16

LA COLONIA PENAL

«Le sorprenderá un poco sir John», escribía el doctor Richardson a Alexander Maconochie. «A veces da la impresión de que no se entera bien de todo. Se ríe o murmura algo para sus adentros y da unas respuestas evasivas siempre que quiere meditarlas un poco. Pero es un hombre de corazón. Podrá usted hallar en él un amigo, con tal que…».

Richardson tachó las palabras que había escrito después de la coma. En su lugar puso: «… En fin, le he recomendado que haga de usted su compañero de armas». Tampoco acababa de gustarle del todo esta frase, pero no ocultaba tanto lo que pretendía expresar.

«No espere usted de sir John que actúe nunca a la ligera. Ayúdele con su presencia de ánimo contra todas las maldades».

Richardson vacilaba. ¿Por qué escribía eso? ¿Dudaba de Maconochie? Volvió a tachar la frase. Luego lo pasaría todo en limpio.

«Ni siquiera en las situaciones más dudosas se pierde nunca. Incluso en política…». No, mejor cambiarlo: «Lo mismo puede decirse, sin duda…». Otra vez la palabra duda. ¡Tachado!

¿Y si Franklin no encontraba ningún apoyo en Maconochie? ¿Y si no entendía la política? ¿Y si estaba ciego para las relaciones de poder? En tal caso, tampoco servía de nada escribir una carta. Richardson rasgó el papel, lo tiró al suelo y cruzó las manos. Cuando una carta no quería salirle, lo mejor era sustituirla por una oración.

El navío Fairlie iba lleno hasta los topes. Emigrantes, aventureros, eclesiásticos, gente con ganas de hacer carrera, reformistas, y entre ellos el nuevo gobernador de la Tierra de Van Diemen, con su esposa y su hijita, Ella, además de su sobrina Sophia Cracroft, que tenía veinte años. También iba a bordo su secretario particular, Maconochie, con su numerosa familia. Le acompañaba asimismo Hepburn, su camarada del Ártico, siempre fiel y servicial. Había engordado un poco, pero también eso era un consuelo. Sir John oía a todas horas «Su Excelencia» por aquí, «Su Excelencia» por allá. Parecía que todos se hubieran embarcado para poder dirigirle la palabra en algún momento.

—Esto es sólo para que lo pruebes —decía lady Jane.

—Un buen ejercicio —comentaba sir John.

La Tierra de Van Diemen. Había sido descubierta en 1642 por el holandés Abel Tasman, y hasta finales del siglo XVIII se la había considerado parte de la Terra Australis. Matthew Flinders y su amigo Bass habían sido los primeros en costear y cartografiar la isla. Desde 1803 se había convertido en un penal, y a partir de 1825 en una colonia independiente de Sydney, en la que también vivían colonos auténticamente libres, que no habían llegado a la isla en calidad de penados.

Prácticamente no había más cuestiones históricas. John conocía también todos los detalles geográficos, la situación de los principales asentamientos, cabos y montes, así como los nombres de los ríos descubiertos hasta la fecha. Uno de los ricos inversores que viajaban a bordo de la Fairlie había comentado:

—Con nosotros llega una nueva era a la Tierra de Van Diemen. ¡Con nosotros y con sir John!

La isla iba a convertirse en un granero del sur y en uno de los más bellos países de la tierra, y Hobart Town en la ciudad más hermosa y… Pero ¿por qué no? John no tenía previsto pasarse sus seis años de mandato ejerciendo de director del penal. Donde había colonos reinaba siempre un sentido práctico y de tolerancia. Había algo que hacer. ¿Y los penados? Dependía del tipo de delito. Haber robado una hogaza empujado por el hambre o haber cazado furtivamente en el bosque de un lord, lo único que demostraba era que se poseía una mente sana.

El predecesor de John, George Arthur, había regido la colonia durante doce años. No había visto en ella sino un establecimiento penitenciario y prácticamente no había hecho por los colonos más que adjudicarles presos como fuerza de trabajo. Este sistema de libertad condicional y de explotación se llamaba assignment. Por lo demás, había acrecentado tanto sus propiedades que cuando abandonó la isla era un hombre riquísimo. Pero ¿cómo se las había arreglado?

En cuanto a los primeros habitantes del país, un pueblo moreno de pelo hirsuto, Arthur casi los había exterminado, sin avergonzarse lo más mínimo de llamar guerra a semejante atrocidad. ¡Ni una palabra más sobre Arthur! Sólo en aras de la disciplina, sir John pensaba actuar al principio como si fuera a continuar la labor de aquél.

En su condición de gobernador tenía que dotarse de un consejo ejecutivo y de otro legislativo, pero aunque tomara una decisión contraria al voto de éstos, nadie podría oponérsele. Sólo era responsable ante el ministro de las Colonias de Londres, y con éste, eso sí, no cabían objeciones.

Por las mañanas, otra vez aquellos pesados calambres en el cuello. Había sudado y dado mil y una vueltas en la cama. Pero eso era lo que traía consigo todo trabajo de responsabilidad. Había que soportar en su debido momento la timidez y el pánico. En una ocasión había oído decir a alguien:

—¡Si hay algo de lo que no tienes ni idea, John Franklin, es de política! Ahora tenía más de cincuenta años. Junto con su experiencia, había ido creciendo también su muerte. Poco a poco, ésta iba tomando forma: acaso otros diez años más o puede que veinte. Pero el edificio ya estaba en pie y no le hacía falta realizar ningún cambio hasta que las vigas estuvieran podridas.

Una colonia de cuarenta y dos mil personas. Bien. Al fin y al cabo, ser gobernador equivalía más o menos a ser piloto. John se decía:

—¡Es cuestión de navegación!

