II

Claro que Mrs. Arbuthnot no era desgraciada —¿cómo podría serlo, se preguntaba, si Dios cuidaba de ella?—, pero por el momento lo dejó pasar sin negarlo, debido a su convencimiento de que aquí había un semejante urgentemente necesitado de su ayuda; y esta vez no eran sólo botas y mantas y mejores medidas sanitarias lo que necesitaba, sino la más delicada ayuda de la comprensión, del encontrar las palabras exactas adecuadas.

Las palabras exactas adecuadas, descubrió pronto, tras probar con varias relativas a vivir para los demás, y la plegaria, y la paz que se podía obtener al ponerse sin reservas en las manos de Dios —Mrs. Wilkins tenía, en respuesta a estas palabras, otras palabras, incoherentes y, sin embargo, por lo menos por ahora, hasta tener más tiempo, difíciles de contestar—, las palabras exactas adecuadas eran una sugerencia de que no pasaría nada por contestar el anuncio. Sin compromiso. Simplemente para informarse. Y lo que preocupaba a Mrs. Arbuthnot de esta sugerencia era el hecho de que no la hacía únicamente para confortar a Mrs. Wilkins; la hacía porque ella misma anhelaba extrañamente el castillo medieval.

Esto resultaba muy preocupante. Allí estaba ella, acostumbrada a dirigir, a guiar, a aconsejar, a apoyar —excepto a Frederick; había aprendido hacía mucho a dejar a Frederick para Dios—, siendo conducida, influida y desequilibrada simplemente por un anuncio, por una simple desconocida incoherente. Era realmente preocupante. No conseguía entender su anhelo repentino por algo que, después de todo, era pura autocomplacencia, cuando durante años ningún deseo semejante había penetrado en su corazón.

—No pasa nada por preguntar simplemente —dijo en voz baja, como si el vicario y la Caja de Ahorros y todos los pobres que la esperaban y dependían de ella estuvieran escuchando y condenando.

—No es como si nos comprometiera a algo —dijo Mrs. Wilkins, también en voz baja, pero su voz tembló.

Se levantaron al mismo tiempo —Mrs. Arbuthnot se sintió sorprendida al ver que Mrs. Wilkins era tan alta— y fueron hasta un escritorio, y Mrs. Arbuthnot escribió a Z, Apartado 1000, The Times pidiendo más información. Solicitó todos los detalles, pero en realidad el único que les interesaba era el relativo al alquiler. A ambas les pareció que tenía que ser Mrs. Arbuthnot la que escribiera y llevara a cabo la parte comercial. No sólo estaba acostumbrada a organizar y a ser práctica, sino que también era mayor, y desde luego más tranquila; y ella misma no dudaba que también era más juiciosa. Tampoco Mrs. Wilkins tenía ninguna duda al respecto; la forma misma en que Mrs. Arbuthnot se hacía la raya sugería una gran calma que sólo podía provenir del buen juicio.

Pero aun siendo mayor, más juiciosa y más tranquila, Mrs. Arbuthnot tenía no obstante la impresión de que era su nueva amiga la que empujaba. Era incoherente y, sin embargo, empujaba. Parecía tener, aparte de su necesidad de ayuda, un carácter inquietante. Era curiosamente contagiosa. Le conducía a uno. Y el modo en que su mente inestable se abalanzaba sobre las conclusiones —erróneas, desde luego; por ejemplo la de que ella, Mrs. Arbuthnot, era desgraciada—, la forma en que se abalanzaba sobre las conclusiones era desconcertante.

Sin embargo, independientemente de lo que fuera y de su grado de inestabilidad, Mrs. Arbuthnot se encontró compartiendo su excitación y su anhelo; y, una vez que hubieron echado la carta en el buzón de la entrada, cuando ya realmente no la podían recuperar, tanto ella como Mrs. Wilkins tuvieron la misma sensación de culpabilidad.

—Esto sólo demuestra —dijo Mrs. Wilkins en un susurro, mientras se alejaban del buzón— lo inmaculadamente buenas que hemos sido durante toda la vida. La primera y única vez que hacemos algo de lo que nuestros maridos no están informados nos sentimos culpables.

