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EL GRAN PASO

Hasta el invierno de 1845, Franklin se dedicó a buscar un paso hacia el norte del estrecho de Lancaster, en vez de hacerlo hacia el sudoeste, como indicaban las órdenes del Almirantazgo. Esperaba encontrar todavía un mar abierto en el Polo. Pero lo único que hicieron fue circundar una isla grande, Cornwallis, y no encontraron más que bloques de hielo cada vez más grandes. Franklin pasó el invierno y la primavera de 1846 en una abrigada bahía de la isla de Beechey, a la que dio este nombre en memoria de su antiguo primer oficial de la Trent. Aquí murieron tres hombres, dos de enfermedad y otro ahogado. Se les erigieron lápidas cuidadosamente labradas, como las que se ven en cualquier cementerio inglés de aldea. Luego, Erebus y Terror se adentraron de nuevo en el mar, esta vez rumbo al sudoeste. Tampoco este año parecía que fuera a ser muy bueno. Cada vez más se esperaba la corriente glacial. Costaba un trabajo ímprobo atravesar los témpanos, tan altos como torres, y la lucha que con ellos sostenían los barcos era de una lentitud espantosa. Pero esto a Franklin no le asustaba.

Llamó estrecho de Peel a un peligroso desfiladero marino, en cuyo interior se precipitaron unas masas de hielo flotante contra otras. No lo consideraba necesariamente un cumplido para sir Robert.

La tripulación trabajaba bien y confiaba en Franklin. Eso sí, había aumentado un poco su propensión a hacer comentarios jocosos, pero la cosa no era todavía preocupante. Franklin sabía a qué sonaba una tripulación cuando dejaba de estar intacta. Tenía muchas pequeñas preocupaciones, pero ninguna grave.

Jane Franklin pasó el invierno en Madeira, en compañía de Ella y Sophia Cracroft. En primavera visitaron las islas de las Indias Occidentales. Jane encontraba un poco exagerada la preocupación de Sophia por el destino que pudiera correr la expedición, y comentó que un poco de distracción le sentaría bien. Ella regresó a Inglaterra, mientras Jane y Sophia se dirigieron a Nueva York.

En el Herald leyeron el siguiente anuncio: «Madame Leander Lent da informaciones sobre el amor, el matrimonio y los amigos ausentes. Predice todos los acontecimientos de la vida. Mulberry Street, N.° 169, primer piso, interior. Señoras, 25 centavos. Caballeros, 50. Arregla bodas en poco tiempo, lo cual supone un aumento de tarifas».

Jane, que en Londres no hubiera pisado nunca el umbral de una pitonisa, decidió que había que conocer también aquel ambiente. Fueron a aquella dirección. Madame Lent tenía unos veinticinco años, iba terriblemente sucia y estaba casi calva. A la luz de una vela de sebo, con una botella de cerveza por candelabro, echó las cartas para John Franklin y afirmó que le iba estupendamente. Estaba a punto de alcanzar la meta de toda su vida, pero no lo lograría de una vez, sino poco a poco. Cuando se dio cuenta de que no buscaban ningún matrimonio, quedó bastante decepcionada y, metiéndose precipitadamente en el bolsillo sus veinticinco centavos, les dijo que fuera había esperando otras once personas necesitadas de ayuda.

Ya no se podía avanzar sólo a golpe de vela. Los icefields se habían convertido en una superficie compacta. Los hombres se pasaban la mitad de las guardias dándole a la maroma de proa o picando y serrando el hielo para abrirse camino. A pesar de la fuerte tos que lo agobiaba, Franklin se pasaba todo el día de pie y apenas se concedía unas pocas horas de sueño. Sólo de vez en cuando una partida de backgammon con Fitzjames, que normalmente solía ganar él.

