En el ombligo del mundo

Frente a las costas de Chile se encuentra el archipiélago de Juan Fernández, donde cuentan que Robinsón Crusoe vivió muchos años en soledad.

Mucho más allá se encuentra una isla pequeña habitada por gente intrépida.

Todos los años, durante dos semanas, en esta isla realizan rituales tras los cuales eligen a la que será la reina de la isla. Se trata de la Tapati Rapa Nui.

Mi amigo Roland me contactó con una nativa de la isla que me ofreció alojamiento en su casa. Al llegar a la isla me acomodé en una humilde habitación.

Desde el primer día, los habitantes de la isla me invitaron a acompañarles a fabricar una embarcación de totora. Dicha embarcación estaba destinada a ser el carro alegórico sobre el que marcharía nuestra aspirante a reina de la isla, seguida de su séquito. El carro tenía que hacer referencia a algún episodio de la historia rapa nui. Cuando terminamos de trabajar echaron unos trozos de carne en un puchero y muchas bananas. Prepararon un guiso espumoso poco agradable a la vista y me ofrecieron compartir con ellos su alimento.

Yo nunca rechazo una invitación sincera. Juntos, con las manos y formando un círculo comíamos del puchero.

Me compré un libro en la biblioteca de la isla que estaba escrito por Sebastián Englert, un fraile franciscano alemán que había habitado allí a mediados de siglo. En su primera parte el libro contaba muchas cosas interesantes de la isla y de sus tradiciones, pero lo mejor es que la segunda parte era un manual de lengua rapa nui escrito por el propio fraile.

Cuando no tenía mucho que hacer estudiaba la lengua, y así aprendí frases llenas de contenido trascendental como «Te matua he Atua», «Te poki he Atua» o «Te kujane riba riba he Atua».

Una de las candidatas era familia de la mujer que me acogía y, para no ser molestada por los turistas, se refugiaba en la casa donde yo me alojaba. Ella era una morena de cintura estrecha y mirada orgullosa.

Cuando una vez me invitaron a fotografiarme con ella, yo rehusé la invitación pues prefería mantener todos mis recuerdos en la mente y que el tiempo los distorsionase a capricho.

Es curioso cómo todo en la vida, de una u otra forma siempre vuelve:

El hombre con el que vivía mi anfitriona era idéntico a mi amigo Pepe Pilas. No sólo físicamente. Este hombre, que creo que se llamaba José, era su alma gemela. Yo le seguía por la isla, me contaba sus historias y me dedicaba su tiempo con la misma generosidad que en su día me lo dedicó el marido de Iveta Pilasova.

A José yo le decía con el corazón «Tangata riba riba koe», y él se reía.

Nos sentábamos frente al mar y veíamos la lluvia a lo lejos. Entonces José decía: creo que esa lluvia viene hacia la isla.

En las islas la lluvia no viene del cielo. En las islas la lluvia viene del mar, se pasea por la isla y después se va igual que llegó arrastrada por el viento.

Muchos días me levantaba temprano, recorría la isla caminando y llegaba hasta la playa de Anakena lugar donde conocí a Cario Huke Atán, un hombre que vivía en las rocas junto con una profesora alemana que lo había dejado todo, menos su máquina de escribir, para irse a vivir en una cabaña de diez metros cuadrados frente al mar.

Con Cario pasé innumerables horas escuchándole. Yo me alimentaba con gran apetito de su sabiduría maorí:

—No me gustan los bancos —decía mientras clavaba su mirada impasible en el horizonte.

—¿Y eso?

—No me gustan los bancos —repetía—. Cuando voy al banco y digo ¡Quiero ver mi dinero!, un hombre me muestra un papel con un número. ¡No!, ¡yo quiero ver mi dinero!

Después cogía mis aletas y me sumergía en un mar de aguas que nunca ha tocado el hombre.

