Comenzó en un club de mujeres en Londres una tarde de febrero —un club desagradable y una tarde triste—, cuando Mrs. Wilkins, que había bajado desde Hampstead de compras y había almorzado en su club, cogió The Times de la mesa situada en el salón de fumar, y al recorrer con mirada indiferente la columna de los Anuncios Personales, vio lo siguiente:
Para aquellos que aprecian las Glicinias y el Sol. Se Alquila Pequeño Castillo Medieval Italiano Amueblado durante el mes de Abril. Permanecen los sirvientes necesarios. Z, Apartado 100, The Times.
Así había sido concebido; pero, al igual que en muchos otros casos, el responsable de la concepción no era consciente de ello en aquel momento.
Tan inconsciente era Mrs. Wilkins de que su abril, en lo que se refería a ese año, se acababa de decidir para ella en aquel preciso instante que dejó caer el periódico con un gesto a la vez irritado y resignado, y fue hasta la ventana y se quedó mirando con abatimiento la calle empapada.
No eran para ella los castillos medievales, ni siquiera los especialmente descritos como pequeños. No eran para ella las orillas del Mediterráneo en abril, y la glicinia y el sol. Placeres semejantes sólo le correspondían a los ricos. Y, sin embargo, el anuncio había sido dirigido a las personas que aprecian estas cosas, por lo que, de cualquier manera, también había sido dirigido a ella, ya que ella desde luego las apreciaba; más de lo que nadie sabía; más de lo que ella había nunca manifestado. Pero era pobre. Lo único verdaderamente suyo que poseía en todo el mundo eran noventa libras, ahorradas año tras año, apartadas cuidadosamente, libra a libra, de su presupuesto para ropa. Había reunido trabajosamente esta suma por sugerencia de su marido, como protección y cobijo para los tiempos difíciles. El presupuesto que su padre le asignaba para ropa era de 100 libras al año, por lo que los vestidos de Mrs. Wilkins eran lo que su marido, exhortándola a ahorrar, llamaba modestos y apropiados, y sus amistades entre ellas, cuando llegaban a hablar de ella, lo que sucedía raramente porque era muy insignificante, llamaban una auténtica facha.
Mr. Wilkins, un abogado, alentaba el ahorro, excepto la rama de este que se infiltraba en su comida. A eso no lo llamaba ahorro, lo llamaba mala administración de la casa. Pero para el ahorro que, como la polilla, penetraba entre la ropa de Mrs. Wilkins y la estropeaba, tenía muchas palabras de alabanza. «Nunca se sabe —decía— cuándo llegarán los malos tiempos, y puede que te alegre mucho descubrir que tienes unos ahorros. De hecho puede que nos alegre a los dos».
Mrs. Wilkins, que había permanecido un buen rato muy abatida mirando por la ventana del club a Shaftesbury Avenue —el suyo era un club económico, pero cómodo en relación con Hampstead, donde vivía, y Shoolbred’s, donde hacía sus compras—, con la mente puesta en el Mediterráneo en abril, y la glicinia, y las envidiables oportunidades de los ricos, mientras sus ojos físicos contemplaban la lluvia real y extremadamente fuliginosa y horrible que caía sin cesar sobre los paraguas que se apresuraban y los autobuses que salpicaban, se preguntó de repente si no sería este el mal tiempo para el que Mellersh —Mellersh era Mr. Wilkins— la había animado tantas veces a prepararse, y si salir de un clima así y entrar en el pequeño castillo medieval no sería quizá lo que la Providencia había desde un principio pretendido que hiciera con sus ahorros. Con parte de sus ahorros, desde luego; quizá una parte muy pequeña. Era posible que el castillo, al ser medieval, estuviera también derruido, y sin duda las ruinas serían baratas. No le importaría lo más mínimo que hubiera unas cuantas, porque las ruinas que ya estaban ahí no se pagaban; al contrario, al rebajar el precio que había que pagar, en realidad le estaban pagando a uno. Pero qué absurdo pensar en ello…
Se volvió de la ventana con el mismo gesto, mezcla de irritación y resignación, con que había dejado The Times y cruzó la habitación en dirección a la puerta con la intención de coger su impermeable y su paraguas y pelearse para entrar en uno de los autobuses abarrotados y pasar por Shoolbred’s de camino para casa y comprar unos lenguados para la cena de Mellersh —Mellersh era muy exigente con el pescado y, aparte del salmón, sólo le gustaban los lenguados— cuando advirtió a Mrs. Arbuthnot, una mujer a la que, por haberla visto, sabía que también vivía en Hampstead y pertenecía al club, sentada a la mesa del centro de la habitación en la que se guardaban los periódicos y revistas, absorta, a su vez, en la primera página de The Times.