El 15 de julio, se hallaba en cubierta tomando la estrella con el sextante en la mano, cuando de repente le pareció oír un grito procedente de los heleros situados a popa de la Erebus, un grito más fuerte que el que pudiera lanzar un hombre. Sorprendido, dejó el aparato y se quedó mirando hacia atrás. No se veía nada extraordinario. Detrás de la Terror, el gigantesco huevo del sol se deslizaba por el horizonte hacia oriente. Veía dibujarse millares de témpanos, como si fuera una ciudad de vidrio, una ciudad andante que iba devorándose a sí misma mientras avanzaba sin cesar hacia el sur en compañía del barco. John miró al huevo incandescente que había en el horizonte y pensó: Pero ¿qué es ese sol? Las piernas le fallaban. Cuidado, todo esto es absurdo, pensó. Mientras se desplomaba, plegó el sextante intentando protegerlo. Lo primero que había aprendido de Matthew sobre los sextantes había sido que nunca debían caerse al suelo. Perdió el sentido.

Cuando volvió en sí se hallaba en su camarote, tumbado en el suelo sobre una manta, y veía los rostros de Fitzjames y del teniente Gore, que se inclinaban hacia él. Luego aparecía también el del médico auxiliar Goodsir. Pero sólo podía reconocer aquellos rostros si ponía la cabeza en una determinada postura. La dirección que hasta el momento había llevado el eje de su vista tenía ahora que pasar por delante de los objetos para poder captarlos. Como una gallina, pensó con estupor. Intentó articular algún sonido y decirles algo que aliviara la preocupación de los tres hombres. Lo que salía de su boca no debía de resultar muy claro. Las expresiones de los rostros mostraban ahora todavía más pavor. ¡Pero reír y levantarse sí que podía, por supuesto! Lo intentó. Con la pierna derecha no había nada que hacer. En cambio, seguía viendo aquella cosa roja en el cielo y la ciudad de vidrio. ¿Pero no se había fundido en aquella imagen? ¿Y cómo se llamaba eso, esa cosa clara? Ya lo sabía: había sucedido algo.

Ya hacía tiempo que debía haber pasado algo. Y si tenía que tocarle a alguien, mejor que fuera a él.

El verano de 1846, Londres se hallaba tan exacerbada de noticias diversas que apenas hubieran causado sensación las novedades procedentes del Ártico.

En el Parlamento iban de cabeza con las obsoletas leyes del grano. En Irlanda reinaba el hambre y se anunciaba una catástrofe, por lo que se hacía cada vez más urgente tomar una decisión contra el proteccionismo. No quedaba más remedio que bajar de una vez el precio del pan, por mucho que pusiera el grito en el cielo un puñado de influyentes latifundistas. Robert Peel, que en calidad de dirigente del partido Conservador había sido durante mucho tiempo defensor a ultranza de las leyes del grano, cambió de parecer de manera espectacular en un acto de prepotencia y valentía. Abolió las mencionadas leyes, ganándose con ello la inquina de sus correligionarios de la nobleza. Perdió el puesto, pero recibió en premio el agradecimiento de los que pasaban hambre.

El 15 de julio de 1846, lady Jane y Sophia, únicas pasajeras a bordo de un clíper de bellísima estampa que hacía la ruta de Nueva York a Londres, se hallaban rodeando bajo un sol radiante la costa meridional de Irlanda. Abrigaban la esperanza de encontrar por fin en Londres alguna noticia de la Erebus y la Terror.

Ese mismo día, en Spilsby, estalló una espantosa tormenta. Fueron arrancados de cuajo muchos árboles añosos. Dos personas fueron fulminadas por el rayo en plena calle. El huracán se llevó varios tejados y sus ráfagas arrastraron varias cabañas de la colonia de beneficencia. La cosecha yacía en los campos destrozada por el pedrisco. Si alguien les hubiera contado a los habitantes de Spilsby lo que estaba sucediendo en aquel mismo momento en el mar Polar, no cabe duda de que habrían prestado atención. Pero unos minutos más tarde se habrían vuelto a preocupar por su propio destino. Y no les habría faltado razón.

