No quería aceptar el trabajo que me habían ofrecido. Sabía que sería otro túnel interminable que me acabaría sumiendo en la tristeza. No quería irme a un pueblo de la España rural a pelear los precios de la retroexcavadora con un tipo con un puro arrugado en la boca.
Había conocido mucho mundo y la intensidad con la que había vivido mis días desde que acabé mis estudios me abocaban a seguir buscando una vida más plena.
¿Estados Unidos, Alemania?
No, en esos lugares ya está todo el pescado vendido, siempre seré tratado como un vulgar emigrante.
¿Canadá, Australia?
Países donde hay mucho por hacer, pero están tan lejos… Temo no volver nunca a estar junto a mis hermanos.
¿República Checa?
Piénsalo con frialdad. Existen oportunidades y no es un país lejano. ¿No será que quieres volver a ver a alguien?
Juro por todo lo jurable que no me fui a Praga para estar cerca de Jitka. Es más, me propuse a mí mismo no ir siquiera a verla.
Me alejé de los míos con un propósito: NUNCA REGRESARÉ DE PRAGA.
A los dos días de llegar a Praga estaba en casa de Jitka. En sus ojos había sorpresa, y en su actitud desprecio. Le di un número de contacto y esa noche me quedé a dormir en su casa. En la habitación contigua empecé a ser consciente de que me estaba traicionando a mí mismo, así que de madrugada entré en su habitación, cogí en silencio el papel donde había apuntado mi número y desaparecí sin despedirme.
Quería alejarme y perderme para no pensar más en ella.
Decidí ir a Most, ciudad del norte donde vivía Ivana, una mujer joven que regresaba de España con sus hijas. Tenía la determinación de montar una agencia de viajes en su ciudad. Nos habíamos conocido en el autobús y me ofreció hospitalidad en el primer momento que la necesitase.
Ivana era una mujer para agarrarse a ella y no soltarse. Gracias a Dios yo tenía el corazón destrozado y no quise agarrarme a ella.
Despejé mi mente en Most y regresé a Praga.
Bajé del autobús abrigado en una chaqueta tres cuartos de piel marrón y una pequeña bolsa a juego donde llevaba mis pocas cosas.
Con la bolsa por detrás del hombro y con una actitud sosegada volvía a Praga, mientras en la radio sonaba esa de if you’re going to San Francisco. Era perfecto para volver a empezar.
Es cierto que en los pocos meses que viví en Bohemia no pude dejar de pensar en Jitka y también es cierto que hasta mucho después de dejar esa tierra no fui capaz de recostarme con otra mujer, pero en este, mi relato, no gastaré mucho mas tiempo en ella, lo más que se merecía Jitka es que le diesen una lección de amor que no olvidase jamás.
Acabo de decidir no contar las historias que viví en Chequia con gran detalle pues nunca terminaría el libro, pero sí las contaré a grandes rasgos.
En el tiempo en que viví en Praga:
Y mucho más…
Son muchas experiencias en pocos meses.
Cuando vives la vida sin estar atado a la rutina, sin planificar, guiado por la intuición, van surgiendo situaciones, una tras otra, que son verdaderos regalos de la providencia. Cuando crees ser libre por no estar atado a la rutina vives la vida con mucha intensidad pero sin darte apenas cuenta vas perdiendo el norte.
Y es que vivir como un náufrago en el fondo es divertido, pero tiene un alto precio a pagar.
De todas las experiencias que viví en esos días no puedo dejar de contar el gran robo del Golem de Oro:
Aquella mañana Dan se despertó como todas las demás, en silencio sin hablar y meditando el mensaje de sus sueños.
En estos momentos, para él sagrados, no me permitía distraerle con mis preguntas.
Pero aquella mañana fue distinto. Había pasado más de una hora desde que se despertó y Dan seguía en actitud reflexiva.
Yo estudiaba mis cuadernos de checo no muy lejos de él. Entonces me aventuré a preguntar el motivo de su silencio.
