18

EREBUS Y TERROR

John Franklin miraba impertérrito el altanero rostro del ministro de Asuntos Exteriores y de las Colonias de Su Majestad, al tiempo que exigía una explicación:

—Milord, ¿por qué creyó las historias del señor Montagu sin tener ninguna prueba, y actuó en consecuencia, antes de oírme a mí?

Lord Stanley, decimocuarto conde de Derby, de hecho, uno de los mandatarios más poderosos de la Tierra en su condición de administrador de las colonias de la Corona británica, levantó elegantísimamente la ceja derecha. Era un gesto que realmente dominaba a la perfección. Sabía levantar las dos cejas por separado en el momento apropiado.

—No voy a darle ninguna explicación. No se las debo más que a la reina o al primer ministro.

Consideraba que revisar una sentencia era rebajarse en su dignidad. Stanley le recordaba a su padre cuando él era niño, a aquel hombre que lo recogió en Skegness el día que se escapó y lo encerró en su alcoba para castigarlo. Pero se veía a sí mismo como al padre de aquel padre, y al lord como si fuera su hijo, un hijo tonto y despiadado. Era una de esas entrevistas en que cada parte no cree poder mantener la dignidad si no es a costa de la otra.

John dirigía ahora a la vítrea mirada del ministro la frase que se había aprendido para la ocasión:

—No me corresponde criticar el modo de proceder elegido por usted, pero me gustaría señalar que hasta la fecha no ha tenido parangón en toda la historia de la administración de las colonias.

Luego se levantó, hizo una inclinación de cabeza y pidió permiso para retirarse. Mientras tanto, iba pensando: yo te conozco, pero tú no me conoces a mí. Quizá consiga que te hagan esta misma pregunta la reina o el primer ministro.

John vagó por la ciudad durante horas. Nada más lejos de su carácter que admitir una derrota sin presentar batalla, y para defenderse recurría a todo tipo de formulaciones contundentes. De vez en cuando tropezaba con algún bordillo o embestía al primer despistado que topaba al salir de una tienda. Por no emplear otras palabras más fuertes, se ganaba toda suerte de arañazos y golpes. Pero era sólo para devolvérselos luego de alguna manera a lord Stanley.

Poco a poco se fue calmando. Su enfado se le antojaba una nimiedad en aquel Londres tan grande. Por lo demás, resultaba difícil concentrarse en uno mismo habiendo tantas cosas que ver y que leer. La calle era un griterío enorme: aquí jaleaban coches de alquiler baratos, allá hacían cola para adquirir ginebra pura o tabaco del mejor, acullá se desplegaban magníficos lienzos de algodón y se veía a una gente renqueando subida a unos zancos; eran los partidarios del sufragio universal, que hacían una manifestación. A John le costaba trabajo ver y leer al mismo tiempo los letreros, tanto más cuanto que continuamente deslumbraban su vista nuevas y complicadas palabras. Una de ellas era «daguerrotipo». Se acercó a leer la letra pequeña:

«¡Déjese retratar por el cincel de la naturaleza!»

Un poco más allá, a la puerta de un tallador de vidrios, otro letrero:

«Binóculos, el regalo de los tiempos avanzados».

Al parecer, el reclamo tenía éxito. Gruesos anteojos, símbolo en otro tiempo de dificultades en la vista o, en todo caso, de erudición, adornaban ahora muchos rostros, incluso de jóvenes.

Más allá divisó dos suntuosos entierros y pensó que hoy en día no sólo se hacían a medida las levitas sino también los ataúdes. Daba la impresión de que fueran a sepultar un violoncelo.

Se entretuvo una hora en una librería. ¡Dos novelas de Benjamin Disraeli, aquel que había conocido cuando aún era un niño! Y Alfred Tennyson, uno de sus parientes de Lincolnshire, escribía poesías, bastante aceptables, que incluso se vendían en Londres.

Recorrió el puerto, que se hallaba cubierto por una espesa capa de carbonilla que despedían los vapores. No obstante, aún se podía ver bien. Uno de los estibadores exclamó:

—¡Mirad, es Franklin! El que se comió las botas.