Leía obras de derecho administrativo y penal, empapándose de los distintos grupos sociales y de sus posibles intereses. Se ponía en el lugar del propietario rústico, que quería disponer de una mano de obra barata; del tendero urbano, que necesitaba clientes que ganaran dinero, y del funcionario, que deseaba dos cosas a la vez: reconocimiento y tierras. Reflexionando a fondo, llegó a descubrir lo que quería un preso: justicia y un trato igualitario. Pero sobre todo una oportunidad.

John se pasaba horas en cubierta comprobando de arriba abajo brazas y estays, jarcias y popeses de la Fairlie al tiempo que pensaba en las jarcias muertas y cabos de labor que comportaba el gobernar una colonia, desde las finanzas hasta la velocidad de movimientos que pudieran tener las distintas clases sociales. Sólo si estaba preparado se conocían las señales de alarma. La política no podía ser muy distinta de la navegación. Hepburn era del mismo parecer.

Richardson le había escrito comunicándole que Alexander Maconochie estaba inflamado de un gran amor a la humanidad, pero que además era un hombre activo y decidido, un aliado inmejorable para un reformador. A pesar de ser escocés, no era un hombre beato ni tampoco aburrido.

De hecho, tenía el aspecto de un reformador, más aún, de un jacobino. Su rostro flaco, de mirada penetrante, su nariz puntiaguda, la boca ancha, que mostraba siempre un rictus sensual y en cierto modo heroico, todos sus rasgos le recordaban a su maestro Burnaby. Maconochie defendía acaloradamente las nuevas teorías. Por ejemplo, la de que los blancos procedían de los negros: era la inteligencia la que aclaraba la piel.

El secretario no había empezado con buen pie: Sophia opinó enseguida que tenía una piel curiosamente oscura.

En cambio a lady Jane le gustaba por lo locuaz que era. Cuando hablaba de lo inhumano de los castigos, era capaz de decir frases muy lúcidas que le impresionaban:

—¡Al hombre no le hace ningún bien que no se le tenga en buen concepto!

Él no tenía muy buen concepto de la penitencia ni de la intimidación:

—El castigo surge del miedo y la comodidad burgueses. ¡Sólo de la educación puede sacarse algo bueno!

Un día, John replicó a una de sus tesis:

—Depende de cada caso.

Sabía que a un filósofo radical no le gustaban estas frases. Pero también a este respecto abrigaba Maconochie esperanzas pedagógicas: sir John no tenía todavía unas ideas irrebatibles, y no era de extrañar. Y eso que iba por buen camino. John pensaba: «Este Maconochie es un poco petulante. Con el trabajo práctico perderá los humos».

Cuando aparecieron en el horizonte los oscuros acantilados y los escarpados montes de la Tierra de Van Diemen, lady Jane se puso casi triste. Por ella, que era tan viajera, la travesía hubiera podido durar todavía meses, incluso en aquel barco tan abarrotado de pasajeros. John era de un parecer muy distinto. Quería empezar a trabajar cuanto antes, y sólo de pensarlo se ponía más contento.

Ante ellos tenían una hermosa ciudad portuaria de casas blancas, al fondo de la cual se veía el monte Wellington, un caballero respetable de piel oscura cuya frente iba peinada con una raya de rocas. Una vez fondeada la Fairlie en la bahía, vino a su encuentro desde la orilla una barcaza, a bordo de la cual iba el comité de recepción. En primer lugar se acercó a sir John un hombrecillo de levita negra. Cuando no estaba haciendo reverencias, se mantenía tan erguido como un soldado. Tenía una mirada tranquila, aunque algo acuosa. Su boca presentaba el aspecto de haber dicho ya todo lo importante y de estar dispuesta a mantenerse cerrada hasta la próxima ocasión. Movía manos y brazos con extraordinaria minuciosidad, no de un modo inseguro o inquieto, sino con una mesura teatral. Era John Montagu, secretario de la colonia y el hombre más importante después del gobernador. Había sido durante diez años el más estrecho colaborador de Arthur y luego había pasado a ser administrador y yerno suyo. John saludó a los demás funcionarios puestos en fila. Se entretuvo adrede bastante tiempo en fijarse bien en nombres y rostros. Quería que sus subordinados se acostumbraran a su lentitud.

Se levantó una ligera brisa en el momento en que la barcaza se aproximaba al muelle. En las perchas de los balandros y balleneros que había fondeados, empezaron a brillar y a repicar todos los cabos, como si de un regocijado aplauso se tratara. En la orilla había colonos, militares, funcionarios, sólo unos cien a caballo, y detrás de ellos más de treinta coches atestados de señoras que no paraban de hacer señas. John no daba crédito a sus oídos. A lo largo ae toda la playa se oían vítores; sí, sí, vítores.

De repente le vino una idea a la cabeza: quizá no proceda ir a pie hasta palacio, sino a caballo. ¿Y qué discurso voy a pronunciar, si además tengo que hacerlo montado?

Lucía el sol. En el muelle había dispuesto un pequeño estrado y a su lado estaba ya listo lo que John se temía: un caballo. Un robusto muchacho lo sujetaba de las riendas.

Montagu ya había empezado. Le dio la bienvenida, expresó sus mejores deseos, alegrándose en nombre de todos, saludó varias veces y concluyó embargado por la emoción. John echó una ojeada de precaución al caballo. Resoplaba, agitaba la cabeza y a punto estuvo de arrancarle de las manos las riendas al muchacho. John se dio cuenta de que ahora le tocaba a él.

Pronunció la única frase que se había pensado en el barco:

—¡Deseo que todo el mundo tenga una oportunidad!

El caballo bizqueaba, resopló varias veces y se puso a cocear.

—Ahora no pienso montar —anunció John—. Primero quiero echar una ojeada a la ciudad…, pero a pie.