Mrs. Wilkins no había hablado nunca hasta ese momento con Mrs. Arbuthnot, que pertenecía a uno de los diversos círculos religiosos y analizaba, clasificaba, dividía y registraba a las pobres; en tanto que ella y Mellersh, las escasas ocasiones en que salían, iban a las fiestas de los pintores impresionistas que abundaban en Hampstead. Mellersh tenía una hermana que se había casado con uno de ellos y vivía arriba en el Heath, y debido a esta alianza Mrs. Wilkins se había visto arrastrada a un círculo que le resultaba profundamente antinatural, y había aprendido a temer a los cuadros. Tenía que hacer comentarios sobre ellos, y no sabía qué decir. Solía murmurar «Maravilloso», con la sensación de que no era suficiente. Pero a nadie le importaba. Nadie escuchaba. Nadie le prestaba ninguna atención a Mrs. Wilkins. Era el tipo de persona que pasa inadvertida en las fiestas. Su ropa, infestada de ahorro, la volvía prácticamente invisible; su rostro no resultaba llamativo; su conversación era remisa; ella era tímida. Y si tanto la ropa como el rostro y la conversación de una son insignificantes, pensaba Mrs. Wilkins, que era consciente de sus desventajas, ¿qué queda de una en las fiestas?
Además, siempre estaba con Wilkins, ese hombre bien afeitado y de aspecto elegante que otorgaba a una fiesta, simplemente por el hecho de asistir, un aire noble. Wilkins era muy respetable. Se sabía que sus superiores le tenían en muy alta estima. El círculo de su hermana le admiraba. Pronunciaba juicios convenientemente inteligentes sobre el arte y los artistas. Era conciso; era prudente; nunca decía una palabra de más ni, por otra parte, llegó jamás a decir nunca una palabra de menos. Daba la impresión de que guardaba copias de todo lo que decía; y resultaba tan evidentemente fiable que, con frecuencia, sucedía que la gente que le conocía en estas fiestas comenzaba a sentirse insatisfecha con su abogado y, tras un período de indecisión, se libraba de este y acudía a Wilkins.
Naturalmente Mrs. Wilkins quedaba anulada. «Debería quedarse en casa», decía su hermana, también con una actitud parecida en lo juicioso, lo asimilado y lo definitivo. Pero Wilkins no podía dejar a su mujer en casa. Era un abogado de familia, y todos los de su condición tienen esposas y las exhiben. Con la suya iba entre semana a fiestas, y con la suya iba los domingos a la iglesia. Al ser todavía bastante joven —tenía treinta y nueve años— y ambicionar damas ancianas, que no había conseguido en número suficiente entre su clientela, no se podía permitir perderse la misa, y fue allí donde Mrs. Wilkins trabó conocimiento, aunque nunca de palabra, con Mrs. Arbuthnot.
La veía formando a los niños de los pobres en los bancos. Entraba a la cabeza de la comitiva, procedente de la catequesis, exactamente cinco minutos antes que el coro y encajaba hábilmente a sus niños y niñas en los asientos asignados, y les hacía doblarse sobre sus pequeñas rodillas en la oración preliminar, y levantarse de nuevo en el momento exacto en el que, al tiempo que el órgano se elevaba, se abría la puerta de la sacristía, y aparecían el coro y el clero, rebosantes de las letanías y mandamientos que pronto iban a soltar. Tenía un rostro triste, y sin embargo su eficacia resultaba evidente. La combinación solía dejar perpleja a Mrs. Wilkins, ya que Mellersh le había dicho, los días que sólo había conseguido encontrar acedías, que si uno era eficiente no se deprimiría, y que si uno hace bien su trabajo se convierte automáticamente en una persona animada y activa.
