GLORIA Y HONOR
Los relojes de Londres tenían ahora la esfera blanca. Muchos tenían segundero, como el que antes llevaban sólo los cronómetros de los barcos. Relojes y personas se habían vuelto más exactos. John lo habría dado todo por bueno si ello hubiera significado también calma y mesura. Pero notaba en todas partes que faltaba tiempo y se iba con prisas.
¿O era que nadie estaba dispuesto a sacrificar su tiempo por él? No, debía de ser una moda nueva. Ahora era más frecuente echar mano a la cadena del reloj que al ala del sombrero. Ya casi no se oía maldecir a nadie. En lugar de eso se había puesto de moda la frase:
—¡No tengo tiempo!
Se sentía un poco extrañado. Para colmo, él disponía, en cambio, de demasiado tiempo: no veía muy cercana la eventualidad de que le dieran un nuevo destino.
Lo habían acogido con sarcasmo y no pocas críticas. El doctor Brown no intercambió con él más que unos cuantos monosílabos. Sir John Barrow se puso a gritar sin la menor compasión. Davies Gilbert, el nuevo presidente de la Royal Society a la muerte de sir Joseph, se había comportado con una amabilidad glacial. Sólo Peter Mark Roget venía a visitarlo de vez en cuando a su domicilio para hablar de óptica, electricidad, lentitud y nuevas ideas sobre la construcción del rotor de imágenes. Evitaba aludir al tema del magnetismo, probablemente debido al polo magnético. Tanto tacto resultaba casi insoportable. John se pasaba la mayor parte del tiempo meditando, sentado junto a la ventana de su domicilio de Frith Street 60, en el Soho, pensando en la posible trayectoria que tendría el Paso del Noroeste, en las correcciones que debería llevar a cabo y en cómo seguir viviendo con la lógica necesaria. En la casa de enfrente vivía una anciana que se ponía a limpiar los cristales varias veces al día, incluso por la noche. Era como si, antes de morir, quisiera concluir la única cosa a la que nadie pudiera ponerle el más mínimo reparo.
Solía sentarle bien salir a la calle, ir a cubierta, como acostumbraba decir. Caminaba por Londres y se ponía metas para olvidar por un momento la nieve, el hielo, el hambre y los voyageurs muertos. Se fijaba en las casas nuevas: ahora tenían menos ventanas, por eso del impuesto que las gravaba. Estudiaba detalladamente todos los puentes de hierro. Al cruzarlos, los carruajes hadan un ruido espantoso, que resultaba de lo más desagradable. Y luego los vestidos de las señoras. El talle volvía a llevarse más bajo, en medio del tronco, y daba la impresión de que lo llevaban más apretado. La falda y las mangas tenían muchísimo vuelo, como si las mujeres exigieran de ahora en adelante más sitio del que habían ocupado hasta entonces.
También salía por las noches, pues a menudo no lograba conciliar el sueño. Varias veces tuvo que vérselas con mujeres furibundas que pretendían que las invitara a una botella tras otra de ginebra. Los ladrones no se atrevían a acercársele. Su cuerpo había recobrado el peso y la fuerza que tenía antes del viaje.
Un domingo temprano, en Hyde Park, observó cómo se batían dos hombres a pistola. Dispararon, tal vez incluso sin apuntar siquiera, de un modo lamentable: tenían bastante con un ligero rasguño. Por la tarde, bajo el Puente de Londres, vio a tres remeros borrachos que no podían con la corriente. La barca fue a chocar contra los pilares y quedó hecha añicos. Se ahogaron todos. Y, cosa curiosa, ¡de repente todo el mundo tenía tiempo para ponerse a mirar! Eso de la falta de tiempo no era más que una moda. Ahí tenía la prueba.
Había un quiosco en el que se podían leer los periódicos de pie sólo por un penique. Los griegos se levantaban contra los turcos. China había prohibido el comercio del opio. El primer vapor de la Armada. No pudo por menos que echarse a reír. No había más que acertarle en una de esas ruedas de paletas que llevaban y ya no sería capaz de seguir rodando, ofreciendo así un blanco perfecto. ¡Y la reforma del Parlamento! Muchas palabras a favor y otras tantas en contra. Siempre cuestión de prisas y de falta de tiempo. ¡Realizar la reforma a toda prisa, antes de que fuera demasiado tarde! ¡Abortar la reforma a toda prisa, antes de que fuera demasiado tarde!
Fue dos veces a casa de los Griffin. Pero la hermosa Jane, según oyó decir, se pasaba la mayor parte del año en el continente, en viaje de estudios.
¿Qué hacer? ¿Cómo seguía?
Iba también a los cafés. En ellos, a la menor ocurrencia, le daban a uno tinta, pluma y papel. Aunque nunca se le ocurría nada, pedía siempre el recado de escribir y se quedaba mirando el folio en blanco mientras pensaba: si se me ocurre algo, ya lo escribiré. Bien podía ser que sucediera también a la inversa: tal vez, si tengo dónde escribir, se me ocurra algo importante. Y efectivamente, así sucedió: de pronto le vino la idea. Se le antojó al principio un poco arriesgada, pero eso hablaba más a su favor que en su contra, tanto más cuanto que el proyecto tenía algo que ver con un viaje largo. La idea era escribir. John se propuso escribir un libro de justificación, pero que fuera muy gordo, con el que convertiría a todos los que se mostraran renuentes, convenciéndolos de la bondad de su sistema. Y como sabía lo picara que era la voluntad de los hombres, se comprometió a ello por escrito. Escribió sobre el folio en blanco la siguiente frase:
«Narración de un viaje a los litorales del mar Polar: no menos de cien mil palabras».
Fue la salvación de la empresa en el último momento, pues su mente ya había empezado a poner reparos. Por ejemplo: John Franklin, si hay una cosa que no sabes hacer es precisamente escribir libros.
Las primeras palabras eran sin duda las más difíciles.
«El domingo 23 de mayo de 1819, todos nuestros hombres partieron…».
¿«Nuestros hombres»? Nuestros eran los que cruzaron el Atlántico, pero no el resto de los que le acompañaron. Corrigió la frase y puso en su lugar «la expedición». No, mejor «los hombres a mi mando». Pero eso también resultaba equívoco, pues no le incluía a él, que, a la sazón, los había acompañado a bordo de la Prince of Wales. «Yo y mis hombres» le desagradaba tanto como «mis hombres y yo». «Embarcamos todos» resultaba impreciso. «Toda la expedición, incluido yo mismo» espantaba la vista. «El domingo 23 de mayo de 1819, zarpó bajo mi mando nuestra…». Bien, y ahora ¿qué?
Su cabeza le decía: ¡Tíralo a la papelera, John Franklin, vas a acabar perdiendo la razón! Su voluntad gimoteaba monótona: ¡Sigue! Y el propio John dijo en voz alta:
—¡Prácticamente, llevo ya una docena de palabras!
