14

HAMBRE Y MUERTE

Un campo lleno de huesos y calaveras, como piedras hundidas en el musgo, con fisuras producidas por las hachas de los indios. Eso era Bloody Fall, donde cincuenta años antes Samuel Heame no había podido evitar la catástrofe.

John Franklin sabía que necesitaba a los esquimales. Temía que no hubiesen olvidado todavía el desastre de antaño. Allí donde los hombres no tomaban nota de las cosas, el pasado no era algo inocuo. Ahora le venían a la memoria los ahogados en el fondo del puerto de Copenhague.

«Comportarse como un caballero». «Se ha de ignorar el miedo». ¡De qué poco servían esas frases cuando se era capitán!

A dos o tres indígenas que se acercaran despacio se les podía inspirar confianza. Lo malo sería que se acercara de golpe una tribu entera o que no se acercara nadie.

La bahía estaba vacía. No se veía ni un solo pájaro. John tenía en su mano una lista con los nombres previstos para montes, ríos, cabos y golfos: Flinders, Barrow, Banks, los nombres de los británicos que le acompañaban, y el de Berens, el gobernador de la Compañía de la Bahía de Hudson. ¡Ah, los nombres! Si morían de hambre o si los mataban, ninguno de aquellos nombres iba a quedar colgado de las rocas. Pero ahora por lo menos servían para ahuyentar la intranquilidad. Había pisado con sus hombres aquel osario como antaño pisara con el boticario el campo de batalla de Winceby. Había querido que comprendieran la importancia que tenía su encuentro con los esquimales. En cambio, para Back esos huesos no eran sino una prueba más de que iban a acabar con todos los esquimales, como tuvieran la desfachatez de atacarlos. De pronto, Hepburn clavó sus ojos en el mar:

—¡Santo cielo, ya empieza!

John sólo vio en la periferia de su campo visual que la bahía se oscurecía un poco. Se volvió.

Se acercaban más de cien kayaks y varias barcas abiertas, un poco más grandes. Avanzaban casi sin hacer ruido. Era como cuando se camina de puntillas para no asustar a la caza. Los blancos se precipitaron a coger sus mosquetes. John gritó:

—Cargar y poner el seguro, pero ni un solo tiro, ni siquiera de advertencia o por descuido. Todo estaría perdido.

Era evidente que los esquimales habían seguido todos sus movimientos, porque las barcas dieron un giro de noventa grados, como un banco de peces, y pusieron proa a una punta de la costa situada a unas cuatrocientas yardas de los británicos.

—Iré sólo con Augusto —dijo John tranquilamente—. Si me ocurriera algo, el doctor Richardson queda al mando.

—¿Y si le cogen a usted de rehén para atacarnos y acabar matándonos a todos? —preguntó Back.

—Hemos de ganamos a sus espíritus —repuso John—. ¡Venga, hagan lo que les digo!

Augusto recibió la orden de mantenerse dos pasos por detrás de John. Iban tan despacio como Akaitcho en Fort Providence, incluso quizá más. John había aprendido de Matthew Flinders y de Akaitcho qué era lo que le daba a un jefe su prestancia.

Mientras tanto, los esquimales permanecían quietos en tierra y semejaban una manada envuelta en gruesas pieles que olfateara el aire sin moverse, mirando todos hacia el mismo sitio. Muchos tenían la cara tatuada y los cabellos negros. Resultará difícil distinguirlos, pensó John. Entonces se detuvo y agarró a Augusto del brazo. Contó entre dientes hasta veinte y luego dijo:

—¡Empieza a hablar!

Augusto sabía lo que tenía que decir. John había tenido buen cuidado de hacerle aprender de memoria cada frase. Había comprobado también, con ayuda de Junio, que su parlamento tuviera el significado correcto: intenciones pacíficas, regalos, cambio de víveres por «cosas bonitas», preguntarles si habían visto un gran barco por oriente. Y repetir constantemente la palabra paz.

Cuando Augusto dejó de hablar, los esquimales echaron los brazos al aire y aplaudieron fuerte con las manos levantadas, como un público entusiasmado tras una representación de ópera. ¿Qué diablos significaban aquí los aplausos? Quizá nada tuvieran de aprobación. Todos exclamaban rítmicamente:

—¡Teyma, teyma!