No había animación ni actividad alguna en Mrs. Arbuthnot, aunque sí mucho de automático en su comportamiento con los niños de la catequesis; pero cuando Mrs. Wilkins, al volverse desde la ventana, la descubrió en el club, no se estaba comportando de una forma en absoluto automática, sino que estaba contemplando fijamente un trozo de la primera página de The Times, sujetando inmóvil el periódico, sin mover los ojos. Sólo miraba; y su rostro, como de costumbre, era el rostro de una virgen paciente y desilusionada.
Obedeciendo a un impulso que la asombró incluso mientras lo obedecía, Mrs. Wilkins, la tímida y reacia, en vez de continuar como había tenido la intención, hacia el guardarropa y de allí a Shoolbred’s en busca del pescado de Mellersh, se detuvo en la mesa y se sentó exactamente enfrente de Mrs. Arbuthnot, a la cual no había dirigido hasta ahora la palabra en toda su vida.
Era una de esas mesas de refectorio largas y estrechas, por lo que estaban muy cerca la una de la otra.
Mrs. Arbuthnot, sin embargo, no levantó la vista. Continuó mirando fijamente a un único punto de The Times, con ojos que parecían estar soñando.
Mrs. Wilkins la observó durante un minuto, intentando armarse de valor para dirigirse a ella. Quería preguntarle si había visto el anuncio. No sabía por qué quería preguntarle esto, pero deseaba hacerlo. Qué estupidez no ser capaz de hablarle. Tenía un aspecto tan amable. Tan desgraciado. ¿Por qué dos personas desgraciadas no podían refrescarse mutuamente mientras atravesaban este árido asunto que es la vida con una pequeña charla, una charla real, sencilla, sobre lo que sentían, lo que les hubiera gustado, lo que todavía intentaban esperar? Y no podía evitar pensar que Mrs. Arbuthnot también estaba leyendo ese mismo anuncio. Sus ojos estaban exactamente en esa parte del periódico. ¿También ella se estaba imaginando cómo sería, el color, el aroma, la luz, el suave romper del mar entre las rocas pequeñas y calientes? Color, aroma, luz, mar; en vez de Shaftesbury Avenue y los autobuses mojados, y la sección de pescado en Shoolbred’s y el metro hasta Hampstead, y la cena, y mañana lo mismo y pasado mañana lo mismo y siempre lo mismo…
De repente Mrs. Wilkins se encontró inclinándose hacia el otro lado de la mesa.
—¿Está usted leyendo lo del castillo medieval y la glicinia? —se oyó a sí misma preguntar.
Naturalmente Mrs. Arbuthnot se sorprendió; pero no se sorprendió ni la mitad de lo que Mrs. Wilkins se sorprendió a sí misma por preguntar.
Mrs. Arbuthnot no creía haberse fijado nunca antes en la figura de aspecto lastimoso, desgarbada y desvencijada que estaba sentada frente a ella, con el pequeño rostro lleno de pecas y los grandes ojos grises casi ocultos por completo bajo un aplastado gorro de lluvia, y la contempló durante un momento sin contestar. Estaba leyendo lo del castillo medieval y la glicinia, o más bien lo había leído hacía diez minutos, y desde entonces se había quedado absorta soñando: con la luz, con el color, con el aroma, con el suave romper del mar entre las rocas pequeñas y calientes…
—¿Por qué me pregunta usted eso? —dijo con voz severa, ya que su formación de y por los pobres la había vuelto severa y paciente.
Mrs. Wilkins se sonrojó y adquirió un aspecto sumamente tímido y asustado.
—Oh, sólo porque yo también lo vi, y pensé que quizá… pensé que de alguna manera… —tartamudeó.
Lo cual llevó a Mrs. Arbuthnot, que tenía una mente acostumbrada a incluir a la gente en listas y apartados, a considerar por hábito, mientras contemplaba pensativa a Mrs. Wilkins, bajo qué encabezamiento, suponiendo que la tuviera que clasificar, sería más adecuado colocarla.