Sonrisas de aprobación. Alguien exclamó:

—¡Escuchad, escuchad!

Sir John, erguido como una estatua, aguardó a que se hiciera de nuevo el silencio. Luego ordenó al muchacho que se llevara de allí al caballo.

—Ya me las he visto así —añadió a media voz. A continuación se puso en movimiento, mientras los demás le seguían con paso solemne y un tanto sorprendidos.

John estudiaba informes, actas, reglamentos de sesiones, registros de la propiedad, sentencias judiciales. Tropezaba constantemente con nuevas expresiones técnicas, como, por ejemplo, land-grants. Se trataba de las concesiones de tierras mediante las cuales el anterior gobernador había logrado granjearse, hasta hacía unos pocos años, la amistad y la gratitud de muchos en todos los ámbitos en los que las pudiera necesitar. La fortuna personal de Arthur había salido, dando alguno que otro rodeo, de aquellas land-grants. Por otro lado, John investigaba sin resultado alguno en los inventarios del registro de la propiedad, por si encontraba rastro de Sherard Philip Lound. Pero ni aquí ni en Nueva Gales del Sur había ningún colono con ese nombre.

Los periódicos constituían una lectura de lo más extraña. El Van Diemen’s Land Chronicle decía del nuevo gobernador:

«Es uno de los tíos más duros del mundo, pero además un caballero intachable. Ahora tenemos el gobernador que siempre habíamos deseado. Si sir John no sigue demasiado de cerca los consejos del señor Montagu, los fantasmas de Arthur sólo se nos aparecerán en sueños por las noches y no, como hasta ahora, a plena luz del día, vestidos con el uniforme de policía o la toga de juez».

John no podía sentirse muy contento. A la gente de este lugar le gustaba exagerar. Volvió a enfrascarse en la lectura de sus actas.

El tercer día en el cargo. La primera sesión del consejo legislativo. Señores muy dignos, levitas negras, discursos solemnes. En las arcas del gobierno había poco dinero. Un impuesto directo sobre los colonos. ¡Imposible promulgar una ley semejante! ¿Qué hacer, pues? Antes de que hubiera terminado de pensar en ese asunto, ya había una nueva pregunta:

—¿Puede un gobernador dar órdenes al regimiento del ejército tasmano, no siendo más que capitán de Marina?

Sin más preámbulo, se pasaba a hablar de las posibles medidas a tomar contra los fugitivos que asaltaban las casas de los colonos. El debate saltaba de ahí a los setenta últimos aborígenes que quedaban. Habían sido trasladados a la isla de Flinders, al norte de la Tierra de Van Diemen, donde al parecer no habían prosperado mucho. ¿Qué tenía que ver todo aquello con bandidos, regimientos o gravámenes? Al tiempo que en su mente rondaban estos pensamientos, los otros estaban ya en la responsabilidad civil que tenía el Estado en los casos de robo a la posta. Pero luego llegaba la distribución de trabajadores penados entre los terratenientes y, antes de que John se pudiera apercibir, algunas pequeñas revisiones de los decretos de aplicación de la pena… de la pena…

Esta expresión se le enredaba cada vez en la lengua. ¿Cómo era capaz de pronunciar sin el menor fallo «decreto de aplicación», con lo insólita que era la frase, y en cambio no podía decir «aplicación de la pena»? John se enjugó el sudor de la frente. Aquello le recordaba un gallinero. Si se ponía a examinar atentamente un problema y cerraba los ojos para poder pensar tranquilo, en el intervalo ya se había planteado otro. Cuando volvía a abrirlos, el primero seguía revoloteando en su mente, todavía inconcluso, mientras el otro ya le estaba aguardando, mirándole con aire amenazador.

Haría todo lo que pudiera para que los órdenes del día fueran más lentos. Para ello tendría que recurrir al expediente de hacer públicas todas las sesiones: al no estar presentes sólo los rutinarios miembros del consejo, no tendrían más remedio que dar explicaciones de todas sus intervenciones. Si se trataban demasiados puntos a la vez, la concentración se iba al garete, sobre todo si uno llevaba en la cabeza tal caos de detalles.

Allí el único gobernador era él. Él era el único que tenía que decir cuánto tiempo se concedía en cada caso al optimismo o a la discrepancia.

A partir de ese día, las sesiones del legislativo de la Tierra de Van Diemen se hicieron públicas.

Cuarto día en el cargo. Aún faltaban otros dos para la primera visita exhaustiva que iba a realizar a los establecimientos penitenciarios y a los asentamientos de los colonos. Todo dependía de lo que viera. Sabía que detrás de tantas actas y tantos informes se ocultaba algo peor. Si los leía con tanto celo era porque, como primera providencia, quería que las actas coincidieran con la realidad. Durante la visita no podría prescindir de quedarse mirando fijamente las cosas: estaba decidido a no dejarse conquistar o deprimir por las imágenes. Era el gobernador y tenía que conseguir una perspectiva general para ver lo que se podía o no se podía hacer. ¡Hacer! No llorar, no odiar, no temblar.

Maconochie creía saber ya qué era lo que había que cambiar en la colonia. Enseguida se puso a dar consejos a sir John, quien, por su parte, le contó el viaje de salvamento que realizó Matthew Flinders aquella vez que encalló el barco.

—Cuando se navega, hay que determinar la posición de la que se arranca con la misma exactitud que el objetivo.

Pero su secretario no conocía más que la guerra en tierra firme.

