueblo, más allá de la tranquila y transparente agua verde del pequeño puerto, y las colinas salpicadas de casas blancas y huertos de naranjos, y al oeste estaba la delgada lengua de tierra que unía San Salvatore a tierra firme, y después el mar abierto y la costa más allá de Génova, extendiéndose hasta el azul borroso que era Francia. Sí, diría que deseaba tenerlo únicamente para ella. Lo más sensato, evidentemente, era que cada una de ellas tuviera su propio lugar especial para estar separada de las demás. Resultaba esencial para su comodidad poder estar separada, sin que la molestaran ni le hablaran. Las demás, deberían preferirlo también. ¿Por qué apiñarse? Una ya lo hacía lo suficiente en Inglaterra, con los parientes y amigos —¡oh, y cuántos había!— que la atosigaban continuamente. Al haber conseguido escapar de ellos durante cuatro semanas, ¿por qué seguir apiñándose, y con personas que no tenían ningún derecho en absoluto sobre una?

Encendió un cigarrillo. Comenzó a sentirse segura. Esas dos se habían ido a dar un paseo. No había señales de Mrs. Fisher. Qué agradable era esto.

Alguien salió por las puertas de cristal, en el preciso instante en que estaba aspirando profundamente una bocanada de seguridad. No podía ser Mrs. Fisher, deseosa de sentarse con ella. Mrs. Fisher tenía sus almenas. Debería quedarse allí, ya que se había apoderado de ellas. Resultaría realmente agotador si no lo hacía, y deseaba no sólo tenerlas junto con su cuarto de estar, sino además instalarse en este jardín.

No, no era Mrs. Fisher; era la cocinera.

Frunció el ceño. ¿Iba a tener que seguir encargando la comida? Sin duda, ahora lo haría alguna de esas dos mujeres que saludaban con la mano.

La cocinera, que había estado esperando cada vez más agitada en la cocina, contemplando cómo se acercaba el reloj a la hora de comer mientras ella seguía sin saber en qué iba a consistir el almuerzo, había acudido por fin a Mrs. Fisher, que la había despedido inmediatamente con un movimiento de la mano. Entonces se puso a vagar por la casa buscando a una señora, una cualquiera, que le dijera lo que había que cocinar, y sin encontrar ninguna; y por fin, con las indicaciones de Francesca, que siempre sabía dónde estaba todo el mundo, salió a donde se hallaba Lady Caroline.

Domenico había proporcionado a esta cocinera. Era Costanza, la hermana de ese primo suyo que tenía un restaurante abajo en la plaza. Ayudaba a su hermano a cocinar cuando no tenía otro trabajo, y conocía todos esos platos italianos grasientos y misteriosos preferidos por los trabajadores de Castagneto, que atestaban el restaurante a mediodía, y por los habitantes de Mezzago cuando venían los domingos. Era una solterona descarnada de cincuenta años, ágil, de pelo gris y charla abundante, y Lady Caroline le parecía la persona más hermosa que había visto nunca; y lo mismo pensaba Domenico; y lo mismo pensaba Giuseppe, el chico que ayudaba a Domenico y que, además, era su sobrino; y lo mismo pensaba Angela, la niña que ayudaba a Francesca y que, además era la sobrina de Domenico; y lo mismo pensaba Francesca. Domenico y Francesca, los dos únicos que las habían visto, pensaban que las dos señoras que habían llegado las últimas eran muy bellas, pero comparadas con la joven señora rubia que había llegado la primera eran como velas junto a la luz eléctrica que había sido instalada recientemente, y como las bañeras de lata de los dormitorios junto al maravilloso baño nuevo que el señor había hecho colocar en su última visita.

Lady Caroline miró a la cocinera con gesto malhumorado. El ceño, como de costumbre, se transformó por el camino en algo que parecía ser una expresión de seriedad atenta y hermosa, y Costanza levantó las manos y tomó en voz alta a los santos por testigo de que esta era la imagen exacta de la Madre de Dios.

Lady Caroline le preguntó enfadada qué quería, y la cabeza de Costanza se inclinó a un lado con placer al oír la pura musicalidad de su voz. Dijo, tras esperar un momento por si acaso la música iba a continuar, ya que no deseaba perderse ni una nota, que quería órdenes; había acudido a la madre de la Signorina, pero en vano.