Ojalá no significara venganza. John recordaba lo de «¡muerte o gloria!» y lo de «¡pan o sangre!». No podía preguntarle a Augusto, porque estaba rodeado de esquimales. Tampoco quería retroceder. Sabía perfectamente que ahora todo dependía de su dignidad, de modo que permaneció en donde estaba y se enfrentó a los gritos cada vez más fuertes de «teyma, teyma»!, con serenidad y orgullo, como si de una ovación se tratara, esperando que no significara más que buenos días. ¡Teyma quería decir «paz»!

Se entregaron los regalos: dos calderos y varios cuchillos. Ahora empezaba el trueque. Los esquimales ofrecían flechas y arcos, lanzas y gafas de sol de madera, y querían quedarse con todos los aparatos y objetos de metal que veían. Enseguida empezaron a coger ellos solos lo que necesitaban. Sonriendo amablemente se metían por todas panes, robándole a Back su pistola y a Hepburn el abrigo. Back quiso quitarles la pistola, pero ellos empezaron a gritar «teyma» y no se la devolvieron.

John seguía allí plantado como una montaña, sin moverse. Sabía que era el que menos podía defenderse de aquellos dedos rapaces, y por eso llamó a Hepburn a su lado. Un esquimal, mientras tanto, intentaba arrancarle un botón de la guerrera. John no hizo más que mirarle atentamente. Hepburn le dio un golpe en los dedos y le señaló a Hood, con el que se podían cambiar botones. Por un momento la cosa funcionó.

La situación era de gran confusión y la única forma de dominarla era recurriendo a la paciencia. John sospechaba que la suerte de la expedición quedaría sentenciada si él se levantaba, mostraba su nerviosismo o gritaba órdenes. Además, los esquimales sabían perfectamente lo que significaban las pistolas o los fusiles. En cuanto uno de los blancos se acercaba lo más mínimo a sus armas, lo agarraban fuerte entre varios gritando a coro «Teyma, teyma»!, y golpeándole al mismo tiempo con suavidad en el costado izquierdo.

Hood se hizo con una cuerda y se ató al muslo el estuche de los instrumentos astronómicos, tan fuerte que no habría habido quien robara los aparatos sin llevárselo también a él por delante. Luego sacó su carpeta y empezó a dibujar a una de las mujeres. Unos cuantos esquimales se agruparon detrás de él, mirando por encima de su hombro y diciéndole a la modelo por qué parte del cuerpo iba. La mujer enseñaba cuidadosamente a Hood todo lo que a su juicio requería un parecido más exacto: dientes, lengua, orejas, manos y pies. Salió un retrato algo extraño: las distintas partes de la anatomía no mostraban su habitual composición. Sin embargo, a los esquimales les gustaba mucho. Se plantaban delante e inclinaban la cabeza a derecha e izquierda para observar bien todos los detalles. Ahora habían venido casi todos a mirar. Cuando Hood acabó su esbozo, se lo regaló a la modelo dándole un beso en la mano. Se quedó mirándolo arrobada y después pegó un brinco de alegría.

Pero entonces llegó el mago. Cubierto con una piel entera de oso, dio varias vueltas alrededor de los blancos, refunfuñando y dando suspiros. Augusto no dijo sino que era el mago de los osos. Podía significar desgracia, pues el mago consideraba muy peligrosos el dibujo y la pintura. De repente, se retiraron todos los esquimales. Echaron a correr hacia las barcas y se pusieron a remar con gran rapidez. Se dejaron muchos objetos de los que antes se habían apoderado con artimañas y habilidad, incluso muchos de los que habían adquirido por trueque. La mujer se dejó en el suelo el retrato, pero se llevó el aparato que utilizaba Hood para trasladar al papel las mediciones que haría del paisaje. Pero súbitamente cambió de parecer, devolvió el aparato y prefirió llevarse el esbozo. Subió de un brinco a la última barca, en la que sólo iban mujeres. Al cabo de unos minutos, la bahía se hallaba tan vacía como al amanecer.

—Estamos salvados —dijo Richardson—, pero ha sido un paso en falso. De éstos no sacaremos nada de comer.

