EL HOMBRE A LA ORILLA DEL MAR
Resulta que un abogado de Hobart Town tiene un cocinero que se le ha adjudicado en el reparto de penados. El abogado es un conocido defensor de la suavización de los castigos. El cocinero, un maestro en su oficio cuyas salsas son tres veces mejores que las de sus colegas del palacio del gobernador. El abogado sale de viaje y confía al cocinero la administración de la hacienda. Cuando regresa, se ha vendido parte del mobiliario, han desaparecido de un cofre algunos objetos de valor y faltan unos documentos cuyo contenido resulta de sumo interés para ciertas personas. El cocinero afirma no saber nada del asunto. El abogado lo entrega a las autoridades para que lo castiguen. Es declarado culpable y condenado a trabajos forzados en la construcción de carreteras. El malhechor aún da gracias de que no lo envíen a Port Arthur.
Ahora entra en escena otro personaje: el secretario de la colonia. Es partidario del orden y predica el principio de respetar a ultranza los principios. Lo que más valora después de esto es la buena mesa. Ya ha tenido ocasión de comprobar las cualidades del cocinero. Solicita por ello de un funcionario de justicia, deudo suyo, que haga una excepción y adjudique otra vez al cocinero a un particular: a él.
Al abogado no le gusta nada la jugada. Pone una denuncia ante el gobernador. Tras comprobar el caso y pensárselo cuidadosamente, el gobernador ordena que el cocinero sea devuelto a la construcción de carreteras para cumplir la sentencia dictada. El secretario de la colonia se siente profundamente humillado. Por mucho que haya que respetar los principios, un buen cocinero no es un penado cualquiera, sino de interés estatal. Y además, el secretario de la colonia tampoco es un ciudadano cualquiera.
Pero además está el secretario particular del gobernador. Se siente un luchador infatigable en contra de la esclavitud. Como cree en la superioridad natural de la raza blanca, defendida en libros científicos, considera que la esclavitud de personas de esta raza es el peor de todos los males. Y ve que esa monstruosidad se encama en el assignment, el sistema de adjudicaciones por el que aboga el gobernador. A eso lo llama esclavitud, mientras que a todas las crueldades cometidas por los guardianes de las cárceles estatales las denomina justicia punitiva. Aunque no sea más que un secretario particular, cree que desde su puesto puede hacer algo útil por la causa: cuando un comité de juristas de ideas nobles se interesa en Inglaterra por conocer detalladamente cómo se realiza la ejecución de las penas en la Tierra de Van Diemen, escribe un largo informe, redactado en un tono de lo más apasionado, en el que explica la precaria situación que se vive en el país, incluyendo el alcoholismo y las enfermedades venéreas, y achacándolo todo al vicio del assignment, para añadir después algunas excepciones a la regla que confirman su tesis. Esconde resueltamente el manuscrito en un despacho oficial del gobernador, de modo que llegue a su destino con un sello del gobierno, como si se tratara de un documento oficial. Unos meses más tarde, leyendo el Times de Londres, el gobernador se entera de que su secretario, supuestamente en connivencia con él, ha dicho de los colonos que son «incapaces de dar un trato humanitario a los penados». Los colonos se sienten traicionados por el gobernador. Éste destituye a su secretario, aunque públicamente no le hace ningún desaire. A ruegos de su esposa, incluso le permite quedarse a vivir todavía por algún tiempo en su casa. Los grandes terratenientes y el secretario de la colonia ven en ello un indicio de que el gobernador ha sacrificado a su secretario particular para librarse él de las salpicaduras. En realidad, los dos van en el mismo carro. La «víctima» no hace nada por desmentirlo, antes bien, se permite comentarios del siguiente jaez:
—¡Y aún podría decir muchas cosas más!
Entiende que su destitución es un acto en contra del progreso y la humanidad, y se siente más santo que nunca.
—Este gobernador —afirma— no merece mis servicios.
Mientras tanto, en Londres, los ministerios del Interior y de las Colonias discuten las recomendaciones del comité de juristas. ¿Hay que abolir el assignment? El anterior gobernador de la Tierra de Van Diemen, el mismo que introdujera el sistema y lo practicara de forma tan inhumana, se pronuncia ahora solemnemente en contra de él y lo llama lisa y llanamente esclavitud. Sir George Arthur sabe cuándo y cómo puede ganarse el aplauso del público.
