Sobre el negro asfalto de la carretera no podía evitar ver el blanco pubis de Jitka, el cual se había gravado con fuerza en mi retina.
Recorrí todo el camino hasta Madrid evitando las insípidas autopistas, pasando por Teruel y después hacia Guadalajara.
Llegué a casa de mis padres, a los que cada vez quería más. Corté las melenas de juventud y me acomodé en el tren que me llevaría al Cuartel de Instrucción de Marinería de El Ferrol.
El periodo de instrucción, hasta el día de la jura, fue como el soplo de una brisa serena: la armonía reinaba en mí, me sentía afortunado en todos los sentidos, toda una vida llena de posibilidades se presentaba ante mí y no había nada que pudiese detenerme.
El Cuartel de Instrucción de Marinería de El Ferrol, en la actualidad convertido en museo, era un capricho para los que sabíamos valorar la belleza de la vida.
Como todo lo tenía a mi favor, también por la noche se me concedió disfrutar de un hermoso espectáculo: de las casi cien literas que contenía el sollado, a mi me fue asignada la que tenía mejores vistas a la bocana de la dársena. Dos fanales verde y rojo centelleaban alternativamente a través de la ventana, que por ser verano permanecía abierta, dejando entrar el suave aroma del mar.
Antes de dormir permanecía apoyando la cabeza sobre mis brazos, extasiado ante la plenitud de la vida.
Desde el primer día, estando en formación frente a la dársena, aparecieron unos delfines que con tranquilidad emergían, pareciendo querer decirme: descuida, estamos contigo.
La instrucción era divertida: todos uniformados parecíamos estar en un campamento de verano en Cambridge. Nos enseñaban himnos que yo cantaba a pleno pulmón y nos daban tiempo libre para pasear por la ciudad con nuestro uniforme blanco y sobrero de Popeye.
Los compañeros aseguraban que en las patatas nos ponían sal de bromuro para evitar las subidas de tensión. Esa sal era el condimento que faltaba para disfrutar de una completa armonía. En la biblioteca del cuartel tome prestado un libro que llenaba mi vida de poesía más aún. Trataba de un poeta y su burrito pequeño, peludo y tan blando por fuera que parecía todo de algodón.
Dentro de mi regimiento muy rápidamente fui destacando entre mis compañeros: era el más alto y el de mayor edad y como para mí todo era un juego, afrontaba los retos que nos ponían con un espíritu sumamente positivo. Cuando se trataba de animar a los compañeros yo era el primero. Si alguien veía decaído, yo le alentaba.
Sólo hubo una persona a la que no supe ayudar, quien me dejó una profunda huella.
Juan Manuel desfilaba a mi lado, era casi tan alto como yo, pero era fuerte como un roble. Su barba recia y sus cejas pobladas escondían una mirada dura. Juan Manuel siempre estaba serio y renegando de todo lo que nos era asignado.
Habían pasado ya tres semanas desde nuestro alistamiento y antes de salir de permiso de fin de semana estuve buscando el momento para hablar con Juan Manuel y descubrir la causa de su pesadez, pero cuando le tuve enfrente no me atreví a hacerlo, impresionado por su rudeza. Juan Manuel nunca regresó de su permiso, pues le encontraron colgado en el establo de su caserío.
Desde aquel día siempre me he dicho a mí mismo que si alguna idea que pueda ayudar a alguien pasa por mi mente, no la dejaré morir. Y a pesar de haber recibido algunos palos como consecuencia de este actuar, sigo y seguiré actuando así, para que Juan Manuel, desde la otra vida, me vea y llegue a comprender la belleza de este mundo.
Por lo demás, yo era el protagonista de mi propia vida: unos días antes de perder a nuestro compañero llegó al cuartel un futbolista asturiano, quien fue recibido como un héroe por haberse roto la nariz jugando al fútbol en Italia.
Como era tan famoso y no le dejaban descansar, pidiéndole continuamente la firma de autógrafos, decidieron esconderle en nuestro sollado durante los periodos de descanso. Mis compañeros se hacían fotos junto a él. En una ocasión me ofrecieron tomarme una foto con la estrella para el recuerdo, pero yo propuse que la estrella nos tomase la foto a nosotros. Tal era mi sentir de plenitud. Nadie llegaba a hacerme sombra.
Pero el periodo de instrucción terminó con la jura de bandera y fue entonces cuando a lo lejos, muy a lo lejos, empezó a dejarse sentir el rugir amenazante de la ola.
No obstante yo no podía imaginar con que fuerza la tempestad habría de abatirse sobre mí.
Llegué a Madrid para incorporarme a mi nuevo destino, encontrando en el buzón una postal que Jitka me había enviado desde Mónaco en su viaje de vuelta a Litoměřice. La postal tan sólo decía: «Wish you were here». Como la canción de Rednex.
Yo, que había creído que Jitka me había liberado de forma gratuita, empezaba a descubrir que se había cobrado mi alma a cambio. Pero no era consciente de hasta que punto estaba atrapado entre sus redes.
De forma inocente y sin más intención que la de hablar con ella, marqué el número que ella me había anotado en la funda de las gafas de sol.