Augusto confirmó:

—No quieren nada con nosotros. Son innuit de la costa occidental. En verano viven en cabañas flotantes de madera, y en invierno, en bolas de hielo, pero siempre en tierra. Ya han visto blancos en muchas ocasiones y no les ha ido muy bien con ellos. Estaban dispuestos a matamos, pero teníamos de nuestra parte a unos espíritus demasiado fuertes. El espíritu del oso quería devorarnos, pero la mujer grande que vive bajo el mar no permite que nos ocurra nada malo.

—Entonces zarpemos —repuso John—. Ahí nos podrá proteger aún mejor.

El 21 de agosto plantaron sus tiendas en Point Tumagain. Sus problemas se habían agravado.

La alargada bahía de Bathurst tampoco había resultado ser la ansiada vía marítima que comunicaba con la bahía de Hudson. No era más que una ensenada que acababa cerrándose: cinco días para entrar y otros cinco costeando la ribera opuesta para salir. Y ya estaban a mediados de agosto. Después de esta decepción habían seguido bordeando la costa hacia el este, hasta que no hubo más remedio que abandonar toda esperanza de encontrar el barco de Parry antes de que el invierno se les echara encima. Recorrieron a pie la península de Kent hasta el siguiente cabo grande, al que llamaron Point Tumagain, Punta de la Media Vuelta definitiva.

Pasaban hambre.

Nunca conseguían la comida suficiente con la pesca, por no hablar de la caza.

¡Si hubieran tenido tiempo de aprender de los esquimales lo imprescindible acerca de los sitios ricos en peces y focas! Augusto y Junio no se encontraban en su terreno. ¡O si hubieran tenido mejores escopetas, o de mayor alcance! En esta tierra pelada no había la menor mancha que permitiera acercarse sigilosamente a la pieza…, siempre y cuando se viera alguna.

No se imaginaban que la costa del Ártico fuera así, con aquel silencio mortal. Esperaban ver focas, morsas encaramadas a los témpanos y a las rocas, osos polares balanceándose por las colinas, acantilados llenos de alcas y otros pájaros grandes, un mar llameante de flores rojas, una música para la vista.

John quería dar a aquel cabo el nombre de Wilberforce, el que había luchado contra la esclavitud. Pero como lo único que hicieron allí fue dar la vuelta, tampoco era cuestión. El filántropo se merecía algo mejor que una punta que lo único que marcaba era un final.

A los voyageurs se les volvía a ver por fin otra vez contentos: regresaban a tierra. En cambio los intérpretes renegaban murmurando entre dientes que tierra adentro la mujer que vivía bajo el mar dejaría de protegerles.

—El capitán de la Blossom hubiera podido seguir siendo un hombre afortunado, y la Blossom una nave con suerte, si no hubieran… Pero ya les he contado esta historia, ¿verdad? ¡Bien sabe Dios que es el hambre lo que le ablanda a uno la sesera! —Richardson enmudeció.

Se producían lagunas en su memoria y las fuerzas no daban para consideraciones ni charlas sustanciosas. Lo único que se les había reforzado era la capacidad de dar rienda suelta a la fantasía. En Fort Enterprise les esperaba rico pemmikany jamones de reno bien colgados, ron y tabaco, té y galleta. Y Hood hablaba de Medias Verdes. El niño ya habría nacido.

¡No tenían más que seguir en dirección al suroeste hasta llegar al fuerte! El hambre disipaba cualquier otra preocupación: los voyageurs dejaron de pestañear cuando, en medio de la travesía del golfo Coronación, en plena alta mar, les sorprendió en los botes un temporal de popa. Se pasaron el día entero luchando para evitar que las canoas se partieran en dos, y al anochecer la marejada los lanzó a una velocidad vertiginosa contra unos escollos. Los marinos creían que se acababa todo. En cambio los voyageurs sólo veían tierra, tierra por fin, sitio donde acampar y suculentas comidas. John permanecía sentado estoicamente, tomando nota de todas y cada una de las islas que se extendían a derecha e izquierda. Hood, inclinado sobre su carpeta, dibujaba en medio del oleaje la forma que tenían los escollos.

—Mapas, observaciones, informes y dibujos —había dicho John—. Si empezamos a pensar sólo en guisados y buena leña, no vamos a llegar muy lejos.