Ya había hecho el viaje de inspección, visitado la cárcel de Port Arthur, visto a los últimos aborígenes en la isla de Flinders, y las minas de carbón en la que trabajaban los criminales impenitentes. Lady Jane —en contra de la opinión de los principales funcionarios— lo había acompañado hasta su interior y había sudado a chorros en sus oscuras galerías, deteniéndose en todas partes el tiempo necesario para entender a la perfección todo lo que pasaba. Sir John se había tenido que contener, había ocultado su espanto, había hecho las preguntas de rigor, mirando de vez en cuando a Jane, para apartar inmediatamente la vista de ella.

La esperanza de vida en las minas de carbón era de cuatro a cinco años. Quince o dieciséis horas diarias de trabajo. Latigazos por cualquier cosa. Carbonilla en las heridas. En Port Arthur, lo primero que preguntó fue qué eran aquellas cicatrices oscuras grabadas en las espaldas de toda un columna de presos. Respuesta:

—¡Oh, eso es el tigre de Barclay!

El propio teniente Barclay le comunicó lleno de satisfacción que hacía refrescar los verdugones que producía el tigre repitiendo diariamente los latigazos.

¿Qué tipo de gobernador se había figurado que era? Destitución inmediata. Denuncia al fiscal del Estado. Iba a presentar una querella criminal contra Barclay y un tal Slade. George Augustus Slade, de la cárcel de Point Puer, se había jactado de que veinticinco latigazos de los suyos surtían más efecto que cien de cualquier tipo. ¡De ahora en adelante se había acabado!

Pero ¡cuidado! El fiscal del Estado era un hombre de la pandilla de Arthur. Comprobar todo lo que hiciera. Apuntarlo. ¡A otra cosa!

Point Puer, la cárcel de muchachos que había en los arrecifes. Cada mes se lanzaban varios jóvenes por el acantilado, sólo por poner fin a su situación. Recientemente habían muerto dos niños de nueve años. Los había visto todavía con vida cuando fue a visitar la prisión en compañía de lady Jane y su sobrina Sophia. Aquellos cuerpos raquíticos, aquellas cicatrices. Y aquellos ojos tan grandes, quizá debido a la delgadez de los rostros. Rostros que no hacía falta que lloraran para demostrar su miseria. Sophia se había emocionado vivamente ante el destino de aquellos desgraciados, y no había podido menos que abrazar a ambas criaturas y darles un beso en la frente, para visible escándalo del guardián. Los niños musitaron que les habían pegado mucho. Después enmudecieron. Cuando al día siguiente John preguntó cómo se encontraban, le contestaron que se habían suicidado. El guardián le contó una historia de lo más ingeniosa: los pobres pecadores habían tomado a Sophia por un ángel, confundidos por su larga melena rubia, y se habían matado con la vana esperanza de volverla a encontrar en el Paraíso. John se acordó de la cara que había puesto el vigilante y pensó que la cosa había sido muy distinta. Orden: traslado forzoso por negligencia en el deber. Sin testigos ni pruebas, no se podía hacer otra cosa. ¿Qué clase de médico había en Port Arthur? ¿Qué clase de cura? No había que tener la menor consideración. Adelante. John oyó que daban una orden con tanta claridad como la que oyera a bordo de la Investigator. No quería que el asco y la cólera le desbordaran, pero estaba dispuesto a actuar. La cosa era ahora más complicada. No bastaba izar una bandera. No podía destituir de la noche a la mañana a todos los guardianes de la prisión y meterlos entre rejas. Y, desde luego, no podía destituir a sus propios ministros sin disponer de pruebas suficientes.

Después, la isla de Flinders. Le hacía mucha ilusión visitarla, probablemente debido al nombre que llevaba. Y quizá fuera lo mejor que se podía hacer por los aborígenes que quedaban en la Tierra de Van Diemen…

Sesenta y siete figuras esmirriadas y miserables, de melena enmarañada y expresión abotargada, de piel sucia y espaldas encorvadas. Eso era todo lo que quedaba. Se arrastraban lánguidamente sobre un pedazo de tierra yerma, esperando la muerte. Habían dejado de nacer niños, y era natural. ¿Qué iban a hacer las criaturas en un mundo en el que lo único que las esperaba era la isla de Flinders? Las tristes figuras se le metieron por los ojos, y aunque intentó con todas sus fuerzas echarlas fuera de su cerebro, ya habían hallado el camino y le habían calado hasta la médula. Ahí las tenía preguntándole: ¿Y ahora que vas a hacer, John Franklin? Y él respondía: ¡No dejarme paralizar!

Qué aspecto tan distinto tenían ahora las hermosas casitas blancas, los montes de un color rojo oscuro, el río azul, las señoras de mangas abullonadas y los caballeros con sus abrigos bien abrochados, cuyos severos rostros se destacaban debajo de los honorables sombreros de fieltro. Tras las pomposas palabras, aparecía una verdad bien distinta. Los policías no eran guardianes del orden. Las orgullosas mansiones de Battery Point no inspiraban ya admiración alguna por el progreso y la organización. Y las calles, la catedral de St. David, las casas…, todo había sido construido por penados.

Ahora ya sabía no sólo a qué aspiraban, sino también cuál era su vida. Los astilleros recién construidos, con su agradable olor a madera de barcos a medio acabar, qué extraños resultaban cuando uno sabía que los que fabricaban los barcos iban encadenados. Tampoco el fuerte olor a pescado que despedían las redes puestas a secar en Salamanca Place le procuraba ya el menor consuelo. ¡Cuántas veces se enganchaban en aquellas redes los muertos de los acantilados!

Sir John Franklin se parapetaba otra vez detrás de su escritorio. La mesa de despacho constituía su cuartel general. Pero no sólo quería vigilar, castigar o dirigir la guerra, sino también ganarse a las personas por cuyas venas corría la misma sangre que por las suyas. Y cada vez habían de ser más.