—He soñado que el callo que tengo en el pulgar de la mano derecha, el cual utilizo para tocar el chelo, me había desaparecido —y prosiguió—. Entiendo que es una señal inequívoca de que en Praga estoy echando por tierra el fruto de tantos años de trabajo.
A continuación volvió a sumirse en un profundo silencio.
Así pasó todo el día, y yo también pues cuando no tenía que hacer me pasaba horas estudiando con calma, que es como mejor se asimilan las cosas.
Alrededor de las seis de la tarde volví a dirigirle la palabra:
—¿Sabes Dan? La vida tiene esa magia que es capaz de convertir un día gris e insípido en el día más apasionante de tu vida, tan sólo es necesario echarle un poquito de imaginación.
—¿A que te refieres? —me preguntó con curiosidad.
—Pienso que hoy tenemos que hacer algo que no olvidemos jamás.
Y seguidamente empecé a proponerle ideas locas.
Muy pronto también él entró en el juego.
Decíamos cosas absurdas y nos reíamos.
—¿Por qué no subimos al caballo de Wenceslao y nos hacemos una foto?
—¿Y si escalamos la torre Petřín y desplegamos una pancarta pacifista?
—No, mejor hacemos una balsa y cruzamos el río bajo el puente de Carlos mientras saludamos a los turistas desde abajo.
Entonces yo di con la idea definitiva.
—Ya lo sé. Vamos a robar una estatua de esas que hay por la ciudad promocionando el festival de cine.
—Si, vamos a traerla a nuestro apartamento y la colocamos en esa esquina.
Y la iluminamos desde abajo para que parezca más impresionante.
—A las chicas se les caerán las bragas al suelo con sólo verlo.
La susodicha estatua no era más que una mole de poliestireno de dos metros y medio de alto, un metro de hombros y medio metro de pecho. Estaba pintada de dorado. Se encontraban ejemplares repartidos por diferentes puntos de la ciudad para promocionar el primer y último festival Slaty Golem de cine de Praga.
Y ¿Cómo vamos a traer semejante pieza hasta el apartamento?
—Lo envolvemos en un par de sábanas y nos metemos en el metro.
—Si, anda ya. Y nos van a dejar pasar sin preguntar.
—Pues lo traemos en taxi.
—No. Seguro que el taxista se niega a colaborar.
—Pues le pedimos el coche a un amigo.
—¿Tú tienes amigo con coche?
—Yo no, ¿Y tú?
—Yo tampoco.
Un prolongado silencio inundó la habitación.
De repente…
—Ya lo sé —dije—. Ayer cuando paseaba con Abie por Malastrana observé que había uno a la entrada del metro. No tenemos más que tirarlo al río y después lo recogemos en Holesovice. Si lo hacemos de madrugada nadie tendrá porqué vernos.
Extendimos el plano de la ciudad sobre la mesa y le mostré exactamente el sitio. La idea era genial. Ahora sólo hacía falta elaborar el plan perfecto.
—¿Vamos a por ello?
—Vamos.
—Si vamos, vamos en serio. A partir de ahora se acabaron las bromas.
Y nos pusimos a trabajar como auténticos ladrones de guante blanco.
Sobre el mapa medimos la longitud del trayecto fluvial. Medimos la velocidad de la corriente tirando un objeto flotante desde un puente y midiendo el tiempo hasta llegar a un segundo puente.
Yo me puse mi bañador de competición y me colgué las gafas al cuello. Me até una cuerda a la cintura con un garfio en el extremo.
Nos pusimos ropa negra con capucha, unas gafas de sol para no descentrar la atención y salimos hacia el río llevando Dan la boquilla de su Saxo en el bolsillo.
—A la hora estimada tú te sitúas en el otro extremo de este puente, cuando lo veas aparecer por detrás de esos árboles haces sonar tu instrumento y yo salto al agua para encontrarme con él.
—¿Seguro que llegarás?
—Que sí tío. Que yo nado muy bien.
Entonces recorrimos todo el trayecto del río buscando algún punto donde el Golem pudiese atascarse, pero no había ninguno.