El actual gobernador no lo sabe hacer tan bien. Ni siquiera se preocupa de ello. De momento, ve en la humanización del sistema de adjudicaciones el mejor medio de dar a los penados una oportunidad de subsistencia fuera de los muros de la prisión. Al mismo tiempo, sigue luchando con éxito contra la corrupción y la crueldad de los centros penitenciarios. Intenta apoyar su política en los burgueses, comerciantes, artesanos y armadores, que se muestran de acuerdo con sus objetivos, solicitando a Londres la transformación del consejo legislativo en una cámara representativa, fruto de elecciones generales abiertas.
Al mismo tiempo, el secretario de la colonia, alegando supuestos motivos personales, solicita una prolongación de sus vacaciones y parte rumbo a Inglaterra.
A John le gustaba más decir «el secretario de la colonia» que Montagu, y «mi secretario particular» que Maconochie. Pero no servía de mucho. Ambos conceptos se habían convertido en unos vocablos tan ominosos como los nombres propios. La amargura de su aburrida y torturada mente no se dejaba desacerbar tan fácilmente, recurriendo tan sólo a los trucos del lenguaje.
Maconochie. Montagu. ¿Por qué se disgustaba sólo por dos caballeros de dudosa moralidad? Había cientos y cientos de hombres así en el mundo.
Tampoco servía de mucho mirar las cosas a vista de pájaro. Para librarse de la amargura y recuperar su peculiar manera de examinar cuidadosamente las cosas, no cabía recurrir a la estratagema de quedárselas mirando fijamente.
El que Londres denegara convertir en parlamento el consejo legislativo, había sido obra de Montagu. Las consecuencias fueron desastrosas: los comerciantes y artesanos se sintieron decepcionados, como si intentaran darles largas. Creían que sir John había dado el primer paso sólo para impedirles que ellos dieran el segundo.
—En los informes que envía a Londres —decían— no habla como con nosotros.
Y, para colmo el caso, Coverdale.
A resultas de una caída de caballo, un anciano está agonizando. Su familia manda llamar al doctor Coverdale, médico penado del departamento de sanidad del gobierno. El mensajero no espera a que vuelva el doctor, que se halla ausente, y deja el aviso. El médico no lo ve. Tal vez el viento se ha llevado la nota. El paciente no recibe ningún tratamiento y muere. La familia se hace eco de las explicaciones del mensajero, quien asegura haber dado aviso personalmente al médico, y exige el castigo del doctor Coverdale y la destitución del cargo que ostenta en el departamento de sanidad. Montagu se empeña en que el gobernador dicte sentencia con arreglo a los testimonios presentados. Pero pronto se plantean dudas sobre la credibilidad del mensajero. Los colonos se ponen de parte del médico, de quien hasta la fecha no se ha recibido ninguna queja. El gobernador habla con él, luego con los colonos y quiere oír también al mensajero. Montagu le insta a que no dé marcha atrás en la sentencia. Lady Jane, en cambio, considera inocente al médico y no está dispuesta a guardarse su opinión. El gobernador descubre ciertas contradicciones en la declaración del mensajero y acaba rehabilitando al médico y reponiéndolo en su antiguo cargo.
A partir de ese día, la lectura del Van Diemen’s Chronicle deja de constituir una alegría para Franklin. Se le llama incapaz e indeciso. Se le acusa de ser la triste sombra de un héroe del Polo que se deja pisotear por las zapatillas de su mujer y de hacer siempre lo que ésta le dicta. Ella es el verdadero gobernador. Por primera vez en su vida tiene que buscar una palabra en el diccionario. Según dicen, no es más que un imbécil: «alelado, necio, torpe, escaso de razón y débil». Sospecha que el secretario de la colonia actúa en connivencia con el editor del periódico. Montagu pone el grito en el cielo. Pero poco después se descubre que no decía la verdad, pues el propio editor se jacta del poderoso apoyo con el que cuenta. Entonces Montagu cambia de estrategia y empieza a hablar de malentendidos. Afirma que hace años que es coeditor del periódico y que ya se lo había comunicado hacía tiempo a sir John. Por lo demás, asegura que apenas tiene influencia en el trabajo de redacción. Sir John ve las cosas de forma muy distinta. Ahora ya conoce a Montagu. Lo destituye del cargo.
Montagu, sorprendido en flagrante embuste, pierde definitivamente cualquier sentimiento de culpa, toda sombra de duda de sí mismo. Está impregnado de sentimientos solemnes. La mentira es verdad.