El 12 de septiembre los barcos quedaron finalmente atascados en la espiral de hielo, ante las costas de la Tierra del Rey Guillermo. Varios campos de hielo flotante, que se arrastraban pesadamente hacia el sur, vinieron a chocar precipitándose unos contra otros cuando se vieron encerrados entre dos franjas costeras que formaban una especie de embudo. Los gigantescos témpanos daban vuelcos, irguiendo la parte antes sumergida como si fuera una vela latina que deslumbrara la vista al ser iluminada por el sol. Tardaban uno o dos días en precipitarse otra vez por el lado contrario. Crecían hacia lo alto torres y cúpulas que volvían a derrumbarse al cabo de poco tiempo. Toda aquella masa glacial se veía inmersa en un movimiento giratorio, como si se tratara de un campo que se estuviera roturando. Los marineros luchaban día tras día por salvar la vida de sus barcos, serrando sin parar el hielo, haciéndolo estallar, remolcando los témpanos. Cada vez aumentaba más el riesgo de que los cascos de las embarcaciones se vieran aplastados al menor movimiento imprevisto de los icefields. Parecía que la presión los iba levantando poco a poco, hasta que finalmente acabaron varados sobre un pedestal helado. Ahora había que procurar no venirse abajo. Se realizaron dibujos de una precisión arquitectónica, se hicieron estadísticas, echaron las anclas. Franklin sabía que las embarcaciones devalaban hacia el sur arrastradas por los hielos, pero tan despacio que no alcanzarían el litoral del continente hasta dentro de muchos años. Sin embargo, él seguía dispuesto a hacer pasar los barcos y la tripulación por aquella especie de esclusa.

Franklin estaba sentado en cubierta mirando al sol, sin saber ya ni su nombre, y se le veía optimista y de buen humor. No podía hablar ni escribir y necesitaba ayuda para realizar cualquier movimiento. El cocinero le daba de comer, y a veces era el propio Fitzjames el que lo hacía. No obstante, si se esforzaba un poco más, aún era capaz de leer los cálculos y las cartas de navegación y de dar las órdenes pertinentes, haciendo una inclinación de cabeza o señalando con el dedo. Seguía incluso jugando al backgammon, riéndose de soslayo, con una sonrisa de satisfacción cada vez que ganaba. No había nadie que dudara de su salud mental. Mientras siguiera con vida, nada estaría perdido. Las cosas sucedían siempre por influjo de los moribundos: Simmonds, en 1805; el teniente Hood, en 1821; a su manera, Eleanor, en 1825; Sherard Lound, en 1842. Bueno, pues ahora le tocaba a él, John Franklin, en 1846.

Todavía tenían la mitad de los víveres. Podían aguantar un invierno más o incluso otros dos, con tal de tener temple. Y, al fin y al cabo, ése era su punto fuerte.

Los barcos no lograron desembarazarse de sus ataduras ni siquiera con la llegada de la primavera de 1847. El escorbuto reclamaba sus primeras víctimas. Franklin observaba atentamente a su tripulación, para lo cual la reducción de su campo visual constituía más una ayuda que una molestia. La moral de los hombres no disminuía, antes bien, cada vez estaba más alta. Y ya sabía John Franklin lo que pasaba con todas las catástrofes que se producían lentamente: cuando caían los primeros, el bienestar de los que quedaban en pie era más fuerte que su capacidad de comprensión. Pero mucho antes de que la mayoría llegara a correr peligro, volvía a hacer su aparición la inteligencia en todo su esplendor. Y ya no se perdía hasta el último momento. De todos modos, las cosas no habían llegado todavía a aquel extremo. Franklin seguía con vida. Era más lento que la muerte. Ésa sería su salvación.

En mayo de 1847, un pelotón de exploradores integrado por algunos oficiales y marineros de la Erebus llegó hasta la desembocadura del Gran Rio de los Peces, cruzando a pie toda la Tierra del Rey Guillermo. A partir de ese punto se conocía la trayectoria que seguía la costa hacia occidente. Había sido el propio Franklin el que había trazado los mapas veinticinco años antes. Cuando volvieron a las naves y dieron el parte de su expedición, se echó a reír con una mitad de su cara, mientras con la otra se ponía a llorar. Había encontrado el Paso del Noroeste, pero de hecho era totalmente impracticable debido a los hielos, como todos habían imaginado. Franklin dio a entender que deseaba dar una fiesta, y así lo hicieron. Se celebró, a pesar de que sólo aquel día murieron tres hombres. Los que seguían con vida volvían a tener esperanzas.