Casi llegando a Malastrana vimos que unas escaleras situadas en un sitio muy discreto bajaban hasta el río. Era perfecto, ya no tendríamos que tirarlo desde mitad del puente.
Recorrimos la última manzana y vimos que en la esquina del edificio se encontraba una cámara de seguridad.
—Cuando pasemos por aquí tenemos que alejarnos del radio de acción de la cámara.
Habíamos calculado que soltándolo en el río alrededor de las cuatro de la mañana el Golem estaría en Holesovice al amanecer.
Llegamos a la estación. Eran las once de la noche. Allí estaba el Golem, majestuoso y al mismo tiempo impávido, como esperando a ser despertado.
Frente a la entrada de metro se encontraba una parada de tranvía atiborrada de gente. Nos acercamos y vimos los horarios. A las cuatro y veinte pasaba un convoy en una dirección y tan sólo tres minutos después otro en sentido contrario. Entonces la estación se quedaría tranquila.
Ya estaba todo pensado. Ahora sólo quedaba esperar hasta las cuatro y veinte y actuar.
Nos fuimos a la plaza de Wenceslao y allí nos compramos unas salchichas largas y nos sentamos en el suelo cerca del kiosco para acumular fuerzas.
Junto a nosotros unas turistas de estas que vienen en grupo como recompensa por haber aguantado tantos años la esclavitud del sistema educativo nos miraban como bichos raros por llevar gafas de sol en plena noche.
Yo me subí las gafas presumiendo de ojos azules y les pregunté de qué país eran. Nos dijeron que venían de los Países Bajos.
—Pues nosotros ahora vamos a robar un Golem como ese que ves ahí.
Les conté que teníamos localizado uno junto al río y que lo recogeríamos corriente abajo al amanecer, mientras les enseñaba las gafas de natación que llevaba colgadas del cuello.
Las niñas nos miraban con más extrañeza todavía. Pero era necesario contarlo, de otra manera no tenía gracia.
Las jovencitas siguieron su camino y nosotros seguimos concentrados en nuestra misión.
A las tres y media decidimos empezar a caminar hacia Malastrana.
Llegamos al pequeño callejón donde se encuentra la entrada al metro y para nuestra sorpresa allí se encontraban en el suelo unas personas durmiendo en su saco de dormir. ¿Eran turistas o eran policía secreta?
Yo le dije a Dan: Yo creo que estos son del KGB de aquí que están vigilando el Golem. A lo que él me respondió con mucha seguridad: Anda, no digas tonterías.
De vez en cuando pasaban coches de policía recorriendo la calle en dirección hacia el puente.
La parada del tranvía estaba llena de gente esperando, tal como habíamos previsto.
A las cuatro y veinte minutos de la noche, siempre puntual, pasó el primer tranvía. Tres minutos después pasó el segundo.
Sin importarme lo que pudiesen pensar los del KGB empezamos a empujar el Golem hacia arriba para liberarlo de los tremendos hierros en los que se encontraba clavado.
De vez en cuando parábamos pues pasaba un coche patrulla.
Finalmente, desde la misma altura a la que terminaban lo hierros que lo soportaban, cayó el Golem lastimándose la espalda. El Golem pesaba más de lo que esperábamos y clavando nuestros dedos en el poliestireno cruzamos la calle hasta más allá de las vías, echándonos cuerpo a tierra para ocultarnos detrás de un montículo que había en la hierba del parque.
Descansamos con calma, pues allí ya nadie podía vernos. Dejamos que las pulsaciones alcanzasen un ritmo más tranquilo y seguimos hacia el río.
Al pasar junto a la cámara de seguridad recordé a Dan de su existencia alejándonos al máximo.
Despacito, muy despacito un vehículo con luces azules sobre su carrocería se acercaba hacia nosotros.
Haciendo uso de la telepatía dejamos la mole en el suelo al unísono. Como si con nosotros no fuese la cosa seguimos caminando con la máxima naturalidad que nuestras asustadas mentes permitían pero el vehículo, sin ser escuchados nuestros rezos, se detuvo cortándonos el paso.
—Ahora nos deportan —dijo Dan—. ¿Cómo le explicaré esto a mi madre?