Y eso valía también en caso de temporal. Así fueron resistiendo, cada uno a su modo, hasta que finalmente lograron guarecerse en una ensenada con la que ya nadie contaba y que prácticamente no habría podido ver un ojo humano. Atracaron en medio de la niebla y cayeron exhaustos en cuanto pisaron tierra firme.

John vio en sueños imágenes de temporales, salvamentos, y un rotor recién construido y en perfecto estado de funcionamiento que las proyectaba sobre una pared. Intentó retener en la memoria su construcción, pero a la mañana siguiente no era capaz de recordarlo. Sin embargo, volvía a sentirse con fuerzas: cada vez que soñaba con máquinas dormía profundamente.

Al cabo de unos días, depositaron junto a la desembocadura de un río, que John bautizó con el nombre de Hood, toda la carga superflua que llevaban, sobre todo los regalos sobrantes, aprovechando un cerro en el que construyeron un túmulo de piedras para izar la bandera inglesa. Pretendían que al menos los esquimales recibieran amistosamente a sus seguidores. Luego remontaron el río Hood, hasta que les obligó a detenerse una gigantesca catarata. Entre agujas de piedra y paredones que se elevaban como una muralla, el agua se precipitaba en cascada, en un lugar solitario y sin árboles, de una belleza majestuosa. Era un buen sitio para ponerle el nombre del libertador de los esclavos, y el contrapunto ideal del Bloody Fall de Heame. John anotó con gran satisfacción en el mapa el nombre de Wilberforce.

Hacía frío y por ninguna parte se veía el menor rastro de animales. El pemmikan se estaba acabando. Junio señaló las rocas: en los murallones crecía un liquen pringoso que se podía comer. Tenía un sabor desagradable, pero mejor era eso que nada. Por la noche permanecieron todos despiertos en el interior de la tienda. Notaron que el liquen les producía vómitos y diarrea. El que peor se puso fue Hood, que lo echó todo.

Al día siguiente, el 28 de agosto, sólo dos peces, una perdiz y dos sacos de líquenes para acompañar. Los voyageurs los llamaban tripes de roche, «callos de roca». Con las canoas grandes John hizo construir dos más pequeñas que se podían transportar fácilmente y bastaban para cruzar los ríos. Después, otras dos millas agotadoras de camino. Así acabó la jomada. Nevaba.

Entre los ingleses no había ninguno que fuera buen cazador. John no era lo bastante rápido y Back carecía de la paciencia necesaria. Hood tiraba mal y el doctor era corto de vista. Menos mal que Hepburn tenía suerte de vez en cuando. Lo cieno es que, de no ser por Crédit, Vaillant, Solomon Bélanger, Michel Teroaoteh y los intérpretes, habrían perecido de hambre. Pero cuanto mejor cazador era un voyageur, mayor era la tendencia que mostraba a ignorar las órdenes. Día y noche permanecían lejos del campamento. Se negaban a rendir cuentas de la munición gastada y de la que les había quedado, y se comían a solas, sin que nadie los viera, muchas de las piezas que cobraban. El único que siguió siendo honrado fue Solomon Bélanger.

—Ahora llevamos otro sistema —dijo Back como el que no quiere la cosa—. Ellos tienen los fusiles y la munición, y nosotros sólo tenemos sextante y brújula. Y así no hay quien pueda evitar que se robe.

—El sistema funciona —respondió John—. Todos saben que sin nosotros, los navegantes, no saldrán con vida. Y en todo caso, les gustaría regresar con honra.

Sin embargo, una vez Perrault afirmó no haber cogido más que una pequeña cantidad de pólvora y de plomo, y Back le dio la razón en contra de toda evidencia. De nuevo resultaba incomprensible. ¿A qué jugaba? ¿Quería congraciarse con los voyageurs? ¿Pensaba que, al no poder ganar, más valía resignarse y no ser derrotado abiertamente? ¿Pretendía sobrevivir a una revuelta sangrienta, presentándose desde ahora mismo como falso testigo?

John apretó los clientes para intentar quitarse aquellas ideas de la cabeza. Su sistema prescribía que no había que considerar posible una cosa hasta que no fuera un hecho. Pero por mucha vergüenza que le diera…, seguía considerando su sospecha una verdad.