—No es mi madre —negó Lady Caroline airadamente; y su enojo sonó como el sentido lamento de un huérfano melodioso.

Costanza la inundó de compasión. Ella, le explicó, tampoco tenía madre…

Lady Caroline la interrumpió haciéndole saber con sequedad que su madre estaba viva y en Londres.

Costanza alabó a Dios y a los santos porque la joven señora no supiera todavía lo que era quedarse sin madre. Las desgracias ya se abatían sobre una a la velocidad suficiente; sin duda la joven señora ya tenía un marido.

—No —dijo Lady Caroline con una frialdad glacial. Más que las bromas por la mañana odiaba la idea de los maridos. Y todo el mundo se pasaba la vida intentando imponérselos; todos sus parientes, todos sus amigos, todos los periódicos de la tarde. Después de todo, fuera como fuera sólo se podía casar con uno; pero, por la forma en que todo el mundo hablaba, y especialmente aquellas personas que deseaban ser maridos, una hubiera pensado que podía casarse por lo menos con una docena.

Su suave y patético «No» hizo que Costanza, que se encontraba de pie cerca de ella, desbordara simpatía.

—Pobrecita —dijo Costanza, tan conmovida que incluso le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro—, no pierda la esperanza. Todavía hay tiempo.

Para comer —dijo Lady Caroline glacialmente, asombrándose mientras hablaba de que le dieran palmaditas, a ella, que se había tomado tantas molestias para venir a un lugar, remoto y escondido, donde pudiera estar segura de que entre otras cosas de carácter igualmente agobiante, tampoco hubiera palmaditas— tomaremos…

Costanza adoptó un aire profesional. La interrumpió con sugerencias, y sus sugerencias eran todas admirables y todas caras.

Lady Caroline no sabía que fueran caras, y las aceptó inmediatamente. Sonaban muy bien. Entre sus componentes había todo tipo de verduras y frutas nuevas, y mucha mantequilla y una gran cantidad de nata y un increíble número de huevos. Costanza dijo con entusiasmo al finalizar, como tributo a esta conformidad, que de entre las muchas damas y caballeros para los que había trabajado de forma temporal como en esta ocasión, prefería a las damas y caballeros ingleses. Hacía más que preferirlos, despertaban en ella auténtica devoción. Porque sabían lo que encargar; no escatimaban; se abstenían de oprimir los rostros de los pobres.

Ante esto Lady Caroline sacó la conclusión de que se había excedido, e inmediatamente anuló la crema.

El rostro de Costanza se ensombreció, ya que tenía un primo que tenía una vaca, y la nata iba a proceder de los dos.

—Y quizá será mejor no encargar pollos —dijo Lady Caroline.

El rostro de Costanza se ensombreció aún más, ya que su hermano el del restaurante criaba pollos en su patio trasero, y muchos de ellos estaban listos para ser sacrificados.

—Tampoco encargue las fresas hasta que no haya consultado a las demás señoras —dijo Lady Caroline, recordando que sólo estaban a uno de abril, y que era quizá posible que la gente que vivía en Hampstead fuera pobre; de hecho, debía ser pobre, o si no, ¿por qué vivían en Hampstead?—. Yo no soy la señora de la casa.

—¿Lo es la señora vieja? —preguntó Costanza, con una cara muy larga.

—No —dijo Lady Caroline.

—¿Cuál de las otras dos señoras lo es?

—Ninguna —dijo Lady Caroline.

Entonces Costanza recuperó su sonrisa, porque la joven señora se estaba divirtiendo con ella y gastando bromas. Se lo dijo así, con su amistoso estilo italiano, y le pareció verdaderamente encantador.

—Nunca hago chistes —dijo Lady Caroline lacónicamente—. Es mejor que se vaya, o desde luego la comida no estará lista para las doce y media.

Y el sonido de estas bruscas palabras fue tan dulce que Costanza tuvo la sensación de que le estaban haciendo amables cumplidos, y olvidó su decepción con la nata y los pollos, y se alejó deshaciéndose en agradecimientos y sonrisas.