Todo el mundo puede oír de sus propios labios que lady Franklin ejerce un influjo de hechicera sobre el gobernador. Al mismo tiempo, se dirige a ella invocando su amistad y le pide que abogue por él ante sir John. Se muestra tan contrito que ella, por compasión, accede a lo que le pide, pues está convencida de la reconciliación de todos los hombres de buena voluntad. No consigue nada de sir John. Montagu tiene entonces que contentarse con presentar su intervención, frente a toda lógica, como una prueba más de su entrometimiento en la política. Inmediatamente después, abandona la Tierra de Van Diemen y se traslada a Inglaterra para hacer todo lo posible para destituir a John Franklin como gobernador. En Londres, el nuevo ministro de las Colonias es lord Stanley, ante quien goza de cierto ascendiente.
—Detalles —decía John a Sophia—. Sólo especificarlos lleva ya su tiempo, y la suma puede resultar penosa. Pero no depende de la política. Yo mismo me he equivocado en algo. ¿Por qué no fui capaz de despedirlos a los dos a su debido tiempo?
Fiesta de Tasman de 1841, día de la gran regata.
John llevaba cinco años en el cargo. Como ya dominaba el oficio, sabía que había otros gobernadores mejores que él. En aquella profesión, la navegación era importante, pero no bastaba sólo con ese elemento.
En todo el puerto ondeaban las banderas azules en cuyo centro brillaba un brote de acacia de color de plata. La propia lady Jane había diseñado el emblema antes de partir a Nueva Zelanda. La acompañante del gobernador era Sophia Cracroft, que ocupaba el puesto de primera dama, cuando aquél bajó a la marina a inaugurar la fiesta.
Iba vestido con el uniforme azul de capitán de la Armada, con todos los botones bien abrochados. Llevaba puesto el bicomio, que le cubría la calva y la vieja cicatriz de la frente. Últimamente, el tiro de la cabeza se consideraba en la colonia una excusa para hablar de la lentitud de sir John. Llevaba en la mano un ramo de rosas rojas, «rosas inglesas». Hasta con los símbolos tenía un montón de cosas que hacer en su condición de gobernador. Sophia le había dicho algo. La miró a los ojos con expresión de duda.
—Perdón, ¿cómo dices?
John oía cada vez peor con el oído derecho. La sordera, la herencia de Trafalgar que con tanta frecuencia había fingido para ganar tiempo a la hora de responder, se había hecho ahora realidad. Era lamentable que los caballeros tuvieran que mantenerse siempre a la izquierda de las señoras por culpa del sable. Tampoco podía pegarse demasiado a Sophia, pues ahora estaban de moda los miriñaques. Las mujeres resultaban mucho más voluminosas con aquel armazón en forma de campana.
Sophia repitió su pregunta:
—¿Estás triste?
—Triste no, sordo —repuso él— y un poco más ciego que antes. Ahora veo más cosas, incluso más deprisa, pero los detalles los percibo peor. Además, se me olvidan muchas cosas.
Se dio cuenta de que con Jane no hubiera podido quejarse de su situación con tanta claridad.
Jane creía en la bondad, estaba dispuesta a confiar en todo el mundo y le gustaba discutir. Pero cuando chocaba con una mezquindad o una susceptibilidad demasiado grande, se volvía fría y desagradable. Se retiraba levantando la ceja con displicencia y se marchaba a otra parte. Ahora estaba en Nueva Zelanda, oficialmente por los nervios. Pero lo cierto es que estaba harta de la estrechez mental de los tasmanos. ¿Hubiera debido mantenerla al margen de los asuntos del gobierno? ¿Hubiera debido dejarla colaborar más estrechamente con él?
La banda del regimiento afinaba sus instrumentos. Sophia le decía algo. John permaneció de pie y se inclinó hada ella con el oído bueno.
—Me gustaría luchar por algo —decía—, pero todavía no sé por qué.
John observaba su graciosa naricilla furiosa. Sophia era una señorita tranquila, más propensa a la reflexión que a enfurecerse como una salvaje. Por eso resultaba un tanto extraño y emocionante ver que se le hinchaban las aletas de la nariz. John desvió la mirada y sonrió a un niño, que se puso radiante. Continuaron su camino. No volveré a sonreír, pensó. Imbécil, escaso de razón.
«Es un irresoluto empedernido y un coloso bienintencionado. Por desgracia, tiene la funesta tendencia a pronunciar discursos en serio. Pero por lo menos no es veleidoso».
Lo había escrito Lyndon S. Neat, uno de los adivinadores de la personalidad de la redacción del True Colonist. Unas líneas más abajo decía:
«Sir John se mueve en sociedad como un león marino en tierra».