La vieja iba limpiando sus cristales y John iba escribiendo su libro, día tras día. Llevaba ya más de cincuenta mil palabras y apenas había llegado a su primer encuentro con Akaitcho y los Minas de Cobre. Escribir era una tarea laboriosa, pero muy semejante a una travesía en barco. Producía por sí sola las energías y esperanzas que requería, y éstas daban de sí para el resto de la vida. Si uno escribía un libro, no podía estar desesperado mucho tiempo. Y toda la desesperación que pudiera producir el buscar la manera exacta de formular las ideas se vencía fácilmente a base de laboriosidad. Al principio tenía que luchar sobre todo contra las redundancias. Se había pasado toda la vida rehusando emplear más de una palabra para designar un solo objeto, de ahí que distinguiera entre palabras corrientes y superfluas, para así disponer del menor número posible de ellas. Pero ahora se encontraba diez veces en una sola página con una misma palabra. Por ejemplo, cuando tenía que describir la vegetación del Polo, se encontraba una y otra vez con la forma «se encuentra». Incluso se despertaba por las noches sobresaltado y se ponía a buscar reiteraciones como si se tratara de un bicho obstinado que le impidiera dormir. También al principio se las había tenido que ver con otro estorbo: cuanto más se esforzaba por describir los acontecimientos reales, mayor era la impresión que tenía de que se le escapaban de la memoria. Todo lo que conocía por propia experiencia se transformaba, al expresarlo por escrito, en algo que ni siquiera él podía ver más que como si fuera un cuadro. Su familiaridad con los acontecimientos se desvanecía, y en su lugar aparecía de nuevo la atracción por lo exótico. En un determinado momento, había empezado a considerarlo más una ventaja que un inconveniente. Pero teniendo en cuenta que su objetivo era describir unos sucesos que conocía bien, no dejaba de ser un verdadero fracaso.
«El jefe ascendía la colina con paso comedido y digno, sin mirar a derecha ni a izquierda». Dejó esta frase tal cual, aunque era consciente de que apenas reproducía las sensaciones que experimentara al verlo, lo equívoco e inquietante de la situación, las pocas esperanzas que le había inspirado el jefe en un primer momento. De todos modos, era una frase útil, pues cualquiera podía, o incluso debería, imprimir en ella sus propios sentimientos.
Así pues, de las decepciones que le procuraba la escritura acababa por sacar algo bueno: un nuevo trabajo que le resultaba cómodo, porque con él pretendía conseguir algo que le era posible, dejando a un lado todo lo imposible. Cuando tenía alrededor de las quince mil palabras, había alcanzado ya todos sus objetivos.
Para poder justificar a su autor, un libro tenía que estar bien escrito. Era cuestión de tiempo y nada más.
También tenía que ser sencillo, para que pudiera llegar a entender sus cualidades el mayor número posible de personas.
Y finalmente tenía que tener unas trescientas páginas, para que todos los que lo adquirieran pudieran dejarse ver con él.
La anciana murió. Durante cuatro días, su ventana siguió estando todavía bastante más limpia que todas las del vecindario. John se entristeció mucho pues le habría gustado regalarle el libro una vez acabado. Desanimado como estaba, se le ocurrió de pronto que tal vez su informe resultara aburrido a los lectores. Decidió visitar a Eleanor, la poetisa. Quería saber qué había que hacer para que un libro no resultara aburrido para nadie.
—¿Cuánto lleva usted escrito? —le preguntó la joven.
—Ochenta y dos mil quinientas palabras —respondió.
Ella se echó a reír y a dar saltitos. John la agarró instintivamente de la cadera, sujetándola con fuerza. No hubiera debido hacerlo, pues como primera providencia ella lo obligó a asistir a su tertulia literaria de los domingos. Probó con todo tipo de excusas, sacando a colación su trabajo, esgrimiendo incluso motivos religiosos que le prohibían terminantemente participar en actividades literarias. No sirvió de nada. Ella no se creía ni media palabra. La tertulia de Eleanor se llamaba The Attic Chest. Le iba mucho lo griego. La tapicería de la pared llevaba estampado todo tipo de ruinas, templos, anfiteatros y olivos. Los festones de los cojines eran grecas, y el tablero de ajedrez descansaba sobre un capitel corintio. Tampoco faltaban bustos de mármol coronados de laurel. Varios de los asistentes querían morir cuanto antes, a ser posible en la Hélade, o por lo menos en Roma. No le costó trabajo entenderlo, pues lo andaban repitiendo constantemente.
Eleanor leyó un poema. Luego le tocó el tumo a un tal Elliott y finalmente lo hizo un hombre calvo llamado Sharp, que dio todo tipo de explicaciones antes y después de su recitación. Por eso le llamaban Conversharpción. Cuando acabó la lectura, uno de los presentes dijo algo que debía de ser muy emocionante. El silencio de todos parecía darle la razón, o por lo menos no había nadie capaz de poner la menor objeción. John hizo lo propio y le fue muy bien. El tema de las poesías, al igual que el de la conversación, giraba en tomo a los sentimientos y los elementos químicos. Se trataba de los fundamentos eléctricos de la simpatía y de las partículas ígneas que contenía la materia en todas sus variedades. A ellas se debía el temperamento específico que tenía cada objeto. En Breslau había aparecido una tesis según la cual el diamante no era más que un guijarro vuelto en sí. Un solo domingo no era suficiente para hacerse una idea cierta de semejantes teorías y conocimientos, por no hablar de las conversaciones. John estaba satisfechísimo de que nadie le hiciera ninguna pregunta. Guardaba silencio y observaba cada vez más atónito al resto de la concurrencia, pues todavía no había entendido a qué venía tanta animación.
Ya lo tenía: no podía ser más que un juego. Todos jugaban a lo mismo, pero cada uno a su manera.
Había algunos, como Eleanor, que hablaban en voz alta de sí mismos llenos de entusiasmo. Lo hacían con tal ímpetu que a los demás les costaba trabajo interrumpirlos. Otros añadían un «y» al acabar cada frase, pero quedaban inermes frente a los que sabían colarse a través de la levísima pausa que precedía a esos «y», aprovechando para hacer cualquier comentario.
La regla fundamental de aquel juego consistía evidentemente en hacerse con la palabra y monopolizarla el mayor tiempo posible.
El señor Elliott inclinaba tanto la cabeza sobre su interlocutor que parecía un velero ceñido al viento cuando soplaba con fuerza. Al cabo de un rato empezaba a asentir moviendo la cabeza cada vez con más convicción, hasta que el otro enmudecía para oír que estaba de acuerdo. Pero lo que entonces oía no era más que críticas. O la señorita Tuttle. Cuando empezaba a escuchar a alguien, mantenía la cabeza totalmente erguida, pero iba bajándola poco a poco hasta llegar a tocar con la barbilla los encajes de su cuello. Esperaba hasta ese punto para lanzarse a hablar sin posible apelación, tanto si la otra persona había terminado como si no. Era como si todos los que hablaban estuvieran echando una carrera con la barbilla de la señorita Tuttle, y los más timoratos se afanaban nerviosos por abreviar.