—Siento no poder decir que he sido inmaculadamente buena —protestó con suavidad Mrs. Arbuthnot, algo incómoda ante este nuevo ejemplo de acierto en sacar conclusiones precipitadas, ya que ella no había dicho ni una palabra sobre su sentimiento de culpa.

—Oh, pero yo estoy segura de que lo ha sido —la veo siendo buena— y esa es la razón de que no sea usted feliz.

«No debería decir cosas así —pensó Mrs. Arbuthnot—. Debo intentar ayudarla para que no lo haga».

En voz alta dijo con gravedad:

—No sé por qué insiste usted en que no soy feliz. Cuando me conozca mejor creo que descubrirá que sí lo soy. Y estoy segura de que no cree realmente que la bondad, si uno la pudiera alcanzar, hace infeliz.

—Sí que lo creo —dijo Mrs. Wilkins—. Nuestra clase de bondad hace infeliz. La hemos conseguido, y somos infelices. Hay bondades desgraciadas y otras felices; la clase que tendremos en el castillo medieval, por ejemplo, es de las felices.

—Es decir, suponiendo que vayamos allí —dijo Mrs. Arbuthnot, sujetando las riendas. Tenía la sensación de que Mrs. Wilkins necesitaba que la contuvieran—. Después de todo, sólo hemos escrito para preguntar. Cualquiera puede hacer eso. Me parece muy probable que encontremos imposibles las condiciones, e incluso si no lo fueran, probablemente mañana ya no desearemos ir.

—Nos veo allí —fue lo que Mrs. Wilkins le respondió.

Todo esto resultaba muy turbador. Mrs. Arbuthnot, mientras chapoteaba poco después a través de las calles empapadas camino de una reunión en la que iba a hablar, se encontraba en un estado mental desacostumbradamente agitado. Se había mostrado, esperaba, muy tranquila frente a Mrs. Wilkins, muy práctica y sensata, ocultando su propia excitación. Pero en realidad estaba extraordinariamente emocionada, y se sentía feliz, y culpable, y asustada, y tenía todos los sentimientos, aunque esto no lo sabía, de una mujer que acaba de salir de una cita secreta con su amante. Ese, en efecto, era el aspecto que tenía cuando llegó tarde a su plataforma; ella, la de mirada franca, parecía casi ocultar algo al caer sus ojos sobre los rostros fijos e inexpresivos que esperaban escuchar cómo intentaba persuadirles para que contribuyeran a mitigar las necesidades urgentes de los pobres de Hampstead, todos ellos convencidos de ser ellos mismos los necesitados de una aportación. Tenía el aspecto de alguien que estuviera ocultando algo vergonzoso, pero delicioso. Desde luego, su habitual expresión transparente de franqueza había desaparecido, y su lugar había sido ocupado por una especie de satisfacción contenida y asustada, que habría llevado a un público más mundano a la convicción inmediata de unas recientes y probablemente apasionadas relaciones sexuales.

Belleza, belleza, belleza…, las palabras seguían resonando en sus oídos mientras, de pie en la plataforma, hablaba de cosas tristes al poco concurrido mitin. No había estado nunca en Italia. ¿Era realmente en eso en lo que se iban a gastar sus ahorros, después de todo? Aunque no podía aprobar el modo en que Mrs. Wilkins estaba introduciendo el concepto de la predestinación en su futuro inmediato, como si no tuviera elección, como si la lucha, o incluso la reflexión, fueran inútiles, sin embargo la afectaba. Los ojos de Mrs. Wilkins habían sido los ojos de una vidente. Algunas personas eran así, Mrs. Arbuthnot lo sabía; y si Mrs. Wilkins la había visto realmente en el castillo medieval, parecía muy probable que luchar contra ello iba a suponer una pérdida de tiempo. De todas maneras, gastar sus ahorros en la autocomplacencia… El origen de esta hucha había sido corrupto, pero ella había imaginado que por lo menos su fin sería encomiable. ¿Iba a desviarlo de su destino proyectado, que era lo único que había parecido justificar su conservación, y gastárselo en proporcionarse placer a sí misma?

