V

Estaba nublado en Italia, lo cual les sorprendió. Habían esperado un sol radiante. Pero no importaba; era Italia, e incluso las nubes tenían un aspecto próspero. Ninguna de las dos había estado nunca antes allí. Ambas miraban por las ventanillas con una expresión embelesada. Las horas volaron mientras fue de día, y tras esto vino la excitación de acercarse, de estar muy cerca, de llegar. En Génova había empezado a llover —¡Génova! Figúrate, estar realmente en Génova, ver su nombre escrito en la estación como si fuera cualquier otro nombre—, en Nervi estaba diluviando, y cuando por fin hacia medianoche, ya que el tren llegó de nuevo con retraso, alcanzaron Mezzago, la lluvia estaba cayendo en lo que parecían ser láminas compactas. Pero era Italia. Hiciera el tiempo que hiciera, estaría bien. La misma lluvia era diferente: una lluvia recta, que caía como debía sobre el paraguas de uno; no esa cosa inglesa en ráfagas violentas que penetraba en todas partes. Y se paraba; y cuando lo hiciera, se podría contemplar con sorpresa la tierra cubierta de rosas.

Mr. Briggs, el propietario de San Salvatore, había dicho: «Se bajan en Mezzago y luego cogen un coche». Pero había olvidado algo que sabía muy bien, es decir, que los trenes en Italia llegan a veces con retraso, y había imaginado que sus inquilinas llegarían a Mezzago a las ocho y encontrarían toda una fila de simones entre los que elegir.

El tren llegó con cuatro horas de retraso, y cuando Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins descendieron casi a gatas, como si fuera una escala, los altos peldaños de su vagón para penetrar en el diluvio negro, arrastrando con las faldas grandes charcos húmedos y cubiertos de hollín, porque sus manos estaban llenas de maletas, si no hubiera sido por la vigilancia de Domenico, el jardinero de San Salvatore, no habrían encontrado nada en lo que poder viajar. Todos los simones corrientes hacía mucho que se habían retirado. Domenico, previendo esto, había mandado el simón de su tía, conducido por el hijo de esta, su sobrino; y su tía y su simón vivían en Castagneto, el pueblo agazapado a los pies de San Salvatore, y por lo tanto, por muy tarde que llegara el tren, el simón no se atrevería a regresar a casa sin contener lo que había sido enviado a recoger.

El nombre del primo de Domenico era Beppo, y este no tardó mucho en surgir de la oscuridad en la que Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins se encontraban, indecisas sobre el siguiente paso a dar después de que el tren hubiera continuado viaje, ya que no podían ver a ningún mozo y tenían la impresión de que se hallaban no tanto sobre un andén como obstruyendo el paso.

Beppo, que las había estado buscando, surgió de la oscuridad con una especie de salto y les habló a gritos en italiano. Beppo era un joven de lo más respetable, pero no tenía aspecto de serlo, sobre todo no en la oscuridad, y llevaba un sombrero chorreante caído sobre un ojo. No les gustó la forma en que se apoderó de sus maletas. No podía ser un mozo, pensaron. Sin embargo, pronto distinguieron en su charla torrencial las palabras San Salvatore, y a partir de ese momento siguieron diciéndoselas, ya que era el único italiano que sabían, mientras se apresuraban tras él, dispuestas a no perder de vista sus maletas, tropezándose con los raíles y los charcos hasta el lugar en el que, parado en la carretera, había un simón pequeño y alto.

La capota estaba subida, y el caballo estaba en una actitud meditativa. Se subieron a él, y el instante mismo en que se encontraron dentro —de hecho, apenas se podía afirmar que Mrs. Wilkins estuviera dentro— el caballo se despertó sobresaltado de sus sueños e inmediatamente comenzó a ir a toda prisa hacia casa; sin Beppo; sin las maletas.

Beppo salió disparado detrás de él, haciendo resonar la noche con sus gritos, y agarró justo a tiempo las riendas colgantes. Explicó con orgullo, y en su opinión con total claridad, que el caballo siempre hacía eso, al ser un hermoso animal lleno de maíz y de sangre, y cuidado por él, Beppo, como si fuera su propio hijo, y las señoras no debían alarmarse —se había dado cuenta que estaban aferradas la una a la otra—; pero, a pesar de su claridad, y sonoridad, y de la profusión de palabras que empleó, las señoras se limitaron a contemplarle con una mirada vacía.