Como John no tenía la menor intención de tomar la palabra, permanecía al margen del juego y podía observarlo con toda tranquilidad. Pero pronto se acabó su suerte, pues el señor Sharp le estaba preguntando por el desarrollo de su viaje…, y ya era la segunda vez que lo hacía. Alguien tuvo que avisarle. De pronto no hablaba nadie, y todos aguardaban sus palabras. En medio de aquel silencio apabullante, no le quedó más remedio que empezar a trompicones con sus pobres frases llenas de redundancias. Cuanta más vergüenza sentía él, mayor era la benevolencia con la que lo miraban todos. Naturalmente, habían oído hablar del fracaso que había sufrido en el Ártico y no se lo querían hacer notar. Por eso fingían curiosidad y asombro. Fue tan breve como pudo. Por fortuna, la conversación derivó enseguida por otros derroteros. Ahora hablaban del instante y de la facultad que tenía el arte de congelarlo… El tema era los vasos griegos. Esto sí que le interesaba, pues ya empezaba a figurarse para qué servía: mediante varios instantes congelados se lograba reproducir el movimiento. Quiso decírselo a todos aquellos poetas, pero ya no le volvieron a conceder la palabra. Tomó aliento para soltar sus frases, que tan bien se había meditado, pero ya no había nadie que le hiciera caso. Por mucho que pareciera estar a punto de reventar de tanto como sabía, no hubo nadie que tuviera la menor indulgencia. Acabó por desistir y se quedó mirando los hermosos ojos castaños de Eleanor y los suaves rizos que se le formaban en la nuca. Con eso tenía bastante. También él era capaz ele retener los instantes, quizá más que todos esos que tanto hablaban del asunto.
Cuando se marcharon los últimos invitados, John se quedó un poco más.
—Te encuentran interesante porque sabes pilotar un barco —comentó Eleanor—. Además, todos los artistas sienten gran admiración por las personas que en realidad deberían haber muerto ya. Sólo una cicatriz en medio de la frente…
—¿Conoces al pintor William Westall? —preguntó John.
—Conozco un cuadro suyo —respondió Eleanor—. El monzón se cierne sobre la bahía. Un artista muy dotado.
De pronto se dio cuenta de que tenía la misma dificultad que él en hallar la palabra justa. La única diferencia era que en ella funcionaba de otro modo. «Dotado». ¡Qué palabra más fea, tanto si se aplicaba a una persona como si se refería a un cuadro! No todos hallaban las palabras justas, pero eran rápidos y mantenían con aquel defecto suyo una relación muy distinta a la de él.
Se despidió para volver a Frith Street, y se puso a escribir día y noche. Para aguantar, había tenido que echar otro anzuelo a su voluntad: la frase final. Ya había decidido cómo debía terminar el libro.
«Y así acabó nuestro largo viaje por Norteamérica, con todas sus dificultades y desdichas, en el transcurso del cual recorrimos cinco mil quinientas cincuenta millas por tierra y por mar».
Eso era exactamente lo que tenía que decir. Ni más ni menos.
Cuando se sentía fatigado, sólo tenía que poner a prueba su voluntad, a ver si era capaz de escribir de una vez la famosa frase. Pero su segura servidora no podía responder más que: todavía no.
El resto del año 1823 trajo tres acontecimientos con los que nadie contaba.
En agosto se casaron John Franklin y Eleanor Porden.
En septiembre, el editor Murray publicó el libro de viajes de John. Era una obra caía, diez guineas el ejemplar. No obstante, tres semanas más tarde Murray no daba abasto a reimprimir nuevas copias, pues todo el mundo quería tener la suya. De repente, John Franklin se había convertido en un valiente explorador y en un gran hombre. No sólo había intentado justificarse sino también describir con toda precisión su infortunio, sin omitir ni un detalle y confesando su propio desamparo. A los ingleses les gustaban esas cosas. Coincidían en reconocer que ese desamparo era de los que sólo pueden superarse con humanidad.
Querían ver a Franklin victorioso o derrotado, tal como era. Cualquier duda respecto a sus conocimientos y capacidades les parecía una mezquindad o una mera cortedad de miras. Se vio honrado por almirantes, científicos y lores, y al cabo de unos días todo el mundo afirmaba conocerlo de años. Ese mismo mes lo admitieron en la Royal Society, y el Almirantazgo se apresuró por fin a nombrarlo capitán.
El tercer acontecimiento fue que Peter Mark Roget vino a visitarlo para darle la enhorabuena. Y de paso le comunicó que de lento no tenía nada. ¡Nunca había sido lento, sino una persona totalmente normal!
Así eran las cosas. De repente era normal y un dechado de virtudes. Ahora temía, como Richardson, que el resto de su vida pasara como una exhalación.
Cada día le llegaban nuevas felicitaciones. ¡Y lo que llegarían a escribir en los periódicos! Todo el mundo analizaba cómo sería y cómo era en realidad.
—Sólo se me dan bien los trayectos largos —comentó a Eleanor—. En un lío tan inesperado como éste, tengo que tomarme tiempo.
Se retiró a Spilsby, en Lincolnshire, a meditar a fondo sobre todo ello.
Eleanor esperaba un niño. Por lo menos eso no venía todavía en el periódico.
A un famoso no le resultaba fácil reflexionar sobre la fama, pues constantemente tropezaba consigo mismo. Para poder reflexionar, Franklin se prohibió terminantemente pensar que la fama se correspondía efectivamente con sus cualidades reales. Era más bien cosa del sensacionalismo. Para los londinenses él era «el hombre que se había comido las botas», y, cuando lo veían, a todos se les ocurría hacer algún buen chiste sobre el hambre y el frío. Sí, eso era: a todos se les ocurría algo sobre su historia. Por eso, en el fondo, no era más capaz de hablar de lo que había sido antes.
El señor Elliott había comentado:
—El héroe es un pelele con carácter. Ahora más que nunca necesitamos héroes, aunque sólo sea para oponerlos a las máquinas.
Sharp aprovechó la levísima pausa que hizo, para tomar aliento y apostillar:
—¡Una explicación bastante extravagante! ¡Es la proximidad de la muerte! Un héroe es aquel que muere joven o que salva diez veces la vida para arriesgarla once. Y como desde hace tiempo todo el mundo menos yo va loco por la muerte…
La señorita Tuttle, cuya barbilla estaba ya bastante abajo, comenzaba a impacientarse.
—Bueno, eso habría que discutirlo. ¡La gente ama a los héroes sin más! Si es usted capaz de decirme cómo nace el amor, entonces ya no necesita saber más.
A Franklin le interesaba menos el nacimiento del amor que saber cómo podía ser dichoso con su nueva y extraordinaria notoriedad.
Le dijo a Flora Reed:
—La gloria y el ridículo son primos hermanos. Nada tienen que ver con el honor.
Flora respondió:
—Tampoco te tengo la menor envidia. ¿Qué vas a hacer con el dinero?
—Lo que más me gustaría —repuso John meditándoselo un poco— sería regalarlo. Sin embargo, ahora soy un hombre casado…
—¡Mira por dónde! —comentó Flora.
