Los ojos de Mrs. Wilkins y Mrs. Arbuthnot la siguieron con admiración. No tenían ni la más remota idea de que las había desairado. Sin duda resultaba decepcionante descubrir que se había anticipado a ellas y que no iban a tener la felicidad de prepararse para ella, de observar su rostro cuando llegara y lo viera todo por primera vez, pero todavía quedaba Mrs. Fisher. Se concentrarían en Mrs. Fisher, y observarían en cambio su rostro; sólo que, al igual que todo el mundo, habrían preferido observar el de Lady Caroline.
Quizá, entonces, al mencionar Lady Caroline el desayuno, sería mejor comenzar por tomarlo, ya que había demasiado que hacer ese día para perder más tiempo contemplando el paisaje: entrevistar a los criados, recorrer y examinar la casa y, finalmente, preparar y adornar el cuarto de Mrs. Fisher.
Agitaron sus manos alegremente en dirección a Lady Caroline, que parecía absorta en lo que veía y no les prestó atención, y al volverse para entrar, descubrieron que la doncella de la noche anterior, llevando unas zapatillas de tela y suelas de cuerda, se había acercado sigilosamente por detrás.
Era Francesca, la anciana doncella de la casa, que, según el propietario, llevaba años con él y cuya presencia hacía innecesarios los inventarios; y tras darles los buenos días y esperar que hubieran dormido bien, les dijo que el desayuno estaba listo en el comedor del piso de abajo, y que, si hacían el favor de seguirla, ella las conduciría hasta allí.
No comprendieron una sola palabra de las muchas con que Francesca consiguió envolver esta información tan sencilla, pero la siguieron, porque por lo menos estaba claro que la tenían que seguir, y tras descender las escaleras y atravesar el ancho salón igual al de arriba, excepto por la presencia de unas puertas de cristal al fondo en vez de una ventana sobre el jardín, les hicieron pasar al comedor; donde, sentada en la cabecera de la mesa, desayunando, estaba Mrs. Fisher.
Esta vez exclamaron. Incluso Mrs. Arbuthnot exclamó, aunque su exclamación fue sólo un:
—¡Oh!
Mrs. Wilkins exclamó con mayor profusión.
—¡Vaya, esto es como si le quitaran a uno el pan de la boca! —exclamó Mrs. Wilkins.
—¿Cómo están ustedes? —dijo Mrs. Fisher—. No puedo levantarme debido a mi bastón —y alargó la mano a través de la mesa.
Se adelantaron y la estrecharon.
—No teníamos ni la menor idea de que estuviera usted aquí —dijo Mrs. Arbuthnot.
—Sí —dijo Mrs. Fisher, reanudando su desayuno—. Sí. Estoy aquí —y quitó circunspecta la parte superior de su huevo.
—Es una gran decepción —dijo Mrs. Wilkins—. Teníamos la intención de darle una gran bienvenida.
Esta era, recordó Mrs. Fisher, echándole un vistazo, la que cuando vino a Prince of Wales Terrace dijo que había visto a Keats. Debía tener cuidado con esta, frenarla desde el principio.
Por tanto, ignoró a Mrs. Wilkins y dijo con gravedad, inclinando el rostro sobre el huevo con una expresión de calma impenetrable:
—Sí. Llegué ayer con Lady Caroline.
—Es realmente terrible —dijo Mrs. Wilkins, exactamente igual que si no la hubieran ignorado—. Ahora no queda nadie para quien preparar las cosas. Me siento frustrada. Me siento como si me hubieran quitado el pan de la boca justo cuando iba a disfrutar tragándomelo.
—¿Dónde se sentarán? —le preguntó Mrs. Fisher a Mrs. Arbuthnot; marcadamente, a Mrs. Arbuthnot; la comparación con el pan le había parecido de lo más desagradable.
—Oh, gracias… —dijo Mrs. Arbuthnot, al tiempo que se sentaba junto a ella con cierta brusquedad.
Sólo había dos sitios en los que podía sentarse, los sitios preparados a ambos lados de Mrs. Fisher. Por tanto, se sentó en uno, y Mrs. Wilkins se sentó en el otro, frente a ella.