No obstante, él siguió hablando, mientras apilaba las maletas alrededor suyo, seguro de que antes o después tendrían que entenderle, sobre todo porque se esforzaba mucho en hablar muy alto e ilustrar todo lo que decía con los más sencillos gestos de aclaración, pero ambas siguieron limitándose a mirarle. Los rostros de las dos, se fijó compasivo, estaban pálidos y fatigados, y las dos tenían unos ojos grandes y cansados. Eran señoras hermosas, pensó, y sus ojos, mirándole por encima de las maletas y observando cada movimiento suyo —no había baúles, sólo cantidades de maletas— eran como los ojos de la Madre de Dios. Lo único que decían las señoras, y lo repetían a intervalos regulares, incluso después de haberse puesto en marcha, dándole ligeros golpecitos para llamar su atención sobre ello mientras él estaba sentado en su pescante, era:

—¿San Salvatore?

Y cada vez él contestaba a gritos, en tono alentador:

Sì, sì, San Salvatore.

—Desde luego, no sabemos sí nos está llevando allí —dijo por fin Mrs. Arbuthnot en voz baja, después de haber viajado lo que les parecía un tiempo muy largo, y haber dejado los adoquines de la ciudad envuelta en sueño y encontrarse sobre una carretera tortuosa con lo que parecía ser un muro bajo a su izquierda, más allá del cual había un gran vacío negro y el sonido del mar. A su derecha había algo cercano y escarpado y alto y oscuro: rocas, se susurraron la una a la otra; rocas inmensas.

—No, no lo sabemos —reconoció Mrs. Wilkins, al tiempo que un ligero escalofrío recorría su espina dorsal.

Se sentían muy intranquilas. Era tan tarde. Estaba tan oscuro. La carretera era tan solitaria. Y si se salía una rueda. Y si se encontraban con fascistas, o con lo contrario de los fascistas. Cómo se arrepentían ahora de no haber dormido en Génova y haber venido la mañana siguiente a la luz del día.

—Pero eso habría sido el uno de abril —dijo Mrs. Wilkins, en voz baja.

—Lo es ahora —dijo Mrs. Arbuthnot en un susurro.

—Así es —murmuró Mrs. Wilkins.

Enmudecieron.

Beppo se volvió desde su pescante —una costumbre preocupante ya observada, puesto que era evidente que su caballo debía ser vigilado de cerca— y de nuevo se dirigió a ellas con lo que estaba convencido era la lucidez misma, nada de patois, y los movimientos explicativos más claros posibles.

Cómo deseaban que sus madres las hubieran hecho aprender italiano de niñas. Ojalá pudieran decir ahora «Por favor, dese la vuelta y siéntese correctamente y vigile el caballo». No sabían ni siquiera cómo se decía caballo en italiano. Semejante ignorancia era despreciable.

Su ansiedad era tal que, al ver que la carretera se retorcía bordeando grandes rocas sobresalientes, y a su izquierda sólo estaba el muro bajo para impedir que se fueran al mar en caso de que ocurriera algo, ellas también empezaron a gesticular, agitando sus manos en dirección a Beppo, señalando hacia delante. Querían que se diera la vuelta de nuevo y mirara hacia el caballo, nada más. Él pensó que querían que condujera más deprisa; y siguieron diez minutos espantosos, durante los cuales —o al menos eso suponía— las estuvo complaciendo. Estaba orgulloso de su caballo, y este podía ir muy deprisa. Se levantó en su asiento, el látigo restalló, el caballo se abalanzó hacia adelante, las rocas saltaron hacia ellas, el pequeño simón se bamboleó, las maletas se zarandearon, Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins se agarraron. Continuaron de esta manera, bamboleándose, zarandeándose, traqueteando, abrazándose, hasta que en un punto cercano a Castagneto hubo una cuesta en la carretera, y al alcanzar el pie de la cuesta el caballo, que se conocía cada metro del camino, se detuvo súbitamente, haciendo que se amontonara todo lo que había en el simón, y a continuación prosiguió al más lento de los pasos.