—… y por si fuera poco, si a pesar de todo eso no me dan ningún otro destino, tendré que armar mi propio barco.
Flora se excusó. Tenía mucho que hacer.
No ser lento por naturaleza no le producía la menor satisfacción. Ahora necesitaba más que nunca esa peculiaridad. Roget había reconstruido la máquina con la que el doctor Orme había medido antaño la velocidad de John.
—Tiene un defecto —dijo—. El resultado de la medición depende del criterio de la persona que se mide. Si quiere ser lento, a las pocas rotaciones ve una imagen completa. En cambio, si quiere ser rápido, no queda satisfecho ni siquiera al cabo de muchísimas vueltas. Queda a su arbitrio en qué momento diga «ya».
—Sin embargo, mi lentitud ha sido observada por muchas personas —repuso Franklin—, y además tampoco podía ser rápido cuando quería serlo. ¡Nunca fui capaz de atrapar una pelota!
—No dispongo de ninguna teoría que explique por qué no es usted capaz de hacer una cosa, capitán. Tampoco quiero improvisar ninguna. Lo único que puedo decir es de qué no depende. ¿Le desagrada a usted?
—No, no tiene importancia —respondió Franklin—. Sé que soy lento. ¡Berlengas! El faro de Berlengas me dio la prueba de que llevo siempre una vuelta de retraso.
Sus palabras despertaron la curiosidad de Roget, pero no admitió la validez de la prueba. John cambió torpemente de tema y se hizo el sordo ante cualquier intento de volver a tocar el asunto.
Incluso el rotor de imágenes en el que trabajaba Roget le interesaba menos que antes. La escritura le había proporcionado nuevos puntos de vista, pero tenía que reflexionar todavía bastante para podérselos explicar a Roget.
—Yo soy descubridor —le dijo—, y descubrir consiste en ver directamente qué aspecto tiene una cosa y cómo se mueve. No me gustaría que un rotor de imágenes me descubriera nada.
—Así pues, ¿rechaza también la pintura y la literatura? —preguntó Roget.
Franklin le rogó que esperara un poco. Dio unos cuantos paseos por la habitación.
—No —dijo al fin—. Efectivamente, la pintura y la literatura también describen qué aspecto tiene una cosa y cómo se mueve, pero no a qué velocidad va. Si lo intentan, sea del modo que sea, enseguida se las puede poner en duda. Eso es lo importante. Porque lo que duran las cosas y a qué velocidad cambian es algo que los hombres deben constatar en persona.
—No lo entiendo —repuso Roget—. ¿No le parece una objeción algo rimbombante a una inocente máquina de ilusiones ideada como pasatiempo? Le daría la razón si un aparato así pudiera sustituir a la perfección la contemplación personal directa. Pero eso nunca será posible.
Franklin estaba de pie junto a la ventana y le costaba trabajo responder. Parpadeaba, musitaba algo, negaba con la cabeza y empezó a hablar en varias ocasiones para volver de nuevo a pensárselo mejor. Menos mal que Roget tenía mucho tacto.
—Lo que dura una cosa y cómo puede alterarse de repente —dijo por fin Franklin— es algo de lo que no se tiene constancia. Depende más bien de todos y de cada uno de los detalles que la componen. Bastante trabajo me ha costado ya aceptarlo. Me refiero a mi propia velocidad y a la manera en la que el mundo se mueve para mí. Por eso, una única ilusión puede resultar peligrosa. Por ejemplo…
—¡Sí, por favor, un ejemplo! —exclamó Roget.
—… cuando lo atacan a uno y se defiende. ¿Qué velocidad lleva el acero del agresor cuando toca al agredido? ¿Tiene éste alguna posibilidad de verlo venir y moverse? No puede existir ley óptica alguna que tenga visos de verdad. Si la medida del movimiento que tiene mi vista no es correcta, tampoco lo será la medida visual que tenga de mí mismo y de todas las cosas en general. Ahora era Roget el que quería cambiar de tema. Todas esas objeciones y juicios le resultaban demasiado abstrusos y le asombraban sobre todo en labios de John Franklin, que, por lo demás, no era nada amigo de exageraciones.
El viejo señor Franklin se hallaba gravemente enfermo y no hacía más que hablar de la muerte. Sin embargo, ya admitía que su hijo había llegado a algo.
—Lo que siempre dije —musitó—. Se es inteligente cuando se llega a algo. Pero ni una cosa ni otra tienen la menor importancia. Al comienzo somos ricos, y al final mendigos.
Eleanor vino de Londres. Bajó del coche envuelta en vaporosos vestidos. Tenía la cara pálida y parecía enferma. Franklin la acompañó inmediatamente a Oíd Bolingbroke a ver a su padre.
—Lástima que no pueda ver a tu mujer —dijo éste—. ¡Lo fundamental es que esté sana!
John estaba enamorado de ella, y como esto acrecentaba aún más su paciencia, se ganó por algún tiempo el corazón de Eleanor. Estaba encantada con su ternura. La escuchaba y después afirmaba que era capaz de acordarse durante días de todas sus palabras, sólo con observar fijamente su rostro y sus movimientos mientras hablaba. Y luego estaba el nuevo tema de conversación: los niños. Ella quería tener muchos. Lo encontraba maravillosamente arcaico. Y el desamparo del que surgía una nueva vida era algo tan creativo y «en cierto modo tan religioso»… A Franklin le parecía una cosa bastante más simple, pero él también quería niños. La boda había resultado un poco pesada. Había tenido que aprender a bailar la cuadrilla. Le gustaba aprender cualquier cosa de memoria menos los pasos de baile y los grados de parentesco. Pero ambas cosas resultaban imprescindibles en una boda. En cambio, lo que tocaron luego fue casi exclusivamente valses vieneses, campo prácticamente inalcanzable para él. A pesar de todo, lo intentó en aras de su amor.
Desde que aumentó la popularidad de Franklin, empezó a enfriarse el cariño de Eleanor. Ella también había publicado un poema heroico bastante aburrido en tomo a Ricardo Corazón de León, que se vendía sólo regular, aunque los libreros no se cansaban de repetir a los clientes que se trataba de «la esposa del hombre que se comió las botas». A la larga, una cosa así no tenía nada de bueno para el amor de una poetisa. Eleanor había empezado a tener achaques y a estar delicada. Ya no daba saltitos ni reía.
Pero bueno, ahora no estaban en Londres. Franklin esperaba podérsela ganar aquí para siempre, para sí, para aquella tranquila tierra y para los alocados habitantes de Spilsby y Horncastle. Su deseo era que viviera siempre aquí con él, en Oíd Bolingbroke, y que aquí criara también toda aquella caterva de niños.
Pero las cosas marchaban por otros derroteros. Eleanor encontraba Lincolnshire demasiado provinciano, el dialecto demasiado relajado, el paisaje unas veces muy liso y otras demasiado escabroso, y el clima, en fin, demasiado dañino. Sólo le gustaba el viejo señor Franklin.