John llegó arrastrando las piernas hasta Bethnal Green y sintió el olor a podrido de los sótanos. Escuchó con paciencia la oferta de una muchacha flaca, de trece años a lo sumo, que pretendía invitarlo a pasar a una de aquellas viviendas. Dos de sus hermanos habían sido deportados por robar en una tienda una pata de vaca a medio cocer, que luego se zamparon. Estaba dispuesta a desnudarse para el señor, muy despacito, y a cantarle mientras tanto una canción, sólo por un penique. John se sintió conmovido y angustiado, le dio un chelín y se alejó de allí desconcertado.

Apenas había cristales en las ventanas y no eran necesarias las puertas, pues los ladrones no iban a encontrar nada que robar allí dentro. Al parecer, se había reforzado la vigilancia policial. Por todas partes se veían al acecho hombres vestidos de uniforme, prudentemente desarmados.

En King’s Cross Station oyó resoplar las locomotoras y leyó de pie un periódico. Tres millones de habitantes ya. A diario las panaderías cocían doscientas cubas de harina y se sacrificaban miles de vacas en los mataderos. Y todavía era poco.

Por lo demás, los mendigos hablaban demasiado deprisa, no querían molestar mucho rato. Si hablaran más despacio, pensaba John, no sería ninguna molestia, sino el comienzo de una conversación. Pero tal vez fuera eso precisamente lo que querían evitar.

Durante las semanas siguientes se dedicó a visitar a sus amigos, los que todavía quedaban vivos.

Richardson comentó:

—Ya tenemos sesenta años, querido Franklin. Nos dejarán fuera de servicio, como si fuéramos viejos navíos de línea. Ni siquiera la gloria puede evitarlo.

—¡Yo sólo tengo cincuenta y ocho y medio! —replicó John.

El doctor Brown lo recibió en el Museo Británico, rodeado de libros y pruebas de plantas. Durante toda la conversación mantuvo los dedos cuidadosamente metidos entre las hojas de un infolio, señalando el pasaje. Cuando John le contó lo que le había hecho Stanley, los sacó sin darse cuenta y se puso como una furia por las dos cosas: por la insolencia del lord y por la página que había perdido. Dijo:

—¡Hablaré con Ashley! Es un hombre de corazón. Se lo dirá a Peel y luego veremos. ¡Lo que me voy a reír!

En casa del joven Disraeli se encontró con el pintor William Westall. Sus cejas eran ahora un áspero matorral de pelos grises que casi le impedían ver. Hablaba con frases entrecortadas, a menudo sólo con monosílabos, pero era evidente que se alegraba de volver a verlo. En seguida la conversación volvía a versar sobre si lo primero que había que hacer era alcanzar lo bello y lo bueno o si ni siquiera existían tales conceptos. En su condición de descubridor, John era más bien de este último parecer. Las frases más brillantes las dijo Disraeli. John no logró apuntarse ni una sola.

Unos días más tarde fue a ver a Barrow, que tenía muy buen aspecto y hablaba con gran vivacidad, aunque ya casi las únicas respuestas que entendía eran «sí» y «no». Los «no» los aceptaba sólo a regañadientes.

—¡Por supuesto que dirigirá usted la expedición, Franklin! La Erebus y la Terror están listas. Hay dinero. Debemos encontrar de una vez el Paso del Noroeste. ¡Sería una vergüenza! ¿Qué asuntos importantes se lo pueden impedir?

John se lo explicó todo.

—¡Así es Stanley! —Barrow se desató en improperios—. Lo hace todo mal y encima quiere tener razón. Hablaré con Wellington, que le dirá cuatro palabritas a Peel y éste se encargará de Stanley.

También Charles Babbage se deshizo en improperios, pero barriendo para su propia casa, como siempre.

—¿La calculadora? ¡Pero si no puede acabarla! «Demasiado cara». En cambio para el Paso del Noroeste hay dinero de sobra. Hasta los niños saben que no tiene ninguna utilidad… —Lo miró a los ojos, un poco embarazado, y prosiguió, endulzando la voz—: A usted se lo admito, por supuesto.

—No voy a ir yo —replicó John—. Irá James Ross.

Peter Mark Roget había fundado una sociedad para la difusión de los saberes útiles, cuyas reuniones presidía. Al mismo tiempo, llevaba a cabo sus investigaciones lingüísticas. Aún no había olvidado lo del rotor de imágenes.

—Está todo solucionado menos lo de la confección de las imágenes. En el continente hay un tal Voigdánder que intenta hacerlo con daguerrotipos, pero no sirve para nada. Para cada cuadro los modelos tienen que quedarse totalmente inmóviles, en la postura correspondiente, y además hay que iluminarlos. Y se necesitan por lo menos dieciocho cuadros para llenar un solo segundo. El proceso es demasiado lento y complicado.