Por lo menos ese Neat no era un niño mimado de los ganaderos, y eso ya era mucho. Pero ¿no podía un tipo así hacer nada mejor que admirar y ridiculizar alternativamente a un gobernador acosado? ¿No podía ponerse en el bando adecuado y dar un poco de importancia a lo que escribía? Bueno, probablemente no le interesaba cambiar.
—¿Que por qué vas a luchar? —decía John a su sobrina—. Llevas una temporada preocupada por el asunto.
¿Entendería Sophia esas frases? La experiencia le había enseñado que casi nadie entendía lo que se le decía, aunque todos pretendían entenderlo todo. Todo el mundo se enfadaba cuando se dudaba de esta capacidad. Incluso lady Jane.
En cambio, Sophia quería aprender de él. Después del doctor Orme, era la primera persona en la vida de John que realmente quería aprender algo de él. Últimamente se le había metido entre ceja y ceja lo de la lentitud. También ella se movía despacio, pero en su caso resultaba incluso un encanto.
Ya estaba bien. John se acercó a la barandilla y se dirigió a la multitud expectante:
—En nombre de Su Majestad la reina —pausa para la reina—, declaro inaugurada la regata del centésimo nonagésimo nono aniversario del descubrimiento de Tasmania.
Vítores, disparos de morteros. Comenzó a tocar la banda del regimiento. John volvió a sentarse en la tribuna, al lado de Sophia. Cogió el catalejo y se dispuso a esperar la salida de las piraguas de cuatro remos. Era una lente estupenda. John observaba los puestos de cerveza y de queso, las tómbolas y las barracas de tiro al blanco, los niños y las flores. Al menor movimiento del catalejo, podía recorrer con la mirada centenares de rostros vueltos hacia el punto de partida. El muelle entero estaba atestado de gente. Sólo empezaba a verse algún claro al fondo, en el espigón. A lo lejos había un hombre ligeramente aupado sobre el muro del malecón. Era el único que no miraba al punto de partida, sino al mar. Evidentemente, todo aquel ajetreo nada tenía que ver con él. Esperaba algo más importante, algo que tal vez estaba ya a punto de llegar. La lente era buenísima, sin duda, pero el hombre estaba demasiado lejos, y apenas podía distinguírsele la cara. Probablemente una nariz encorvada y una frente poderosa. Un viejo. Miraba… no «como un águila», sino «como águila». John se dio cuenta de que la imagen empezaba a temblar.
—¡Señor Forster!
—¿Excelencia? —El jefe de policía hizo una reverencia.
—Coja el catalejo. ¿Ve a aquel viejo del rompeolas?
Parecía como si el señor Forster no hubiera tenido nunca un catalejo en sus manos. Graduaba constantemente la distancia y la nitidez de la lente, buscando el horizonte. Ahí lo tenía, por fin.
—Es un penado recién salido de la cárcel.
—¿Su nombre?
—Probablemente es falso. Perdone Su Excelencia, pero se hacía llamar John Franklin.
—¿Qué es eso de «se hacía llamar»? —preguntó John; pero no se quedó a esperar la respuesta. Oía vagamente voces que le hacían preguntas y le saludaban, cuando por fin se dio cuenta de que llevaba un buen rato andando y de que se dirigía al rompeolas atravesando los puestos de cerveza y queso.
Se detuvo a diez pasos del viejo.
—¿Sherard Lound?
El hombre no reaccionó y siguió mirando a la lejanía mientras comía. Desmigaba un panecillo que sostenía en su mano izquierda e iba metiendo… ¡qué raro!, ¿dónde metía los pedazos? John lo veía de perfil, sólo la parte izquierda del rostro. Era como si el hombre echara los trozos de pan en la oreja derecha. Oyó la voz del señor Forster que hablaba detrás de él:
—No se asuste, es que…
John se acordó entonces del nombre, y gritó:
—John Franklin!
El hombre volvió un poco la cabeza y se puso otra vez a mirar hacia el mar. John se le acercó por detrás. Ahora estaba a su derecha. Se quitó el sombrero y a medida que lo bajaba fue apareciendo, pulgada a pulgada, el rostro de Sherard: una enmarañada cabellera blanca, una frente morena surcada de arrugas. De pronto la piel era mucho más blanca, justamente debajo de la sien: una cicatriz. Pero por encima de todo se le quedó clavada una imagen en los ojos. El rostro de Sherard le recordaba la pesadilla en la que la figura simétrica se convertía en aquel desgarrón lleno de pinchazos y jirones. Aquello ya no era un rostro.
La mejilla derecha no tenía carne. Quizá un sablazo o tal vez una quemadura. Faltaba la mejilla entera y quedaban a la vista los dientes y los huecos de las melladuras.