—¡Qué viejecillo más gracioso!
De ningún modo estaba dispuesta a vivir aquí. Se ponía a toser hasta que John le daba la razón. Una vez discutieron por el amor. Cuando él añadió que acaso le interesaran más los descubrimientos que el amor, y que lo que más le atraía de éste era los descubrimientos que en él hacía, resultaba una mezcla que no halagaba nada a la persona ni a los sentimientos.
—¡No hubiera debido aproximarme tanto al vencedor del hambre y los hielos! Lo que de lejos da sensación de fuerza, visto de cerca no es más que lógica y pedantería.
John se quedó pensativo. No quería poner el menor obstáculo ni a sus palabras ni a su cólera. Pero ¿deseaba que fuera distinto?
—¡Así es como tengo que ser! Sin un entrenamiento y unas reglas fijas. En mi cabeza reina el caos… a diferencia de ti.
—¡No se trata de eso! —repuso Eleanor.
Aquella frase le preocupaba, porque desde los tiempos de Flora Reed sabía perfectamente que no tenía salida una disputa en la que uno le decía a otro de qué se trataba.
Los días que precedieron a su partida, Eleanor se los pasó tosiendo todavía más fuerte, leyendo el Frankenstein de Mary Shelley y, lo que aún era peor, casi sin hablar.
Al poco de marchar murió su padre. Era como si sólo hubiera estado esperando a que el aire se purificara.
Realmente, la vida ahora transcurría demasiado aprisa y a Franklin eso le hacía sufrir.
«No dice absolutamente nada que me honre», escribía en una carta a sir John Barrow, «el hecho de alcanzar la gloria por algo que no salió bien ni siquiera se llevó a término. Mi oficio consiste en trazar buenas cartas de navegación, cuyos detalles beneficien a todos. Pues bien, de momento no le he dado nada a nadie. Permanezco en Londres concediendo entrevistas a los periódicos y hablando siempre con gentes con quienes lo único que tengo en común es una cita. Solicito con toda humildad, sir, que me conceda un nuevo destino. Creo que puedo encontrar el Paso del Noroeste».
Eleanor tuvo el niño y John logró su destino, ambas cosas en un mismo día. Había que realizar un nuevo viaje por tierra, siguiendo esta vez el Gran Río del Norte del Canadá, y desde su desembocadura continuar en barca hacia el este y el oeste, pero esta vez en condiciones. Franklin se entrevistó inmediatamente con Richardson y habló de la tripulación y el equipo necesario. George Back oyó rumores y solicitó participar otra vez en la expedición. Franklin y Richardson discutieron el asunto. Pensaban que estaban en deuda con él y no querían poner obstáculos a su carrera.
—El hecho de que le gusten los nombres no tiene nada que ver. Debe acompañamos.
Richardson le preguntó después si iba a poder dejar así como así a su esposa, con lo delicada que estaba, y al recién nacido. Franklin respondió tan sólo:
—Todo irá bien.
Le parecía que estaba de más tener que contarle todo a Richardson o deshacerse en lamentaciones. Lo que comportaba una amistad era trazar planes y actuar. Todo lo demás no hacía más que falsearla.
La criatura fue niña y la bautizaron con los nombres de Eleanor Anne. Empezaron las visitas de las amistades. Franklin decía:
—¡Os presento a Ella!
La pequeña no hacía más que patalear y chillar como una criminal. Evidentemente, no quería que la juzgaran. Hepburn miró la cuna y finalmente no se atrevió a hacer más que este comentario:
—Se parece al capitán, visto con el catalejo del revés.
Franklin lo encontró poco halagador para su hija, pero no dijo nada. Al cabo de un instante estaban otra vez embebidos en los preparativos del viaje.
La enfermedad de Eleanor era cosa seria. Los médicos iban y venían. Los diagnósticos se contradecían, pero ella continuaba tosiendo. La enfermedad no supuso la vuelta del amor, pero a John le hizo más comprensivo con las pequeñas maldades de Eleanor, a quien, por otro lado, tampoco servían de mucho. Sus intentos de gobernar a John mediante reproches y comentarios mordaces, no acababan en nada. El permanecía sentado junto a su lecho, escuchándola lleno de amabilidad y sintiéndose culpable, pero sus pensamientos estaban totalmente monopolizados por el pemmikan, el calzado para la nieve, las cataratas o las provisiones de té.
Poco antes de la partida, Eleanor se descubrió a sí misma como esposa abnegada de un explorador importante, identificándose por completo con los objetivos de su marido. La profundidad de su entrega la ponía a la misma altura que él. De ningún modo, decía, debía quedarse por ella. Bajo ningún concepto debía sacrificar el Paso del Noroeste en aras de su matrimonio. Cosió y bordó laboriosamente una gran bandera inglesa, sacando las manos por el embozo de su lecho de enferma. Constantemente se le caía la aguja sobre la cara. El trabajo no tenía nada de fácil. Cuando terminó la bandera, cogió a John de la mano y exclamó:
—¡Adelante, Corazón de León! ¡Despliega la bandera en el punto más glorioso de tu viaje!
—Desde luego —murmuró él—, desde luego que así lo haré.
Y súbitamente creyó tener la absoluta certeza de que nunca entendería el amor ni a las mujeres. Las mujeres tenían otras aspiraciones en la vida. Lo único que se podía hacer con ellas era respetarlas.
Pocos días después de embarcarse en Liverpool junto a sus camaradas, murió Eleanor. Se enteró en Canadá, muchos meses más tarde, cuando ya había escrito varias cartas de consuelo y ánimo a la difunta. Apenas le sorprendió la triste nueva.
«Murió en aras del descubrimiento del Ártico», ponía el periódico.
—¡Efectivamente, ha muerto! —comentó Elliott—. ¡Pero su vida fue para la literatura!
El señor Sharp se sintió ofendido.
—Ha demostrado una enorme grandeza. El hecho de que uno se sacrifique por el Ártico, la libertad de los griegos o la literatura, no tiene la menor importancia.
La señorita Tutde no podía seguir escuchando por más tiempo:
—¡Lo amaba! ¡De eso es de lo que se trata y de nada más!
Se hallaban enzarzados en una disputa en la que cada uno explicaba a los demás de qué se trataba. Les faltaba Eleanor, la risueña Eleanor de antes, la que acababa de golpe cualquier discusión poniéndose a hablar en voz alta de sí misma, llena de entusiasmo. ¡Ah, con qué rapidez se convertía todo en pasado!
El segundo viaje por tierra, que duró de 1825 a 1827, fue tan ligero y feliz como el sueño de un niño en vacaciones.