Franklin señalaba con el dedo los puntos del mapa, y a costa de grandes esfuerzos lograba balbucear unas cuantas palabras que había vuelto a aprender con un trabajo ímprobo. Con el cuello estirado hacia adelante y los ojos desmesuradamente abiertos, su aspecto recordaba al que tenía de niño, cuando intentaba subir a un carruaje a punto de arrancar. Pero si se decía lo que había que decir, no hacía falta hacerlo además bonito, y uno podía tomarse el tiempo que necesitara.

Pasaban horas hasta que Crozier y Fitzjames entendían lo que quería decir. Tenían que ponerse en marcha hacia el sur exactamente dentro de seis semanas junto con los más fuertes y sanos, para intentar dar con las factorías del comercio de las pieles, los esquimales o los indios, y poder traer ayuda a los demás. No debían partir inmediatamente, ni tampoco en invierno, y sobre todo no a comienzos de la próxima primavera. Franklin sabía que en Barren Grounds sólo se veían renos a finales de verano, y que se requerían fuerzas para poderlos cazar.

Los dos oficiales se miraron un instante e inmediatamente se pusieron de acuerdo: de ningún modo iban a dejar en la estacada al enfermo.

El 11 de junio de 1847 murió sir John Franklin, contraalmirante de la Armada de Su Majestad, a los sesenta y dos años de edad, de un segundo ataque de apoplejía.

El maestre de hielos hizo estallar algunos cartuchos de dinamita para abrir un agujero en la banquisa, a modo de fosa. Se reunió a la tripulación y todos se quitaron el sombrero. Crozier pronunció una oración. En el claro cielo glacial retumbó una salva de honor. Luego hundieron lentamente el ataúd, lastrado con un ancla. La tumba fue cubierta de agua, que al cabo de unas horas se había congelado, formando una losa que parecía de vidrio oscuro.

—Buen viaje —dijo Fitzjames para sus adentros.

No eran meras palabras, porque sin duda el viejo capitán seguiría algún tiempo moviéndose a la deriva al compás de los hielos.

En 1848, el Almirantazgo envió tres expediciones de socorro, una de las cuales iba al mando de James Ross, que sorprendentemente se hallaba otra vez completamente restablecido. Las tres emprendieron la búsqueda por el norte. Ross sabía perfectamente que Franklin había creído durante toda su vida en la existencia de un mar abierto en el Polo. Pasaron el invierno en los hielos y regresaron al cabo de un año sin haber logrado su propósito. Hasta 1850 siguieron mandando gran número de barcos en su búsqueda, que recorrieron de arriba abajo el archipiélago Ártico, cartografiando de paso con todo detalle las islas mayores. Lo único que descubrieron de Franklin fue que había pasado el primer invierno en la isla de Beechey. Los almirantes decidieron entonces suspender la búsqueda. Ya lo habrían hecho en 1849, de no haber sido por lady Franklin.

Jane contó con el apoyo de la opinión pública en su empeño por continuar la búsqueda de su esposo con todos los recursos a su alcance: echó mano a su fortuna personal y a la de John, utilizó su astucia y poder de convencimiento, recurrió a la cólera y a la ironía, derramó lágrimas, unas verdaderas y otras fingidas, siempre que fueron necesarias. Alquiló una habitación en un hotel situado justo enfrente del Almirantazgo para poder estar lo más cerca posible de sus adversarios. Todos temían sus escenas. De nada servía que los burócratas hicieran decir a sus subalternos que no estaban. Aprovechando su extraordinaria memoria, se dedicó a estudiar minuciosamente la totalidad de los informes existentes en tomo a la navegación en el Ártico, hasta convertirse en una verdadera experta. Mantuvo correspondencia con el presidente de los Estados Unidos, con el zar de Rusia, con un generoso millonario de Nueva York y varios centenares de personalidades de todo el mundo, influyentes o entendidas en el asunto. Viajó a Lerwick, en las islas Shetland, con la intención de convencer a los balleneros de que prosiguieran las expediciones al norte. Los discursos que pronunció ante los marineros tuvieron tanto éxito como los que sostenía ante las señoras de la Sociedad de Horticultura. No había quien se le resistiera. Los periódicos escribían himnos de alabanza dedicados a la heroica esposa del explorador.