Mrs. Fisher ocupaba la cabecera de la mesa. Alrededor suyo estaban reunidos el café y el té. Por supuesto que todas estaban compartiendo San Salvatore a partes iguales, pero habían sido ella y Lotty, reflexionó vagamente Mrs. Arbuthnot, las que lo habían encontrado, las que se habían afanado para conseguirlo, las que habían decidido admitir en él a Mrs. Fisher. No podía evitar pensar que, sin ellas, Mrs. Fisher no habría estado allí. Desde el punto de vista moral, Mrs. Fisher era un huésped. No había anfitriona en esta fiesta, pero, suponiendo que la hubiera habido, no habría sido Mrs. Fisher, ni Lady Caroline, habría sido ella o Lotty. Mrs. Arbuthnot no pudo evitar pensar esto cuando se sentó, y Mrs. Fisher, con la mano que Ruskin había apretado suspendida por encima de los recipientes que tenía delante de ella, preguntó:
—¿Té o café?
No pudo evitar pensarlo de una manera aún más clara cuando Mrs. Fisher tocó un pequeño gong situado en la mesa junto a ella, como si estuviera acostumbrada a ese gong y a esa mesa desde su niñez, y, al aparecer Francesca, le ordenó en el lenguaje de Dante que trajera más leche. Mrs. Fisher, pensó Mrs. Arbuthnot, tenía un curioso aire de estar al mando; y si ella no hubiera sido tan feliz, quizá le habría importado.
Mrs. Wilkins también se dio cuenta, pero, por toda reacción, su mente divagadora se puso a pensar en cucos. Sin duda habría comenzado inmediatamente a hablar de cucos de un modo incoherente, incontenible y lamentable, de haberse encontrado en el estado de nervios y timidez en que se hallaba la última vez que había visto a Mrs. Fisher. Pero la felicidad había eliminado la timidez; estaba muy tranquila; podía controlar su conversación; no tenía que oírse, horrorizada, mientras decía cosas que no tenía intención de decir al empezar; estaba muy cómoda, y completamente a gusto. La decepción por no poder preparar una bienvenida para Mrs. Fisher había desaparecido inmediatamente, ya que era imposible seguir decepcionada en el paraíso. Tampoco le importaba que se comportara como la anfitriona. ¿Qué más daba? A uno no le preocupaban estas cosas en el paraíso. Por tanto, ella y Mrs. Arbuthnot se sentaron de mejor gana de lo que de otro modo lo habrían hecho, una a cada lado de Mrs. Fisher, y el sol, entrando a raudales por las dos ventanas orientadas al este, al otro lado de la bahía, inundó la habitación, y había una puerta abierta que conducía al jardín, y el jardín estaba lleno de gran cantidad de cosas encantadoras, sobre todo fresias.
El delicado y delicioso perfume de las fresias penetró por la puerta y flotó alrededor de las extasiadas ventanas de la nariz de Mrs. Wilkins. Las fresias en Londres estaban totalmente fuera de su alcance. Alguna que otra vez entraba en una tienda y preguntaba su precio, de forma que tuviera una excusa para levantar un ramo y olerlas, sabiendo perfectamente que era algo terrible, como un chelín por aproximadamente tres flores. Aquí estaban en todos lados, estallando por cualquier rincón y alfombrando los parterres de rosas. Sería estupendo poder cogerlas a brazadas, si así lo deseaba, mientras la espléndida luz del sol inundaba el cuarto, y llevar el vestido de verano, ¡y que sólo fuera el uno de abril!
—¿Supongo que se da usted cuenta, no, de que hemos llegado al paraíso? —dijo, sonriéndole radiante a Mrs. Fisher con toda la familiaridad de un colega ángel.
«Son considerablemente más jóvenes de lo que había imaginado —pensó Mrs. Fisher—, y ni mucho menos tan corrientes». Y reflexionó un momento, mientras ignoraba la exuberancia de Mrs. Wilkins, sobre su negativa instantánea y agitada a verse comprometidas a dar o recibir referencias aquel día en Prince of Wales Terrace.
