Prosigue la historia interminable

Zakina era una joven que quería ser un perro, y no por ello dejaba de ser atractiva, al contrario, ello le hacía mucho más deseable.

Conocí a Zakina en una taberna de moda de Jindřichův Hradec. Ella me miraba con curiosidad pues era un extranjero en una ciudad de pocas novedades. Yo quería hablar con ella y al final lo hice. Ella me preguntó de donde soy y yo se lo dije. Me dijo que ella se iría a Madrid en menos de un mes.

El mundo es muy grande pero el destino es muy pequeño. Zakina, que más que un perro era un ángel, se iría a trabajar de interna a menos de cien metros de la casa de mis padres.

Le dije: «si alguna vez vuelvo a mi tierra, te iré a buscar».

Y así fue.

Yo ya había quemado todos los cartuchos que quedaban por quemar. Ya no tenía excusa, ahora tocaba empezar a buscar trabajo.

Con 29 años, sin experiencia y con una visión naif de la vida, no me encontraba en la mejor situación para acceder al mundo laboral.

Las entrevistas que me hacían me resultaban absurdas, sobretodo cuando el experto en cuestión proponía ejercicios de personalidad en los que me hacía elegir entre tarjetas de colores para valorar mi capacidad para el trabajo, o me hacían escribir en una hoja lo que a mi se me ocurriese. Entonces yo cogía la pluma y, con una letra muy forzada de cartilla de caligrafía, escribía cosas como: «hoy el cielo está azul, el sol calienta la ciudad».

En general los resultados de estos ejercicios no convencían a la parte contratante.

En una ocasión asistí a una selección de personal que convocaba una empresa petrolera. Dos jóvenes yuppies me empezaron a contar, sin más prolegómenos, que su empresa tenía como objetivo fundamental el cuidado del medioambiente, y que por tal razón su logotipo era de color verde. Yo no entendía a donde querían llegar con todo eso. Cuando terminaron con su absurda presentación me preguntaron si yo tenía algo que decir, a lo que yo respondí que había venido para buscar trabajo. En menos de diez minutos me despacharon.

Volviendo a mi casa con mi traje y corbata de pardillo me preguntaba a mí mismo si yo encajaba en este mundo.

Por suerte tenía a Zakina cerca. Con ella pasaba largas horas hablando en checo, inventando muchas tonterías que creaban complicidad entre nosotros y paseando a su novio, a quien normalmente soltábamos y le dejábamos correr por el parque para que se desfogase e hiciese sus necesidades.

Un día yo le dije a Zakina que echaba de menos los tiempos en que frecuentaba las tabernas en Praga y le propuse celebrar la fiesta de la cerveza.

Nos fuimos juntos al Parador de la Moncloa y nos pedimos un vaso de cerveza de cinco litros y unos panchitos, lo cual compartimos hasta el fondo.

Mientras volvíamos al barrio, con las vejigas cargadas y las ideas distorsionadas, yo me adentré en el parque para liberar la carga y Zakina se adentró más todavía para hacer lo mismo. En ese momento mi instinto se desató y me abalancé sobre ella como un lobo. Creo que a ella mi estilo le impresionó favorablemente.

Yo no tenía ninguna intención de mantener relación alguna con Zakina, pues mi mente estaba todavía anclada en el pasado y ella lo sabía.

Al día siguiente, como todas las tardes, nos volvimos a encontrar. Yo esperaba que ella no se acordase de nada por efecto de la cerveza. Sin embargo en cuanto me vio saltó sobre mí. Tal era su naturaleza canina.

Nuestra amistad fue muy bonita e inocente: éramos buenos amigos.

Yo seguía buscando trabajo. Estaba a punto de cumplir la treintena cuando una agencia de cazadores de cabezas me llamó para una entrevista. En el mismo proceso de selección se encontraba un amigo de la universidad con experiencia y bastante mejor enfocado que yo.

Me explicaron que una empresa estaba queriendo contratar a un ingeniero para hacerse cargo de su delegación en Madrid y que me llamarían para un encuentro con la alta gerencia.

Asistí al encuentro. Era una empresa que hacía trabajos de reparación empleando intrépidos escaladores. De repente empecé a hablar a mi interrogador con entusiasmo de las ventajas competitivas de su sistema, pues así se evitaba el costoso alquiler de toneladas de andamio.

Resulta que el padre de Jitka, un ruso afincado en Praga, había hecho fortuna con una empresa que hacía lo mismo. El conocimiento de dichas técnicas me permitió superar la prueba.