Compró de su peculio varios barcos y escogió personalmente a las tripulaciones entre una multitud de voluntarios. Poco antes de morir, John le había comentado a Barrow:

—¡Jane será mi sucesora!

A ella se le toleraba lo que las leyes no escritas e incluso las escritas prohibían a las demás mujeres, incluida la reina, esto es, hacer gala de su fuerza y enfrentarse a los hombres. También éstos le daban la razón. Al fin y al cabo, se trataba de su marido y de otros ciento treinta varones más, perdidos en los hielos del Ártico.

Encontró amigos devotos y servidores heroicos. El anciano doctor Richardson volvió a viajar al Polo en busca de su amigo. Hepburn regresó de Tasmania para acompañarlo. Sophia permaneció todo el tiempo al lado de lady Jane. A menudo daba la impresión de que se interesaba por la búsqueda de John con más apasionamiento que la propia lady Franklin, pero nadie tenía de qué extrañarse. Era su secretaria y embajadora, su amiga y su muñeca, la presentadora de sus discursos y su paño de lágrimas. No se casó nunca, aunque hubiera podido escoger entre legiones de pretendientes, lo mismo que lady Jane, entre los voluntarios que se presentaban para formar parte de la dotación de sus barcos. Hasta 1852 hicieron todo lo posible por impedir que se diera oficialmente por muertos a Franklin y a su tripulación, y cuando por fin se dictó la sentencia, supieron exacerbar la opinión pública de tal modo que los lores del Almirantazgo no podían salir a la calle sin llevar bien cerradas las ventanillas de sus coches.

Ni qué decir tiene que el dinero se agotó rápidamente, para disgusto de la hija de John, que no había encontrado marido rico y temía por su herencia. Pero no había quien resistiera la imperiosa actitud de la esposa de un héroe, ni siquiera Ella, que poseía mucha de la tenacidad de su padre.

«Jane y Sophy» se convirtieron también en símbolo de amistad y lealtad entre mujeres. Afortunadamente, el ansia de perfección de las personas virtuosas pasó por alto el hecho de que se concedieran una a otra toda clase de ternezas. Y si alguien tuvo la menor sospecha, o no estaba totalmente seguro de su propia virtud, o sencillamente creía que la cosa no tenía mayor importancia.

Pero lo fundamental seguía siendo que la suerte corrida por Franklin y sus hombres permanecía sin esclarecer. Tanto antes como después de declararlos perdidos, se anunció una cuantiosa recompensa, y hasta después de 1852 los balleneros y amigos ricos siguieron organizando expediciones de rescate. Pero por encima de todo estaban Jane y Sophia, dispuestas a sacrificar hasta el último penique en aras de lo que constituía el único objetivo de sus vidas.

En 1857, Jane Franklin compró el que había de ser por fuerza el último y definitivo barco, un vapor de hélice llamado Fox. Lo confió a Leopold McClintock, un joven capitán que ya había tomado parte como piloto en otra expedición enviada en busca de Franklin. Ella lo quería como a un hijo, y él a su vez la respetaba como a una madre. Era de los que se interesaban no sólo por la solución del enigma y por las recompensas, sino también por la persona del propio John Franklin. Se había enterado de muchas cosas sobre él directamente de labios de Richardson y Hepburn, lady Jane y Sophia. Había leído sus dos libros e incluso le habían dejado ver el Libro de castigos de la Trent, aquel en el que John había expuesto sus ideas.

—¡No deseo más que conocerlo! —decía McClintock—. Por eso voy a encontrarlo. Bien pudiera ser que aún estuviera vivo, tal vez entre los esquimales. Nunca vivió con prisas, así que ¿por qué iba a dejar de hacerlo precipitadamente?

