IV

Se había dispuesto que Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins, viajando juntas, llegarían a San Salvatore la noche del 31 de marzo —el propietario, que les explicó cómo ir hasta allí, comprendió su poca inclinación a comenzar su estancia en él el 1 de abril—, y Lady Caroline y Mrs. Fisher, que no habían sido presentadas todavía y que por lo tanto no tenían ninguna obligación de aburrirse mutuamente durante el viaje, ya que sólo hacia el final descubrirían quiénes eran a través de un proceso de eliminación, llegarían la mañana del 2 de abril. De esta manera, todo estaría cuidadosamente preparado para las dos que, a pesar de la igualdad del reparto, parecían sin embargo tener algo de huéspedes.

Hacia finales de marzo se produjeron algunos incidentes desagradables, cuando Mrs. Wilkins, con el corazón en la boca y una expresión mezcla de culpa, terror y determinación, le dijo a su marido que había sido invitada a Italia, y él rehusó creerlo. Por supuesto que rehusó creerlo. Nadie había invitado nunca antes a su mujer a Italia. No había precedentes. Exigió pruebas. La única prueba era Mrs. Arbuthnot, y Mrs. Wilkins la había presentado; pero ¡tras qué súplicas, tras qué persuasión apasionada! Porque Mrs. Arbuthnot no había imaginado que tendría que enfrentarse a Mr. Wilkins y decirle cosas que faltaban a la verdad, y esto le hizo darse cuenta de algo que había sospechado durante algún tiempo, que cada vez se estaba alejando más de Dios.

De hecho, todo el mes de marzo estuvo lleno de momentos desagradables y de inquietud. Fue un mes agitado. La conciencia de Mrs. Arbuthnot, que años de contemplaciones habían vuelto hipersensible, no podía conciliar lo que estaba haciendo con sus elevados criterios de lo que estaba bien. No la dejaba en paz. La acosaba durante sus plegarias. Interrumpía sus súplicas de consejo divino con preguntas desconcertantes, tales como «¿No eres una hipócrita? ¿Lo dices en serio? Sinceramente, ¿no te desilusionaría si se te concediera esa plegaria?».

El tiempo húmedo y frío, que se prolongaba, estaba también de parte de su conciencia, al ocasionar entre los pobres muchos más enfermos de lo habitual. Tenían bronquitis; tenían fiebres; sus miserias no tenían límite. Y allí estaba ella marchándose, gastando un dinero precioso en marcharse, simple y llanamente para ser feliz. Una mujer. Una sola mujer feliz, y estas multitudes patéticas…

Era incapaz de mirar al vicario de frente. Él no sabía, nadie sabía, lo que iba a hacer, y desde el principio mismo se sintió incapaz de mirar a nadie de frente. Se excusó de dar discursos solicitando dinero. ¿Cómo podía ponerse de pie y pedir dinero a la gente cuando ella se iba a gastar tanto en su propio placer egoísta? Tampoco la ayudaba o tranquilizaba el hecho de que, al haber llegado a decirle a Frederick, en su deseo de compensar lo que estaba derrochando, que le agradecería si le pudiera dar algún dinero, él le había dado inmediatamente un cheque por valor de 100 libras. No preguntó nada. Ella se ruborizó. Él la miró un momento y después apartó la vista. Era un alivio para Frederick que cogiera algo de dinero. Ella lo donó todo inmediatamente a la organización con la que trabajaba, y se encontró más enredada que nunca en sus dudas.

Mrs. Wilkins, por el contrario, no tenía dudas. Estaba totalmente segura de que tener unas vacaciones era una cosa de lo más apropiada, y que gastarse en ser feliz los ahorros que una había trabajosamente juntado era algo completamente correcto y hermoso.

—Piensa en lo agradable que será cuando volvamos —le dijo a Mrs. Arbuthnot, animando a esa dama pálida.

No, Mrs. Wilkins no tenía dudas, pero tenía miedos; y marzo fue también para ella un mes intranquilo, mientras veía regresar todos los días al inconsciente Mr. Wilkins a su cena y comer su pescado en el silencio de la seguridad supuesta.