—Probablemente sirvió en la Armada durante las guerras napoleónicas —comentó el señor Forster—. Se ha vuelto…, perdóneme usted…, imbécil. No habla con nadie. Se ha pasado quince años en Port Arthur.
—¿Por qué?
John se sentó junto a Sherard, volvió a calarse el sombrero y se puso también a mirar al mar.
—Piratería —repuso el señor Forster—. Cuando lo pescaron nuestras fragatas, se hallaba en posesión de un bergantín inglés que navegaba hacia el Atlántico sur.
—Déjeme solo —contestó John—. Despida a todos. Ya volveré luego.
Permanecieron sentados en silencio. Sherard seguía desmigando su panecillo y echándose los pedazos en el agujero de la mejilla. Se metía los pedazos hasta el fondo, poniéndose la mano delante mientras masticaba, para que no se le salieran. Parecía haber encontrado la paz. Debía de estar esperando algo, pero no daba muestras de impaciencia. Su vista permanecía clavada en el horizonte, aunque no daba la impresión de que la llegada fuera a producirse de un momento a otro. John pensaba en la isla de Saxemberg, que nunca fue encontrada.
Sherard había dicho entonces:
—Si no la encuentra nadie, será mía.
—¿A dónde querías ir, Sherard? ¿A Saxemberg?
Ni la menor reacción. John contempló de nuevo la mejilla descamada y pensó qué era realmente lo que tenía de espantoso. A todos les gustaba que los mirase un rostro hermoso y agradable. Todos deseaban verse reflejados en una cara así y se asustaban cuando veían una mueca de burla o amenaza, una boca que pareciera echar espumarajos o maldecir con dientes de calavera. ¡Eso era todo! Una vez que se era consciente de ello, el rostro de Sherard se podía soportar.
Pero John no era dueño de sus sentimientos. Sólo en apariencia atañían a aquel rostro. Tenía la sensación de no tener dónde agarrarse y no sabía si estaba triste o contento, si sentía compasión o curiosidad. Lo que pasaba por su cabeza no resultaba molesto por lo extraño. No era un campo de batalla sino más bien una superficie acuática agitada por el viento, sobre la que flotaba la espuma de los pensamientos como ocurre con el mar de fondo cerca de la costa.
Todos se han ido, pensaba. Mary Rose, Simmonds, Mockridge, Matthew. También Eleanor me ha abandonado. No hice más que adelantarla. Y ahora vuelve Sherard, terriblemente golpeado, y no es más que un penado que lleva mi nombre, gobernado por mí, castigado por mí.
Súbitamente se preguntó si era una buena persona. No era más que una de tantas preguntas sin respuesta que le acosaban y atacaban, como las obras de arena del mar. John estaba dispuesto a admitir cualquier pregunta y aguantar de buena fe lo que pudiera traer consigo. Nunca he sido bueno, pensó. Ni siquiera la lentitud hace buena a una persona. Y en cuántas ocasiones no hubiera debido incluso ser peor…
Entonces Sherard, sin apartar la vista, le tendió el panecillo para que tomara un bocado. Los alimentos Lound para casos de emergencia, el «Puerto Franklin», la refrigeradora, el milagro de los panes y los peces. John volvía a tenerlo todo presente. Cogió un pedazo y se puso a masticar con los ojos arrasados de lágrimas. Como un cocodrilo, pensó. Al final no tuvo más remedio que echarse a reír. Qué lejos estaban Maconochie, Montagu y la política tasmana.
Sherard Lound estaba allí sentado, escrutando pacíficamente el horizonte. Una piedra en la ribera que ya no se puede sacudir. Ha alcanzado mi meta, pensó John.
Se puso las manos ante los ojos y contempló atentamente la oscuridad. Cuando volvió a mirar a su alrededor, no sabía cuánto tiempo había pasado. Ahora ya todo resultaba muy claro, niños, barcas y barracas de feria. Los rostros que le miraban parecían amables. Se sentía muy despierto, vivo, agradecido por su vida, con fuerza en la cabeza y en los miembros. Extrañamente joven.
Forster se acercó:
—Excelencia, la entrega de premios. Los ganadores están listos…
John sonrió sencillamente:
—¡Los ganadores pueden esperar!
Sherard vivía ahora en el palacio del gobernador. Nadie sabía si se daba cuenta de las cosas ni si tenía algún juicio. Se pasaba sentado todo el día en el mismo punto de la ribera, con la mirada extrañamente despierta.