Yo no hablaba porque estaba concentrado en apretar fuertemente las piernas para no mearme.
Dos policías se bajaron del coche y nos hacían gestos señalando al muñeco mientras nos preguntaban.
No entendíamos lo que decían pero sabíamos a que se referían.
Para evitar el interrogatorio repetíamos: «nemluvím cesky».
Finalmente comprendimos que nos estaban pidiendo que lo llevásemos a su sitio.
Nosotros insistíamos en que nos lo habíamos encontrado abandonado, pero decidimos no insistir demasiado por si acaso.
Los policías nos vieron marchar cumpliendo sus órdenes y siguieron su ronda.
Volviendo con el Golem en las manos y la frustración en el cuerpo le dije:
—¿Y si corremos y lo tiramos desde el puente?
Pero Dan dijo que no le apasionaba la idea de pasar la noche entre rejas.
Esta fue la historia del Golem de Oro.
No obstante, a pesar de haber vivido el día más apasionante de su vida, poco tiempo después Dan dejó Praga con muchos deseos de chelo.
Casi al tiempo yo dejaba también nuestro apartamento, que no podía costear solo, y me trasladé al prosaico barrio de Prosek, a sólo una manzana de la Calle del Manzano en donde residía Jitka.
Alquilé una habitación en la casa de mi amigo Pepe Pilas. Le llamaban así porque decían que se tomaba el ácido de las baterías para colocarse. Cuando yo era adolescente le veía en El Molí y me decía a mí mismo: yo no podría tener amigos como este. Pero a lo largo del tiempo que viví en Praga, no sólo me hice amigo suyo, sino que me convertí en su gran admirador: por su forma de relativizar los problemas, por su honestidad, por su saber disfrutar de la vida y por un montón de valores humanos que sólo los que hemos tenido la fortuna de estar cerca de él hemos podido descubrir.
Con Jitka, a pesar de ser vecinos y de no poder quitármela de la mente, nunca tuve el encuentro causal que tanto habría deseado.
Ocurrieron otros encuentros, que más que casuales fueron providenciales, los cuales dejaron profunda huella en mí:
Un día, reencarnado en San Marcos, se presentó Sisebuto a predicarme con su ejemplo.
Sisebuto me hizo comprender que el amor y la sensualidad, por muy nobles sentimientos que puedan parecer, son capaces de atraparte y esclavizarte, al igual que lo hacen el resto de las pasiones mundanas, arrastrándote al sufrimiento más absurdo. Al menor síntoma de caer en esa dulce melancolía, lo mejor es alejarse de ella como si del mismo demonio se tratase.
Sisebuto me fue enviado en el momento que más lo necesitaba y su prédica echó raíces en mí, si bien tardó en dar fruto.
En aquellos días me esforcé mucho por aprender la lengua local, pues ello me abriría las puertas a múltiples oportunidades laborales. Pero igual que no conseguía una pareja que me hiciese olvidar, tampoco conseguía trabajo.
Me faltaba mucha experiencia y eso se notaba. Me presentaba ofreciendo mis servicios, pero no conocía la cultura del país y eso me llevaba a situaciones ridículas.
Recuerdo una vez que volvía en transporte público tras una reunión que yo mismo había forzado. Yo iba vestido con un pantalón marrón y una camisa amarilla. Pretendía vestir casual para mantener un perfil cercano. Me andaba preguntando porqué no había sabido transmitir credibilidad a mis interlocutores. Entonces descubro que al fondo del vagón se encontraba un grupo de personas, todas ellas con la misma vestimenta que yo. Eran los empleados del metro. En ese momento comprendí que había estado intentando vender mi perfil de ingeniero, pero mi cliente solamente estaba viendo a un empleado de la empresa pública metropolitana de Praga.
Acostado en la cama de mi cuarto y mirando al techo recordaba las palabras de Amadeus Kopriva que me decían: «¿Porqué no te haces Gigoló?, tienes buena presencia y eres de agradable conversación. Tan sólo tienes que acompañar a las mujeres a la ópera o al teatro, tomar café con ellas y sonreírles».
