Terminé mis estudios en septiembre de 1993. Cuando salí del hall de la universidad, tras comprobar que había superado con éxito el último examen de la carrera, recorrí veinte pasos y me giré dando un corte de manga al edificio que tanta ciencia encerraba, jurándome a mí mismo no tener que volver a examinarme nunca más.
Como tenía pendiente realizar el servicio militar, tenía tiempo para quemar algunos cartuchos. Pensé en irme a Lanzarote, solicitar un puesto de socorrista en el club alemán, y allí mejorar con los guiris el idioma que había empezado a estudiar meses antes. Por las tardes entrenaría para presentarme al gran triatlón y así llegar a ser un hombre de hierro.
La idea no estaba mal, subiría mi autoestima y con suerte conocería mujeres que me enseñarían el secreto de la vida, que a mis 27 años todavía no conocía.
No obstante mi estigma me dirigió por otro camino: «vete a Alemania donde aprenderás alemán de verdad». La mente racional siempre ha ido dirigiendo mi vida.
Me fui a Hannover, donde se habla lo que se escribe y se escribe lo que se habla. Alquilé una habitación, me compré una bici de esas que llaman «old timer» y una tele en blanco y negro para poder ver un culebrón que alimentase mi oído de Hochdeutsche. El culebrón se llamaba Das Recht zu lieben, y yo me decía a mí mismo: «yo también tengo derecho a amar».
Como soy un gran portero de waterpolo comencé a entrenar con Waspo-Hannover, campeones de liga, pero al ser ellos gente entregada a renovar el título decidí cambiarme a otro equipo: Waser-Freunde. Este equipo se entregaba a renovar su amistad en las cervecerías después del entrenamiento, lo que me resultó más fresco.
Salía con ellos de vez en cuando y les contaba acerca de mi intención de poner en marcha mi vida, aprender el idioma y tirar pa’lante. Mis compañeros me escuchaban amistosamente y me alentaban diciendo que pronto encontraría mi camino.
No recuerdo muy bien el contexto, pero recuerdo que una vez tras explicar al entrenador los planes que yo tenía para los próximos meses, éste me dijo: ¡Estás hablando como un viejo! Tantas veces había sentido dentro de mí esa sensación. En realidad uno no es viejo por tener muchos años, se es viejo por no tener ilusión.
A pesar de esa tristeza infinita, mi vida era relativamente armoniosa: buscar trabajo, comer en la universidad, estudiar alemán, y entrenar para estar en forma.
¿Qué puedo contar de esos tiempos? Un invierno frío, blanco y triste.
Busqué muchos trabajos pero rechacé todos los que no me rechazaron a mi: unos porque no me permitían aprender alemán, otros porque mi titulación era inadecuada, otros porque estaban lejos de mi área de influencia.
Puedo recordar perfectamente cientos de detalles de aquellos días: personas, canciones, situaciones y momentos. Eran aquellos los tiempos en que todavía existía la esperanza. Pero la esperanza siempre estaba bañada de tristeza, porque no llegaba aquello que tantos años había estado esperando.
Finalmente, me ofrecieron un trabajo en prácticas como ingeniero en Berlín. Lo pensé mucho, y en contra de lo esperado decidí volver a mi tierra. Era Navidad, había gastado muchas energías aprendiendo el idioma y haciéndome un sitio en una nueva ciudad, para ahora tener que volver a empezar de nuevo en Berlín.
Soy luchador, pero me faltaba ya la fuerza. Decidí volver a mi Madrid natal con la esperanza de haber purgado todas mis frustraciones.
Pasé las navidades con mis padres y hermanos, todos solteros por entonces. No me apetecía hablar mucho, y cuando me preguntaban contaba lo justo para no parecer huraño. Pasé muchos momentos solo, y no recuerdo haber contactado con muchos amigos durante esos días de vacaciones. Pero lo peor era que, al contrario de lo que yo había esperado, en lugar de encontrar la paz del hogar y la reconciliación con mi pasado, en mi interior seguía creciendo un sentimiento de rechazo a todo lo que me rodeaba. Esa inexplicable frustración me llevó a tomar dos determinaciones: la primera fue comprar un juego de mesa para regalar a mi familia la noche de navidad, de esa forma, en lugar de enfrentarme a una sobremesa cordial y dialogante, la cual no habría sabido superar con éxito, jugaríamos al pictionary, cambiando palabras por garabatos y bocetos.
La segunda idea que me vino a la cabeza fue coger mi moto, cargar unas pocas cosas y marcharme a Requena. Allí pediría asilo en el monasterio budista Luz Serena.