Además, las cosas suceden de una forma tan inoportuna. Es realmente asombroso, lo inoportunamente que suceden. Mrs. Wilkins, que tuvo mucho cuidado durante todo este mes de darle a Mellersh sólo la comida que le gustaba, comprándola y revoloteando sobre su preparación con un celo superior al normal, tuvo tanto éxito que Mellersh se sintió satisfecho; definitivamente satisfecho; tan satisfecho que empezó a pensar que quizá, después de todo, se había casado con la esposa apropiada en vez de, como había sospechado con frecuencia, con la equivocada. El resultado fue que el tercer domingo de marzo —Mrs. Wilkins había tomado la temblorosa decisión de que el cuarto domingo, al haber cinco en ese mes de marzo y ser el quinto aquel en el que ella y Mrs. Arbuthnot iban a ponerse en marcha, le contaría a Mellersh lo de su invitación—, el tercer domingo, pues, tras una comida muy bien cocinada en la que el budín de Yorkshire se había deshecho en su boca y la tarta de melocotón había sido tan perfecta que se la había terminado, Mellersh, fumando su cigarro junto al fuego que ardía alegremente mientras ráfagas de granizo golpeaban la ventana, dijo:

—Estoy pensando en llevarte a Italia para Pascua —e hizo una pausa para su arrebato de asombro y agradecimiento.

No se produjo ninguno. El silencio en el cuarto, exceptuando el granizo que golpeaba las ventanas y el vivo crepitar del fuego, era total. Mrs. Wilkins no podía hablar. Se había quedado sin habla. El domingo siguiente era el día en el que había tenido la intención de anunciarle sus planes, y no había preparado siquiera el tipo de palabras con que lo haría.

Mr. Wilkins, que no había estado en el extranjero desde antes de la guerra, y estaba advirtiendo con una repugnancia cada vez mayor, al sucederse las semanas de viento y lluvia, lo peculiar y persistentemente pésimo que era el tiempo, había concebido poco a poco el deseo de alejarse de Inglaterra para Pascua. Le iba muy bien en su negocio. Podía permitirse un viaje. Suiza era inservible en abril. Había algo familiar en la Pascua en Italia. Iría a Italia; y, como provocaría comentarios si no se llevaba a su mujer, tenía que llevársela; además, resultaría útil; una segunda persona siempre era útil en un país cuyo lenguaje no se hablaba para sujetar las cosas, para esperar con el equipaje.

Había esperado una explosión de gratitud y excitación. Su ausencia resultaba increíble. No podía haber oído, decidió. Probablemente estaba absorta en alguna ridícula fantasía. Era lamentable lo infantil que seguía siendo.

Giró la cabeza —sus sillas estaban frente al fuego— y la miró. Estaba contemplando fijamente el fuego, y sin duda era el fuego el motivo de lo encendido de su rostro.

—Estoy pensando —repitió, elevando su voz clara y culta y hablando con acritud, ya que la falta de atención en un momento semejante era deplorable— en llevarte a Italia para Pascua. ¿No me has oído?

Sí, le había oído, y había estado asombrándose ante la extraordinaria coincidencia —realmente extraordinaria—, estaba a punto de decirle que, que la habían invitado, una amiga la había invitado, también en Pascua —la Pascua era en abril ¿no?—, su amiga tenía una… tenía una casa allí.

De hecho, Mrs. Wilkins, empujada por el terror, la culpa y la sorpresa, había estado más incoherente que de costumbre, si eso era posible.

Fue una tarde terrible. Mellersh, profundamente indignado, además de ver cómo lo que había proyectado como un regalo se volvía contra él, la interrogó con la máxima severidad. Exigió que rechazara la invitación. Le exigió que, dado que la había aceptado tan escandalosamente sin consultarle, debería escribir y anular su consentimiento. Al encontrarse enfrentado a un escollo de obstinación insospechado y sorprendente en ella, se negó entonces a creer que de ninguna manera la hubieran invitado a Italia. Rehusó creer en esa Mrs. Arbuthnot, de la cual no había oído hablar nunca hasta ese momento; y sólo cuando la dulce criatura fue traída —con tantas dificultades, con un deseo tan grande por su parte de renunciar a todo antes que decirle a Mr. Wilkins algo distinto a la verdad— y confirmó en persona las afirmaciones de su mujer, fue él capaz de darles crédito. No podía evitar creer a Mrs. Arbuthnot. Esta produjo sobre él el efecto exacto que tenía sobre los empleados del Metro. No necesitó decir prácticamente nada. Pero eso le daba lo mismo a su conciencia, que sabía, y no le dejaba olvidar que le había dado a Mr. Wilkins una impresión incompleta. «¿Ves tú —preguntaba su conciencia— alguna diferencia real entre una impresión incompleta y una mentira completamente expresada? Dios no ve ninguna».