Pero Roget había venido a casa de los Franklin ante todo porque sentía una enorme curiosidad por ver qué aspecto tenía Jane. Sin lugar a dudas, era el anciano más apuesto y elegante de todos los caballeros de su círculo.

John se entrevistó por último con el capitán Beaufort, el hidrógrafo del Almirantazgo. Le explicó su escala de fuerzas de los vientos, que ahora era obligatorio incluir en la bitácora de todos los barcos. Le llevó mucho tiempo, pues para comentar cada fuerza se les ocurría una anécdota. Al despedirse, Beaufort dijo:

—Eso de Stanley se lo pienso contar a Baring, y él hablará con Peel del asunto. ¡A ver quién se ríe más! Pero…, ¿de verdad que ya no quiere usted ir al Ártico?

—Va a ir James Ross —respondió John.

Sí, tenía amigos que hacían cosas por él. En cambio, él apenas podía acordarse de haberles hecho ningún favor a ellos. Eso sí que era amistad.

En enero de 1845, John Franklin recibió una carta del primer ministro. Le invitaba a charlar un rato, el viernes a las once de la mañana, en Downing Street, N.° 10.

Jane comentó:

—Bueno, desde luego, no creo que quiera invertir dinero en Tasmania.

—En toda mi vida he conocido a nadie que tenga unos amigos tan ágiles —decía sir Robert Peel—. Me sé su historia en cinco versiones distintas…, todas más halagadoras para su persona que para lord Stanley. —Se echó a reír y se balanceó apoyándose sobre las puntas de los pies—. Pero, ya sabía algo sobre usted, y quizá algo más importante. El doctor Arnold, de Rugby, es conocido mío.

John hizo una leve inclinación de cabeza y pensó que lo más prudente era asentir en silencio. Aún no sabía lo que sir Robert iba a pedirle una vez que acabara de balancearse.

—En una palabra, no quisiera poner en tela de juicio el modo que tiene lord Stanley de llevar su ministerio —dijo Peel—. Tampoco podría hacerlo, porque tenemos una forma totalmente distinta de enfocar las cosas. De nacimiento.

Para no quedarse mirando demasiado tiempo a los ojos de su interlocutor, John bajó la vista, pero sólo hasta el lazo de color claro que anudaba el cuello del ministro. Aquel cuello le estaba tan estrecho que las puntas acababan clavándosele en las mejillas. Ello aumentaba la impresión de mortificante corrección, al igual que los pantalones también demasiado estrechos. Quizás a una figura hermosa lograran embellecerla aún más, pero a las cortas piernas de Peel las hacía todavía parecer más raquíticas. Sin saber cómo, empezaba a caerle cada vez mejor.

—Se me ha insinuado —prosiguió Peel— que recomiende a la reina que lo eleve —se puso de puntillas— al rango de baronet. Sólo que tal medida constituiría una ofensa directa para lord Stanley, aparte de otras cuestiones que me hacen descartarla. Veo una solución mejor. ¡Pero sentémonos!

No es muy diferente a mí, pensó John. El orden no es tampoco para él una cosa que se dé por supuesta. Lleva el caos en la cabeza y tiene que hacer unos esfuerzos terribles para controlarlo. Un burgués. Ha luchado denodadamente por alcanzar su propio ritmo. Me he pasado la vida buscando un hermano. Tal vez éste sea por lo menos un primo.

—He leído lo que escribió para la fundación de la escuela —decía Peel—. Me lo dejó el doctor Arnold en Oxford. Mirada lenta, mirada fija y golpe de vista. ¡Excelente! La idea de la tolerancia, basada en la diferencia de velocidad de cada individuo o en las diversas fases de velocidad… ¡Muy ilustrativo! Respecto a todo eso de la escuela estamos de acuerdo. Aprender y ver son cosas más importantes que la educación. Últimamente tengo que vérmelas constantemente con todo tipo de educadores conscientes de su misión: anglicanos, metodistas, católicos, presbiterianos. Todos tienen algo en común: la vista no pinta nada; todo estriba en lo que resulta o no grato a Dios.

John se sentía reconfortado por tanta afinidad de criterios. No obstante, se mantenía alerta. Que lo alabaran como teórico no constituía precisamente la mayor aspiración de un hombre práctico.