Beppo se giró para recibir su admiración, riendo orgulloso de su caballo.

No hubo ninguna risa por parte de las hermosas señoras en respuesta a la suya. Sus ojos, fijos en él, parecían más grandes que nunca, y sus rostros se veían lechosos contra la negrura de la noche.

Pero aquí, una vez que subieron la cuesta, por lo menos había casas. Las rocas se acababan, y había casas; el muro bajo se acababa, y había casas; el mar se retiraba, y su sonido se detenía, y la soledad de la carretera se acababa. Ninguna luz en ningún lado, desde luego, nadie que les viera pasar; y sin embargo, Peppo, cuando comenzaron las casas, tras mirar por encima de su hombro y gritarles a las señoras «Castagneto», se levantó una vez más y restalló su látigo y obligó de nuevo al caballo a lanzarse hacia delante.

«Llegaremos dentro de un momento», dijo Mrs. Arbuthnot para sí, mientras se agarraba.

«Falta poco para que paremos», dijo Mrs. Wilkins para sí, mientras se agarraba. No dijeron nada en voz alta, porque no se habría oído nada por encima del restallar del látigo y del traqueteo de las ruedas y de los ruidos estrepitosos e incitantes que Beppo le hacía a su caballo.

Aguzaron ansiosas la vista intentando adivinar cualquier indicio del comienzo de San Salvatore.

Habían supuesto y esperado que, tras una cantidad razonable de pueblo, una arcada medieval se dibujaría sobre ellas, y a través suyo entrarían en un jardín y se detendrían frente a una puerta abierta y acogedora de la que saldría la luz a raudales y donde estarían aquellos criados que, según el anuncio, quedaban en ella.

En cambio, el simón se detuvo de repente.

Escudriñando el exterior pudieron ver que se encontraban todavía en la calle del pueblo, con casas pequeñas y oscuras a ambos lados; y Beppo, tirando las riendas por encima del lomo del caballo como si esta vez estuviera completamente convencido de que este no iría más lejos, se bajó del pescante. En ese mismo instante, un hombre y varios chicos a medio criar, surgidos aparentemente de la nada, aparecieron a ambos lados del simón y comenzaron a sacar las maletas.

—No, no, San Salvatore, San Salvatore —exclamó Mrs. Wilkins, intentando sujetar el mayor número posible de maletas.

Sì, sì, San Salvatore, San Salvatore —gritaron todos al mismo tiempo, mientras tiraban.

—Esto no puede ser San Salvatore —dijo Mrs. Wilkins, volviéndose hacia Mrs. Arbuthnot, que permanecía sentada muy quieta mirando cómo se llevaban las maletas de su lado con la misma paciencia que aplicaba a males menores. Sabía que no había nada que hacer si estos hombres malvados estaban decididos a llevarse sus maletas.

—No creo que pueda serlo —admitió, y no pudo evitar sentir un momento de admiración ante los caminos del Señor. ¿Había sido realmente traída hasta aquí, ella y la pobre Mrs. Wilkins, después de lo que les había costado arreglarlo, de las dificultades y preocupaciones, siguiendo senderos tan tortuosos y engaños y mentira, sólo para las…?

Frenó sus pensamientos, y le dijo con suavidad a Mrs. Wilkins, mientras los jóvenes harapientos desaparecían en la noche con las maletas y el hombre con el farol ayudaba a Beppo a quitarle la manta, que estaban las dos en las manos de Dios; y por primera vez, al oír esto, Mrs. Wilkins tuvo miedo.

No tenían otra alternativa más que bajarse. Era inútil intentar seguir sentadas en el simón exclamando San Salvatore. Cada vez que lo decían, y sus voces eran cada vez más débiles, Beppo y el otro hombre se limitaban a repetirlo con una serie de fuertes gritos. Desearon haber aprendido italiano de pequeñas. Desearon poder decir «Queremos que nos conduzcan hasta la puerta». Pero ni siquiera sabían cómo se decía puerta en italiano. Una ignorancia semejante no era sólo despreciable, era, ahora se daban cuenta, definitivamente peligrosa. Sin embargo, no servía de nada lamentarse ahora. No servía de nada aplazar lo que les iba a ocurrir intentando seguir sentadas en el simón. Por lo tanto, se bajaron.