Mrs. Arbuthnot habló y habló, tan experimentada en este tipo de discursos que habría podido recitarlo todo dormida, y al final de la reunión, con los ojos deslumbrados por sus visiones secretas, casi ni se dio cuenta de que nadie se había conmovido en ningún sentido, y mucho menos en el de las contribuciones.

Pero el vicario se dio cuenta. El vicario estaba decepcionado. Por regla general, su buena amiga y seguidora Mrs. Arbuthnot tenía más éxito que esto. Y, lo que resultaba aún más raro, observó, no parecía ni siquiera importarle.

—No comprendo —le dijo en tono irritado cuando se separaron, ya que se sentía irritado tanto con el público como con ella— a dónde va a ir a parar la gente. Nada parece conmoverles.

—Quizá necesitan unas vacaciones —sugirió Mrs. Arbuthnot; una respuesta poco satisfactoria, extraña, pensó el vicario.

—¿En febrero? —exclamó con sarcasmo mientras ella se alejaba.

—Oh, no; hasta abril no —respondió Mrs. Arbuthnot por encima del hombro.

«Muy raro —pensó el vicario—. Pero que muy raro». Y volvió a casa y quizá no se comportó con su mujer de un modo demasiado cristiano.

Esa noche, en sus plegarias, Mrs. Arbuthnot pidió consejo. Sentía que en realidad debería pedir, directamente y con franqueza, que alguien hubiera alquilado ya el castillo medieval y así zanjar la cuestión, pero le falló el valor. ¿Y si su plegaria era escuchada? No; no podía pedirlo; no se podía arriesgar. Y después de todo —estuvo a punto de hacérselo notar a Dios— si gastaba su hucha actual en unas vacaciones podía acumular otra muy pronto. Frederick la apremiaba para que cogiera dinero; y sólo significaría, mientras reunía una nueva hucha, que durante un tiempo sus contribuciones a las obras de caridad de la parroquia serían menores. Y entonces sería la corrupción original de la segunda hucha la que se vería purgada por el uso que finalmente se le daría.

Porque Mrs. Arbuthnot, que no tenía dinero propio, se veía obligada a vivir de las ganancias procedentes de las actividades de Frederick, y su propia hucha era el fruto, madurado póstumamente, del antiguo pecado. La forma en que Frederick se ganaba la vida era uno de los motivos permanentes de angustia en su vida. Escribía con regularidad, cada año, biografías inmensamente populares de las amantes de reyes. Existían en la historia muchos reyes que habían tenido amantes, y había todavía más amantes que habían tenido reyes; por lo que había podido publicar un libro de memorias cada año de su vida marital, e incluso así quedaban grandes cúmulos de estas damas esperando que se ocuparan de ellas. Mrs. Arbuthnot era impotente. Le gustara o no, se veía obligada a vivir de las ganancias. En una ocasión, tras el éxito de su biografía de Du Barri, él le regaló un horrible sofá, con unos cojines inflados y un regazo suave y acogedor, y a ella le parecía algo lamentable que allí, en su propia casa, se hiciera alarde de esta reencarnación de una vieja pecadora francesa muerta.

En su sencilla bondad, convencida de que la moralidad constituye la base de la felicidad, el hecho de que ella y Frederick tuvieran que obtener su sustento de la culpa, por mucho que el paso de los siglos la hubiera purgado, era una de las razones secretas de su tristeza. Cuanto más se había propasado la dama retratada, más se leía el libro sobre ella y más espléndido era él con su mujer; y todo lo que él le daba se empleaba, tras aumentar ligeramente su hucha —ya que esperaba y confiaba en que algún día la gente dejaría de desear leer perversidades, y entonces Frederick necesitaría que le mantuvieran— en ayudar a los pobres. La parroquia prosperaba gracias a la falta de recato de, tomando algunos ejemplos al azar, las señoras Du Barri, Montespan, Pompadour, Nino de l’Enclos e incluso de la culta Maintenon. Los pobres eran el filtro a través del cual se pasaba el dinero, para salir purificado, esperaba Mrs. Arbuthnot. No podía hacer nada más. Había intentado hacía mucho tiempo examinar la situación, descubrir el curso exacto que debía tomar, pero la había encontrado, al igual que a Frederick, demasiado difícil, y la había dejado, como había dejado a Frederick, en manos de Dios. Nada de este dinero se gastaba en su casa o su vestuario; esos seguían siendo, exceptuando el sofá grande y suave, austeros. Eran los pobres los que se beneficiaban. La solidez de sus mismas botas se debía a los pecados. Pero qué difícil había sido. Mrs. Arbuthnot, buscando desorientada consejo, había rezado por ello hasta el agotamiento. ¿Debería quizá negarse a tocar el dinero, evitarlo como habría evitado los pecados de los cuales se originaba? Pero entonces, ¿qué pasaría con las botas de la parroquia? Le preguntó al vicario su opinión y, a través de una gran cantidad de palabras delicadas, evasivas y cautas, este finalmente pareció dar la impresión de que estaba a favor de las botas.