Amadeus Kopriva es un hombre eterno, nadie sabe cuando nació y muchos dicen que ha vivido mil vidas. Algunos comentan que no necesita dormir y por ello es conocedor de múltiples lenguas. En su casa no queda ya sitio para guardar los infinitos libros que ha devorado, robando espacio de donde no lo hay. Dicen que con mirar a una persona, el señor Kopriva sabe de qué madera está hecha y yo digo que el señor Kopriva es capaz de saber tu estado de ánimo incluso a miles de millas de distancia.
Kopriva tenía un gabinete de psicología del sexo y me confesó secretos acerca de las checas que si aquí los contase podrían desencadenar una hecatombe de escala mundial.
Kopriva me explicó que a las niñas en Chequia les enseñan en su etapa de Pionirski a escribir cartas de amor, que muy probablemente tienen su origen en las técnicas usadas por los servicios secretos soviéticos, y que ellas usan con mucha naturalidad para conseguir atrapar a hombres buenos.
Yo reflexionaba acerca de la posibilidad de ejercer como Gigoló y me convencía a mí mismo de que ese trabajo era muy noble, pues toda mujer tiene una belleza escondida, y desvelar esa belleza era el mejor halago que a una mujer se le podía ofrecer. Pensaba que un Gigoló sólo puede llegar a ser buen profesional si siente aprecio sincero y admiración por su cliente.
Yo quisiera haber sido Gigoló, pero me preguntaba: ¿para qué entonces has estudiado tantos años? Mi estigma me perseguía.
Poco tiempo después empecé a trabajar de camarero en un restaurante español, pero no se me dio muy bien: mi mente no conseguía concentrarse en el trabajo, pues al parecer tenía más altas aspiraciones.
Un día me contrataron para trabajar en una agencia de viajes, pues yo ya hablaba checo, además de inglés, francés, alemán y por supuesto español (en todas las islas que he habitado, siempre me he esforzado por aprender el idioma de los nativos).
Me pagaban el equivalente a treinta mil pesetas al mes. Iba a triplicar mi sueldo de camarero. Pero la realidad es que en España cualquiera de mis compañeros de universidad estaba ingresando fácilmente diez veces más por ejercer como ingeniero.
Entonces tomé una determinación: me iría a Dresden, ciudad preciosa muy cerca de Chequia, donde trabajaría en el caótico estudio de Arquitectura de una mujer genial.
El viaje desde Praga a Dresden era muy agradable. El tren recorría parajes muy hermosos. Recuerdo unos cortados en la roca de color canela recién pasada la frontera con Alemania, los cuales siempre cautivaban mi atención.
Antes de llegar a Alemania cruzábamos el encuentro entre el río Moldava y el Elba, el cual pasa por debajo de Ustí, donde una vez junto con Jane dejamos las huellas de nuestras manos en el cemento fresco del pavimento.
También me detenía a averiguar porqué el río Elba en checo se llama Labe, y la única explicación que encontraba a este hecho es que en tiempos de Gutenberg a alguien se le desordenó las letras cuando iba a imprimir un libro de geografía local.
En el estudio de arquitectura de Dresden me aceptaron para trabajar gracias a Gabi «ojosverdes», quien tiempo atrás me consiguió un sitio para aprender el uso de un programa de diseño asistido por ordenador. Y gracias a ella empecé a trabajar muchas horas al día y dejé de ser un holgazán. Jamás podré olvidarla.
Trabajaba y trabajaba. Sólo salía de vez en cuando para tomar una cerveza con Sigfredo, un hombre primitivo que también vivía en el estudio.
Yo maldormía en un sillón. Dos años habían pasado desde que terminé mis estudios, siempre arrastrándome de ciudad en ciudad, de país en país, hasta que un buen día de otoño de 1995, después de más de un mes enclaustrado en el estudio de Birgit, reconociendo frente al espejo mi cansada realidad de náufrago, decidí regresar a Madrid.
Partiendo desde Dresden, siempre firme en mis propósitos, nunca regresé de Praga.