No obstante un par de días después me llamaron de la agencia para agradecer mi participación en el proceso de selección y me aseguraron que me llamarían para cualquier otro proceso en el que mi perfil encajase.

Definitivamente había equivocado mi camino en esta tierra.

Cuando en mi vida he tomado la determinación de cambiar el rumbo siempre he realizado gestos que manifiestan la veracidad de mi decisión. Es como una liturgia, que permite representar con el lenguaje del mundo las verdades del espíritu. En mi juventud habría cogido la caja donde guardaba todas las cartas recibidas y los escritos que contenían mis pensamientos y los volcaba directamente sobre la papelera.

De mayor la liturgia cambió a otro gesto consistente en comprar un libro que me enseñase un nuevo idioma.

Cada lengua es un prisma. Dicen que existen grupos étnicos cuya lengua sólo distingue entre colores calientes y colores fríos, y como consecuencia ellos ven el mundo que les rodea en dos colores.

Este hecho hace que lo que para un alemán, por ejemplo, es una gran verdad, para un chino no es más que un sinsentido.

Para las personas monolingües, afirmar un hecho con rotundidad es un acto de ignorancia. Para los que han aprendido a ver la vida desde diferentes prismas, afirmar un hecho con rotundidad es un acto de arrogancia.

Yo he sido una persona bastante humilde, y hace ya mucho tiempo que dejé de intentar imponer mis verdades a los demás, pero a consecuencia de esto me veo en ocasiones avasallado por aquellos con visión monoprismática. Tal es mi humildad, que llego a sentir admiración por la seguridad que aquellos muestran en su vida.

Sin intención de alargarme en esta meditación tan interesante podría comparar este hecho con nuestros hermanos los delfines.

Nadie puede negar que el cerebro del delfín está más evolucionado que el del ser humano y no obstante el ser humano se siente superior, tal como le muestra el desarrollo tecnológico y material que nuestra especie ha conseguido sobre la superficie de la tierra. Sin ninguna duda dominamos el mundo. Es más, los delfines al vernos se maravillan de lo que hemos montado en el planeta y sienten un gran respeto por el hombre. Pero ¿quién se ha parado a pensar que los delfines no tienen manos? Ellos no necesitan un mundo material el cual te induce al alejamiento del mundo espiritual.

¡Ay, si los delfines fuesen conscientes de la que hemos montado!

Yo de esto sé mucho, pues en mi juventud trabajé en un delfinario. Allí descubrí muchas cosas acerca de los delfines, pero sobretodo descubrí muchas cosas acerca de la arrogancia y estupidez de los humanos.

En una ocasión apareció por el recinto un ingeniero naval hablando con mucha autoridad, el cual tenía intención de hacer una microfotografía a la piel del delfín para reproducirla sobre la superficie del bulbo del velero que habría de representar a España en la Copa América, y así conseguir minimizar la fricción de dicha mole.

¡Menudo estúpido arrogante! No se daba cuenta de que no se puede comparar a un objeto material con un ser vivo.

El delfín en su piel siente los cambios de presión que se generan en el paso del régimen laminar al régimen turbulento, y de forma natural, de la misma forma que a las mujeres se les erizan los pezones con el frío, su dermis amortigua los cambios de presión manteniendo en su contorno el régimen laminar, eliminando con ello prácticamente todo el rozamiento. ¿Es acaso una mole de metal capaz de hacer semejante cosa?

Con razón nunca hemos ganado la Copa América.

En otra ocasión llegó un aventurero de esos de la tele con un vehículo 4x4 que portaba una pala, múltiples bidones, metros de cuerda y demás implementos acordes con su vestimenta, todo ello para moverse por el intrascendente asfalto de Madrid. Venía acompañado de una señorita de silicona y un fotógrafo. A mi este hombre de bigote, a pesar de ser famoso, me parecía «de la cuadra salido» por las cosas que decía. Pero su opinión no era discutida por nadie pues la fama te da licencia para mantener tus afirmaciones con mucha dignidad.

Estas pequeñas experiencias me han ido llevando a perder el respeto por las autoridades civiles, no en cambio por las religiosas, las cuales soportan su enseñanza en la humildad y el temor de Dios.

Para aprender un nuevo idioma que me ayudase a ver la vida de otra forma, me compré un libro de ruso e intenté cambiar de rumbo. Pero no me lo permitieron, porque en seguida me llamaron para decirme que debido a un error me habían comunicado mi descalificación, si bien yo era la persona mejor cualificada de los entrevistados.