Por lo menos había convencido a Frederick, al principio de su próspera y terrible carrera —no la comenzó hasta después de su matrimonio; cuando Mrs. Arbuthnot se casó con él era un intachable funcionario destinado en el Museo Británico—, de que publicara las memorias bajo otro nombre, de forma que ella no se viera marcada públicamente. En Hampstead se leían los libros con regocijo, y se ignoraba por completo que su autor se contaba entre sus habitantes. Frederick era prácticamente un desconocido, incluso de vista, en Hampstead. Nunca asistía a ninguna de sus reuniones. Cualesquiera que fueran sus actividades de esparcimiento, tenían lugar en Londres, pero nunca hablaba de lo que hacía o de a quién veía; a juzgar por los amigos que mencionaba a su mujer, podría no haber tenido ninguno. Sólo el vicario sabía de dónde procedía el dinero para la parroquia, y consideraba una cuestión de honor, le dijo a Mrs. Arbuthnot, no mencionarlo.

Y por lo menos los fantasmas de las damas de vida alegre no frecuentaban su pequeña casa, ya que Frederick realizaba su trabajo lejos del hogar. Tenía dos habitaciones cerca del Museo Británico, que era el escenario de sus exhumaciones, y allí iba cada mañana, y regresaba mucho después de que su mujer se hubiera dormido. A veces no regresaba en absoluto. A veces no le veía durante varios días seguidos. Después aparecía de repente a la hora del desayuno, tras haberse franqueado la entrada con su llave la noche antes, muy jovial y amable y generoso y feliz si ella le permitía darle algo: un hombre bien alimentado, contento con el mundo; un hombre risueño, vigoroso y satisfecho. Y ella siempre se comportaba con dulzura, preocupándose porque su café estuviera como a él le gustaba.

Parecía muy feliz. Por mucho que uno la clasificara, la vida, pensaba ella con frecuencia, seguía siendo un misterio. Había siempre algunas personas a las que resultaba imposible situar. Frederick era una de ellas. No parecía tener ni el más remoto parecido con el Frederick original. No parecía sentir la más mínima necesidad de las cosas que antes solía calificar de importantes y hermosas: el amor, el hogar, la comunión total de los pensamientos, la completa inmersión en los intereses del otro. Tras aquellos dolorosos intentos por retenerle en el punto en el que tan espléndidamente habían comenzado cogidos de la mano, unos intentos que le habían provocado terribles heridas y en los que el Frederick con el que creía haberse casado se había deformado hasta volverse irreconocible, acabó colgándole junto a su lecho como el objeto principal de sus plegarias, y le dejó, exceptuando estas, enteramente en las manos de Dios. Su amor por Frederick había sido tan profundo que lo único que podía hacer ahora por él era rezar. Él ignoraba por completo que nunca salía de casa sin que su bendición le acompañara también, revoloteando, como un ligero eco de su amor concluido, alrededor de esa cabeza antes tan querida. No se atrevía a recordarle como solía ser, como le había parecido ser en esos maravillosos días primeros del noviazgo, del matrimonio. Su hijo había muerto; ella no tenía nada, nada propio sobre lo que volcarse. Los pobres se convirtieron en sus hijos, y Dios en el objeto de su amor. Qué podía haber más feliz que una vida semejante, se preguntaba en ocasiones; pero su rostro, y sobre todo sus ojos, seguían tristes.

«Quizá cuando seamos viejos…, quizá cuando los dos seamos muy viejos…», pensaba a veces con melancolía.