—Esto —pensó Lady Caroline— no puede ser. No he venido aquí a llevar la casa, y no lo haré.

Hizo volver a Costanza. Costanza vino corriendo. Le encantaba el sonido de su nombre pronunciado por esa voz.

—He encargado el almuerzo para hoy —dijo Lady Caroline, con la expresión de ángel serio que adoptaba cuando estaba enfadada— y también he encargado la cena, pero a partir de ahora se dirigirá a alguna de las otras damas para recibir órdenes. Yo no doy más.

La idea de que seguiría dando órdenes era totalmente absurda. En casa nunca las daba. Allí nadie soñaba con pedirle que hiciera nada. Era ridículo que aquí la obligaran a realizar una actividad tan agotadora simplemente porque daba la casualidad de que era capaz de hablar italiano. Que dieran las órdenes las excéntricas, si Mrs. Fisher se negaba. Desde luego, Mrs. Fisher era la persona que la Naturaleza había destinado a semejante propósito. Tenía todo el aspecto de un ama de llaves competente. Iba vestida como un ama de llaves, y lo mismo podía decirse de su peinado.

Tras haber lanzado su ultimátum con una acritud que se volvió dulce por el camino, y acompañarlo con un gesto perentorio de despido que tenía la gracia y bondad de una bendición, resultaba molesto que Costanza se limitara a permanecer parada con la cabeza inclinada contemplándola con evidente deleite.

—¡Oh, váyase! —exclamó Lady Caroline en inglés, repentinamente exasperada.

Había habido una mosca esa mañana en su dormitorio que se había pegado igual que lo estaba haciendo Costanza; sólo una, pero resultó tan agotadora desde que amaneció que podían haber sido miles. Estaba decidida a posarse en su cara, y ella estaba decidida a que no lo hiciera. Su perseverancia resultaba extraña. La despertó, y no la dejaba que se volviera a dormir. Ella la golpeó, y la mosca la esquivó sin ruido ni esfuerzos y con una suavidad casi visible, y lo único que consiguió fue golpearse a sí misma. Volvió de nuevo inmediatamente, y aterrizó sobre su mejilla con un sonoro zumbido. La golpeó de nuevo y se hizo daño, mientras la mosca se alejaba rasante y airosa. Se enfadó, y se incorporó en la cama y esperó, vigilando para golpearla y matarla. Continuó golpeándola, al final ya con furia y con todas sus fuerzas, como si fuera un enemigo real que intentara deliberadamente volverla loca; y esta esquivaba con elegancia sus golpes, ni siquiera enfadada, para regresar de nuevo al minuto siguiente. En cada ocasión conseguía alcanzar su cara, y era totalmente indiferente a la frecuencia con la que se la ahuyentara. Por eso se había vestido y había salido tan pronto. Ya le había dicho a Francesca que pusiera una red sobre su cama, porque no iba a permitir que la molestaran dos veces de esa manera. Las personas eran exactamente iguales que las moscas. Le habría gustado que existieran también redes para mantenerlas alejadas. Las golpeaba con palabras y malas caras, y, del mismo modo que las moscas, se deslizaban entre sus golpes sin que les afectaran. Eran peores que la mosca, parecían no darse ni siquiera cuenta de que había intentado golpearlas. Por lo menos la mosca se alejaba un momento. Con los seres humanos, la única manera de librarse de ellos era marcharse. Eso era lo que, en su agotamiento, había hecho este mes de abril; y una vez llegada aquí, al ver más de cerca los detalles de la vida en San Salvatore, parecía que tampoco aquí la iban a dejar en paz.

Visto desde Londres no había parecido que hubiera detalles. San Salvatore desde allí tenía el aspecto de un espacio en blanco, vacío y delicioso. Y, sin embargo, tras sólo veinticuatro horas estaba descubriendo que no era en absoluto un espacio en blanco, y que estaba teniendo que defenderse tan activamente como siempre. Ya se le habían pegado mucho. Mrs. Fisher se había pegado prácticamente todo el día anterior, y esta mañana no la habían dejado en paz, ni siquiera diez minutos ininterrumpidamente sola.