Había que encontrar para los aborígenes una residencia mejor que aquella isla yerma. En tono amable, pero con gran cautela, habló al respecto con Montagu. Éste no estaba de acuerdo y puso algunas objeciones. Pero al día siguiente ya iban camino de Londres los planes que tenía John sobre la instalación de una nueva reserva.

Jane dominaba a la perfección su papel de señora del gobernador. Cuando John tenía que aparecer en público, ella se convertía en una aliada siempre alerta. Se ocupaba de la cárcel de mujeres y mantenía correspondencia con una tal Elizabeth Fry, de Londres, sobre cuestiones de disciplina penitenciaria. Invitaba a las esposas e hijas de funcionarios y colonos a las conferencias de temas científicos y a los conciertos de cuartetos de cuerda que ella misma organizaba. Llevaba a sus espaldas todo el gobierno de la casa y hacía la comida, con un éxito moderado, pero a gusto de todos, para veinte personas, cada vez que el cocinero se ponía enfermo o se evadía. No tenía el menor reparo en expresar sus opiniones sobre cualquier asunto, sin preocuparse por si quedaba como una estúpida primera dama, como la señora Arthur, aunque más cultivada. Para eso había viajado tanto, leído tantos libros y observado a personas tan variadas en tres continentes distintos. Ocultaba su ingenio tan poco como su belleza. John no dependía del criterio de Jane, pero lo escuchaba respetuosamente. La amaba sin apasionamiento, pero confiaba en ella más de lo que había confiado en Eleanor. No la necesitaba a todas horas a su lado, pero tampoco le molestaba. Por fortuna, a ella le sucedía lo mismo. Si eso no era amor…, bueno, pues entonces sería estar bien avenidos.

—¡No esperes nada de Montagu! —le advirtió Jane—. Es un hombre de Arthur. Quiere hacerte depender de él y paralizarte.

—Ya lo sé —replicaba John.

—Es de los que piensan: los gobernadores van y vienen, pero Montagu se queda.

—Puede ser —respondía John—, pero sigo necesitando un primer oficial rápido, que sepa bien su oficio y me asista en el gobierno. Sin él no tengo la retaguardia cubierta para poder ocuparme de asuntos más importantes. Hepburn no es capaz de hacerlo. Maconochie tiene poca vista y, por muy tonto que suene, una mujer no puede ocupar su puesto.

Jane lo sabía.

—No puedo librarte de los asuntos del gobierno, pero sí puedo prevenirte y ahora te prevengo de Montagu.

—Bueno —decía John—, y yo a ti de Maconochie. Es un idealista. No debemos confundir el fanatismo con la política.

Jane se quedó mirándolo atentamente.

—¡Ni al revés!

Por la noche apoyaba su cabeza en el hueco que formaban el hombro y el cuello de él. Podía incluso quedarse dormida así, mientras él permanecía despierto cuidando de que ella tuviera la cabeza bien recostada. Leía y releía una novela de aventuras sin apagar la luz hasta que John llevaba un buen rato roncando. Una mañana le dijo:

—Anoche te rechinaban los dientes. Estás preocupado.

Él asintió sin hacer más comentarios.

El espíritu emprendedor de Jane tenía ya casi mala fama: a la segunda semana de llegar, era ya la primera mujer que había subido al monte Wellington, de 4165 pies de altura. No era ningún paseo, desde luego.

John Montagu se negaba a todas luces a hablar más despacio a Su Excelencia. El secretario de la colonia le recordaba en eso a los oficiales Walker y Pasley de la Bedford. Estaba al tanto de todo, poniendo inmediatamente a los demás al corriente de ello. Actuaba al primer golpe de vista y no olvidaba nada, ni un nombre, ni una cita, ni tampoco la menor ofensa. John le trataba con amabilidad, pero después de meditarlo profundamente, decidió no tratarle con más amabilidad que a los demás.

La ambición mantenía sobre ascuas al secretario de la colonia. Parecía un gato a punto de saltar. Ocultaba sus sentimientos tras una apariencia sosegada y franca. Se mostraba accesible para todo el mundo y en toda ocasión, riendo con jovialidad al tiempo que la cadena de su reloj tintineaba sobre su abombado chaleco, pero sin que su mirada acuosa se despegara ni un segundo de su interlocutor.

Cada vez que John convocaba a una sesión pública del consejo legislativo, inmediatamente se veía «preocupado» a Montagu: ¡Si precisamente se había celebrado ya una reunión de trescientos treinta y seis colonos que exigían un gobierno representativo! Este tipo de cosas sonaban en sus oídos como un timbre de alarma. Si John se interesaba por los abusos cometidos en las ejecuciones de las penas y pretendía destituir a algún funcionario, era contra el parecer de Montagu, quien ya se había mostrado contrario a trasladar a los aborígenes a un territorio mejor. Cuando John adquirió la costumbre de subir a bordo de los barcos de penados en cuanto llegaban al puerto, para explicar a los presos que no sólo tenían deberes sino también derechos, Montagu empezó a reunir a su alrededor a los antiguos aliados de Arthur. No obstante, siguió intentando que sir John rectificara su actitud, recitándole precipitadamente sus dos «férreos principios en los que se basa una colonia penal»:

—Primero: Toda discrepancia de un principio reconocido como válido constituye una traición. Segundo: Toda discrepancia de lo que hasta el momento haya sido la práctica es una debilidad que envalentona a los criminales.

John consideró cuidadosamente ambas frases desde todos los puntos de vista, para acto seguido dar a entender a Montagu que la combinación de esas dos tesis excluía toda posibilidad de cambio. Por el contrario, para él era un traidor todo aquel que descubría la validez de un nuevo principio y no tenía el valor de actuar en consecuencia.

Era evidente que Montagu veía en esa respuesta una ofensa personal. En la intimidad de la facción de Arthur, comentó con una sonrisa agridulce:

—¡Para sir John ahora soy un cobarde y un traidor! ¡Es un verdadero descubridor! ¡No existe nada que se le oculte!