Por supuesto, nada la podía afectar; nada de lo que nadie hiciera. Estaba asentada demasiado firmemente en la respetabilidad. A sus espaldas se encontraban imponentes, en una fila tremenda (el uno detrás del otro), esos tres grandes nombres que había ofrecido, y no eran los únicos a los que se podía dirigir en busca de apoyo y sostén. Incluso si estas jóvenes —no tenía ningún motivo para creer que la que estaba en el jardín fuera realmente Lady Caroline Dester, sólo le habían dicho que lo era—, incluso si estas mujeres resultaban ser todas lo que Browning solía llamar —qué bien recordaba su divertida y deliciosa manera de expresar las cosas— aves nocturnas, ¿qué, o de qué manera, podía afectarle a ella? Que volaran de noche si así lo deseaban. Una no había cumplido los sesenta y cinco en vano. En cualquier caso, fuera lo que fuera, sólo duraría cuatro semanas, al final de las cuales no volvería a verlas. Y mientras tanto, había muchos lugares en los que podía sentarse tranquilamente lejos de ellas y recordar. También estaba su cuarto de estar, una habitación encantadora, toda llena de cuadros y muebles color miel, con ventanas que daban al mar en dirección a Génova, y una puerta que se abría a las almenas. La casa poseía dos cuartos de estar, y ella le había explicado a esa hermosa criatura Lady Caroline —desde luego era una criatura hermosa, independientemente de lo que fuera además de eso; Tennyson habría gozado llevándola a dar paseos por los downs—, que había mostrado cierta inclinación a apoderarse del de color miel, que ella necesitaba un pequeño refugio sólo para ella debido a su bastón.
—Nadie desea ver a una anciana cojeando por ahí sin parar —había dicho—. Me daré por satisfecha pasando la mayor parte de mi tiempo sola aquí dentro o sentada fuera en esas almenas tan prácticas.
Y su dormitorio era también muy agradable; tenía vistas a dos lados, a través de la bahía al sol de la mañana —le gustaba el sol de la mañana— y sobre el jardín. Había únicamente dos dormitorios de este tipo con vistas cruzadas en la casa, según habían descubierto ella y Lady Caroline, y eran con mucho los más amplios. Cada uno tenía dos camas, y ella y Lady Caroline habían hecho sacar inmediatamente las que sobraban y las habían colocado en dos de las otras habitaciones. De esta manera había mucho más espacio y confort. De hecho, Lady Caroline había convertido el suyo en un cuarto de estar con cama, sacando el sofá de la sala de estar más grande y la mesa de escribir y la silla más cómoda, pero ella no había tenido que hacer eso porque tenía su propio cuarto de estar, equipado con todo lo necesario. En un principio, Lady Caroline había pensado coger el cuarto de estar más grande para su uso particular, porque las otras dos podían perfectamente utilizar el comedor del piso inferior para sentarse entre comidas, y era una habitación muy agradable, con sillas bonitas, pero no le había gustado la forma del cuarto de estar más grande; era una habitación redonda situada en la torre, con unas profundas aspilleras que atravesaban los muros macizos, y un techo abovedado y con nervaduras, con aspecto de paraguas abierto, y parecía un poco oscura. Indudablemente, Lady Caroline había lanzado miradas codiciosas a la habitación color de miel, y si ella, Mrs. Fisher, se hubiera mostrado menos firme se habría instalado en ella. Lo cual habría sido absurdo.
—Espero —dijo Mrs. Arbuthnot, intentando transmitirle a Mrs. Fisher mientras sonreía que aunque ella, Mrs. Fisher, podía no ser exactamente un huésped, desde luego no era en absoluto una anfitriona— que su habitación sea cómoda.
—Mucho —dijo Mrs. Fisher—. ¿Tomarán un poco más de café?
—No, gracias. ¿Y usted?
—No, gracias. Había dos camas en mi dormitorio, que lo llenaban innecesariamente, e hice que sacaran una. Ahora resulta mucho más conveniente.
—Oh, ¡por eso tengo dos camas en mi habitación! —exclamó Mrs. Wilkins, iluminada; la segunda cama de su pequeña celda le había parecido un objeto antinatural e inapropiado desde el momento mismo en que lo había visto.
—No di ninguna indicación —dijo Mrs. Fisher, dirigiéndose a Mrs. Arbuthnot—. Simplemente le pedí a Francesca que se la llevara.
—Yo también tengo dos camas en mi habitación —dijo Mrs. Arbuthnot.
—La segunda suya debe ser de Lady Caroline. Ella también hizo que se la quitaran —dijo Mrs. Fisher—. Parece ridículo tener más camas que ocupantes en una habitación.
—Pero nosotras tampoco tenemos ningún marido aquí —dijo Mrs. Wilkins—, y no veo la utilidad de tener camas de más en el dormitorio de una si no se tienen maridos para colocarlos en ellas. ¿No podríamos hacer que se las llevaran también?
—Las camas —respondió Mrs. Fisher con frialdad— no pueden quitarse de un cuarto tras otro. Deben permanecer en algún lugar.