1 de septiembre. Hood se encontraba verdaderamente enfermo. Era una desgracia que no aguantara las tripes de roche. Se iba desmoronando más aprisa que los demás, no sólo por la resistencia que oponía su organismo sino por el hambre que pasaba.

El frío aumentaba. Los gruesos copos de nieve les habían parecido hermosos al principio, pero ahora no había más que un polvo blanco y seco que se metía incluso debajo de la ropa. Por la noche hacía falta más de una hora para que las mantas, tiesas por el frío, se calentaran lo suficiente como para poder más o menos dormir en ellas. Se ponían las botas bajo el cuerpo para no tener que descongelarlas al día siguiente antes de calzarse, cosa que hubiera exigido encender un fuego… y primero buscar leña.

El hambre creaba una lentitud de no ver nada, totalmente ciega. A pesar de que seguían avanzando e intentaban mostrarse amables y confiados, cometían errores en las cosas más obvias. Se iban en canoa por el río y se les olvidaba cualquier cosa. Se quedaban con la mirada fija en el borde de una catarata a la que se iban aproximando cada vez más, y no hacían nada. Su estado recordaba el último estado de la borrachera, cuando el placer acaba convirtiéndose en miseria. Ni una sola pieza de caza. Ya no resultaba fácil ni siquiera encontrar el liquen de las rocas, pues primero había que escarbar en la nieve. Encontraron los restos de la comida de un lobo, unos huesos medio podridos de reno, que prepararon al fuego hasta chamuscarlos un poco.

—No valen para nada —dijo Junio—. Habría que hacer una sopa con ellos.

John aconsejó intentarlo, pero los demás querían sentir algo sólido entre los clientes. ¡Sopa! ¿Qué iba a entender un esquimal de estómagos ingleses y franceses? John acabó cediendo. Consideró que era más importante la moral de sus hombres que el experimento de la sopa. Junio se sintió ofendido. Desapareció para siempre con cincuenta cartuchos. También la moral iba desapareciendo. En el fondo, ya se hallaba a muchas millas de distancia. De poco servía que la debilidad se le pareciera tanto en muchos detalles.

Pasos, pasos y más pasos sobre un manto de nieve en el que no se veía ni una huella, con la única interrupción, de vez en cuando, de los ríos y lagos.

A John se le pasaba constantemente por la imaginación una idea de lo más peregrina: que sus pies seguían andando como si no fueran ellos, y que el tacón derecho golpeaba siempre en el tobillo izquierdo. Siempre igual, nunca al revés. La debilidad les hacía ver a todos que cada vez iban encorvándose más. ¡Qué curioso! ¿No había nacido el hombre con la espalda recta? Tenían las barbas totalmente congeladas. No se les ablandaban como no fuera al fuego. Y pesaban. ¡Con semejante barba helada, no era de extrañar que a uno se le doblara el espinazo! El pensamiento resultaba cada vez más vago. Se les escapaba ante el menor concepto de peso. De vez en cuando había algún voyageur que se enfurecía como un niño por cualquier nadería. Perrault se puso a gritar que no estaba dispuesto a seguir caminando detrás de Samandré, porque los estúpidos fondillos de sus pantalones se meneaban siempre de un lado a otro, como si fueran idiotas. Y después, a seguir trotando horas y horas sin decir palabra. De repente, la idea de que se estaban alejando del fuerte en vez de dirigirse a él. Tal vez hacía ya mucho que su destino estaba sentenciado.

¿Por qué George Back seguía teniendo tanta fuerza? ¿Había derecho a que un tipo tan vanidoso y variable como él resistiera tanto? Las personas hermosas tenían a menudo de su parte unas energías que no eran fáciles de calcular. Estaban decididas a salvaguardar su hermosura por encima de todo, y eso les hacía saber siempre a dónde iban.

Para cenar, tripes de roche, un puñado para cada uno, y eso después de pasarse horas y horas buscándolas. Rostros grisáceos y llenos de arrugas.

14 de septiembre. Renos a la vista, pero ninguna pieza abatida. Michel le había dado sin querer al gatillo, con los dedos que le temblaban de excitación. Se había escapado un tiro antes de tiempo, y adiós. Michel lloraba de desesperación. Crédit se sumó a sus sollozos.