—No vivirá ni seis semanas —aventuró el doctor Coverdale, que lo había examinado a instancias del gobernador—. Su enfermedad es incurable. Pero se le ve más satisfecho que nosotros.
—Quizá haya encontrado el presente —murmuró John—. En cualquier caso, muere como un descubridor.
El doctor Coverdale lo miró de arriba abajo con asombro.
John se confesó a sí mismo que se había enamorado de Sophia, pero no le dijo nada a la muchacha. Paseaba con ella por el parque poniéndose a su derecha, sin sable, y desde la ventana la veía moverse cuando paseaba sola. Tomaba el té con ella, dando vueltas sin parar a la taza y contándole historias de William Westall y hablándole de la línea de costa del Ártico. No iba a permitirse más libertades. Si había vuelto a encontrar el amor, ya podía dejarlo en su sitio. Todos sus actos tenían la virtud de hacer ya mucho tiempo que duraban o de estar pensados para que duraran. No creía que ninguna excepción a esta regla pudiera proporcionarle la felicidad. Una noche, Sophia se vio a solas con él en la sala y se echó súbitamente en sus brazos. Sir John le acarició suavemente los cabellos, mientras repasaba a toda prisa el orden del día del consejo legislativo para mantener la calma. Cada párrafo terminaba con estas palabras: «¡Tu esposa se llama Jane!». Luego la besó en la frente. Pero eso fue todo.
—Seguramente no tardarán mucho en destituirme, así que ya puedo olvidarme de las estrategias.
Ya no le hacía falta tener en cuenta la opinión de los señores de botas lustrosas ni la de sus periódicos. Quería aprovechar el tiempo que le quedaba para dejar tras de sí un rastro perdurable. Volvió a cartografiarse todo el litoral de la isla y se añadieron nuevos comentarios a las cartas de marear. Los balleneros y mercantes matriculados en la isla quedaron exentos de todos los derechos de puerto. El número de barcos aumentó rápidamente.
—A esta tierra le vendrían bien más marinos —decía John en público.
Contra las airadas protestas de algunos grandes terratenientes, hizo todo lo posible por privar a la isla de su condición de colonia penitenciaria. Solicitó de Londres el cambio de nombre. En adelante, se llamaría Tasmania, en vez de Tierra de Van Diemen, pues los comerciantes, artesanos y vecinos de la ciudad se denominaban con orgullo tasmanos y odiaban su antiguo nombre. John dejó de preocuparse por la oposición que pudiera encontrar en ambos consejos y fundó un Museo Tasmano de historia natural, acabó las obras del parlamento con los pocos fondos de que disponía y subvencionó el teatro. Compró tierras a orillas del río Huon, arrendándoselas por poco dinero, en condiciones generosas, a antiguos penados. Se pasó semanas hablando noche tras noche de cuestiones pedagógicas con eruditos, eclesiásticos y colonos. Quería fundar una escuela.
Cuando lady Jane regresó de Nueva Zelanda, hizo que le acompañara con el mayor descaro a todas las reuniones de ambos consejos. Aunque no tenía voz en ninguna de las cámaras, no se perdía ni una sola sesión. Por mucho que no fuera oficial, la significación de la que gozaba resultaba notoria. Enseguida bajó la marea de voces y rumores hostiles. Empezó a cundir la opinión de que si el gobernador elegía a los consejeros que él consideraba más adecuados, ello no se debía a la debilidad de su carácter sino a la potestad de su cargo.
La bajada de los precios del grano y de la lana hicieron que escaseara el dinero en la colonia. Eran malos tiempos. Para colmo, Londres enviaba ahora más penados que nunca, a la vez que abolía por completo el assignment. Había que construir nuevos establecimientos penitenciarios y se tenían que conseguir más fondos para mantener a los prisioneros. Franklin utilizó cuanto pudo su facultad de conceder indultos a los reos de delitos menores, vigilando con desconfianza al personal de prisiones. Sólo seguían estando en contra suya algunos grandes terratenientes, restos del partido de Arthur, y unos cuantos fiincionarios de las cárceles.
—Bastarán para hacerme caer —comentó un día a Jane con el mayor aplomo.
—Pero primero hagamos un viaje a la parte que todavía no conocemos de la isla —le pidió ésta.
—Y, mientras tanto, sigamos haciendo consultas sobre la nueva escuela.