En seguida llamé a mi amigo Fernando para preguntarle acerca de su entrevista, a lo cual me respondió que le habían querido contratar pero que en el último momento él rechazó la oferta por entender que no era aquella una empresa para hacer carrera.

Yo me agarré a la oportunidad como a un clavo ardiendo, y el mismo día que cumplía los treinta años comencé a trabajar como ingeniero.

Los primeros meses fueron difíciles para mí. No entendía las funciones de mi puesto. Pero Zakina siempre estaba a mi lado para darme ánimos. Me preparaba un pastel de champiñones y me cuidaba mientras dormía la siesta en su casa liberándome de la tensión.

Zakina era un ángel, pero yo no podía darle lo que ella pedía de mí. Eso me apenaba, pues entendía que yo no podría hacerla feliz, por ello le recomendé viajar a Londres a aprender inglés y así dejar que el tiempo me ayudase a centrarme en mi trabajo y cicatrizar mis heridas.

El mismo día que yo era testigo en la boda de mi amigo Christian, Christian era testigo de mi trágica despedida con Zakina.

Los siguientes meses fueron igualmente difíciles para mí, pero ahora no estaba Zakina a mi lado.

Cuando ella todavía vivía cerca de mi casa le cantaba en broma: «veo tu casa desde mi balcón…» (Aviones plateados-El último de la fila)

Cuando se fue a Londres le cantaba en serio: «siempre suelo querer lo que no tengo, y ahora que no estás aquí me voy consumiendo». (Ídem)

Entonces empecé a esperarla y esperarla hasta que un día la dejé de esperar.

Llegó la navidad y como por arte de magia contacté con mi amigo Johan, aquel que había conocido en el bar Radost. Me dijo que vivía en la ciudad universitaria de Leicester donde había montado un pub estilo años 70 y me proponía pasar el fin de año con él.

De verdad que no me fui a Inglaterra para encontrarme con Zakina.

Disfruté con Johan y sus amigos de una navidad nevada puro estilo inglés. Era muy agradable compartir con mi amigo conversación, partidas de ajedrez y fiesta en su pub: The Athik.

Todo era agradable y conseguía alejar mi mente de Zakina, quien no andaba lejos.

La noche de fin de año llamé a mis padres para desearles lo que todos deseamos en esas fechas y ellos me comunicaron que Zakina había estado intentando contactar conmigo y quería verme. Me dieron su número y yo le llamé.

Me dijo que quería verme, que quería hablar conmigo.

No nos encontraríamos, pues yo ya había reservado vuelo para Alemania. Partiría al día siguiente para ver a una amiga de Berlín que había conocido en Madrid en los últimos meses de servicio militar.

Un profundo desasosiego se apoderó de mí. Ella quería restablecer nuestra relación, pero era yo ahora quien quería terminar con esa historia.

Mi amigo Johan, que es un hombre de recursos, al verme tan triste sacó una botella con un licor verde de alta graduación que se llama absenta y me llevó junto a la estantería donde tenía la cristalería.

Mostrándome un vasito me dijo: esta medida es para gente triste. Seguidamente, mostrándome un vaso mucho más grande me dijo: esta medida es para gente muy triste.

Me lo bebí de un trago y nos fuimos a la fiesta. Sin darme casi cuenta al día siguiente me encontraba volando camino de Berlín.

Me presenté en casa de Anja, pero ella estaba fuera de la ciudad. Tengo la fea costumbre de llegar a los sitios sin previo aviso, de esta forma según la reacción de mi anfitrión detecto si su hospitalidad es sincera.

Como no conocía a nadie en Berlín tomé un tren y sin pensarlo me fui a Praga. Allí me alojé en el hostal barato de siempre.

A los que no conozcáis Praga os recomiendo que os abriguéis y vayáis en invierno.

Por la noche los tejados nevados y las calles vacías dan a la ciudad un aire de su época. Incluso el puente de Carlos, que en verano parece nunca dormir, respira paz y armonía.

Entonces, siguiendo un impulso ancestral, me subí a un autobús y viajé a Litoměřice sin más intención que la de pasear por la ciudad cuyas calles pocos años atrás se habían grabado en mi memoria.

Una vez allí paseé todo el camino hacia la casa de Jitka y llamé a la puerta del edificio donde mi vida vivió una revolución.