Yo tan sólo estaba esperando encontrar una buena amiga al otro lado de la línea. Más me habría valido que la postal se hubiese extraviado en el camino.
Me dijo que me echaba de menos y que le gustaría volver a verme. Yo le dije que iba a estar solo en Madrid todo el mes de agosto y ella me dijo que vendría, que en una semana estaría conmigo.
Mientras tanto yo seguía cumpliendo con la patria.
En el Cuartel General de la Armada me asignaron para servir en Inteligencia Naval. Sinceramente, no sé que pudieron ver en mí.
Yo contaba los días, y no podía creer que una chiquilla de 19 años fuese a cruzar Europa en autostop sólo por venir a verme.
Para potenciar más aún la fuerza de la ola que se avecinaba mi capitán nos concedió cinco semanas de permiso estival justo el día después de llegar mi invitada.
Todo parecía un sueño. Sin deshacer su equipaje nos fuimos a la playa donde nos habíamos conocido. Fue maravilloso, si bien una semana después me pidió regresar a Madrid.
Recuerdo que fue un verano tórrido. Los termómetros marcaban más de cuarenta grados.
Yo quería enseñarle Madrid: remamos en el Parque del Retiro, paseamos junto a la Puerta de Alcalá, pero poco más, pues la verdad es que no nos entendíamos. Ese fue mi verdadero encuentro con una mujer. Yo creía que con buena voluntad y con mucho amor el entendimiento era posible. Tardé muchos años en aceptar que Dios había creado a la mujer a partir de la costilla de Adán y no de un hueso de su cráneo.
Sin embargo yo permanecía deslumbrado por ella. Tanto es así que un día acordamos dejar España e irnos a Praga, sin importarme violar un par de normas del código militar.
El viaje en autobús duraba veinticuatro horas. Veinticuatro horas junto a ella sin separarnos ni un minuto.
Fueron tres semanas muy bonitas. Ahora yo me dejaba guiar por ella y como consecuencia no existía el desentendimiento.
Dejo a cargo de vuestra imaginación el rellenar estas semanas con paseos por Praga y Litoměřice, café en sitios de moda, conciertos por la noche y ternura hasta el amanecer.
Una noche fresca encontramos un erizo, el cual al ir a cogerlo se hizo una bola. Era muy tierno. Era tierno pero tenía espinas.
Durante esas tres semanas, sin yo saberlo, perdí toda mi fuerza de hombre y me fui convirtiendo en un niño indefenso: Jitka me llevaba de paseo, me daba de comer, hablaba por mí y me cuidaba por la noche.
Llegó el día de mi partida y para que los efectos del tratamiento perdurasen me dijo: «no tenemos porqué despedirnos definitivamente, son sólo siete meses. Después, cuando tú te pongas a trabajar, yo me iré a vivir contigo. Te parecerán como siete segundos».
Me acompañó al autobús. Estaba preciosa llevando una minifalda y unas medias que subían por encima de las rodillas. En la cabeza un bonete y en su boca los labios.
Yo viajaba feliz, resonando en mi mente la música de una canción: seven seconds away, just as long as I stay, I'll be waiting.
Siete segundos que me parecieron siete siglos.
En un principio nos hablamos por teléfono e intercambiamos un par de cartas, pero muy pronto sus cartas empezaron a fallar y al teléfono pocas veces la conseguía localizar. Todos los días, al volver del cuartel miraba en el buzón de la casa de mis padres, donde yo vivía. Yo seguía escribiéndole, poniendo en ello todo mi corazón y simpatía, pero igualmente ella no me correspondía.
¿Por qué se retrasa tu carta? No me seas cruel. No me alejes de tu pasión. ¿Por qué se retrasa? (Canción libia-Mohamed Hasn).
Tan desesperadamente esperaba su carta que, aún hoy en día cuando voy a casa de mis padres, instintivamente miro en el buzón para ver si hay carta para mí.
Entonces empecé a enfermar seriamente por dentro. Cuando estaba a solas lloraba intensamente y mi corazón palpitaba con tal fuerza que parecía que iba a reventar.
Pensé que sucumbiría ante la fuerza de esa ola, que me había encontrado totalmente desarmado y desprevenido.
Para olvidar el dolor y llenar mi tiempo y mi mente decidí apuntarme a un gimnasio.
Como a mí no me gustaban los monótonos ejercicios con peso, empecé a correr en esas máquinas que parecen una línea de proceso industrial.
Yo ponía la máquina al máximo durante casi media hora y los compañeros me decían al verme: «¡Corre Forres, corre!».
Creo que las fuertes palpitaciones que había sufrido a lo largo de las últimas semanas me habían fortalecido el corazón.
Me apunté al Trofeo Almirante, un cross de diez kilómetros que se organizaba para todos los miembros de la Armada, y quedé en tercera posición. En consecuencia decidí seguir apuntándome a carreras populares.
Y así corriendo, fueron pasando los siete siglos de servicio militar, al tiempo que yo volvía a hacerme fuerte y prepararme para una nueva etapa de mi vida que estaba por empezar.