—Y la conozco a usted de vista —continuó Mrs. Wilkins, que al igual que todos los tímidos, una vez en marcha se lanzaba, asustándose a sí misma a seguir hablando sin parar por el mero eco de lo último que había dicho en sus oídos—. Cada domingo, la veo cada domingo en la iglesia…
—¿En la iglesia? —repitió Mrs. Arbuthnot.
—Y esto tiene un aspecto tan maravilloso, este anuncio sobre glicinias, y…
Mrs. Wilkins, que debía tener por lo menos treinta años, se interrumpió y se agitó en la silla con los movimientos de una colegiala torpe y violenta.
—Parece tan maravilloso —continuó en una especie de arranque—, y… hace un día tan horrible…
Y después se quedó mirando a Mrs. Arbuthnot con la expresión de un perro encadenado.
«Esta pobrecita —pensó Mrs. Arbuthnot, cuya vida transcurría ayudando y aliviando— necesita consejo».
En consecuencia, se preparó pacientemente para dárselo.
—Si me ve usted en la iglesia —dijo amable y atentamente—, ¿supongo que usted también vive en Hampstead?
—Oh, sí —respondió Mrs. Wilkins. Y repitió, al tiempo que su cabeza, sostenida por el cuello largo y delgado, se inclinaba ligeramente como si el recuerdo de Hampstead la abrumara—. Oh, sí.
—¿Dónde? —preguntó Mrs. Arbuthnot, que cuando alguien necesitaba consejo, naturalmente procedía primero a reunir los hechos.
Pero Mrs. Wilkins, colocando suave y amorosamente su mano sobre la parte de The Times en la que se encontraba el anuncio, como si las meras palabras impresas fueran preciosas, se limitó a decir.
—Quizá por eso esto parece tan maravilloso.
—No, yo creo que eso es maravilloso en cualquier caso —dijo Mrs. Arbuthnot, olvidándose de los hechos y suspirando débilmente.
—¿Entonces lo estaba leyendo?
—Sí —respondió Mrs. Arbuthnot, mientras sus ojos se hacían de nuevo soñadores.
—¿No sería maravilloso? —murmuró Mrs. Wilkins.
—Maravilloso —dijo Mrs. Arbuthnot. Su rostro, que se había iluminado, se volvió a apagar en una expresión paciente—. Muy maravilloso —dijo—. Pero no sirve de nada perder el tiempo pensando en cosas semejantes.
—Oh, claro que sirve —fue la rápida y sorprendente contestación de Mrs. Wilkins; sorprendente porque era tan distinta del resto de su persona: el abrigo y la falda impersonales, el gorro arrugado, el indeciso mechón de pelo despistado—. Y el simple hecho de examinarlas merece la pena por sí mismo —semejante cambio con respecto a Hampstead—, y a veces creo —lo creo de verdad— que si se considera con la suficiente intensidad se consiguen cosas.
Mrs. Arbuthnot la observó pacientemente. ¿En qué categoría la colocaría, suponiendo que tuviera que hacerlo?
—Quizá —dijo, inclinándose un poco hacia delante— me dirá usted su nombre. Si vamos a ser amigas —sonrió con su sonrisa grave—, como espero que lo seamos, deberíamos comenzar por el principio.
—Oh, sí, qué amable por su parte. Soy Mrs. Wilkins —dijo Mrs. Wilkins—. No espero —añadió, sonrojándose, cuando Mrs. Arbuthnot no respondió nada— que le sugiera nada. A veces, tampoco a mí parece sugerirme nada. Pero —miró a su alrededor como buscando ayuda— soy Mrs. Wilkins.
No le gustaba su nombre. Era un nombre mezquino y pequeño, con una especie de rizo frívolo al final que le recordaba a la curva hacia arriba de la cola de un doguillo. Pero ahí estaba. No se podía hacer nada con él. Wilkins era y Wilkins seguiría siendo; y aunque su marido la animaba a que en cualquier ocasión lo diera como Mrs. Mellersh-Wilkins, ella sólo lo hacía cuando él estaba al alcance del oído, ya que pensaba que Mellersh empeoraba el Wilkins, haciéndolo resaltar de la misma manera que el nombre Chatsworth a la entrada de una casa de campo resaltaba la casa.