Por supuesto, Costanza tuvo finalmente que marcharse, porque tenía que cocinar, pero apenas se acababa de ir cuando vino Domenico. Vino a regar y a atar. Eso era natural, ya que era el jardinero, pero regó y ató todo lo que estaba más próximo a ella; se acercó cada vez más; se excedió regando; ató plantas que estaban tan derechas y tan firmes como una flecha. Bueno, por lo menos era un hombre, y por lo tanto no tan molesto, y su sonriente buenos días fue recibido y contestado con una sonrisa; visto lo cual Domenico olvidó a su familia, a su mujer, a su madre, a sus hijos crecidos y todos sus deberes, y sólo deseó besar los pies de la joven señora.

Desgraciadamente no podía hacerlo, pero podía hablar mientras trabajaba, y eso fue lo que hizo; abundantemente; proporcionando sin cesar todo tipo de información, ilustrando lo que decía con unos gestos tan gráficos que tuvo que dejar en el suelo la regadera, y así retrasar el final del riego.

Lady Caroline lo soportó un tiempo, pero pronto fue incapaz de aguantarlo, y como él no se iba, y ella no le podía decir que lo hiciera, visto que estaba ocupado en el trabajo que le correspondía, una vez más fue ella la que tuvo que hacerlo.

Se levantó del muro y se trasladó al otro lado del jardín, donde, en un cobertizo de madera, había unas cómodas sillas bajas de caña. Lo único que deseaba era girar una de estas dándole la espalda a Domenico y mirando al mar hacia Génova. Algo tan sencillo. Uno habría imaginado que se le permitiría hacerlo sin ser molestada. Pero él, que espiaba cada movimiento suyo, salió disparado tras ella cuando la vio aproximarse a las sillas y se apoderó de una y le pidió que le dijera dónde ponerla.

¿No se libraría nunca de que la atendieran, la pusieran cómoda, le preguntaran dónde quería que pusieran las cosas, de tener que dar las gracias? Fue seca con Domenico, el cual inmediatamente dedujo que el sol le había dado dolor de cabeza, y corrió dentro y le trajo una sombrilla y un cojín y un escabel, y fue hábil, y fue maravilloso, y fue todo un caballero.

Ella cerró los ojos tristemente resignada. No podía ser descortés con Domenico. No podía levantarse y entrar en la casa como habría hecho si hubiera sido alguno de los otros. Domenico era inteligente y competente. Descubrió inmediatamente que él era el que realmente llevaba la casa, el que en realidad lo hacía todo. Y sus modales eran decididamente deliciosos, y sin duda era una persona encantadora. Lo único que pasaba es que anhelaba tanto que la dejaran paz. Tenía la sensación de que, sólo con que la dejaran realmente tranquila este mes nada más, quizá después de todo podría sacar algo en claro.

Mantuvo los ojos cerrados, porque así él pensaría que quería dormir y se iría.

Ante esta visión, la romántica alma italiana de Domenico se derritió en su interior, ya que el tener los ojos cerrados la favorecía extraordinariamente. Permaneció extasiado, muy quieto, y ella pensó que se había marchado sigilosamente, por lo que los abrió de nuevo.

No; allí estaba, mirándola fijamente. Él también. No había forma de librarse de que la miraran fijamente.

—Tengo una jaqueca —dijo, cerrándolos de nuevo.

—Es el sol —dijo Domenico—, y el estar sentada en el muro sin un sombrero.

—Deseo dormir.

Si signorina —dijo comprensivamente; y se alejó con suavidad.

Abrió los ojos con un suspiro de alivio. El ruido de las puertas de cristal al ser cerradas con delicadeza le demostró que no sólo se había ido del todo, sino que la había dejado fuera aislada en el jardín de forma que no la molestaran. Ahora quizá estaría sola hasta la hora del almuerzo.

Resultaba muy curioso, y nadie en el mundo se habría sorprendido más que ella, pero quería pensar. Nunca antes había querido hacerlo. Todas las demás cosas que es posible hacer sin demasiadas molestias, las había querido hacer o las había hecho en un período u otro de su vida, pero nunca antes había querido pensar. Había venido a San Salvatore con la única intención de permanecer durante cuatro semanas tumbada al sol en estado comatoso, en algún lugar donde no estuvieran sus padres y amigos, envuelta en el olvido, levantándose sólo para ser alimentada, y no llevaba allí más que algunas horas cuando este extraño y nuevo deseo se apoderó de ella.

