El naufragio más hermoso

Isabel era una mujer dulce e inteligente y, aunque era de familia humilde, tenía sangre azul.

Los viernes por la tarde salíamos juntos por barrios hermosos de Santiago. Salíamos por los bares de Providencia o por Buenavista, junto al río Mapocho. Paseábamos por el cerro de San Cristóbal o por el paseo Ahumada.

La vida es bella, la supimos disfrutar.

Yo me encontraba lleno de energía, recién salido del entrenamiento, pero al cabo de un par de horas, cuando se pasaba el efecto de la adrenalina, me entraba tal sueño que apenas podía conducir a Isabel de vuelta a casa.

La buena mujer no consiguió nunca llegar conmigo hasta el amanecer.

No sé como terminó nuestra relación. Creo que un día simplemente dejamos de vernos. De todas formas, aunque era un encanto, yo no me veía haciendo vida con ella.

Un día me dijo que había contratado un viaje a Praga y me pidió referencias. Yo le di el teléfono de Zakina. Tengo constancia de que se vieron y creo que durante un tiempo mantuvieron la amistad.

No mucho tiempo después recibí un correo-e de Zakina diciéndome que había estado pensando mucho en mí y que quería venir a verme, porque teníamos muchas cosas de que hablar.

Mi respuesta fue tajante: «Me parece bien, pero si vienes que sea para quedarte». Yo ya no estaba para comenzar una de esas relaciones interminables a distancia. Su renuncia me llegó un par de días después, pero a mí ya me daba igual, pues yo me encontraba en plena evolución desde que comencé con las clases de ruso con Tania.

La Iglesia Ortodoxa de la calle Holanda era un pedacito de Rusia en medio de Santiago. Tania cantaba en el coro de la Iglesia.

La primera vez que me acerqué a la iglesia quedé cautivado por el misterio que allí reinaba. Un anciano de largo pelo blanco, barba y ojos claros, casi transparentes, sujetando un crucifijo con ambas manos a la altura del pecho, hablaba a sus feligreses con la mirada fija en el infinito. Las vestimentas ceremoniales, el aroma del incienso, los misteriosos iconos y la ausencia de bancos donde sentarse te mostraban que aquel lugar no era de este mundo.

Cuando Tania me vio entrar se alegró. En el centro comercial seguramente pensó que yo no tomaría en serio su invitación, si bien allí estaba yo atraído por la cultura del Este, por su historia, sus filósofos, sus pensadores, sus tradiciones…

Tania ya no era la mujer seria que me encontré unos días antes cuando Roland me acompañaba. Ahora daba muestras de hospitalidad presentándome a mucha gente.

Finalmente acordamos que dos veces por semana iría a su casa para que ella me enseñase su lengua.

Acudía a sus clases, las cuales no me resultaban complicadas, pues yo ya había aprendido a leer el alfabeto cirílico. Además, como yo ya conocía una lengua de origen eslavo, el vocabulario me resultaba familiar.

Para dar sentido a mi estudiar, algunos domingos acudía a la iglesia y posteriormente me quedaba con la comunidad de expatriados con quienes hablaba, sin dejar de sentirme siempre como un invitado en casa ajena.

En esos días conocí gentes de lugares de nombres exóticos y yo me maravillaba imaginando como sería la vida en sus ciudades de origen: Samarcanda, Minsk, Vladivostok…

Un día me invitó Tania a un espectáculo cultural que organizaba una mujer de la parroquia, en el centro cultural que ella misma regentaba.

Llegamos pronto y vimos todavía como los artistas estaban ultimando los detalles de su espectáculo de danza-teatro.

Me presentaron a la directora, Eva, una cantante lírica crecida en Riga llena de iniciativa e inquietudes.

Me explicó que ella organizaba todos los fines de semana un café-concierto.

A los artistas les gusta mucho utilizar palabras compuestas. Ahora reconozco el arte de mi madre cuando de pequeños nos preparaba la merienda-cena.

Me gustó la originalidad del espectáculo y al tiempo la sencillez de la organización. La misma directora ofrecía, servía, y cobraba cerveza de litro en vasos de plástico pasando por las pocas mesas que había en la sala.

Cuando terminó el espectáculo nos quedamos hablando hasta tarde. Me contaba que la metodología de enseñanza rusa es muy exigente y busca llevar a la persona hasta el límite, porque es a partir de allí donde empiezan a surgir los frutos del esfuerzo.

Yo me acordaba de mi entrenador de waterpolo, un hombre duro y exigente, todos le temíamos. De esa escuela salieron los mejores porteros de España.

Eva y yo quedamos en vernos en otra ocasión.

Un par de semanas más tarde Eva me llamó para invitarme a cenar en su casa. A mí me gustaba estar con ella, pues no sólo me ayudaba con ruso sino que también iluminaba mi apagada vida de ingeniero con la llama del arte.

Aquella noche quiso el destino que hubiese un apagón general en la ciudad de Santiago, con lo que nos vimos obligados a aderezar los alimentos con velas y vino blanco.

A la luz de esas velas empecé a disfrutar con Eva del calor que desde hacía tantos años echaba en falta.

Eva resultó ser una niña en un cuerpo de mujer.

El ser humano, a medida que va creciendo va perdiendo la sensibilidad. De pequeños nos pica el jersey de lana, no aguantamos las cosquillas, lloramos fácilmente y la vida no para de sorprendernos.

Eva tiene una sensibilidad de niña. Los que no la conocen bien no pueden comprenderlo, pues viste cuerpo de mujer. Eva vive en su mundo de fantasía, castigada desde hace largos años a habitar en el mundo real.

Desde aquella noche de apagón empezamos a vernos todos los días. Yo iba del trabajo a su casa y de su casa al trabajo. Pasábamos tardes muy agradables.

