Una historia censurable

En Praga me quedaba en el apartamento que Zakina compartía con su amiga Marina y Mirek, un checo muy simpático que hablaba español.

No siempre salía con Zakina, pues ya estaba claro que cada uno iba por su lado.

A lo largo de aquellos años desde que dejé la universidad yo había sufrido una metamorfosis, no tan radical como la que describe Kafka pero una metamorfosis al fin y al cabo.

Yo ya no era el joven inocente que buscaba por encima de todo hacer feliz a sus semejantes. Ahora miraba por mi mismo.

Una noche, de vuelta en el Chapeau Rouge con mi amigo Mario, bebimos mucha cerveza. Yo le contaba mis aventuras por París y las chicas que había conocido en los últimos tiempos. Ya podía presumir. Ya me encontraba a la altura.

Avanzada la noche, sin saber de donde salió, apareció una joven con una corta minifalda y grandes pechos. Sujetaba una correa con un perrillo de compañía.

Sin saber ni cómo ni porqué me encontré besándola. Al acariciar su pierna descubrí con sorpresa que no llevaba bragas.

Inmediatamente se lo dije a Mario, quien se reía sin parar.

Decidí irme con la princesa.

Dejamos el bar y dejamos riendo a mi amigo Mario, a quien no he vuelto a ver desde entonces.

Paseamos con calma cruzando la plaza de la ciudad vieja. El viejo reloj astronómico también nos vio pasar. Las calles de Praga eran testigos una vez más de la magia y el romanticismo.

El aire de la noche y el largo paseo comenzaban a despejar mi cabeza.

Atravesamos el puente de Carlos y decidimos buscar un sitio alejado de la luz de las farolas. Fuimos a la isla de Kampa y allí la gordita y yo caímos sobre la hierba.

Entonces ella empezó, sin quitarse ninguna prenda, a soltarme la ropa.

Yo me dejé hacer como un viejo mareado.

En la oscuridad me deslumbraba su sonrisa de bruja. Siempre escondida de los rayos del sol.

Yo estaba muy borracho y no fue fácil para ella.

Se parecía mucho a aquella primera vez pero no era exactamente lo mismo.

Antes de darme cuenta la tía estaba pegando botes sobre mi pelvis.

Recobré bastante la consciencia cuando me percaté de que algo me estaba lamiendo los genitales. Era el maldito perro atraído por el olor rancio de la situación.

En ese momento temí mucho por mi descendencia y grité con tal fuerza que el perro salió espantado.

Sobre mí pelvis ese esperpento seguía saltando cada vez con más energía sin inmutarse de lo que le sucediese a su perro.

Pero el perro volvió a la carga y esta vez se agarró a mi pierna.

Yo no iba a permitir que el perro me manchase los vaqueros y por ello pegué una patada al aire viendo pasar al animal por encima de nuestras cabezas.

En posesión de plenas facultades mentales conseguí detener al monstruo que se encontraba sobre mí y le dije:

—Fulanita —pues no sé su nombre— está amaneciendo y nos está viendo todo el mundo. ¿Por qué no vamos a tu apartamento?

El camino desde Kampa hasta la parada de tranvía, donde años atrás quisimos robar un Golem, no fue ni la mitad de romántico que el paseo previo.

Corrimos los últimos metros para alcanzar el tranvía, pues los dos estábamos con muchas ganas.

Como un verdadero caballero le permití subir a ella primero arreglándomelas para saltar a la calle en el último momento antes de que se cerrasen las puertas, pues yo estaba con muchas ganas de librarme de ella.

Observé a mi amiga alejándose con cara de no llegar a creérselo mientras yo pensaba para mis adentros: «que cabrón eres, ella también tiene derecho al amor».

Subí caminando lentamente a Hradčany. Me encontraba sucio como un perro callejero.

Llegué a casa en el mismo momento en que las chicas salían hacia el trabajo observándome con asombro, pero no dijeron ni una palabra.

Yo tampoco dije nada. Me metí en la bañera directamente con agua muy caliente y me froté con energía intentando arrancar hasta el último resto de suciedad pero no conseguí limpiarme pues la suciedad se encontraba dentro.