Ahora ya lo sabían todo y aún aprendieron más cosas. Franklin había hecho construir buenas lanchas para remontar los ríos y explorar la costa. Las provisiones eran abundantes y las comunicaciones con los centros de comercio de la piel no se interrumpieron en ningún momento. El único peligro que podía amenazarles seguía siendo la hostilidad de los esquimales. Pero tuvieron la enorme fortuna de encontrar sólo tribus que correspondieron al trato que ellos les dieron, sin miedo y con amistad. Franklin tomaba buena nota de todo lo que veía y oía, pues de una cosa estaba bien seguro: si los esquimales podían vivir aquí, también podía hacerlo cualquiera, con tal de llevar su mismo modo de vida. Volvió a acompañarlos Augusto, que lo tradujo absolutamente todo, tanto lo importante como lo que aparentemente era trivial. De su manera de ver las cosas extrajo una nueva forma de plantear las cuestiones. Había descubierto que no tenía sentido hacer «preguntas guía», a las que responder con un sí o con un no. Por un maldito y equívoco sentido de la cortesía, los esquimales respondían siempre afirmativamente a este tipo de preguntas. En adelante, la palabra más importante para Franklin pasó a ser el cómo.
Su diario se llenó de apuntes:
«Emeinek es el arpón con vejiga de foca; angovak, la lanza larga; kapot, la corta; nuguit, la jabalina para tirar a los pájaros».
Todos los instrumentos tenía su propio sentido, y para entendérselas con ellos había que aprender una cosa más: la concentración. Sin concentración no se veía nada ni se pescaba nada en aquel paisaje desolado. Y no pescar nada significaba la muerte.
También fue una suerte que por fin Back entendiera qué era lo importante. Tal vez se había hecho adulto. Tal vez hubiera comprendido sencillamente cuánto tenían en común los descubrimientos con el hecho de observar las cosas muy despacio. Y todavía más:
—Si aventajamos a los esquimales en inteligencia y fusiles, la inteligencia consistirá en salir adelante sin fusiles. —La frase era nada menos que de George Back, teniente de la Armada…
La vestimenta de los esquimales consistía en calzoncillos de pluma de mérgulo marino, pantalones de piel de oso o zorro y medias de piel de liebre. Las camas eran de piel de buey almizclado. Así no iban a pasar frio, desde luego.
Aunque los blancos llevaban sus propias lanchas, aprendieron a hacer buenas barcas con piel y huesos de morsa correctamente cortados. Observaron también cómo congelar pieles y carne en los trineos. Así se ahorraba peso y se ayudaba a los perros. Cortaban ladrillos de nieve helada utilizando cuchillos de madera y construían cabañas de hielo que conservaban el calor mejor que cualquier tienda de campaña. Gran parte de las cosas que los europeos se habían traído consigo acabaron resultándoles un lastre que podía llegar a poner en peligro sus vidas.
Un buen día, John escribió en su diario:
«Realmente, no podemos ser más dichosos».
Su aprendizaje iba creciendo en progresión geométrica, y reinaba tal alegría de la vista y el intelecto que sus efectos se parecían a los de la borrachera. La primera vez que Back, tras varias horas de espera, logró clavar su arpón en una foca que asomó el hocico una fracción de segundo por un agujero cavado en el agua helada, se puso a bailar con tanto regocijo sobre el hielo, que resbaló y cayó de espaldas, al tiempo que exclamaba, radiante de emoción:
—¡Ya sé hacerlo!
Lo había intentado varias veces, pero nunca lo había conseguido. ¿Cómo era posible que hubiera aprendido? ¿Podía volverse uno más rápido de lo que era? En caso de emergencia, Franklin disponía de su mirada fija, pero lo que ésta le proporcionaba era una rapidez selectiva, no una mayor velocidad en sus reacciones.
—¿Cómo lo ha hecho, señor Back? —preguntó.
—Es muy fácil, sir. No tiene más que pensar en ello.
—Eso ya sé hacerlo —replicó Franklin—, pero si me concentro en una sola cosa, acaba por ponerse a dar vueltas en mi pensamiento, hasta que mi cabeza se la conoce en todos y cada uno de sus detalles.
—Pues justamente no se trata de eso —replicó Back—. Sólo debe quedar afectada una pequeña parte del cerebro. La que controla el arponazo. ¡Inténtelo!
Franklin vacilaba.
—Primero tengo que pensarme bien si funciona o no. Luego lo intentaré —respondió.
Sabía que nunca sería capaz de abatir una foca. Pero las explicaciones que había escuchado le interesaban enormemente.
Back llevó su foca a los iglúes. Se comieron el hígado crudo y aprendieron una cosa más: el cazador no recibe nada de su presa, caza para los demás. Eso se adecuaba bien al sistema Franklin. Al menos valía la pena meditarlo.
Aunque no encontraron el Paso del Noroeste, el viaje constituyó todo un éxito. Se exploró y cartografió una parte considerable de la costa, por no hablar de la cantidad y calidad de sus comentarios etnográficos. Ahora ya se conocía a la perfección la trayectoria que seguía el Paso desde la desembocadura del Minas de Cobre hasta el estrecho de Bering. Quedaba sólo el trozo que iba de la bahía de Hudson a Point Tumagain.
¿Dónde se encontraba el «punto más glorioso de su viaje»? Franklin desplegó la bandera de Eleanor en la desembocadura del gran río, que bautizó con el nombre de Mackenzie en honor de su descubridor.
Franklin quiso titular El Ártico amable al relato de su segundo viaje al norte de Canadá, pero el editor se opuso rotundamente.
—¡Nadie quiere ni oír hablar de un Ártico amable, señor Franklin! ¡Tiene que ser inhóspito y terrible para que sus descubridores parezcan aún más heroicos!
—¡Pero si eso es precisamente lo que debe hacer un explorador! —replicó Franklin—: Explorar un territorio hasta descubrir su lado amable.
—Sí, pero eso que quede entre nosotros —contestó el editor.
El libro recibió un título neutral: Narración de la segunda expedición a los litorales del mar Polar, y se vendió bien. Sin embargo, la fama de John Franklin siguió debiéndose a su primer viaje. El señor Murray tenía razón. Los lectores sólo entendían lo que creían ya saber por el primer libro, y no era correcto confundir sus ideas. El tiempo era escaso, las convicciones, firmes, y lo nuevo era algo que permanecía oculto.
Londres echaba humo por todas partes. El número de aparatos, máquinas y construcciones de acero crecía de día en día. La gente lo llamaba progreso. Eran muchos los que colaboraban en la empresa y pocos los que participaban de los beneficios. La mayoría se quedaba mirando con ojos brillantes y decían llenos de admiración:
—¡Demencial!
El progreso era cosa de locos, pero servía para dar gloria a Inglaterra, y aunque no redundara en provecho de uno, ¡quién no amaba a su patria!