Los dos hombres les abrieron los paraguas y se los dieron. Esto les proporcionó un pequeño estímulo, ya que no podían creer que si estos hombres fueran malvados se detendrían a abrir paraguas. Después, el hombre con el farol les hizo señas para que le siguieran, mientras hablaba alto y deprisa, y vieron que Beppo se quedaba detrás. ¿Deberían pagarle? No, pensaron, si las iban a robar y quizá asesinar. Sin duda no se pagaba en una ocasión semejante. Además, después de todo no las había traído a San Salvatore. Evidentemente, el sitio al que habían llegado era otro. Tampoco demostró el menor deseo de que le pagaran; dejó que se alejaran en la noche sin la más mínima reclamación. Esto, no podían evitar pensarlo, era una mala señal. No pedía nada porque muy pronto iba a conseguir mucho.

Llegaron a unos escalones. La carretera se terminaba de forma abrupta frente a una iglesia y unos escalones que descendían. El hombre sujetó el farol bajo para que vieran los escalones.

—¿San Salvatore? —dijo Mrs. Wilkins una vez más, muy débilmente, antes de entregarse a los escalones. Era inútil mencionarlo ahora, desde luego, pero no podía descender escalones en completo silencio. Estaba segura de que ningún castillo medieval se había construido nunca al fondo de unos escalones.

De nuevo, sin embargo, llegó como un eco el grito de respuesta:

Sì, sì, San Salvatore.

Descendieron cautelosamente, sujetando sus faldas igual que si las fueran a necesitar en otra ocasión y no hubieran terminado con toda probabilidad para siempre con ellas.

Los escalones finalizaban en un camino de pendiente inclinada con losas planas de piedra en el centro. Resbalaban mucho sobre estas losas húmedas, y el hombre con el farol, mientras hablaba alto y deprisa, las sujetó. Su forma de sujetarlas era atenta.

—Quizá —dijo Mrs. Wilkins en voz baja a Mrs. Arbuthnot— después de todo no pase nada.

—Estamos en manos de Dios —dijo Mrs. Arbuthnot de nuevo; y de nuevo Mrs. Wilkins sintió miedo.

Alcanzaron el fondo de la pendiente, y la luz del farol parpadeó por encima de un espacio abierto rodeado de casas por tres costados. El mar formaba el cuarto lado, bañando perezosamente los guijarros con su movimiento.

—San Salvatore —dijo el hombre, señalando con su farol a una masa negra que se curvaba alrededor del agua como un brazo alargado para rodearla.

Forzaron la vista. Vieron la masa negra, y en su extremo una luz.

—¿San Salvatore? —repitieron ambas con incredulidad, ya que ¿dónde estaban las maletas, y por qué las habían obligado a bajarse del simón?

Sì, sì, San Salvatore.

Recorrieron algo que parecía ser un muelle, justo al borde del agua. Aquí no había ni siquiera un muro bajo, nada que impidiera al hombre con el farol hacerlas caer si quería. Sin embargo, no las hizo caer. Quizá después de todo no pasaría nada, sugirió de nuevo, al fijarse en esto, Mrs. Wilkins a Mrs. Arbuthnot, la cual esta vez estaba empezando a pensar que era posible, y no volvió a mencionar las manos de Dios.

La llama vacilante del farol las acompañaba danzarina, reflejada sobre el suelo húmedo del muelle. Lejos, a la izquierda, en la oscuridad y evidentemente al final de un malecón, había una luz roja. Llegaron a una arcada con una pesada verja de hierro. El hombre con la linterna empujó la verja para abrirla. Esta vez subieron escalones en vez de bajarlos, y al llegar arriba encontraron un pequeño sendero que ascendía serpenteante entre flores. No podían ver las flores, pero era evidente que todo el lugar estaba lleno de ellas.