—En nuestra escuela debe entrar algo más el espíritu de nuestros navegantes. —Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo apoyó en la rodilla para leer bien la hora. Así que hipermétrope… John ya había oído hablar del asunto—. Para abreviar, señor Franklin: voy a crear un nuevo cargo, el de real comisario de educación. De ese modo, podré atender las múltiples reivindicaciones pedagógicas que están surgiendo y al mismo tiempo mantenerlas a raya. Las competencias del nuevo cargo atañerán entre otras cosas a la tutela de los menores y al cumplimiento del horario de trabajo marcado. Debería examinar los planes de unificación y presentar anualmente un informe global sobre la totalidad de las escuelas y la situación de la juventud. Para ello necesito a alguien que no obre precipitadamente, que no persiga objetivos personales, que no represente ningún interés religioso ni pretenda mejorar el mundo, y que se muestre impertérrito ante el escándalo. Debe ser alguien que posea buena reputación y que sea una persona íntegra, cuyo nombramiento no pueda ser considerado una provocación por ningún grupo religioso. ¡Todo apunta hacia usted, señor Franklin!

John notó que se ponía colorado, y tuvo que esforzarse mucho para no ceder por completo al entusiasmo. Al parecer, este Peel había descubierto la lentitud por propia necesidad, como él. Era evidente que estaba dispuesto a hacer valer su significación. John tenía la sensación de salir al aire libre después de atravesar una pared. Volvían a hacerse presentes las utopías de toda su vida: la lucha contra toda aceleración innecesaria, el descubrimiento parifico y paulatino del mundo y de los hombres. Parecía que una columna hablante se elevara en medio del mar. Veía ante sí máquinas e instalaciones que no servían para el aprovechamiento del tiempo de cada uno, sino para su salvaguardia: reservas para la minuciosidad, para la ternura, para la reflexión. También le parecía posible que hubiera escuelas en las que no se reprimiera el estudio ni se enseñara a reprimir a nadie. Prácticamente no había un imperio más poderoso sobre la faz de la tierra que el británico, ni hombre más poderoso que su primer ministro, y el más ilustre de todos era Robert Peel. Era un hermano…

—Tómese tiempo para reflexionar antes de contestar —decía Peel, mientras volvía a apoyar el reloj en su rodilla—. Y no diga todavía ni una palabra a nadie. Si Ashley llegara a husmear algo…

John volvía a ponerse alerta. ¿Lord Ashley, conde de Shaftesbury? Pero si era el que luchaba por la abolición del trabajo de los niños… John cobró ánimo y se atrevió a preguntar:

—No debo hacerme valer demasiado, ¿verdad?

—Nos hemos entendido a la perfección —respondió el primer ministro—. La cosa es ir marcando el paso con dignidad. Un cambio brusco precisamente en este terreno traería consigo demasiados riesgos… ¿Pero a quién se lo estoy diciendo?

Necesita usted a alguien que tenga competencia en todo, pero que no haga nada, pensó John al tiempo que se levantaba. ¿Debería cerrar los ojos y aceptar aquella oferta tan ambigua? Naturalmente, habría que pagar un precio. Se acercó a la ventana. Aunque la impaciencia de Peel era perfectamente perceptible, se tomó el tiempo necesario para reflexionar detenidamente. Por fin se volvió:

—Su oferta está muy bien, sir Robert, pero los motivos no son los adecuados, ni el objetivo, idóneo. Efectivamente, no debemos hablar con nadie del asunto.

Y tras estas palabras hizo una inclinación de cabeza y se retiró.

Por primera vez en su vida, John no necesitaba pensar en nada más. Se fue directamente al Almirantazgo y comunicó a Barrow, para su sorpresa, que a partir de ese momento volvía a estar a su disposición para cualquier misión que le quisiera encomendar.

Se le abrían todos los caminos, como si no tuviera que dar más que el santo y seña. John se haría cargo de los buques Erebus y Terror. Al bueno de James Ross le había faltado tiempo para alegar motivos de salud que le obligaban a ceder el mando de la expedición. John Franklin era el más indicado para encontrar el Paso del Noroeste y estaba llamado a ello, no cabía la menor duda. Lo mismo se podía decir de los barcos. La Erebus y la Terror eran dos viejas cañoneras bien construidas, algo torpes, pero macizas y espaciosas, con el aparejo de una barca de tres palos. En cuanto al equipo, los almirantes satisficieron todos sus deseos, incluso muchos que a él ni siquiera se le hubieran ocurrido.

