Olivia era una guitarra batallera que me dio alegría en los años de depresión. Cuando regresaba de la universidad la agarraba y juntos pasábamos la tarde. Tranquilos podíamos respirar.
De la misma forma, después de vivir en España los duros años de depresión, en Libia he encontrado el lugar acogedor donde arroparme de la crudeza de la vida. Miles de kilómetros de playa alegran mi vista. Miles de horas de sol calientan mi corazón.
Muchos me han preguntado: ¿Por qué dejas la tierra de tus padres para marchar a una tierra extraña? Yo les digo que no lo sé. Tal vez solo se trate de un naufragio más.
A Libia he llegado con perfil bajo y corazón sincero, y así he sido acogido por sus gentes. Me han abierto sus puertas y yo he querido entrar. Me quieren porque yo les quiero.
He vuelto a alquilar una vez más una habitación, y vivo de forma sencilla alimentándome de dátiles y paquetes de noodles.
No necesito más. En la vida hay oferta para todo, pero yo soy feliz con muy poco. Cuando la gente me pregunta qué música escucho yo respondo Say it ain’t so de Murray Head y Almost perfect de Victor Delaire. Son sólo dos canciones, pero son buenas. Para que necesito más.
He conocido a Ibrahim, un joven de 24 años que tiene una tienda de comestibles debajo de mi casa. Algunos días nos quedamos hablando en su tienda y me presenta a los vecinos del barrio.
Ibrahim quiere arreglar su casa para poder casarse con la mujer que ama. Él me cuenta sus planes y yo le escucho con atención, pues es una persona llena de sabiduría.
—Cuando tenga hijos les educaré desde muy pequeños en el temor de Dios y les enseñaré a respetarse a sí mismos. Es muy importante respetarse a uno mismo.
—¿Y que entiendes por respeto por uno mismo? —le pregunto con curiosidad.
—Respetarse a uno mismo significa hacer el bien y ser consciente de ello. Cuando la gente te acuse no te sentirás atacado por sus comentarios pues sólo Dios, quién todo lo sabe, puede juzgar tus acciones.
Cuando hablo con mis niños les cuento que estoy en África.
Al pequeño Alexander le digo:
—Cuando vengas conmigo te voy a comprar un camello.
—Sí, un camello pequeñito —me responde él.
Quisiera que en la mente de mis hijos siempre quede el recuerdo de haber vivido una infancia mágica y así, cuando con el tiempo su existencia llegue a ser monótona y absurda, recuerden que la vida tiene esa magia que es capaz de convertir un día gris e insípido en el día más apasionante de tu vida, tan sólo es necesario echarle un poquito de imaginación. Por eso cuando mi familia venga a Libia les compraré un camello.
En esta tierra aprecian nuestro pueblo, pues nos une un pasado en común. Ellos se sientan a mi alrededor y me escuchan con atención mientras les cuento historias de al-Ándalus.
En la trastienda de mi amigo Ibrahim comemos todos juntos, descalzos y sentados en el suelo, alrededor de un gran plato. Comemos cuscús con las manos, agradeciendo a Allah sus bondades. Cuando terminamos me miran y se ríen.
—Comes como los niños pequeños —me dicen amigables al ver mi nariz manchada de comida.
En esta tierra de oportunidades ya no me preocupa el éxito. En esta tierra el éxito llegará insha Allah, pues es una tierra bendecida.
Ibrahim me invita a la mezquita, me lleva al rezo del viernes y yo le acompaño, pues no sé decir no a un ofrecimiento sincero. Antes de ir me instruye en el ritual de limpieza. La limpieza del cuerpo acompaña la limpieza del espíritu.
Me descalzo y entro con respeto, siempre detrás de mi amigo, e imito los gestos e inclinaciones que él realiza. Como no quiero ofender sus creencias ni en lo más profundo yo me limito a recitar las palabras de nuestro redentor: «Amarás al Señor; tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». (Mateo 22,37)
Escucho la belleza del Corán sin entenderlo. El Corán es un libro sagrado y, como todo lo sagrado, no es necesario comprenderlo para que su fuerza actúe en ti. Durante todos estos años tampoco he comprendido los rezos en eslavo antiguo de mi amada Iglesia Ortodoxa y sin embargo he sido bendecido por ellos.
Mis amigos, que quieren lo mejor para mí, respetando mi libertad me animan a reconocer las enseñanzas del último profeta Mohamed (Dios le Bendiga y de Paz).
¿Cómo podré acoger sus enseñanzas sin renunciar a los misterios del cristianismo?
Desearía que un importante Patriarca del Cristianismo y un reconocido Imán del Islam, de mutuo acuerdo, me concediesen la licencia para aceptar los tesoros de mis amigos sin tener que renunciar a la riqueza que anteriormente me ha sido entregada.
Admiro la concepción teocéntrica de este pueblo y me entristece pensar cómo a mi gente le cuesta comprender que la valía de los súbditos del Islam, al igual que la de los delfines, no se puede medir con los mismos parámetros que nosotros empleamos.
Y así un 25 de febrero de 2010, conmemorando el nacimiento del último profeta (D.B.P.), termino este relato, con la esperanza de que un día sirva para la unión de los pueblos.
Quedo tranquilo con la confianza de ver pronto a mi familia unida de nuevo. Pero si no es así lo aceptaré con naturalidad. Tal vez sea así, con mi vida de náufrago, como me quiere Dios.