Maconochie se enteró a través de un criado y enseguida se lo comunicó al gobernador. Éste no quiso creerlo. En otras palabras, decidió ignorar la advertencia.

Ella era, en todo y por todo, digna hija de Eleanor. Cuando Jane le prohibió pinchar la carne con el tenedor y señalar con él a los invitados, pidió insistentemente una explicación. John le contó la historia del gato Trim, que no habría dejado escapar así como así una ocasión semejante.

—¡Ah, aquel que dio su nombre a la ciudad! —exclamó Ella.

—El que se lo debería haber dado —corrigió John—. Pero después se consideró más importante a lord Melbourne.

Jane echó una mirada furtiva a los invitados y le dio a entender que era mejor que cambiara de tema. Sophia se echó a reír.

Por la mañana temprano, John paseaba con la niña bajo los eucaliptos del jardín del palacio. Todo parecía entonces claro y sencillo. Un día esta colonia se convertiría en un país en el que los niños podrían crecer sin que hubiera siempre que ocultarles la mitad de la historia. Con todo, Ella se informaba a fondo de los penados y de las cárceles.

—¿Cómo se hace uno malhechor? —preguntó un día.

Ya estaba acostumbrada a que papá se quedara pensando unos minutos antes de empezar a hablar. Prefería eso a las explicaciones que no hacían sino repetir lo mismo que ella ya sabía, cambiando las palabras.

—El malhechor —respondió John— no conoce su verdadera velocidad. Se muestra demasiado lento o demasiado rápido precisamente cuando no debe.

Ella quería que se lo explicara mejor. John dijo:

—Hace con demasiada lentitud lo que los demás esperan de él; por ejemplo, obedecer o prestar ayuda. Pero en cambio intenta obtener con demasiada rapidez lo que él quiere de los demás; por ejemplo, dinero o…

—¡Pues tú también eres lento! —contestó la niña.

—¡Un gobernador se lo puede permitir! —replicó John, pero no logró evitar morderse el labio.

El sistema Franklin iba creciendo, adoptando los rasgos más idóneos para una colonia. Creía haber encontrado, al menos teóricamente, el método acertado de vivir, descubrir y gobernar.

«En la cima debe haber dos hombres, ni uno ni tres. Dos. Uno de ellos debe llevar los asuntos y mantener el paso a tenor de la impaciencia, de las preguntas, los ruegos y las amenazas de los gobernados. Debe dar impresión de energía, pero no ejecutará sino las cosas más triviales, todo lo que carezca de importancia o se pueda hacer deprisa. El otro es el que mantiene la calma y la distancia, y sabe decir no en los momentos decisivos. No tiene por qué ocuparse de los asuntos que se ejecutan con rapidez, sino que ha de fijarse mucho tiempo en todos los detalles, reconociendo la duración y la velocidad a las que marchan los acontecimientos, sin ponerse límite alguno de tiempo, para poder hacerlo a conciencia. Sólo escucha la voz de su interior y es capaz de decir que no incluso a sus mejores amigos y sobre todo a su primer oficial. El recurso contra todas las urgencias que sólo lo son en apariencia, contra todas las supuestas emergencias sin salida, contra todas las soluciones poco duraderas, consiste precisamente en su propio ritmo personal, en lo acompasado y dilatado de su respiración. Cuando dice a algo que no, está obligado a explicar los motivos. Pero tampoco para esto tiene que darse demasiada prisa».

Tal era la formulación que Franklin le había dado, y así lo escribió.

—¡Eso es la monarquía! —exclamó Maconochie—. El rey y su ministro. ¡Ha descubierto usted la monarquía! Pues hasta ahí llega cualquiera…

—No —replicó John—. Se trata de lo que es gobernar. Es demasiado fácil reconocer en ello sólo la monarquía.

—¿Y dónde queda el pueblo? —preguntó Maconochie.

—Puede ocupar el sitio del rey —respondió Franklin—. Sin lentitud no se puede hacer nada, ni siquiera la revolución.

El secretario no se sentía muy satisfecho. —¡Eso no significa más que esperar! ¿A quién va a aconsejárselo usted? ¡A los sesenta y cinco años voy a hacer la revolución! ¡Pues vaya!

—Yo sí —replicó John con indolencia.

El gobierno de Londres seguía enviando sus penados: obreros de Devonshire que habían destruido alguna máquina; rebeldes que luchaban por la independencia del Canadá; partidarios del sufragio universal que no se habían dejado atemorizar por la policía. Para Maconochie, eran héroes; para Franklin, «caballeros de la política». Montagu hablaba lisa y llanamente de criminales contra Dios y la Corona. Aconsejaba encerrarlos en la cárcel de delincuentes peligrosos de Port Arthur, como había sido siempre la costumbre. En modo alguno podían distribuir a los políticos como mano de obra entre los colonos:

—¡Siempre puede saltar la chispa!

La decisión de John fue bien distinta, aun a sabiendas de que las decisiones que no contaban con el voto de Montagu costaban muchos nervios y mucho trabajo de escritorio. Montagu sabía mejor que nadie hacer fracasar las decisiones que él tomaba.

Y Maconochie, por su parte, afirmaba:

—El trabajo burocrático no me va. No veo que mi cometido consista en la miseria cotidiana del papeleo. Quiero ayudar a que surja en esta tierra un espíritu más lúcido. ¡Quiero prestar mi espada a la justicia!

John replicaba:

—Pues eso sólo puede usted hacerlo con el papeleo. Y precisamente muy bien. ¡Para eso es mi secretario!

Maconochie se sentía incomprendido, como siempre que alguna de sus frases ingeniosas no surtía efecto.