Cuando Jane le preguntó por la entrevista con Peel, sólo le respondió:

—Nada especial. Ha descubierto la lentitud.

El 9 de mayo por la tarde, en una sala de Queen Square, su señoría y lady Franklin escucharon tres sonatas para piano de un tal Ludwig van Beethoven, ejecutadas por un anciano caballero llamado Moscheles, bastante robusto, por cierto. A John no le gustaban todas aquellas notas agudas. Hubiera preferido que las bajas duraran más. Sin embargo, se recreaba en la repetición de las figuras melódicas, que le resultaban más pegadizas. Tampoco es que se esperara gran cosa. Su sordera era un verdadero fastidio. No sabía prácticamente nada de música y creía que no iba a poder seguir los pasajes rápidos. Aprovecharía para pensar en el aprovisionamiento de carne de la expedición. Calidad de las reses y forma de almacenamiento, contenido de sal, elección del ganado. No quería dejar nada a la casualidad. Con un poco de suerte bastarían dos o tres invernadas. Eso sí, siempre que los preparativos se hicieran en condiciones.

La tercera sonata se llamaba «Opus 111». Qué raro era aquello. Sus pensamientos se elevaban por encima de los cuartos traseros de vaca y las cajas de provisiones. Sus ojos, sin variar lo más mínimo el rumbo de la mirada, perdían de vista al viejo y su piano. La música era triste y frívola a la vez, clara y lúcida. El movimiento lento parecía un paseo por la playa, con olas, huellas y arenales de finas estrías. Era al mismo tiempo como echar un vistazo desde la ventanilla de un coche, pero reservándose siempre el espectador la facultad de atraer hacia sí lo que había al fondo, o de hacer centellear lo que estaba situado en primer plano. Ahora le parecía sentir las finas nervaduras del pensamiento más sutil, los elementos que lo componían y, al mismo tiempo, la arbitrariedad de todas las construcciones, la consistencia y habilidad de todas las ideas. Se sentía inteligente y optimista. De repente, lo comprendió, unos minutos después de que sonara la última nota: no existía la derrota ni la victoria. Eran conceptos arbitrarios que flotaban entre las ideas de tiempo creadas por los hombres.

Se acercó a Moscheles y dijo:

—El movimiento lento era como el mar. De eso entiendo bastante.

Moscheles lo miró radiante. ¡Qué aura llegaba a irradiar aquel anciano!

—Exacto, sir, el mar. Molto semplice e cantabile, como una despedida.

En el coche, de regreso a casa, le dijo a Jane:

—¡Todavía hay tantas cosas! Cuando haya acabado con lo del Paso, voy a aprender un poco de música.

Como recuerdo, se realizó un daguerrotipo de todos los oficiales y suboficiales de la expedición por separado, en un estudio. Uno tras otro fueron sentándose ante la ondulante cortina de terciopelo que hacía las veces de telón, todos muy tiesos, con una noble expresión en la mirada. El olor de la sala recordaba el de un campo de batalla, pues para conseguir la iluminación adecuada había que quemar pólvora. Sir John se quedó con el sombrero puesto, para ocultar la calva. Por deferencia hacia él, todos los demás, hasta el último guardia marina, posaron también con el sombrero puesto.

—Aparte de eso, son unos tipos excelentes. Esta tripulación vale su peso en oro —comentó el segundo comandante, el capitán Crozier.

—Desde luego —asintió John—. Un momento, por favor.

Apuntó algo, para no olvidarse. Poco después, escribió una carta a Peter Roget.

«Si se utilizan daguerrotipos para el rotor de imágenes, con reducir los intervalos entre toma y toma se evita que las personas tengan que cambiar constantemente de postura. Tal vez puedan hacerse tantas tomas por segundo que se capte a los modelos en la más absoluta naturalidad de sus movimientos. Por lo demás, los reparos que tengo que poner al rotor de imágenes no quedan ni mucho menos olvidados. Todo depende de los motivos y la finalidad que se persigan al utilizarlo. A mi regreso, más consejos técnicos».