Estaba determinado a hacerlo, y cuando a mí se me mete una idea en la cabeza, Dios sabe que la persigo con fuerza hasta conseguirla, a no ser que se cruce un ángel por mi camino que me reconduzca hasta el redil.
Ahora recuerdo, mis amigos me insistieron en apuntarme con ellos a una semana en la nieve en la estación invernal de Pra Loup, en los Alpes franceses. Pero yo, al no tener dinero me las arreglé para quedar en Valencia con un joven amigo que había alquilado un apartamento, de tal forma que él me llevaría hasta las montañas y después me introduciría en su apartamento de polizón.
La idea no era mala, me saldría bastante barato pasar unos días alejado de la realidad con mis amigos. Pero cuando hice cuentas me percaté de que ni siquiera tenía recursos para ese poco.
El mismo día 1 de enero, el día que habíamos de partir, llamé a mis amigos para informarles de que no iría con ellos al viaje, y ellos me pidieron al menos ir a despedirles al autobús. Sucedió que el autobús sufrió un retraso, y de repente el organizador del viaje me dijo: «una plaza ya pagada se ha quedado libre, si quieres te vienes gratis». En menos de diez minutos recogí mi equipaje, que estaba preparado para ir a Valencia, y me encontré viajando alegremente sin merecerlo.
Una burbuja. Una semana con mis amigos, con los que me entiendo, con quienes me aprecian. Que bonitas son las estaciones invernales, y que bonitas son las chicas con sus gorros y guantes de lana, el rubor que en sus mejillas provoca el frío y su coqueteo juguetón.
Pero volví a la realidad sin alejar de mis pensamientos la idea de escapar a un monasterio donde dejar atrás mi pasado y borrar mi estigma.
Mis padres, que son buenos, viéndome triste y sin dinero, me propusieron que fuese al chabolarium, un almacén de campo recién construido en una propiedad que habíamos adquirido en La Alcarria, y que pintase las paredes. Por ello me darían 25.000 pesetas.
Los padres lo queremos todo para los hijos, y los hijos les complacemos queriéndolo todo para nosotros.
Yo, para no romper con este principio natural, me dije a mí mismo «Bien, así tendré dinero para irme al monasterio budista», no sin antes acercarme a ver a un viejo amigo, alguien que sin necesitar muchas explicaciones me conocía bien y me entendía en lo verdaderamente importante.
Su nombre es Juan Carlos, el capellán de la universidad. Le conté mis planes sin ningún tipo de vergüenza, y en ese momento me dio uno de los consejos más valiosos de mi vida:
«Me parece bien —dijo—, pero sólo te pido que si verdaderamente vas a tomar esa decisión, lo hagas por ti mismo. No tintes tus inquietudes de morbo. No recrimines a tus padres por nada de lo que tú no estás satisfecho, para después irte sin dar más explicaciones».
Soy consciente de que para llegar a hablar con tanta sabiduría es necesario haber desterrado de uno mismo todo el egoísmo. Soy también consciente de que aún hoy, a pesar de haber cambiado mucho y mejorado en muchos sentidos, todavía estoy lejos de alcanzar esa sabiduría.
Estoy convencido de que estas palabras de Juan Carlos, supusieron el principio de un camino de reconciliación que, sin yo buscarlo intencionadamente, fue reconduciendo mi vida hasta llegar a alcanzar un profundo sentir de agradecimiento hacia mis progenitores. Ahora sé que hasta el último día de mi vida estaré en deuda con mis padres, quienes lo han dado todo por mí.
No obstante yo seguí mi camino hacia el monasterio y la liberación.
Días después me levanté sin prisa, reuní algo de ropa para protegerme del frío invierno y alimento para subsistir en esta nueva isla en medio de La Alcarria, la cual me daría la oportunidad de embarcarme hacia un viaje mayor.
Salí de casa de mis padres después del mediodía en un vehículo viejo, de esos que en las familias acomodadas siempre sobran. Por el camino compré muchos kilos de pintura blanca y utensilios para aplicarla. Llegué ya al atardecer, descargué, me acomodé de forma sencilla y en seguida anocheció.
No había pasado ni una hora desde mi llegada al chabolarium cuando apareció un perrillo sin raza, moviendo el rabo con alegría y revolcándose a mis pies con sumisión.
—¡Hola golfo! —le dije en cuanto le vi.
En lugar de seguir organizando los materiales para el día siguiente, decidí improvisar una casita con cuatro maderas que había en el suelo.