Cierto Brunel —John ya había oído hablar de él en Portsmouth— llevaba desde 1825 haciendo socavones en aquel barrizal con unas máquinas enormes, pues pretendía construir un túnel que atravesara el Támesis. Y también había «locomotoras», que a pesar de tener unas ruedas de acero lisas con las que corrían sobre unos caniles también lisos, alcanzaban la velocidad de un buen caballo, a la vez que arrastraban tras ellas hasta tres coches. Charles Babbage le explicó que tenía el proyecto de construir una calculadora gigante, tan grande como una casa, formada por dos elementos: uno para calcular y otro para imprimir. Iba a trabajar sin descanso y debía cubrir el mundo entero con tablas de logaritmos y gráficas marinas. ¡El cerebro humano ya no tendría que cargar con el peso de ninguna operación de cálculo! Todos los hombres dotados volverían a reflexionar en vez de tener que dedicarse a garabatear números. Eso le gustó a Franklin. Babbage se apasionaba por momentos. Le explicó exactamente cómo funcionaba la máquina. Hacía los cálculos de forma totalmente distinta a como los realizaba una persona, y mucho más deprisa y con mayor fiabilidad. Proporcionaría unos conocimientos increíbles, que trascenderían las matemáticas utilizadas hasta entonces, y quizá pudiera trazar directamente la legislación referente al fisco y a la beneficencia a partir de simples datos estadísticos.
La conversación no discurría con mucha fluidez. Franklin tenía que frenarle una y otra vez para poder entenderle. Babbage era un tipo impaciente, colérico y tosco. No amaba ni a las mujeres ni a los niños ni a nada que no fueran sus ideas. Franklin se quedó pensativo y clavó la mirada en los anticuados calzones que llevaba el matemático, para encontrar algún asidero frente a tanto progreso. Hasta él mismo llevaba ya los nuevos juncos largos, y ya no se ponía el bicomio de través sino recto, conforme a los dictados de la moda.
Cuando Franklin entendía una cosa, disponía de ella a su antojo. No, aquella máquina tenía sus limitaciones, dijo para disgusto de su inventor. Sólo era capaz efe calcular lo que se podía descubrir haciendo preguntas guía, es decir, cuestiones a las que había que responder con un sí o con un no. Le habló de los esquimales y de la imposibilidad de que le dijeran a uno nada de sí mismos mediante ese tipo de preguntas.
—Su máquina no puede asombrarse ni confundirse, así que tampoco puede descubrir nada raro. ¿Conoce usted al pintor William Westall?
Babbage no había escuchado la pregunta.
—¡Para ser marino piensa usted muy deprisa! —dijo con voz velada.
—No, me cuesta bastante trabajo pensar —repondió Franklin—, pero no dejo nunca de hacerlo. ¡Usted conoce a muy pocos marinos!
Siguieron siendo amigos. Aunque Babbage no amaba más que sus propias ideas, de vez en cuando se interesaba por las personas, siempre y cuando tuvieran el valor de contradecirlas.
Franklin se prometió con Jane Griffin. Con toda probabilidad porque aquella vez, excepcionalmente, no estaba en el extranjero, y ya había anunciado de nuevo la inminencia de su partida. Naturalmente, entendía de viajes como nadie. Conocía el nombre de todos los veleros que surcaban el Canal. Traducía fulminantemente a libras y chelines todas las monedas europeas. Se procuraba siempre pasaportes especiales que obligaban a hacerle reverencias a todos los aduaneros del continente, desde Calais a San Petersburgo, y sabía perfectamente cómo hacer invisibles las mercancías sacando unas cuantas monedas de plata en el momento oportuno.
—Serías un buen primer teniente —le dijo Franklin.
Jane lo dominaba todo: sociedades, amantes, el cuidado de la casa, todos los temas de moda y los cambios de color del rostro. Era rápida y además tenía sentido de la lealtad. Los amigos de Franklin comentaban:
—¡Ahora ya no hay quien detenga su carrera!
Jane parpadeaba al hablar y mantenía cerrado el ojo izquierdo más tiempo que el derecho, lo que confería un tono pícaro a todo lo que decía, aunque le estuviera dando a uno el pésame.
Pero lo que más le interesaba a Franklin era su manera de mirar. Era capaz de percibir simultáneamente una cantidad sorprendente de fenómenos, pues nunca profundizaba en ninguno, y, por tanto, estaba siempre lista para pasar al siguiente. ¡Pero nunca se le olvidaba ni un solo detalle! Era como si las cosas se le quedaran sólo por quedársele y constituyeran en su mente un fidelísimo panorama en miniatura de las mil y una particularidades de las que sus ojos habían tomado buena nota. De ese modo, lo que más le gustaba en este mundo era correr en un coche a toda velocidad, mirar al exterior y devorar el paisaje con una perseverancia inagotable.
A John le gustaba también ir en coche, y aunque su manera de ver las cosas era algo distinta, estaban encantados de viajar juntos.
Su fama seguía creciendo. La burguesía leía los informes de su expedición y fantaseaba más y más sobre el intrépido héroe del desierto de hielo. Los portuarios lo consideraban también un hombre cabal.
—Él arriesga el pellejo y otros se llevan la ganancia. ¡Es como nosotros!
Hasta la nobleza lo alababa: —Inglés de pura cepa: ¡aunque parezca añejo, aún no está viejo! A hombres así se les puede mandar a cualquier parte— comentaba en una tertulia lord Rottenborough.
Franklin sabía perfectamente a qué parte quería que lo mandaran, y así se lo comunicó a sus superiores. Pero las posibilidades que tenía de que le dieran otro destino como explorador eran bastante escasas. El interés por el Paso del Noroeste había disminuido a pasos agigantados cuando se comprobó que apenas era de utilidad para el comercio.
—¿Qué más quiere usted hacer en el Polo? —le preguntó en tono paternal el Primer Lord—. ¡Lo necesitamos a usted para tareas más importantes!
¿Qué había que pudiera ser más importante? Pero lo primero que ocurría con los destinos era que siempre se hacían esperar.
John intentó por su cuenta conseguir un puesto en el extranjero para que le encargaran una expedición al Ártico. La ciencia era internacional, no había obstáculo que se le pudiera oponer. No lo logró. En París tuvo que aguantar variar entrevistas en francés e incluso pronunciar un discurso cuando le concedieron la medalla de oro de la Sociedad Geográfica. Almorzó con el barón Rothschild y cenó con Luis Felipe de Orleans. Mucho interés por su persona, pero poco por una nueva exploración del Ártico. Leves sonrisas ante sus experiencias con los esquimales. Lo más penoso fue el té en casa de madame la Dauphine, cuyo selecto bizcocho hubiera cambiado sin la menor vacilación por unas pocas tripes de roche con tal de no tener que responder a las preguntas que iban saliendo al hilo de la conversación.
Jane lo espoleaba.
—¿Lento? ¡Ya no! Mira un poco a tu alrededor. ¡Posees exactamente la misma rapidez que todos los hombres de prestigio cuando se encuentran entre otros menos importantes! El propio rey o Wellington o Peel hacen una pausa casi en cada palabra. Y cuando no entiendes esto o aquello y lo pasas por alto, no haces sino reforzar la impresión majestuosa que das.