Jitki, que así se llaman cuando estaban madre e hija juntas, me recibieron con sorpresa pero con naturalidad e incluso alegría. Me llevaron a jugar al billar, y al día siguiente viajé con la menor a Praga pues ella estaba allí únicamente de paso. Ella ya no conducía su viejo travant que tanto me gustaba.

Esa noche también me ofreció hospedaje y salimos a pasear juntos, quedando con un joven de quien me dijo que era su candidato número uno.

Mientras los candidatos jugaban como tortolitos tirándose bolas de nieve, yo me distanciaba de ellos y observaba a Jitka desde lejos. Sentía un gran cariño hacia ella, pero no podía olvidar el dolor que me había causado.

Una noche más dormí en su casa.

Era el cumpleaños de Jitka y le propuse subir al castillo, pues mi amigo Pablo, español hasta la médula, había organizado una cabalgata de Reyes Magos, arreglándoselas para sacar tres camellos del parque zoológico y montar un espectáculo trepidante.

Jitka, con su pelo rizado color trigo y su abrigo largo, me resultaba tan tierna como el principito.

Saludé brevemente a mis amigos y enseguida nos bajamos a los grandes almacenes Kotva, en la Plaza de la República, pues yo le había pedido a Jitka que me ayudase a comprar un regalo para mi amiga de Berlín.

—¿Cómo es tu amiga? —me preguntó con intención de ayudarme a elegir.

—Se parece a ti —le dije con doble intención.

Utilizando a Jitka como modelo elegimos juntos un colgante de bisutería que sobre su cuello le hacía sumamente hermosa. También compramos unos pendientes a juego.

—Tu amiga tiene mucha suerte —me dijo.

Yo la miré disfrutando con calma de sus ojos color de miel.

Tomamos un café juntos y a continuación le dije: ahora quisiera que me esperases aquí, porque voy a comprarte un regalo por tu cumpleaños.

Subí a la sección de discos y busqué esa música que una vez escuchamos juntos. Le pedí a la dependienta que me ayudase a abrir la caja del CD. Entonces saqué el disco y en su lugar puse la gargantilla, que se adaptaba perfectamente en el interior de la funda. La dependienta, fascinada con una idea tan romántica me ayudó a encontrar una nueva cajita para los pendientes.

Regresé hasta Jitka y le dije:

—Esta música la escuché a menudo durante el tiempo en que te estuve esperando. Quisiera que abras tu regalo mientras escuchas este disco.

Le di ambos presentes y nos despedimos, pues yo había quedado en pasar la tarde con mi amigo Pablo y nuestro grupo de amigos.

Esa fue mi pequeña vendetta, o simplemente mi pequeña lección de amor.

Al día siguiente llamé a Jitka a su trabajo para indicarle donde había dejado la llave de su apartamento tras ir a recoger mi bolsa de viaje.

Ella insistió en vernos. Insistió en que teníamos que hablar de muchas cosas. Yo le respondí con mucha ternura que yo había gastado ya todas mis palabras.

Ese mismo día regresé a Berlín a visitar a Anja.

De Berlín a Londres y de Londres a Madrid.

Inevitablemente en Londres pasé una tarde junto con Zakina hablando de muchas cosas. Me contó que tenía un novio (no me dijo de que raza) que le daba mucha satisfacción y que por él había dejado de escribirme. ¡Pues muy bien, que lo disfrutes hija, que estás en la edad!

Al día siguiente apareció como por sorpresa en Victoria Station donde yo había de coger el tren al aeropuerto.

Yo conocía bien a Zakina y sabía que aparecería.

Me acompañó todo el camino hasta la puerta de embarque, momento hasta el cual seguimos hablando de todo y diciendo tonterías, como en los viejos tiempos.

Volví a España para continuar con mi trabajo y un buen día recibí una postal de Zakina formato gigante, como a ella le gustaba hacer. En ella decía que quería que volviésemos a empezar. La luz regresó a mi vida.

Mantuvimos la correspondencia un tiempo y poco después nos encontramos en París donde me convocaron para una entrevista de trabajo. En esta empresa valoraban mucho mi conocimiento de idiomas y yo valoraba en ellos que mi sueldo era aumentado en un 50%, pues por aquel entonces yo ganaba menos de lo que me pagaban trabajando en la fábrica de Alemania con contrato de estudiante.

El nuevo trabajo prometía una carrera profesional y una especialización en el sector de la prevención de riesgos industriales.