Una noche me invitaron a cenar y me quedé a dormir en un bosque cercano. Así también fui náufrago por un día.

Carlo Huke me enseñó los secretos de la navegación maorí guiada por las estrellas y el conocimiento de las corrientes, las cuales sabían identificar en la suave caricia que el gran océano aplicaba en sus testículos.

Siempre me fascinó la historia de un guerrero Rapa Nui que fue atrapado junto con sus compañeros por traficantes de esclavos. Tras dos días de navegación hacia las costas de Perú los secuestradores soltaron las ataduras a sus cautivos y, ante la sorpresa de aquellos, estos saltaron al mar de cabeza para dirigirse de vuelta al ombligo del mundo. Nadando sin prisa, para no cansarse, y calentando su cuerpo con su propia orina este valiente consiguió llegar a la isla.

Las noches en la isla eran muy animadas, pues todos los jóvenes habían venido del continente, donde estudiaban, para su gran celebración. Música y bailes polinesios se disfrutaban por todo Hanga Roa. Quise conocer a alguna joven local, pero claramente yo no era de los suyos.

Entonces conocí a Isabel, con ojos de muñeca y cuerpo de gata. Nos veíamos por la isla e intercambiábamos impresiones. Después yo seguía mi camino pues había mucha isla por vivir.

Desde lo alto del Terebaca podía ver todo el océano a mí alrededor. Entonces sentía que verdaderamente me encontraba en el ombligo del mundo.

Un día, mi anfitriona me dio un trapito, que en los mares del Sur llaman Jami, y me lo puse de taparrabos. Me embadurnaron todo el cuerpo de arcilla, y con otras tierras de colores me dibujaron símbolos ancestrales.

Detrás del carro alegórico más de cien personas, todas integrantes de nuestro clan, animábamos a nuestra reina.

Marchábamos saltando y emitiendo sonidos guturales, las mujeres ocultando sus pechos bajo la arcilla, guerreros a caballo llevando a sus mujeres en la grupa. A mí me concedieron llevar una antorcha que mantuve con orgullo durante toda nuestra marcha.

Caminábamos por el sendero que transcurre paralelo a la pista del aeropuerto Mataberí cuando, sin previo aviso, un estruendo detuvo nuestros cantos. Un enorme concorde aterrizaba junto a nosotros. Del gran pájaro de hierro descendieron varias decenas de turistas, los cuales corriendo junto a la alambrada del aeropuerto comenzaron a disparar sus cámaras pues tenían temor de algún día llegar a olvidar que habían estado allí.

Poco tiempo después el gran pájaro de hierro alzó el vuelo para no volver a ser visto jamás.

La fiesta duró hasta tarde. Permanecimos bailando y cantando en Hanga Roa hasta que comenzó a refrescar.

Como yo no quería acostarme lleno de barro, me metí en el mar. Una luna llena muy hermosa iluminaba la playa. Entonces Isabel corrió hacia mí y nos hicimos amigos.

Ya la Tapati Rapa Nui estaba llegando a su término y tocaba elegir a la reina.

Durante dos semanas componentes de los distintos clanes hacían muestra de su valentía, su habilidad, su fuerza y su arte con el fin de ensalzar a su reina y que finalmente esta fuese elegida embajadora de la isla.

Por último las reinas tenían que presentarse ante su pueblo vestidas con ropas ancestrales, adornadas con miles de minúsculas conchas de mar.

Se presentaban diciendo: «Iorana Korua», tras lo cual seguían explicando en su primitiva lengua las peculiaridades de su traje de gala.

Para elegir a la afortunada se valoraron las actuaciones de todo su clan, tras lo cual, como reina de la isla se proclamó una joven gorda y sonriente.

Que diferente era todo aquello a los concursos de belleza de los países civilizados.

A orillas del mar, en un restaurante de moda, Isabel y yo brindábamos por nuestra nueva reina. Era el triunfo de la gordura. Era el triunfo de la libertad.