Cuando los barcos dejaron el muelle, el 19 de mayo por la mañana, Sophia se dio la vuelta y se puso a llorar. John pudo verlo desde el castillo de popa. Le dio la impresión de que Jane intentaba animarla contándole algún chascarrillo. John sabía bien que la alegre despreocupación de Jane consolaba más que la compasión más sincera de cualquier otra persona. Ella no se dejaba apartar de la orilla y seguía haciendo señas con la mano, entre sonrisas y saltitos, como hubiera hecho su madre. Todos daban por descontado que el viaje no iba a durar más de un año. Incluso Crozier había dicho:

—Si todo va bien, para el verano estaremos otra vez aquí.

Dos horas más tarde, el muelle de Greenhithe quedaba ya detrás del gran recodo del río. Para bajar por el Támesis, la Erebus fue remolcada por un pequeño vapor de rueda llamado Rattler, y la Terror por otro aún más pequeño de nombre Blazer. Durante decenios, el dominio del arte de navegar había consistido para John en que un navío alcanzase su objetivo por sí solo, siempre que no pusieran adrede ningún estorbo en su camino. Nunca había dicho «¡allá vamos!», sino siempre «¡allá va!». Lo primero que tenía que hacer era acostumbrarse a dejarse remolcar, pues la alta proa de la Erebus no era capaz de detener la espesa nube de humo que despedía el Rattler. John tosía y farfullaba, pero en el fondo se sentía tan feliz como cuando era niño, en Skegness. Dio unas palmadas en el hombro a Fitzjames, el comandante de la Erebus, que se hallaba a su lado, y un fuerte apretón de manos.

—¡Ya estamos a flote! —dijo—. ¡Nos hemos escapado! —Fitzjames sonrió cortésmente—. Perdone —añadió John en voz baja. Le había venido a la memoria que Fitzjames estaba perdidamente enamorado de Sophia.

—Un año o dos de viaje es mucho tiempo —repuso el teniente.

—Lo mismo digo yo —murmuró John.

El calculaba más bien tres, y pensó complacido en todos aquellos devotos del progreso dibujando en las cartas marinas del norte del Canadá una línea que serpenteaba por aquel lío de islas y que ellos seguían con el dedo, convencidos de que los barcos la seguirían de la misma forma, sólo que un poco más despacio. Navegar mil millas. Luego ocho meses de espera entre los hielos. Después navegar unos cientos de millas más, y otra vez a esperar. Aquella gente perdería rápidamente el concepto de lo que era la lentitud. A los tres meses de espera, habrían dejado de creer en el movimiento y ya no entenderían nada.

Próxima parada: Stromness, en las Oreadas, para enviar el correo; Petropaulowski, en Kamchatka, u Hong Kong, para recibirlo. Llevaban a bordo siete palomas mensajeras, doscientos libros y dos organillos que podían tocar casi treinta piezas distintas, pero no el «Opus 111». Los víveres alcanzaban casi para cuatro invernadas. Los señores Rattler y Blazer —Franklin no era capaz de concederles el género femenino— se despedían de ellos. Ya habían llegado a la isla de Roña. Al cabo de unos instantes, sólo se les reconocía por las dos nubecillas sucias que se veían delante de la costa.

Los dos navíos pasaron más de un mes en el Atlántico, con su cargamento y sus planchas de cobre. En todo ese tiempo, John Franklin celebró doce servicios religiosos, y, aunque la tripulación notó que sus sermones no se basaban en los libros señalados para la ocasión, se sentía plenamente satisfecha. El maestre de velas decía:

—Nuestro Franklin es un obispo disfrazado de capitán, y eso le hace todavía más santo.

A finales de junio, en la bahía de Baffin, avistaron un ballenero llamado Enterprise. El piloto subió a bordo a hablar con Franklin. El hielo estaba este año más duro que el pasado.

—Confío en que podamos pasarlo bien —dijo Franklin en tono grave—. Y la tripulación confía en mí.

El ballenero era un tipo cargado de lógica:

—¿Y si muere usted, sir?

John se asomó por las caperolas y miró al agua:

—Pues entonces, confío en la tripulación. Lo que de mí quede no tiene por qué ser sólo mi persona.

Era una frase de uno de aquellos sermones suyos tan extraños.

Como llevaban viento favorable, no tardaron en separarse. La Enterprise se puso luego a la capa, pues habían avistado una ballena. Antes de que los perdieran de vista, empezó a nevar.

Aquellas fuertes naves, provistas de todo lo necesario; aquellos marineros tan ágiles, junto con sus respetables oficiales, todos sin miedo y llenos de buen humor, al mando de un viejo caballero paciente e imperturbable: aquella imagen de la expedición quedó detenida en los ojos del mundo.