Pasamos un largo fin de semana en París, con alojamiento pagado por la parte contratante, y el mismo lunes de la entrevista me confirmaron que contaban conmigo para formar parte de un equipo de jóvenes ingenieros que ayudarían a limitar las grandes pérdidas consecuencia de los siniestros que se producían en la industria.

Inicialmente me enviarían a Estados Unidos por un periodo de cuatro meses para formarme en la materia. Durante los diez meses siguientes proseguiría mi formación en Francia y España, visitando fábricas junto a un ingeniero experimentado.

Zakina y yo planeamos empezar a vivir juntos. Como yo no estaba dispuesto a pasar por otros siete segundos interminables, acordamos que ella se viniese a América conmigo.

Pero un día llego su carta diciendo que me quería mucho pero que entendía que lo nuestro no podría funcionar pues creía que yo nunca podría dejarla satisfecha. Entonces comprendí que yo padecía un problema sexual de algún tipo.

Pasé a ver a un médico alternativo, de esos que mirándote en la planta del pie conocen lo que te pasa en la cabeza y viceversa.

Le conté mi caso y me dijo que entendía muy bien lo que me pasaba, porque él también había sido víctima de la represión católica.

Me explicó que el mundo está lleno de mujeres.

—Entonces, si Zakina me vuelve a llamar diciendo que ha cambiado de opinión y se quiere venir a vivir conmigo…

—Tu le dices que no. Y si te queda alguna duda aquí tienes mi teléfono para llamarme.

—Gracias.

Y ahora te vas a comprar unos compuestos de homeopatía que te ayudarán a fortalecer los tejidos de tu miembro.

—Gracias de nuevo.

Yo salí de la consulta como aquella vez en que partí de Oropesa con el pubis de Jitka grabado en la retina. Tenía todo un mundo por descubrir.

Ya pronto me incorporaría al nuevo trabajo, siempre habiendo dejado una excelente imagen en mi anterior empresa.

Estaba a punto de partir. Era fin de semana y mis amigos me prepararon una fiesta un día antes de mi cumpleaños. La fiesta también servía de despedida.

De repente recibí una llamada internacional. Era Zakina diciéndome que había cambiado de opinión y que se quería venir a vivir conmigo.

En ese momento yo no podía responderle con el corazón, pues el doctor me había aconsejado contestar con la cabeza.

Le rogué a Zakina que me esperase hasta la noche para obtener mi respuesta.

Intenté llamar al médico desesperadamente, pero él no cogía el teléfono.

Había quedado en llamar a Zakina a las diez de la noche. Eran las nueve y el médico seguía sin coger el teléfono. Estaba claro que sin tener alguien que me diese apoyo a la razón tendría que volver a hacer caso al corazón.

Ya casi a las nueve y media conseguí contactar con el doctor:

—Buenas noches, soy Javier. Resulta que me ha llamado Zakina y me ha dicho que ha cambiado de opinión y se quiere venir a vivir conmigo. ¿Qué hago?

—Dile que no.

—Pero es que mañana me voy a París y…

—Pues que tengas buen viaje y que disfrutes en la ciudad del amor. Buenas noches.

Al día siguiente, el mismo día en que cumplía treinta y un años, comenzaba a trabajar en la compañía de seguros La Mariquita.

Me encontré con Johan, quien había dejado Leicester y se había instalado en París.

Conocí a mis nuevos compañeros: Jean François que hablaba francés, inglés, alemán y chino; Verónica que hablaba inglés, noruego y algo más; Muriel que hablaba francés, inglés y era muy dulce; también estaba Mathew que era inglés y se apellidaba Bond.

Los meses en Estados Unidos fueron muy solitarios, pero una experiencia necesaria no obstante.

Compartí mucho con Jean François, que me había confesado que había conocido a Christelle y se había enamorado locamente de ella. Yo le contaba mi desafortunada relación con Zakina, de la que no podía dejar de pensar ni por un instante.

No puedo decir que me aburrí en aquellos meses. Yo vivía en un apartamento alquilado en la lujosa Avenida Connecticut de Washington D.C. y tenía a mi disposición un Dodge americano que me daba mucha libertad.

Blake, el ingeniero y tutor que me habían asignado, estaba muy contento conmigo y afirmaba que yo era muy responsable. Yo visitaba las fábricas con él y me explicaba toda la filosofía HPR de prevención de riesgos industriales. Después yo redactaba unos informes y estudiaba con interés los interminables capítulos sobre rociadores, sistemas de extinción y demás.