Las observaciones de Mrs. Wilkins le parecían a Mrs. Fisher persistentemente desafortunadas. Cada vez que abría la boca decía algo que hubiera sido mejor no decir. En el círculo de Mrs. Fisher las conversaciones licenciosas sobre maridos no se habían estimulado. En los años ochenta, su época de mayor florecimiento, a los maridos se los tomaba en serio en cuanto únicos obstáculos reales frente al pecado. También las camas, si tenían que ser mencionadas, eran abordadas con precaución; y una reserva decorosa impedía que se hablara nunca al mismo tiempo de ellas y de los maridos.
Se volvió más pronunciadamente que nunca hacia Mrs. Arbuthnot.
—Deje que le sirva un poco más de café —dijo.
—No, gracias. Pero ¿no tomará usted un poco más?
—No, en absoluto. Nunca tomo más de dos tazas en el desayuno. ¿Le apetecería una naranja?
—No, gracias. ¿Y a usted?
—No, no como fruta en el desayuno. Es una costumbre americana que soy ya demasiado vieja para adoptar. ¿Ha tomado todo lo que desea?
—Totalmente. ¿Y usted?
Mrs. Fisher hizo una pausa antes de responder. ¿Constituía esto un hábito, este truco de contestar una pregunta sencilla con la misma pregunta? Si era así, debía ser reprimido, ya que nadie podía vivir cuatro semanas realmente cómoda con alguien que tuviera un hábito.
Echó una mirada a Mrs. Arbuthnot, y su raya en medio y su frente serena la tranquilizaron. No; era la casualidad, no el hábito, la que había originado esos ecos. Antes se habría imaginado a una paloma con hábitos fastidiosos que a Mrs. Arbuthnot. Mientras la examinaba, pensó en la espléndida esposa que habría sido para el pobre Carlyle. Mucho mejor que esa horrible e inteligente Jane. Le habría aplacado.
—Entonces, ¿nos vamos? —sugirió.
—Déjeme ayudarla —dijo Mrs. Arbuthnot, llena de consideración.
—Oh, gracias, puedo arreglármelas perfectamente. Sólo en ocasiones mi bastón me impide…
Mrs. Fisher se levantó con gran facilidad; Mrs. Arbuthnot había revoloteado inútilmente a su alrededor.
—Yo voy a tomar una de estas espléndidas naranjas —dijo Mrs. Wilkins, permaneciendo donde estaba y alargando la mano hacia un cuenco negro lleno a rebosar de naranjas—. Rose, cómo puedes resistirte a ellas. Mira: toma esta. Vamos, tómate esta belleza… —y les mostró una grande.
—No, me voy a ocupar de mis deberes —dijo Mrs. Arbuthnot, mientras se movía hacia la puerta—. Me perdonará por abandonarla, espero —añadió educada dirigiéndose a Mrs. Fisher.
Mrs. Fisher se movió también hacia la puerta; con gran facilidad; casi con rapidez; su bastón no la estorbó en absoluto. No tenía ninguna intención de que la dejaran con Mrs. Wilkins.
—¿A qué hora le gustaría comer? —le preguntó Mrs. Arbuthnot, intentando mantener su posición, si no precisamente como anfitriona, por lo menos como una no-huésped.
—El almuerzo —dijo Mrs. Fisher— es a las doce y media.
—Entonces lo tendrá listo a las doce y media —dijo Mrs. Arbuthnot—. Se lo diré a la cocinera. Tendré que hacer un gran esfuerzo —prosiguió sonriendo—, pero he traído un pequeño diccionario…
—La cocinera —dijo Mrs. Fisher— lo sabe.
—¿Ah, sí? —dijo Mrs. Arbuthnot.
—Sí. Lady Caroline habla el tipo de italiano que las cocineras entienden. Yo no puedo entrar en la cocina debido a mi bastón. E, incluso si fuera capaz de entrar, me temo que no me entenderían.
—Pero… —comenzó Mrs. Arbuthnot.
—¡Pero eso es realmente espléndido! —terminó desde la mesa Mrs. Wilkins en su lugar, encantada con estas inesperadas simplificaciones en su vida y en la de Rose—. Vaya, no tenemos absolutamente nada que hacer aquí, ninguna de las dos, excepto ser felices. Usted no se creería —dijo, volviendo la cabeza y hablando directamente a Mrs. Fisher, mientras ambas manos sujetaban trozos de naranja— lo terriblemente buenas que hemos sido Rose y yo durante años sin parar, y lo mucho que necesitamos ahora un descanso absoluto.
Y Mrs. Fisher, al salir de la habitación sin responderla, dijo para sí: «Hay que reprimirla, será reprimida».