Cuando su marido sugirió por primera vez que debería añadir el Mellersh, ella se había opuesto por las razones arriba mencionadas, y tras una pausa —Mellersh era tan prudente que nunca hablaba excepto tras una pausa, durante la cual era de suponer que estaba haciendo una esmerada copia mental de su próxima observación—, dijo, muy disgustado:
—Pero yo no soy una casa de campo —y la miró como el que mira esperando, quizá por enésima vez, no haberse casado con una necia.
Desde luego que él no era una casa de campo, le aseguró Mrs. Wilkins; nunca había supuesto que lo fuera; no se le había pasado ni siquiera por la mente el querer decir… sólo estaba pensando…
Cuantas más explicaciones daba, más vehemente se hacía la esperanza de Mellersh, ya conocida para él a estas alturas, puesto que llevaba ya dos años siendo un marido, de no haberse casado por azar con una necia; y tenía una prolongada discusión, si se puede llamar discusión a lo que se conduce con un silencio digno por un lado y sinceras excusas por el otro, sobre si Mrs. Wilkins había pretendido sugerir que Mr. Wilkins era una casa de campo.
«Estoy segura», había pensado ella cuando por fin —tardó un buen rato— se terminó, «de que todo el mundo discutiría por cualquier cosa si no hubieran dejado de estar juntos ni un solo día durante dos años enteros. Lo que ambos necesitamos son unas vacaciones».
—Mi marido —continuó diciéndole Mrs. Wilkins a Mrs. Arbuthnot, intentando arrojar alguna luz sobre sí misma— es abogado. Él… —buscó algo aclaratorio que decir sobre Mellersh, y encontró—: Él es muy apuesto.
—Bueno —dijo Mrs. Arbuthnot amablemente—, eso debe suponer un gran placer para usted.
—¿Por qué? —preguntó Mrs. Wilkins.
—Porque —respondió Mrs. Arbuthnot, algo sorprendida, ya que el trato continuo con los pobres la había acostumbrado a que sus declaraciones se aceptaran sin duda—, porque la belleza, la hermosura, es un don como otro cualquiera, y si se utiliza adecuadamente…
Su voz se fue apagando. Los grandes ojos grises de Mrs. Wilkins estaban clavados en ella, y Mrs. Arbuthnot tuvo de repente la impresión de que quizá se estaba quedando anquilosada en el hábito de una forma de hablar, y en particular de la forma de hablar de las niñeras, por tener un público al que no le quedaba otra opción más que asentir, temeroso —en caso de que lo deseara— de interrumpir, que no sabía, que se encontraba, de hecho, a su merced.
Pero Mrs. Wilkins no estaba escuchando; porque precisamente en ese momento, por absurdo que pareciera, una imagen había cruzado su mente, y en ella había dos personas sentadas juntas bajo una gran glicinia trepadora que se extendía por las ramas de un árbol que no conocía, y eran ella misma y Mrs. Arbuthnot: las podía ver; las podía ver. Y por detrás, inundados por la luz del sol, había unos viejos muros grises, el castillo medieval, podía verlo, estaban allí…
Por lo tanto, miró fijamente a Mrs. Arbuthnot y no escuchó una sola palabra de lo que dijo. Y Mrs. Arbuthnot también miró fijamente a Mrs. Wilkins, interrumpida por la expresión de su rostro, que parecía barrido por la excitación ante lo que veía, y tan luminoso y trémulo bajo sus efectos como el agua a la luz del sol cuando una ráfaga de viento la riza. En este momento, si hubiera estado en una fiesta, Mrs. Wilkins habría sido observada con interés.
Se miraron la una a la otra; Mrs. Arbuthnot sorprendida, curiosa, Mrs. Wilkins con la expresión de alguien que ha tenido una revelación. Desde luego. Así era como se podía hacer. Ella, ella sola, no se lo podía permitir, y no sería capaz, aunque se lo pudiera permitir, de ir allí completamente sola; pero ella y Mrs. Arbuthnot juntas…
Se inclinó sobre la mesa.
—¿Por qué no intentamos conseguirlo? —susurró.