Anécdotas por contar, unas cuantas:

Un día me encontré con Mathew Bond y me dijo que se había sacado la licencia para saltar en paracaídas. El curso consistía en hacer diez saltos con un instructor y después ya te permitían hacer caída libre por libre.

Me fui a Atlantic City, ciudad de Nueva Jersey bien conocida por sus casinos.

Allí realicé mis dos primeros saltos. El chute de adrenalina fue tal, que aún pasada la media noche yo no podía permanecer sentado en un sillón.

El fin de semana siguiente llamé para concertar cuatro saltos más pero me comunicaron que el curso se había cancelado porque el instructor se había partido las piernas en un aterrizaje.

No terminé el curso, pero no me importó. Dios no nos ha hecho para que estemos tirándonos de los aviones.

Otra noche, tomando más de una cerveza con Blake en el bar al que fuimos después de cenar en un restaurante criollo de Richmond, una joven con mucho carácter me golpeó la nariz con un banjo. Ahora llevo la cicatriz con orgullo.

De vuelta en París la vida fue de vértigo. Yo ya había olvidado a todas la checas del mundo y no decía que no a nada por lo que sintiese atracción.

Tal vez los comprimidos homeopáticos que me recetó el doctor me ayudaron a superar el trauma que hacía muchísimos años mi madre, responsable de mi educación, había creado en mí al prohibirme concentrarme en lo más hermoso que había conocido.

En las discusiones de adolescencia, que gracias a Dios ya quedaron muy atrás, mi madre siempre negó haber dicho algo similar. No obstante lo importante no es lo que se le dice al niño sino lo que el niño entiende.

En París había dinero, tiempo y ocasiones para disfrutar del final de la juventud. Lo que antes parecía casi imposible se convirtió en algo muy simple. Las mujeres lo ponían todo de su parte. Me había convertido en algo parecido a un Gigoló.

También tuve ocasión de hacer buenas acciones: Christelle había dejado a mi amigo Jean François por alguna razón de esas que esgrimen las mujeres.

Me invitaron a una fiesta de disfraces. Me vestí de negro, me pinté la cara a juego, me puse un gorro de natación blanco y un pico de pato postizo. Por la calle me confundían con el mismísimo pollito Calimero.

En la fiesta me lo pasé muy bien. El ochenta por ciento de las mujeres iban disfrazadas de gatitas o de panteras, el resto eran cleopatras. Yo contaba mis historias de cómo intentamos robar una vez una estatua de dos metros y medio para ponerla en nuestra habitación. Mi nivel de francés me daba para ello.

En un momento dado, me acerqué a la chica más hermosa de la fiesta, no la conocía de antes, y emulando a mi amigo Emmanuel le dije:

—Me ha dicho Jean François que ya no quieres salir con él, y yo me pregunto: siendo Jean François buen hombre, responsable y guapo, y además está loco por ti, ¿Qué más le estás pidiendo a la vida?

Christelle y Jean François se casaron un año después y ahora forman una bonita familia. Pero eso es otra historia.

Puesto que mi despedida con Zakina fue tan fría, acordé con ella volver a vernos. En las vacaciones de verano me escapé y nos encontramos en su ciudad.

El primer encuentro fue tan natural…

Comentábamos: parece como si no hubiese pasado el tiempo entre nosotros.

Pero inevitablemente los resquemores consecuencia del dolor involuntariamente causado aparecieron en ella de igual forma que yo los sufrí con Jitka.

Se empezó a mostrar distante y orgullosa, como queriendo hacerme ver que ya no era la misma y que si la quería de verdad tendría que ser yo ahora el que aceptase sus condiciones.

Posiblemente yo no la quería tanto. En general el hombre no se enamora de la persona, el hombre se enamora del amor que esa persona representa. Somos tan egoístas que nos entregamos a nuestra visión y no a su realidad.

Un día fuimos de excursión a la «chalupa» que tenía la familia junto al lago. Allí, mientras ella dormía una siesta interminable yo plantaba un árbol con su padre. De esta forma dejé mi semilla en el país que tanto amo.

Zakina y yo asistimos con Kopriva a un concierto del cantaautor Jaromir Nohavica. Sentados juntos la distancia entre nosotros era infinita.

Más tarde me explicó Kopriva las razones de su actuar, pero ya las he olvidado.

Los demás días evité su despecho pues me hacía mucho daño y decidí ir un poco por libre. Tanto es así que Zakina regresó a Praga a trabajar y yo me quedé unos días más con el profesor Amadeus Kopriva.