Sherard traía suerte o, lo que era más probable, mantenía alejados de allí la desgracia y a todos quienes pudieran causarla. No decía nada, quizá tampoco entendiera nada, pero todos los que no evitaban visitar la casa del gobernador notaban su efecto: el choque, la tristeza, la reflexión, la mayor calma y serenidad, las ganas de hacer cosas. John consideró la posibilidad de permitir que Sherard asistiera a las sesiones del consejo, pero desechó la idea por juzgarla demasiado insensata. También la desechó por respeto al amor que Sherard sentía por el mar. Para él una sesión hubiera sido una pérdida de tiempo.
Pese a las palabras del doctor, no daba la impresión de querer morirse. Era evidente que se alegraba de ver todos y cada uno de los barcos que arribaban a la desembocadura del Derwent. No sólo eran naves con prisioneros. La vieja Fairlie trajo también a muchos científicos, entre ellos a los geólogos polacos Strzelecki y Keglewics, el agrimensor que tenía una sed insaciable de precisión y aquel alma enfermiza. Unas semanas más tarde entraron en el puerto las embarcaciones Erebus y Terror, al mando de James Ross, el amigo de John, que iba a explorar la Antártida. Franklin hizo construir de su propio peculio un observatorio astronómico para él.
Parecía que la mirada de Sherard atraía hacia la isla desde más allá del horizonte a todas las personas de buena voluntad, manteniendo a todos los demás fuera del alcance de su vista.
—En la nueva escuela se tiene que enseñar qué es lo duradero, sin aburrir al alumno —meditaba la gobernadora—. Eso es justamente lo que no saben hacer en las escuelas.
Llovía a chaparrones. Apenas podía encenderse fuego. Y eso que Gavigan, uno de los integrantes del equipo de penados que los acompañaba, hacía lo que podía. Y todos los excursionistas estaban tan contentos como chiquillos.
«El gobernador vuelve a hacer lo que se le antoja», había escrito el reportero del Chronicle. «En vez de preparar su partida, que presumiblemente tendrá que realizar en fecha próxima, emprende un viaje por la selva en compañía de su esposa y una banda de penados».
Ahora empezaba a humear el fuego.
—Los escolares tienen que aprender a descubrir las cosas. Sobre todo su propia manera de ver y su velocidad específica, cada uno la suya —decía John.
Jane guardaba silencio, pues sabía que cuando John mantenía la vista dirigida a un punto determinado era que todavía no había acabado de hablar.
—Las malas escuelas —siguió diciendo— impiden a todo el mundo ver más allá de lo que ve el profesor…
—Bueno, pero por otro lado no se puede obligar a los profesores a ver más de lo que ven…
—Respeto es lo que tienen que tener —replicó John—, y no meter prisas a la gente. Y también tienen que saber observar.
—¿Pretendes conseguirlo por decreto?
—Pretendo demostrarlo. El respeto lo da la vista. Los profesores no sólo deben ser maestros. También tienen que ser descubridores. Yo tuve uno así.
—En nuestra condición de fundadores, no podemos dictar más que las disciplinas académicas —apuntó Jane.
—Y como la Iglesia diga lo contrario, ni siquiera eso. ¡La Iglesia lo que quiere es latín!
—¿Y qué es lo que quieres tú? —Todo lo que dé una oportunidad al alumno: matemáticas, dibujo y sobre todo observación de la naturaleza.
El aguacero arreciaba. El fuego se estaba apagando. John cerró la puerta de la tienda. Jane apoyó la cabeza entre el hombro y el cuello de John.
—Debes escribirle todo eso al doctor Arnold, de Rugby. Quizá conozca algún buen rector para la escuela.
Los penados respondían bien, sobre todo Gavigan, el más viejo, un tipo gordo y fuerte, de ojos enrojecidos por las horas de vela y la presencia de ánimo. También French era sensato y leal. Éste daba la sensación de medir lo que dos hombres juntos de estatura mediana puestos uno encima de otro: llegaba a los siete pies y dos pulgadas. Cuando tenían que cruzar algún río, él era el primero en echarse al agua, fiado de su altura, y, aunque tocara enseguida fondo, nunca dejaba de hacer pie. Los otros diez se mostraban siempre tan celosos como sólo sabían serlo los penados cuando esperaban poder salvar su dignidad por unos meses.
En una trocha, Jane se torció el pie y tuvieron que llevarla en una especie de angarillas. Seguía lloviendo y los ríos se salían de sus cauces. Iban escasos de tiempo: hacía varias semanas que los esperaba una goleta en la desembocadura del Gordon, y ya iban con retraso. Finalmente encontraron un río, el Franklin, que no se podía cruzar como no fuera en barca. Si la goleta los dejaba en tierra estaban perdidos, pues mientras tanto los arroyos que habían logrado vadear con toda tranquilidad se convertirían en caudalosos torrentes. No cabía dar marcha atrás.