Siempre he dicho que Eva no es el amor de mi juventud, pasional y tortuoso. Eva es la niña de mi infancia, con la que yo quise jugar, con la que yo quise hablar.

Eva vivía en la propia escuela de arte con su hijo Antoshka, un ángel de cinco años que me miraba con curiosidad. Con él jugábamos a pequeños juegos, pues me encantaba verle reír.

La escuela era fría y poco acogedora. Yo en cambio vivía en un apartamento facilitado por la empresa, con todas las comodidades.

Como soy una persona impulsiva, por mi mente no paraba de asomarse la idea de llevarme a madre e hijo a casa, para que viviesen una vida más confortable. Pero me preguntaba ¿Y si nuestra relación no funciona? Entonces tendría que irme yo de la casa, pues no podría dejar a la madre y al niño en la calle. Esta idea me obsesionaba.

Dos semanas después de la noche del apagón me tuve que ir a España, habiendo sido invitado a la boda de mi viejo amigo Janick.

Yo me fui a España con la necesidad de poner a prueba aquella idea que no me abandonaba. La fundiría en el fuego para separar fantasía de realidad.

Llamé a muchas amigas, quedé con ellas, busqué situaciones límite pero mi instinto siempre me abocaba a escapar de todas ellas.

Llegué a llamar a Trudi, a quien acabé contándole lo mío con Eva. Me dijo que sería algo pasajero pues yo no era hombre capaz de comprometerme.

Más tarde, en la boda que se celebró en un pueblo de Almería, me encontré con muchos amigos de Janick, que también eran amigos míos, todos ellos felizmente casados.

Las amigas de la novia, en cambio, se encontraban en su gran mayoría solteras y todas me resultaban muy hermosas. De repente me vi convertido en el soltero de oro. Incluso una joven holandesa que trabajaba en el hotel donde me hospedaba parecía mirarme con deseo.

La tentación era muy fuerte: todo esto puede ser tuyo si te olvidas de la madre y el niño.

La noche antes de la boda, tomando unas cervezas en un bar, pedí consejo a mi amigo Janick. Deseando lo mejor para mí, me rogó encarecidamente que no cometiese semejante error, que una vez caído en la trampa, con madre e hijo en mi propia casa, no sabría como escapar de ella.

Yo le agradecí enormemente su consejo, pues era lo que yo estaba necesitando en aquel momento. Le dije que seguiría su recomendación.

Terminados los días de celebración, regresando a casa de mis padres, al mirar de forma instintiva en el buzón encuentro con sorpresa una carta de Jitka, después de tanto tiempo.

En la carta me decía que iba a volver a Oropesa y preguntaba si yo estaría allí para encontrarnos.

Nuevamente un carta y nuevamente otra llamada a Praga.

Le dije que yo ya vivía en Chile y que casualmente me encontraba en España. Le dije que no habría posibilidad de vernos.

No pude evitar decirle que habría sido bonito el encuentro y que podíamos haber recordado tiempos pasados, a lo que ella respondió con un: «¡Fu, de eso nada!». Sin duda ella tenía una visión de la historia muy distinta a la mía.

Regresé a Chile y en seguida volví a encontrarme con Eva, quien me esperaba con ansiedad.

Lo primero que me dijo fue: «Sólo júrame que no tienes una mujer en España».

Yo no tenía nada en España. Si llego a tenerlo no habría sido capaz de dejar mi tierra.

Muy pronto Eva estaba viviendo en mi casa, y una semana después de volver de España ya le pregunté si quería casarse conmigo.

El 14 de julio de 1999, en un juzgado de Santiago de Chile con mi amigo Roland por testigo, me casé con Eva, y en consecuencia con el pequeño Antoshka.

En un kiosco del parque de Recoleta, en Buenos Aires, durante nuestro viaje de boda, cuando le contábamos a un porteño lo rápido de nuestra decisión nos respondía:

—Si es igual. Te equivocas igual cuando lo piensas.

Yo sabía que era imposible equivocarme, pues me había propuesto quererla para toda la vida, si bien he tenido que remar mucho para mantener el rumbo de nuestro matrimonio.

Eva y yo decidimos hacer nuestra vida juntos y permanecer juntos hasta la muerte. Así, la noche del 31 de diciembre de 1999, en el misterioso pueblo de San Pedro de Atacama, mirando a las estrellas nos agarrábamos fuertemente la mano, para afrontar juntos el fin del mundo.

Un año después de nuestra boda nació Daniel.

La última vez que nació Daniel viajábamos todos en el seiscientos de mi tía Pilar, bien arreglados y con agua de colonia aplastándonos el pelo. En la radio del coche sonaba el éxito de Elvis Presley que ocuparía por última vez el número uno en las listas de Estados Unidos. Mi hermano Luis y yo llegamos corriendo y poniéndonos de puntillas junto a la cuna pudimos ver el hermano más bonito que hubiésemos podido imaginar.

Esta vez Antoshka y yo corríamos de contentos para ver a Dani, quien había nacido en una piscinita de la Clínica Vitacura, igual que un delfín.

Al casarme fundé una familia de robinsones suizos, siempre de un lugar a otro, pasando penurias y tempestades, pero siempre adelante.

Cuando pienso en Eva siempre digo admirado, emulando a Jeremiah Johnson: ¡Qué mujer la mía!

Vivimos un tiempo más en Chile hasta que un día nos ofrecieron un billete de vuelta a Europa, el cual no dudamos ni un minuto en aceptar.

En Chile dejamos pocas cosas: unos pocos amigos, las plantas de Eva y la cruz de mi trabajo en lo alto de Coquimbo.