Golfo era un perro silvestre, tan silvestre que cuando veía su propia imagen en el espejo se ponía a gruñir para defenderse del espectro que encontraba frente a él. Era silvestre y era puro de pensamiento y obra.
A veces pienso que Golfo ha sido el mejor amigo que jamás he tenido.
Amaneció, y a través del gran ventanal de la caravana, mientras desayunaba un humilde pan con aceite, me sorprendía la belleza de un sol que entraba con fuerza para calentar mi triste corazón. El atardecer del día previo no había sido menos hermoso.
Aquellas escenas calmaban mi espíritu y me llenaban de una sobria alegría.
Había encontrado un remanso de paz en medio de este turbulento mundo. Y no sólo contaba con la compañía de Golfo, también tuve la fortuna de coincidir con mi vecino Pepe, un herrero que para amortiguar el efecto del desempleo había montado un taller furtivo en el garaje.
¡Qué tío era Pepe! Siempre rebosante de alegría pese a los serios problemas por los que atravesaba.
Pepe me invitaba a cenar revuelto de habas de su propia cosecha. Me ofrecía vino, y agradable conversación de pueblo junto al fuego. También me ofreció una salamandra, que no es un reptil, sino un bidón con chimenea donde se hace fuego para calentarse uno. Me ofreció consejo sabio y muchas otras cosas que nunca olvidaré.
Podréis fácilmente comprender que cuando terminé de pintar el garaje quise construir un jardín, y un pequeño huerto, y un contenedor para hacer compost.
Y con estas y otras muchas ideas se fue desvaneciendo de mí la otra de convertirme en monje budista.
Mientras trabajaba en el jardín escuchaba cintas de alemán, pues no había conseguido extirpar mi ansia de superación, pero ello no restaba ni un ápice de armonía a mis días. Como consecuencia de ello comenzó a rondar en mi cabeza la idea de volver a Alemania.
Entonces un buen día extendí sobre la mesa un mapa de Europa, y sobre el territorio alemán comencé a trazar cruces en las ciudades donde tenía algún conocido.
Este era mi plan: equipar mi vieja moto de campo para un largo viaje y partir hacia Alemania. En cada ciudad donde parase a visitar a un conocido me ofrecería como invitado para pasar una semana en la ciudad. Buscaría trabajo. Si lo encontraba buscaría un alojamiento económico y me quedaría. Si no lo encontraba seguiría hacia el siguiente destino, y así a lo tonto habría pasado en Alemania el tiempo necesario para practicar la lengua hasta que llegase el momento de incorporarme al servicio militar, minimizando de esta forma los costes de inversión del proyecto.
Había vivido casi tres meses en el chabolarium, y un buen día no tuve más remedio que sentarme a hablar seriamente con Golfo. No podía seguir ocultándole por más tiempo mis planes, y aunque era consciente de que aquello haría sufrir a mi amigo, preferí explicárselo bien, pese al riesgo de que él nunca llegase a comprenderlo.
Creo que la semana santa se metió entre medias. Me fui a la playa con mi familia. Allí yo tenía mi pequeño fuero de libertad. Me despertaba, cogía la toalla y desaparecía hasta la noche sin más explicación. Exactamente lo mismo que hace mi hijo Antonio en la actualidad.
De vuelta en Madrid, equipé mi moto y a mí mismo para sobrevivir a ese largo viaje: corona y cadena de transmisión nueva, unas bolsas con alforjas improvisadas, una bolsita de herramientas y un saco de dormir. Para mí conseguí una chaqueta de cuero barato y unos pantalones vaqueros. Bajo esta ropa me protegí con un conjunto de esquiar color naranja fosforito y contra la lluvia con unas botas de agua.
Así partí, con poca inversión y sin grandes despedidas. Tan sólo al salir me encontré con mi vecino Rafael, quien alabó mi intrepidez.
El viaje fue una verdadera aventura: kilómetros y kilómetros parando sólo para repostar. Vientos huracanados en Francia, monotonía en Italia, lluvias en Austria y nieves en Alemania.
Para dormir utilicé contactos: en Marsella una joven doncella que habíamos conocido en aquel viaje a Los Alpes me dio hospedaje, en Milán una congregación de religiosos y en Múnich el hermano de un compañero de waterpolo fue quien me acogió.