A pesar de todo, a Franklin no le gustaban las apariciones en público. Se alegró mucho de conocer en la Polonia del Congreso a un joven geógrafo, el doctor Keglewicz, que sólo quería ser descubridor y sabía lo que eso significaba. Era taciturno y desabrido, pero estaba totalmente lleno de curiosidad y de ambición. A pesar de su delgadez, recordaba al corpulento e implacable Babbage. John podía pasarse horas y horas conversando con él sin necesidad de sacar a colación la humanidad, el heroísmo o el carácter, por no hablar de la educación. Y eso ahora era raro. En San Petersburgo lo recibió la zarina, quien le preguntó de qué trataban sus libros. Y eso que ya estaban traducidos al ruso. La Universidad de Oxford lo nombró doctor honoris causa en Derecho, y el rey le armó caballero en Londres, añadiendo un apéndice a su nombre: ahora era «sir» John Franklin.
Era el más grande y el mejor, pero había dejado de ser el más joven. ¿No lo estarían colmando de honores sólo para librarse de él? En medio de tanta cortesía, sólo le llegó una oferta seria. Un fabricante de ginebra llamado Felix Booth estaba dispuesto a comprar y equipar un barco para descubrir el Paso del Noroeste, siempre que John tuviera la bondad de destacar su magnánimo patrocinio en la relación del viaje que escribiera.
¡Por fin una oferta de las más altas instancias! Sir John dejó caer la carta con tristeza: tenía que dirigirse al Lejano Oriente como capitán de un buque de guerra y amenazar a los chinos para que volvieran a sentir respeto por la Corona de Inglaterra. Pero si las amenazas no surten efecto, pensó John, tendrán que llevarse a la práctica. Solicitó cortésmente que le relevaran de esa misión. No era realmente el hombre más indicado para ponerse al mando de un barco de guerra. Además, pensaba casarse.
Los amigos pensaron: se le acabó la carrera. Si uno está en contra de la guerra, tampoco él da ninguna. ¡Qué torpeza! ¿Cómo no ha habido nadie que le aconsejara como es debido?
Sólo Richardson estrechó su mano y dijo:
—Puede que sea una ventaja. Tal vez ahora la Corona de Inglaterra le tenga más respeto.
Sir John paseaba con su esposa —ahora lady Jane— por el malecón de Ingoldmells, bordeando el mar. No, no la amaba de la misma manera en que había amado a Eleanor. Pero le gustaba. Era una persona cabal, con ideas claras, una camarada leal, y la necesitaba como madre para la pequeña Ella. No había más, pero tampoco menos. Hablaban abiertamente del asunto.
—Los dos somos curiosos —comentaba lady Jane— y casi siempre nos caen mal las mismas personas. No es necesariamente amor…
—… pero quizá sea algo mejor —respondía sir John.
A la izquierda podían contemplar los médanos y a la derecha la pradera pantanosa, mientras comentaban cómo deberían ir las cosas en adelante. La vida pasaba como una exhalación. El círculo de sus conocidos era enorme y ello les procuraba más obligaciones que alegrías. Su fortuna era considerable, pero aún no alcanzaba para financiar por su cuenta una expedición al Ártico.
Sir John resollaba. Caminar le sentaba bien.
—Si no se mueve usted lo suficiente —le había dicho Richardson—, no seguiré siendo el único médico de su vida. ¡No coma tanto!
—¡No pienso volver a pasar hambre! —fue la réplica de John.
Pero cada vez prometía tener en cuenta el consejo del doctor.
¡Diez años! Habían discurrido tan deprisa como si los hubiera visto pasar por la ventanilla de un coche. Ahora ya tenía más de cuarenta. Sus perspectivas le auguraban una larga vida, pero el maldito peso hacía inclinar la balanza en sentido contrario.
—¡Debes hacer algún ejercicio! —le decía Jane.
—Bueno —replicaba él—. Iré a ver al señor Booth y me apuntaré a su expedición. Es el único ejercicio que me sirve. ¡La única exigencia que voy a plantearle será que no tenga que llamar Callejón de la Ginebra al Paso del Noroeste!
Pocos días más tarde recibió en Bolingbroke un despacho de lord Glenelg, ministro de las colonias. Tenía la satisfacción de ofrecer a sir John, por expreso deseo de Su Majestad, el puesto de gobernador de la Tierra de Van Diemen.
—¡Está al sur de Australia! Una travesía larguísima —comentó pensativa lady Jane—. Y un montón de dinero. ¡Mil doscientas libras al año!
—Es una colonia de penados —replicó sir John.
—¡Pues habrá que cambiarla! —dijo su esposa.
Pocos días después se reunió con la infatigable Flora Reed y le pidió su sincera opinión.
—¡Debes intentarlo! —replicó ésta—. ¿Qué valor tiene el Paso del Noroeste? No sirve más que a la gloria y a la sed de conocimientos. ¿Y qué es eso comparado con la construcción de una sociedad joven, en la que aún pueda darse una oportunidad a la justicia? Si hay alguien que pueda llevarla a cabo, ése eres tú.
—¡Qué locura! —contestó sir John—. Yo soy navegante y no pretendo hacer cambiar a las personas ni obligarlas a nada. Bastante tengo con evitar que las cosas vayan peor aquí o allá.
—¡Pero vale la pena! —añadió Flora.
Cuando volvió a casa, lady Jane tenía preparado otro argumento:
—Desde allí no queda tan lejos el Polo Sur.
—Ya pensaré en ello.
En la iglesia de Spilsby había ahora una inscripción de piedra:
«A la memoria del teniente Sherard Philip Lound, desaparecido en el mar desde 1812».
—¡Qué locura! ¡Está vivo! —gruñó John—. En algún rincón de Australia. Quizá incluso en la Tierra de Van Diemen.
Los capitanes John y James Ross, tío y sobrino, se habían decidido rápidamente a aceptar la oferta del fabricante de ginebra. Cuando Franklin quiso solicitar el puesto, ya era demasiado tarde. Se dirigió por última vez al Almirantazgo.
—¡Lo siento, pero no! —le contestó Barrow—. Y aunque hubiera planeado otro viaje al Polo, los almirantes elegirían a otro comandante…, perdóneme…, más joven. Aunque todo el mundo sepa que usted no sólo es el más famoso sino también el más capacitado…
—Déjelo —le interrumpió Franklin—. También los demás deben tener su oportunidad. Coja usted a George Back. Es joven, y cuando sea algo mayor será mejor que yo.
Luego regresó a pie a casa, dando un paseo por las rápidas calles de Londres, y siguió pensando en el puesto de gobernador. «Soy capaz de mandar una tripulación, pero no sé moverme bien en las aglomeraciones. No es seguro que logre gobernar una colonia, aunque…».
Mientras iba pensando en ello, a la idea que se había formado de lo que era una colonia penal iba mezclándose otra, la del paisaje del Polo Sur. Glaciares eternos que iluminaban unos mares templados, con peces y pingüinos, tal vez incluso una tierra con tribus de hombres que no conocían la prisa.
¡No, se acabó! ¡No podía meterse a gobernar una colonia sólo porque deseaba ir al Polo Sur! Ya era suficiente por sí sola la Tierra de Van Diemen. Quizá muriera al primer intento de evitar que las cosas empeoraran todavía más. Así de seria era la cuestión.
—Bueno —dijo John Franklin—, la Tierra de Van Diemen. ¡Esto va en serio!