Ese era McClintock, un hombre de corta estatura, delgado como un alambre y de patillas negras. El 30 de junio de 1857 zarpó del puerto de Aberdeen con una tripulación formada por marineros escoceses y un intérprete danés.

El 6 de mayo de 1859, en la Tierra del Rey Guillermo, los hombres de McClintock encontraron debajo de un túmulo de piedras una nota firmada por Crozier y Fitzjames. En ella se informaba de la suerte que había corrido la expedición y de la muerte de Franklin. Databa de la primavera de 1848. Los barcos no habían logrado zafarse de los hielos. La tripulación tenía que abandonarlos. La nota concluía con estas palabras:

«Mañana partimos hacia la desembocadura del Gran Río de los Peces». Se continuó la búsqueda en aquella dirección. El resultado fue que ya no hacía falta seguir buscando.

En la primavera de 1848, partieron ciento cinco hombres del lugar en el que estaban varadas la Erebus y la Terror, pero evidentemente se hallaban ya agotados tanto física como espiritualmente. Luego, la caravana de moribundos se dividió en varios grupos. Uno de ellos intentó regresar a los barcos. Muchos se llevaron consigo láminas de plata, probablemente con la intención de cambiárselas a los esquimales por comida. Otros remolcaron por el hielo pesadas barcas, que en algún momento debieron verse obligados a abandonar, casi todas cargadas todavía con provisiones. Junto a uno de los botes, McClintock halló varios esqueletos y cuarenta libras de chocolate que aún se podía comer. En una cala situada cerca de la desembocadura del Gran Río de los Peces, había gran cantidad de esqueletos. La mayoría llevaba todavía puestos los uniformes, que se conservaban en perfecto estado, aunque un poco descoloridos.

McClintock llamó a aquel lugar Starvation Cove, «cala del fiambre». Encontró a algunos esquimales que aún recordaban los barcos varados en el hielo y a otros que habían oído hablar de ellos. Le contaron que se habían hundido en otoño de 1848. Una anciana incluso había observado de lejos la partida de los blancos:

—Morían según iban caminando. Se desplomaban y quedaban muertos en el acto.

¿Pero por qué no los habían ayudado?

—Eran muchísimos, y entre nosotros también cundía el hambre como nunca.

El capitán cambió con ellos toda suerte de objetos de los que habían encontrado: botones de plata, cubiertos, un reloj de bolsillo, incluso una de las órdenes de Franklin. Les preguntó si habían visto libros o cuadernos. Sí, también habían encontrado montones de papeles, pero se los habían dado a los niños para que jugaran. Ya no quedaba ni uno. McClintock abandonó las cabañas de los esquimales muy decepcionado y regresó a Starvation Cove.

Como seguían encontrando provisiones en distintos lugares, nadie creía que la catástrofe la hubiera producido sólo el hambre. No cabía más que una respuesta: el escorbuto. El examen de los esqueletos descubrió que a muchos se les habían caído los dientes. Pero había un detalle que llamaba particularmente la atención: en su lucha por la supervivencia, los pocos que quedaron en aquel lugar habían recurrido a un último y desesperado expediente. McClintock descubrió algunos huesos sueltos que presentaban huellas inequívocas de cortes que sólo podían haber sido producidos por una sierra. El médico de a bordo se sentó en cuclillas junto a él, y sus miradas se cruzaron.

El doctor comentó:

—Desde mi punto de vista… El escorbuto es una enfermedad carencial. La carne de una persona que ha muerto de ese mal no posee justamente las sustancias que necesitarían los enfermos para sobrevivir. Así que ni siquiera…

—Siga usted hablando, sin reparos —repuso McClintock.

—No sirvió de nada —añadió el doctor.

Una vez recogidos los huesos para enterrarlos, McClintock comentó:

—Fue una tripulación digna y valerosa. El tiempo se les hizo demasiado largo. Si no se sabe lo que es el tiempo, no se puede entender ninguna imagen, ni siquiera ésta.

El único que no le escuchó fue el fotógrafo del Illustrated London News, afanado como estaba en instalar su aparato, sistema Talbot, para reproducir la imagen de los esqueletos.