Ya nada más llegar a la frontera con Francia tuve que arreglar una avería, pues había tensado demasiado la cadena de transmisión. Pero lo verdaderamente tenso fue atravesar Baviera por la noche con la nieve obturando el filtro del aire y luchando para que la vieja moto no me dejase desamparado en medio de esa desolación invernal. La situación era extrema: mientras un dedo de la mano izquierda hacía de limpiaparabrisas sobre la pantalla de mi casco, mi concentración estaba puesta en el motor que, al mínimo indicio de ahogarse, me obligaba a reducir una marcha y acelerar fuertemente.
Forzando así la máquina me acerqué desesperadamente a Múnich. En el momento que superaba una señal que me indicaba 13 km hasta Múnich, la moto no aguantó más. Como Dios es bondadoso, en ese mismo punto se encontraba una salida a la vía de servicio con una gasolinera a poquísima distancia. La inercia me hizo llegar a cubierto. Desde ahí el resto consistió en recurrir sin complejos al contacto que me entregó el compañero de waterpolo, de quien quiero dejar constancia en este relato para orgullo de su descendencia. Su nombre es Alexander Angebrant.
Dejé la ropa a secar, mantuvimos una breve conversación durante la cena y pronto me quedé dormido.
Al día siguiente partí hacia Ulm, donde me esperaba mi amigo Christian.
Christian siempre ha sido un buen amigo para mí. Él guarda hacia mí un aprecio desinteresado. Siempre que ha podido me ha ayudado y yo he intentado compensarle compartiendo el poso de sabiduría que la vida ha ido dejando en mí. Fue él quien conoció a la doncella de Marsella que me acogió en su casa.
Nuestro primer encuentro fue casual, como una carambola a tres bandas realizada por un niño de seis años. Nuestra amistad se ha ido reforzando gracias a múltiples coincidencias. Si Christian no hubiese pasado por mi vida, tened por seguro que yo ahora no sería el mismo, si bien mi amistad con Christian es objeto de otro libro que nunca llegaré a escribir.
Pasé un par de semanas en su casa, y un buen día Christian volvió del trabajo informándome de que me había conseguido un contrato de estudiante para trabajar en la fábrica de su empresa cortando tablero para los encofrados que manufacturaban.
Ese fue mi primer contacto con el mundo de los encofrados, sin yo saber que más de la mitad de mi vida profesional la dedicaría a este negocio.
Para quien no lo sepa, los encofrados son los moldes que se emplean para dar forma al hormigón.
Quien me lo iba a decir: yo, que me he pasado toda la vida rompiendo moldes, acabo dedicado a venderlos.
Por aquel entonces conocí a una joven muy simpática con la que quedaba para merendar en el Café Viena. Juraría que ella quería algo de mí, pero como yo en aquellos tiempos actuaba como un oso panda, confundiendo el sexo con la amistad, no llegué a resolver el enigma que tanto me intrigaba.
Muchas cosas podría contar de aquellos días en que trabajé como operario en Alemania: los paseos junto al Danubio, la lectura de Herman Hesse en su lengua original, las tardes de conversación en casa de Frau Hartmann, quien me había alquilado una hermosa buhardilla…
Muchas cosas podría contar de los dos meses que pasé en Ulm, pero no lo haré, pues quiero que lleguéis al final de esta historia sin decaer.
Un día regresé hacia España, pero paseé por varias ciudades antes de llegar a mi tierra: un día en Stuttgart, otro en Bruselas, un paseo por Brujas para llegar a Caleis donde se toma un ferry a Dover, una semana en Londres y unos días en París. Siempre de casa en casa, de amigo en amigo.
Desde París, para bajar a España, sólo tenía que dirigirme hacia el sur.
Salí temprano. Quería pasar por Burdeos y llegar a Irún, pero me equivoqué y pasé por Lyon llegando a la Junquera, junto a la costa del mediterráneo. Yo soy hombre de principios, y entre ellos tengo dos que siempre he respetado: el primero es viajar sin planos para que el instinto me guíe, el segundo es no hacer fotos para que las imágenes se guarden en mi mente de la forma más pura.
Como consecuencia de la aplicación del primer principio cambié mi destino, decidiendo pasar unos días en la playa en lugar de volver a Madrid. Faltaba toda una semana para incorporarme al servicio militar y por ello decidí apurar los cartuchos.
Los últimos kilómetros de la etapa fueron terribles: en plena noche, agotado tras 15 horas de conducción, se me fundieron las luces cortas viéndome forzado a conducir con luces largas. Pero es que poco después se fundieron también las largas.
Amanecí tirado en una playa, casi sin saber como había llegado hasta allí.
De allí hasta Oropesa fue un paseo.