A Mrs. Arbuthnot se le abrieron todavía más los ojos.
—¿Conseguirlo? —repitió.
—Sí —dijo Mrs. Wilkins, todavía como si temiera que alguien la sorprendiera—. No quedarse aquí y decir «Qué maravilloso», y después volver a casa como de costumbre y preparar la cena y el pescado igual que lo hemos estado haciendo durante años y como lo seguiremos haciendo durante años. De hecho —dijo Mrs. Wilkins, enrojeciendo hasta la raíz de los cabellos, ya que el sonido de lo que estaba diciendo, de lo que estaba saliendo a borbotones, la asustaba y, sin embargo, no podía detenerse—, no le veo final. No hay ningún final. Por lo tanto debería haber una pausa, debería haber descansos, en interés de todo el mundo. Vamos, en realidad sería un gesto generoso marcharse y ser feliz durante un tiempo, ya que regresaríamos mucho más agradables. Sabe usted, llega un momento en que todo el mundo necesita unas vacaciones.
—Pero ¿qué quiere decir con conseguirlo? —preguntó Mrs. Arbuthnot.
—Cogerlo —dijo Mrs. Wilkins.
—¿Cogerlo?
—Arrendarlo. Alquilarlo. Tenerlo.
—Pero ¿quiere decir usted y yo?
—Sí. Entre las dos. Compartir. Así sólo costaría la mitad, y usted tiene un aspecto tan… usted tiene aspecto de desearlo tanto como yo, como si necesitara un descanso, que le sucediera algo feliz.
—Vaya, pero no nos conocemos.
—¡Pero imagínese lo bien que nos conoceríamos si nos fuéramos juntas un mes! Y yo he ahorrado para los malos tiempos, y supongo que usted también lo habrá hecho, y este es el mal tiempo, mírelo…
«Está trastornada», pensó Mrs. Arbuthnot; y, sin embargo, se sentía extrañamente excitada.
—Imagínese escaparse un mes entero de todo, al paraíso…
«No debería decir esas cosas —pensó Mrs. Arbuthnot—. El vicario…». Y sin embargo, se sentía extrañamente excitada. Sin duda sería maravilloso tener un descanso, una interrupción.
La costumbre, no obstante, hizo que recuperara la cabeza; y años de trato con los pobres la hicieron decir, con la ligera, aunque amable, superioridad del que explica algo:
—Pero, sabe usted, el paraíso no está en ninguna parte. Está aquí y ahora. Así está escrito.
Adoptó una actitud muy vehemente, al igual que lo hacía cuando intentaba pacientemente ayudar e iluminar a los pobres.
—El cielo está en nosotros —dijo con su voz baja y amable—. Eso es lo que nos dice la más alta de las fuentes. Y usted conocerá las líneas sobre los puntos afines, no…
—Oh sí, las conozco —interrumpió Mrs. Wilkins con impaciencia.
—Los puntos afines del cielo y el hogar —continuó Mrs. Arbuthnot, que estaba acostumbrada a terminar sus frases—. El cielo está en nuestros hogares.
—No lo está —dijo Mrs. Wilkins, sorprendiendo de nuevo…
El comentario desconcertó a Mrs. Arbuthnot. Entonces dijo suavemente:
—Oh, pero sí que lo está. Está allí si nosotros decidimos, si hacemos que sea así.
—Yo decido, yo lo hago, y no está —dijo Mrs. Wilkins.
Entonces Mrs. Arbuthnot permaneció en silencio, porque ella también tenía a veces dudas sobre los hogares. Permaneció sentada contemplando intranquila a Mrs. Wilkins, sintiendo cada vez con más fuerza la necesidad urgente de clasificarla. Tenía la impresión de que le bastaría con poder clasificar a Mrs. Wilkins, incluirla sin que se escapara bajo el encabezamiento adecuado, para recuperar su propio equilibrio, que parecía estar deslizándose de una forma muy extraña todo hacia un lado. Porque también hacía muchos años que ella no tenía unas vacaciones, y el anuncio, cuando lo había visto, la había hecho soñar, y la excitación de Mrs. Wilkins al respecto era contagiosa, y tenía la sensación, mientras escuchaba su charla impetuosa y absurda y contemplaba su rostro iluminado, de que la estaban despertando de un sueño.