Contra lo que más celosamente luchaba Maconochie era contra el assignment. Estaba a favor de los establecimientos penitenciarios cerrados y de una forma de enmendar a los presos que tuviera una base científica y fuera llevada a cabo por personal adecuado.

La justicia, decía, es el fundamento de la educación. Y el criminal no puede encontrar esa justicia más que en la cárcel, no en patronos particulares a quienes no puede vigilar como es debido ningún funcionario.

John tenía una opinión bien distinta:

—Basándonos en la lógica, nadie puede tener una oportunidad en la cárcel. El defecto de muchos malhechores consiste sólo en un sentido confuso del tiempo. Tienen una velocidad equivocada: unas veces son demasiado rápidos, y otras, demasiado lentos. ¿Cómo van a aprender entre cuatro paredes cuál es la velocidad adecuada? En la cárcel, el tiempo se percibe de manera distinta que en el mundo que nos rodea.

Maconochie no lo entendió, entre otras cosas porque John había hablado demasiado a rastras, más de lo que un interlocutor impaciente hubiera podido soportar. Pero él sabía bien cuáles eran las objeciones que tenía que poner al assignment.

—El colono es una mala ayuda en el camino hacia la virtud. No enmienda al penado; antes bien, es el penado quien corrompe al colono. El assignment es una tentación a la injusticia y a la crueldad. Los colonos tampoco le hacen ascos al látigo y obligan a las prisioneras a acostarse con ellos.

John temía que la discusión derivara en una movilización general de argumentos y que se viera en la obligación de dar todos los detalles que justificaran una declaración de guerra. Intentó cambiar de tema. Pero lady Jane lo había oído y quiso intervenir:

—No hay establecimiento penitenciario alguno que tenga el menor interés material en tratar con justicia al preso y, como muy bien sabemos, aquí mismo está la prueba. A los colonos les pasa lo contrario: necesitan a los penados para que trabajen bien en beneficio suyo.

—¡Y los explotan! —gritó el secretario.

—Pero a la larga no hay quien pueda tratar mal a alguien que vive en su casa —replicó Jane—. Con el assignment, si uno está bien dispuesto puede tener una oportunidad, pero en la cárcel hasta el más inocente acaba convirtiéndose en misántropo. ¡Si hasta usted mismo dice que hay que creer en la bondad de los seres humanos! ¡A usted lo que le ciega es eso de la educación! Sólo cree en la libertad cuando es producto de su pedagogía. ¿Por qué no es usted capaz de apostar por la inteligencia de los colonos? Al fin y al cabo, el futuro de esta isla está sólo en sus manos.

Maconochie se sentía otra vez incomprendido. Dio a su boca el característico rictus de héroe, hizo una reverencia y se retiró. A John no le hacía ni pizca de gracia todo aquello, pero Jane no pudo por menos que echarse a reír. Le gustaban las peleas de todo tipo.

John Franklin apostaba por los colonos libres. Consultó con Alfred Stephen, uno de sus dirigentes políticos con menos compromisos, y por primera vez invitó a sus recepciones no sólo a los funcionarios sino también a los ganaderos y hombres de negocios. Su deseo no era sólo dar carta de reconocimiento a su existencia sino también hablar con ellos. Ferreteros, tejedores, verduleros, zapateros, se sentían por fin oficialmente reconocidos y alababan al nuevo gobernador.

No obstante, en cuestiones de política los colonos libres no tenían mucho más que decir que los penados, y ello les exasperaba. Lo cierto era que ya había un inicio de representación popular, pues dos miembros del consejo legislativo eran colonos, pero quedaban claramente en minoría frente a los seis representantes del gobierno. El consejo ejecutivo estaba formado sólo por funcionarios, quienes a su vez constituían el grueso de la facción de Arthur. John se puso de parte de los colonos, pero era consciente de que de ese modo había tomado el camino más inseguro e incómodo, es decir, el de la política. Pronto llegaron los primeros desengaños.

Los colonos habían ganado mucho durante decenios gracias a los altos precios del grano y la lana. Eran independientes, gente acomodada y agresiva. Ni su susceptibilidad ni sus deseos de figurar disponían de ninguna válvula de escape, y, fuera de los funcionarios del gobierno, no conocían ningún contrincante que valiera la pena. Las mezquinas rivalidades entre las familias eran sólo un pasatiempo. Incluso los diversos periódicos que aparecían en Hobart Town y Launceston y que entablaban agrios debates entre sí, eran víctimas de su ineficacia política. Por eso se entregaban a un periodismo puntilloso, especialmente dirigido contra el gobierno colonial: comentarios y ofensas personales e infundios de toda índole.

John se fijaba en las mansiones de los ricos terratenientes y en los costosos vestidos que llevaban sus hijas. Cuando oía sus moralizantes peroratas, miraba sus jardines bien cuidados. Parecía que detrás de todo aquello se ocultaba otra cosa. John tenía la sensación de notar una ambigüedad en las conversaciones, unas ganas de conflicto disfrazadas de prudencia, sobre todo en los grandes ganaderos que vivían cerca de la selva. Le impresionaba más por cuanto no solía entender a la primera las alusiones malignas y tenía que pedir que se las repitieran. Se inclinaba más bien a favor de los hombres de negocios, los tenderos que tenían un espíritu ágil y calculador, un carácter más amable y una paciencia de comerciante. Pero en la Tierra de Van Diemen, éstos constituían una minoría. En cambio, había demasiados caballeros de botas lustrosas que hablaban constantemente de principios eternos o de procesos cortos.