El resto de marzo fue una pesadilla confusa. Tanto Mrs. Arbuthnot como Mrs. Wilkins estaban destrozadas; por mucho que intentaran evitarlo, ambas se sentían extraordinariamente culpables; y cuando la mañana del 30 salieron por fin, no había ningún regocijo en la partida, ninguna sensación de vacaciones.

—Hemos sido demasiado buenas, excesivamente buenas —seguía murmurando Mrs. Wilkins mientras recorrían arriba y abajo el andén de Victoria, al haber llegado allí una hora antes de lo necesario—, y por eso nos sentimos como si estuviéramos haciendo algo malo. Estamos acobardadas, ya no somos seres humanos de verdad. Los seres humanos reales no son nunca tan buenos como lo hemos sido nosotras. Oh —apretó sus delgadas manos—, y pensar que deberíamos ser tan felices ahora, aquí en la misma estación, y no lo somos, ¡y nos lo están echando a perder sencillamente porque nosotras les hemos echado a perder! ¿Qué hemos hecho, qué hemos hecho, me gustaría saber —le preguntó a Mrs. Arbuthnot con indignación—, excepto desear por una vez marcharnos solas y descansar un poco de ellos?

Mrs. Arbuthnot, mientras iba y venía pacientemente, no le preguntó a quién se refería al decir ellos, porque lo sabía. Mrs. Wilkins se refería a sus maridos, persistiendo en su suposición de que Frederick estaba tan indignado como Mellersh por la partida de su mujer, cuando Frederick ni siquiera sabía que su mujer se había ido.

Mrs. Arbuthnot, que no le mencionaba jamás, no había dicho nada de todo esto a Mrs. Wilkins. Frederick la afectaba de un modo tan profundo que no podía hablar de él. Se encontraba en medio de un ataque extra de trabajo para terminar otro de esos horribles libros, y las últimas semanas había estado fuera casi ininterrumpidamente, y estaba fuera cuando se marchó. ¿Por qué tendría que decírselo con antelación? Estaba tan tristemente segura de que él no pondría ninguna objeción a nada de lo que ella hiciera, que se limitó a escribirle una nota y la colocó en la mesa del salón, lista para que la viera si y cuando volviera a casa. Le decía que se iba un mes de vacaciones, ya que necesitaba un descanso y no había tenido uno desde hacía mucho tiempo, y que Gladys, la eficiente doncella, tenía órdenes para ocuparse de su bienestar. No decía a dónde iba; no había ninguna razón para hacerlo; a él no le interesaría, no le importaría.

El día era horrible, borrascoso y húmedo; la travesía fue atroz, y se marearon mucho. Pero, después de haberse mareado mucho, el simple hecho de llegar a Calais y dejar de estar mareadas supuso la felicidad, y fue allí donde el auténtico esplendor de lo que estaban haciendo comenzó por primera vez a calentar sus almas entumecidas. Mrs. Wilkins fue la primera en sentir sus efectos, y desde ella se expandió como una llama de color rosa sobre su pálida compañera. Mellersh en Calais —donde se repusieron con unos lenguados, ya que Mrs. Wilkins deseaba comer un lenguado que Mellersh no estuviera probando—, Mellersh en Calais había empezado ya a disminuir y a parecer menos importante. Ninguno de los mozos franceses le conocía; ni a uno solo de los funcionarios de Calais le importaba Mellersh un comino. En París no hubo tiempo para pensar en él, porque su tren llegó con retraso y cogieron por los pelos el tren para Turín en la Gare de Lyon; y por la tarde del día siguiente, cuando entraron en Italia, Inglaterra, Frederick, Mellersh, el vicario, los pobres, Hampstead, el club, Shoolbred, todas y cada una de las personas y las cosas, toda la dolorida e inflamada monotonía, se habían difuminado hasta adquirir la consistencia de un sueño.