Fue aquí donde Mrs. Wilkins cayó en la cuenta de que quizá la razón por la que el simón no las había conducido hasta la puerta era que no había carretera, sino un sendero. Esto también explicaría la desaparición de las maletas. Empezó a tener fe en hallar sus maletas esperándolas cuando llegaran arriba. Al parecer, San Salvatore se encontraba en la cima de una colina, como correspondía a un castillo medieval. En una curva del sendero vieron por encima de ellas, mucho más cercana ahora y brillando con más fuerza, la luz que habían visto desde el muelle. Le contó a Mrs. Arbuthnot su incipiente creencia, y Mrs. Arbuthnot estuvo de acuerdo en que tenía muchas probabilidades de ser cierta.

Una vez más, pero en esta ocasión en un tono de auténtico optimismo, Mrs. Wilkins dijo, señalando hacia arriba a la silueta negra que se dibujaba contra el cielo sólo ligeramente menos negro.

—¿San Salvatore?

Y una vez más, pero ahora con un tono reconfortante, alentador, llegó la confirmación:

Sì, sì, San Salvatore.

Cruzaron un pequeño puente, sobre lo que parecía ser un barranco, y después vino un trozo llano con hierbas altas a los lados y más flores. Sintieron la hierba, que golpeaba húmeda sus medias, y las flores invisibles llenándolo todo. A continuación subieron de nuevo a través de árboles, siguiendo un camino en zigzag, siempre con el olor de las flores que no podían ver. La lluvia cálida estaba haciendo aflorar todos los aromas. Cada vez subían más en medio de esta dulce oscuridad, y la luz roja en el muelle se alejaba cada vez más por debajo de ellas.

El sendero dio la vuelta hasta el otro lado de lo que parecía ser una pequeña península; el muelle y la luz roja desaparecieron; más allá del vacío a su izquierda se veían luces lejanas.

—Mezzago —dijo el hombre, agitando el farol en dirección a las luces.

Sì, sì —respondieron, ya que para entonces habían aprendido sì, sì. A lo cual el hombre las felicitó por su magnífico italiano con un gran chorro de palabras corteses, de las cuales no entendieron ni una; ya que este era Domenico, el competente y vigilante jardinero de San Salvatore, el sostén y soporte de la casa, el ingenioso, dotado, elocuente, atento, inteligente Domenico. Sólo que ellas todavía no lo sabían; y en la oscuridad, y a veces incluso a la luz, tenía sin duda un aspecto muy parecido al de alguien malvado, con sus rasgos afilados y oscuros y sus movimientos rápidos y felinos.

Atravesaron otro trozo de camino llano, con una forma negra parecida a una muralla alta elevándose por encima de ellas a su derecha, y después el camino volvió a ascender bajo enrejados, y ramas trepadoras de cosas olorosas se engancharon en ellas y les sacudieron gotas de lluvia, y la luz del farol parpadeó sobre unas azucenas, y a continuación vino un tramo de escalones antiguos desgastados por los siglos, y después otra verja de hierro, y entonces se encontraron dentro, aunque seguían subiendo por una tortuosa escalera de piedra con muros viejos a ambos lados, como los muros de las mazmorras, y con un techo en bóveda.

Arriba había una puerta de hierro forjado, y a través suyo brillaba un chorro de luz eléctrica.

Ecco —dijo Domenico, subiendo ágil y veloz los últimos peldaños que quedaban y empujando la puerta para abrirla.

Y allí estaban, llegadas; y era San Salvatore; y sus maletas las estaban esperando; y no las habían asesinado.

Muy solemnes, se contemplaron mutuamente los rostros pálidos y los ojos parpadeantes.

Era un momento importante, maravilloso. Aquí estaban, por fin, en su castillo medieval. Sus pies estaban tocando sus piedras.

Mrs. Wilkins rodeó con el brazo el cuello de Mrs. Arbuthnot y la besó.

—La primera cosa que ocurra en esta casa —dijo suave y solemne— será un beso.

—Querida Lotty —dijo Mrs. Arbuthnot.

—Querida Rose —dijo Mrs. Wilkins, con los ojos rebosantes de alegría.

Domenico estaba encantado. Le gustaba ver a damas hermosas besándose. Les hizo un discurso de bienvenida muy elogioso, y ellas permanecieron cogidas del brazo, sujetándose mutuamente, porque estaban muy cansadas, pestañeando sonrientes en su dirección, y sin entender una sola palabra.