Pronto se produjo el primer enfrentamiento con ellos. La pretensión de John de devolver a los aborígenes parte de sus tierras les pareció a aquellos señores de botas lustrosas una especie de ataque a su propia vida, a sus bienes y haciendas. Poseían dinero e influencias, y enseguida llegó un despacho del gobierno de Londres que ordenaba a sir John dejar a los tasmanos donde estaban. Maconochie sospechaba que detrás de toda esa maniobra se ocultaba Montagu. John replicó:

—¡Qué absurdo! Aunque seamos adversarios, es un hombre de honor.

Más peso tuvo la disparidad de criterios en lo referente a la ejecución de las penas. Los periódicos de los caballeros, The True Colonist y Murray’s Review, ponían el grito en el cielo ante la nueva «moda de conceder derechos a los presos e imponer sanciones por supuestos abusos en los castigos corporales». En una ocasión, hablando a solas con John, un terrateniente incluso llegó a expresarse con más crudeza:

—Si Port Arthur deja de ser un lugar que infunda terror, ¿cómo vamos a atemorizar a los penados que se nos distribuyen y a obligarles a trabajar nuestros campos? Si la cárcel se convierte en un paraíso del trato justo, nuestros obreros libres acabarán cortándonos la cabeza para entrar en ella.

Curiosamente, Maconochie pasaba en los diarios por ser el portavoz de una disciplina carcelaria más férrea todavía, quizá debido a algún mal entendido. Y lo más curioso era que al propio secretario no le pareciera mal y no hiciera nada por corregir aquella imagen. Era evidente que se sentía halagado. Le parecía útil para la causa, tanto si era por equivocación como si no.

El sistema era bueno, pero faltaba un gestor en el que John pudiera confiar. De ahí que en la práctica no lo pareciera. Y aun sospechaba que iría peor. Si tenía que controlarlo todo él solo, el sentido del deber le obligaba a no perder tiempo y a dedicar cada minuto al servicio de la colonia. Pero cuanto más trabajaba en ese sentido, más dificultades encontraba, hasta que el presente quedaba totalmente fuera de su alcance. La diversidad le ponía nervioso. Se sorprendía a sí mismo tomando decisiones precipitadas a las que llegaba tan sólo por quitarse momentáneamente un peso de encima.

Una noche dejó a Jane con su novela de aventuras y salió de casa. Su primera intención había sido ir a visitar a Hepburn, para quien había conseguido un puesto de educador, pero al final se decidió por no buscar consuelo y prefirió ponerse a meditar.

Bebiendo alguno que otro trago de la botella de ron, se paseaba descalzo por el jardín de palacio para mantenerse fresco y que sus pensamientos fueran prácticos y convincentes. Si la lentitud natural no bastaba para salvaguardar la calma y la concentración necesarias, tendría que buscar alguna ayuda. Estaba decidido a despachar con agilidad sólo una parte de los asuntos que tuviera que resolver. En cuanto al resto, pensaba llevarlos todavía más despacio que de costumbre: más pausas al final de las frases, más sordera cuando le presentaran los informes. Y con las peticiones, sólo quien desistiera de meterle prisas durante bastante tiempo obtendría una resolución favorable.

Tenía que crear una reserva para sí mismo, en la que pudiera proteger su tiempo.

El ron se le subía a la cabeza.

Para empezar, iba a reservarse la hora del té. Por mucha prisa que corriera una cosa, había que respetar la hora del té. Y estaba dispuesto a llevarse la taza a la boca con tanta parsimonia que los demás creyeran que estaba muerto. Quería que al removerlo nadie supiera si daba vueltas con la cucharilla hacia la derecha o hacia la izquierda. El Van Diemen’s Land Chronicle diría: «¡Comprobado! ¡El gobernador ni se mueve!».

Su Excelencia sir John Franklin ahogaba sus risas, sentado en la tapia del jardín. Balanceaba las piernas y contemplaba el rielar de la luna sobre el mar. Veía ante sí los rostros estupefactos ele Montagu y Maconochie mientras tomaba el té. Se desternillaba de risa y se daba golpes en los muslos. ¡Era el gobernador y podía hacer lo que quisiera! Lo más importante era tener calma, claridad y unos planes duraderos. El iba a conseguirlo.

Notó que su risa se hacía cansina. El mar le pareció tan lejano como una estrella, y al mismo tiempo lo veía tan hondo como un abismo. Esa misma impresión daba desde el acantilado de Point Puer. Pero ni siquiera le pasaba por la imaginación tirarse al precipicio. Pensó que ésa era la ventaja de hacerse viejo sin haber chocado con la justicia. Había tenido suerte.

No le hacía falta ninguna columna de agua levantándose entre las olas contra la fuerza de gravedad para devorar a sus enemigos o abrirse caminos. No echaba de menos a ningún Sagal vestido de blanco que le mostrara un rostro amigable y lo acunara haciéndole sentirse seguro. Nada de eso. Ya tenía cincuenta y dos años y sabía cuidar de sí mismo, y aun de otros.

Sesenta años no significan ser viejo, había dicho Sophia. ¡Qué cariñosa! Pero ¿cómo se le habría ocurrido eso de los sesenta años?

Hubiera debido conocerla cuando volví de la guerra, pensó. Entonces ni siquiera habría nacido…

Entró de nuevo en casa completamente borracho. Pero no estaba muy convencido.

¿El sistema? No funcionaba. Además, ya no le gustaba la palabra porque habían empezado a utilizarla sus adversarios. No sabía cómo podía ser precisamente ese concepto lo que les llevaba a permitirse toda aquella falta de compasión y tanta ceguera. ¡Basta de sistema! ¡Nada de pose de golpe de vista, sino una verdadera visión general lograda mediante la observación de los detalles! Navegación.

Lo único que le quedaba era la costumbre de acabar todo lo que estuviera empezado. En tierra firme resultaba difícil.

—¿Y eso que significa? —rezongó—. Nunca me resultó fácil.