Evidentemente, Mrs. Wilkins estaba trastornada, pero Mrs. Arbuthnot se había encontrado antes con desequilibrados —de hecho se pasaba la vida encontrándoselos— y no tenía el más mínimo efecto sobre su propia estabilidad; mientras que esta la hacía sentirse muy insegura, algo así como si alejarse mucho, mucho de sus puntos de referencia, Dios, Esposo, Hogar y Deber —no le parecía que Mrs. Wilkins tuviera la intención de hacer venir también a Mr. Wilkins—, y ser feliz por una vez, fuera no sólo bueno, sino también deseable. Lo que desde luego no era; lo que sin duda no era, desde luego. Ella también tenía unos ahorros, invertidos poco a poco en la Caja Postal de Ahorros, pero suponer que podría llegar a olvidar sus deberes hasta el extremo de sacarlos y gastárselos en ella era evidentemente absurdo. Sin duda no podría, no haría nunca una cosa semejante. Sin duda no olvidaría, no podría olvidar nunca a sus pobres, olvidar la miseria y la enfermedad de una forma tan total. Por supuesto, un viaje a Italia resultaría extraordinariamente delicioso, pero había muchas cosas deliciosas que a una le gustaría hacer, y ¿para qué recibía una la fuerza, sino para ayudarle a una a no hacerlas?
Tan constantes como los puntos de la brújula eran para Mrs. Arbuthnot las cuatro grandes realidades de la vida: Dios, Esposo, Hogar y Deber. Se había acostado sobre estas realidades hacía muchos años, tras un período de gran infelicidad, con la cabeza apoyada sobre ellas como si se tratara de una almohada; y sentía un gran temor a ser despertada de un estado tan simple y libre de preocupaciones. Por eso buscaba con tanto ardor un encabezamiento bajo el que colocar a Mrs. Wilkins, para así iluminar y estabilizar su mente; y sentada allí contemplándola intranquila tras su último comentario, sintiéndose cada vez más trastornada y contagiada, decidió pro tem, como decía el vicario en las reuniones, colocarla bajo el epígrafe Nervios. Era muy posible que tuviera que entrar directamente en la categoría Histeria, que con frecuencia no era más que la antecámara de la Locura, pero Mrs. Arbuthnot había aprendido a no apresurar a la gente hacia sus categorías finales, al haber descubierto consternada en más de una ocasión que se había equivocado; y qué difícil había sido sacarlos de nuevo, y de qué manera la habían abrumado los más terribles remordimientos.
Sí. Nervios. Probablemente no trabajaba de forma regular para otros, pensó Mrs. Arbuthnot; nada que la sacara de sí misma. Evidentemente iba a la deriva: ráfagas, impulsos la arrastraban de aquí para allá. Los nervios eran casi con seguridad su categoría, o lo serían muy pronto si nadie la ayudaba. Pobre pequeña, pensó Mrs. Arbuthnot, recuperando su equilibrio al mismo tiempo que su compasión, e incapaz, a causa de la mesa, de ver la longitud de las piernas de Mrs. Wilkins. Lo único que veía era su pequeño rostro, ardiente y tímido, y sus hombros estrechos, y la expresión de infantil anhelo en su rostro por algo que estaba segura iba a hacerla feliz. No; esas cosas, tan efímeras, no hacían feliz a la gente. Mrs. Arbuthnot había aprendido en su larga vida con Frederick —era su marido, y se había casado con él a los veinte años y ahora tenía treinta y tres— el único lugar en el que se pueden encontrar las alegrías verdaderas. Se encuentran únicamente, ahora lo sabía, en la vida día a día, hora a hora dedicada a los demás; sólo se pueden encontrar —¿no había llevado ella misma sus desengaños y desalientos allí, y había regresado consolada?— a los pies del Señor.