Las estrellas habían estado maravillosas la noche anterior, y ella había salido al jardín superior después de cenar, dejando a Mrs. Fisher sola con sus nueces y su vino, y, sentada sobre el muro en el lugar en el que los lirios juntaban sus corolas fantasmales, había dirigido la mirada hacia el abismo de la noche, y de repente había tenido la impresión de que su vida había sido mucho ruido y pocas nueces.

Se había sentido profundamente sorprendida. Sabía que las estrellas y la oscuridad llegaban a producir emociones inusitadas porque había visto cómo se producían en otros, pero nunca antes lo habían hecho en ella. Mucho ruido y pocas nueces. ¿No estaría enferma?, se había preguntado. Hacía mucho tiempo que era consciente de que su vida era un ruido, pero le había parecido tener numerosos motivos; de hecho, tan numerosos que tenía la sensación de que debía alejarse fuera de su alcance durante una temporada o la ensordecerían completa y quizá permanentemente. Pero ¿y si no era más que un ruido sin motivo?

Nunca antes se le había ocurrido una pregunta semejante. La había hecho sentirse solitaria. Quería estar sola, pero no solitaria. Eso era muy diferente; era algo que dolía y hacía un daño horrible justamente en el interior de una. Era lo que una más temía. Era lo que le hacía a una ir a tantas fiestas; y últimamente, en una o dos ocasiones, incluso las fiestas habían dejado de parecer una protección totalmente segura. ¿Era posible que la soledad no tuviera nada que ver con las circunstancias, sino sólo con la forma en que uno se enfrentaba a ellas? Quizá, había pensado, era mejor que se fuera a la cama. No podía estar muy bien.

Se fue a la cama; y por la mañana, tras escapar de la mosca y desayunar y salir de nuevo al jardín, allí estaba de nuevo la misma sensación, y a plena luz del día. Una vez más tuvo esa sospecha realmente desagradable de que su vida hasta ahora había sido no sólo ruidosa, sino vacía. Bueno, si eso era así, y si sus primeros veintiocho años —los mejores— se habían evaporado simplemente en un ruido sin sentido, era mejor que se detuviera un momento y mirara a su alrededor; que hiciera una pausa, como decían en las novelas aburridas, y reflexionara. No tenía muchos juegos de veintiocho años. Uno más la vería creciendo muy parecida a Mrs. Fisher. Dos más… Apartó los ojos.

De haberlo sabido su madre, se habría preocupado. Su madre la adoraba. Su padre también se habría preocupado, porque él también la adoraba. Todo el mundo la adoraba. Y cuando, con una obstinación melodiosa, había insistido en partir a Italia a enterrarse durante un mes entero con gente extraña que había sacado de un anuncio, negándose incluso a llevar a su doncella, la única explicación que pudieron imaginar sus amigos fue que la pobre Scrap —ya que así la llamaban entre ellos— se había excedido y estaba un poco nerviosa.

Su marcha había dejado desconsolada a su madre. Era tan raro, una muestra tan clara de desilusión. Ella alentó la idea general del ataque de nervios inminente. Si hubiera podido ver a su adorada Scrap, con un aspecto más delicioso del que jamás había tenido la hija de cualquier otra madre, el objeto de su máximo orgullo, la fuente de todas las esperanzas que abrigaba, sentada mirando fijamente el Mediterráneo vacío del mediodía mientras estudiaba sus tres posibles juegos de veintiocho años, se habría sentido muy desgraciada. Que se fuera sola era malo; que pensara era peor. Nada bueno podía surgir de los pensamientos de una joven hermosa. Complicaciones sí, y en abundancia, pero nada bueno. El pensar de los bellos estaba destinado a generar dudas, apatía, infelicidad en general. Y aquí, si la hubiera podido ver, estaba su Scrap pensando arduamente. Y qué cosas. Qué cosas de viejos. Cosas en las que nadie empezaba a pensar nunca hasta haber cumplido por lo menos los cuarenta.