—Tiene que cruzar uno y dar aviso —dijo John.
—Yo llevaré a Gavigan a hombros —repuso French tras quedarse cavilando un rato—. Yo hago pie y su peso me dará estabilidad.
Cogió al gordo a hombros y se echó al agua. Aunque pronto volcaron y desaparecieron en los rápidos, lograron llegar sanos y salvos a la otra orilla y gritaron, haciendo bocina con las manos:
—¡Kuuii!
Era una palabra de los aborígenes tasmanos que significaba «¡hurra!». Recorrieron las quince millas hasta la desembocadura del Gordon en menos de cuatro horas, dando con el recodo en el que se hallaba la goleta en el preciso instante en el que se disponía a levar anclas. Lograron detenerla y que les dieran algunos víveres. Cinco horas más tarde estaban otra vez a la orilla del río Franklin gritando:
—¡Kuuii!
A los dos días tuvieron listo un buen bote de remos con el que todo el grupo pudo verse en la otra orilla sin mojarse lo más mínimo la ropa. El viaje había terminado bien. John condonó a sus salvadores el resto de su pena. En cuanto se vieron libres, se casaron. Porque ésa era otra de las cosas que distinguía a los penados de los demás ciudadanos: los penados no podían casarse.
Sherard ya no podía bajar a la orilla del mar a ahuyentar el peligro. Tenía que acostumbrarse al lecho de enfermo, y lo hizo sin oponer resistencia. Definitivamente, 1843 iba a ser el año de la muerte de Sherard. Cada vez se parecía más a un águila y estaba tan pálido como una hoja de papel.
Un buen día apareció un barco en la rada de Hobart Town. Bajó a tierra un hombre que se quedaba boquiabierto a cada paso. Pidió que le indicaran cómo se iba al palacio del gobernador, y ante cada explicación que le daban decía:
—¡Qué extraño! ¡Qué extraño!
Deseaba hablar con sir John. Cuando por fin le concedieron audiencia, lo único que hizo fue pronunciar su nombre:
—Eardley Eardley —dijo, como si esperara alguna reacción especial.
John hizo una cortés inclinación de cabeza y siguió mirándolo fijamente.
—Eardley Eardley —repitió el hombre con asombro.
John le dio las gracias por repetir tan amablemente su nombre, pero le dijo que no hacía falta que siguiera naciéndolo.
—¡Es que así es como me llamo! —replicó el recién llegado—. Soy su sucesor en el gobierno de la Tierra de Van Diemen. Aquí tiene el comunicado de lord Stanley.
El esperaba que John le presentaría entonces con gran pompa a todos los funcionarios, pero lo único que hizo fue soltar una sonora y prolongada carcajada. Finalmente se encogió de hombros:
—El señor Montagu debe haberme imputado todo tipo de infamias. ¡Cómo se podrá hacer una cosa así!
Luego se retiró a hacer el equipaje.
Sherard se quedó a morir en Tasmania.
Hepburn obtuvo un cargo de celador en la nueva escuela. La pequeña Ella lloraba por tener que dejar allí su pequeño pony. Sophia lloraba porque sabía que el hombre al que amaba era tratado injustamente y de un modo ofensivo.
—¡Si yo fuera la reina! —exclamaba entre sollozos.
Lady Jane reía, lanzaba maldiciones y organizaba el traslado con la visión panorámica que la caracterizaba.
A la hora de la despedida, la playa y el puerto se hallaban abarrotados de público. Sólo ofrecía este aspecto el día de la gran regata John contra trescientos hombres a caballo y más de cien carruajes. Muchas familias de los colonos vinieron también desde muy lejos para decirle adiós. Estrechó la mano de una ingente cantidad de mujeres y hombres, muchos de los cuales no podían contener las lágrimas. Vinieron antiguos penados, marinos, labradores modestos, aprendices de sastre y tramperos, entre ellos el doctor Coverdale y el robusto señor Neat, del True Colonist, que se le echó encima y le cogió la mano al tiempo que decía:
—Si algún día esta tierra encuentra el camino de la dignidad y las relaciones de buena vecindad, habrá sido por seguir las huellas que nos dejara el noble y paciente espíritu de Su Excelencia.
A Neat le sudaban las manos. Pero ello no restaba en modo alguno finura a sus grandilocuentes palabras de consolación. John puso aquella mano húmeda sobre su corazón y dijo, inclinando levemente la cabeza:
—Lo único que pretendí fue que todos tuvieran una oportunidad.