Frederick había sido el tipo de marido cuya mujer se entrega pronto a los pies de Dios. El paso de él hasta ellos había sido corto, aunque doloroso. Retrospectivamente, le parecía corto, pero en realidad le había llevado todo el primer año de su matrimonio, y cada palmo del camino había supuesto un esfuerzo, y cada palmo estaba manchado, le había parecido entonces, con la sangre de su corazón. Todo eso se había acabado ahora. Hacía mucho que había encontrado la paz. Y Frederick, de ser su novio amado con pasión, su joven marido adorado, había pasado a tener sólo a Dios por delante en su lista de deberes y resignaciones. Allí colgaba, el segundo por orden de importancia, algo sin vida desangrado por sus plegarias. Durante años sólo había sido capaz de ser feliz olvidando la felicidad. Quería seguir así. Quería excluir todo lo que le pudiera recordar las cosas bonitas, que pudiera desencadenar de nuevo su anhelo, su deseo…
—Me encantaría que fuéramos amigas —dijo con vehemencia—. Por qué no viene a verme, o me deja que vaya a su casa alguna vez. Siempre que se sienta con deseos de hablar. Le daré mi dirección —buscó en su bolso— y así no se le olvidará. —Y encontró una tarjeta y se la tendió.
Mrs. Wilkins ignoró la tarjeta.
—Es muy curioso —dijo Mrs. Wilkins, igual que si no la hubiera oído—, pero nos veo a las dos —a usted y a mí— en abril en el castillo medieval.
Mrs. Arbuthnot volvió a caer en el desasosiego.
—¿Nos ve usted? —dijo, haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio bajo la mirada visionaria de los brillantes ojos grises—. ¿Nos ve?
—¿No ha visto nunca las cosas antes de que sucedan en una especie de ráfaga? —preguntó Mrs. Wilkins.
—Nunca —dijo Mrs. Arbuthnot.
Intentó sonreír; intentó sonreír con la sonrisa comprensiva, pero a la vez sabia y tolerante con la que estaba acostumbrada a escuchar las opiniones forzosamente parciales e incompletas de los pobres. No lo consiguió. La sonrisa se esfumó temblorosa.
—Sin duda —dijo en voz baja, casi como si temiera que el vicario y la Caja de Ahorros estuvieran escuchando—, sería muy hermoso, muy hermoso…
—Incluso aunque estuviera mal —dijo Mrs. Wilkins—, sólo sería para un mes.
—Eso… —comenzó Mrs. Arbuthnot, sin dudar por un momento que semejante punto de vista resultaba reprobable; pero Mrs. Wilkinson la cortó antes de que pudiera terminar.
—Sea como sea —dijo Mrs. Wilkins, interrumpiéndola—, estoy segura de que no está bien ser buena durante demasiado tiempo, hasta que una se vuelve desgraciada. Y me doy cuenta de que usted ha sido buena durante años y años, porque tiene un aspecto tan infeliz —Mrs. Arbuthnot abrió la boca para protestar—, y yo, yo no he hecho nada más que deberes, cosas para otras personas, desde que era pequeña, y no creo que nadie me quiera ni un poco, ni un poco más por eso, y deseo ardientemente —oh, lo deseo tanto— algo diferente, algo diferente…
¿Iba a ponerse a llorar? Mrs. Arbuthnot se sintió profundamente incómoda y compasiva. Esperaba que no fuera a llorar. Allí no. No en esa habitación hostil, con desconocidos entrando y saliendo.
Pero Mrs. Wilkins, tras tirar agitadamente de un pañuelo que se negaba a salir de su bolsillo, consiguió por fin limitarse al parecer a sonarse la nariz con él, y a continuación, tras parpadear rápidamente una o dos veces, miró a Mrs. Arbuthnot con un aire tembloroso de disculpa, a medio camino entre la humildad y el miedo, y sonrió.
—¿Querrá usted creer —susurró, tratando de calmar su boca, evidentemente avergonzada de sí misma de un modo terrible— que nunca antes en mi vida había hablado así a alguien? No me puedo imaginar, sencillamente no sé lo que me ha pasado.
—Es el anuncio —dijo Mrs. Arbuthnot, asintiendo gravemente con la cabeza.
—Sí —dijo Mrs. Wilkins, dándose furtivamente unos toques en los ojos—, y el que las dos seamos tan… —se sonó de nuevo un poco la nariz— desgraciadas.