Hood se había quedado bastante atrás. Llegó a las tiendas unas horas más tarde, apoyándose en Richardson, cuando ya se había hecho la recogida de las tripes de roche, esa cosa que él no soportaba.

—Parezco un niño caprichoso —dijo sonriendo. Luego se le doblaron las rodillas y cayó desplomado. La conciencia no la perdía, pues aún sentía demasiada curiosidad por todo lo que pudiera pasar. Ya no era capaz de dibujar, pero su vista y su cerebro seguían ocupándose de todo lo habido y por haber, excepto de sus penalidades.

Perrault acercó su morral y sacó de él algunos restos de carne para Hood. Según dijo, se los había guardado de su ración de hacía unos días. ¡Le regalaba a Hood el último bocado de carne! Los diecinueve estaban llorando, incluso Back y Hepburn. ¡Qué importaba de dónde hubiera sacado Perrault aquella carne! Ahí estaba otra vez el honor de la humanidad. Aunque no fuera más que un instante, podía verse con toda claridad.

—¡Pues yo creo que Junio también volverá! —decía Augusto—. ¡Y traerá mucha carne!

—¡Sí, carne! —Se abrazaban unos a otros y parecían ebrios de esperanza. ¡Seguro que pronto estarían en casa! ¡Un paseo! Así terminó el 14 de septiembre, un buen día.

23 de septiembre. Peltier, que llevaba ya unos días quejándose del peso de la canoa, acabó tirándola al suelo en un rapto de cólera, y se astillaron algunos maderos. No le quedó más remedio que cogerla otra vez y cargar con ella, pues con un poco de suerte aún se la podría reparar.

Cuando arreció la tormenta de nieve, Peltier giró la canoa de manera que el viento hizo presa en ella y se la arrancó de las manos. Ahora ya no tenían más remedio que abandonarla. Daba miedo ver el poco reparo que tenía Peltier en demostrar su triunfo. La otra canoa la llevaba Jean—Baptiste Bélanger, pero ¿por cuánto tiempo? John apelaba a su conciencia.

—Vamos por el buen camino, pero sin canoa estamos perdidos.

Poco después aseguraba que no iban por el buen camino. El magnetismo no era aquí muy fiable. La aguja daba vueltas como un tiovivo. Era un momento crítico: el capitán, medio muerto de hambre, tenía que comunicar a sus hombres, también medio muertos de hambre, que había que hacer un cambio de rumbo. Exigía valor y eso ahora suponía un esfuerzo enorme.

—La hora de la verdad —murmuró Back, mirando hacia otro lado.

—¡Ha metido la pata! —cuchicheó Vaillant.

—Si supierais tanto de navegación como yo, no os asustaríais. Aquí resulta difícil, pero todo es cuestión de lógica y de saber.

Le creían tan sólo porque no les quedaba otro remedio. Estaban demasiado débiles para creer realmente en algo. Ahora todos se temían que iban a morir.

El valor de Hood era muy importante. El guardia marina tenía un aspecto cadavérico, pero su confianza les hacía sentir vergüenza a todos, que no tenían más que aprensión y se compadecían de sí mismos. Era como si supieran que, cuando muriera Hood, tampoco a ellos les faltaría mucho.

Al llegar a la orilla de un lago, cuando John ordenó que picaran el hielo para ver si pescaban algo, de repente faltaban todas las redes. A los voyageurs les habían parecido demasiado pesadas y ahora sabe Dios dónde estarían, enterradas en cualquier sitio bajo la nieve, a millas de distancia. Al cabo de dos horas, Jean—Baptiste Bélanger tropezó como un mal actor al que le hubieran dicho que tenía que tropezar. En cambio, el sitio estaba bien escogido: atravesaba una cuesta muy empinada. ¡La última barca había quedado hecha añicos!

Por la noche mordisquearon una piel de reno medio descompuesta que desenterraron de la nieve. Aquí no había ni tripes de roche ni tampoco leña.

Si viera ahora al gato Trim, pensaba John, le pegaría inmediatamente un tiro y me lo zamparía. Se dio miedo, pero se encontraba en un estado demasiado deplorable como para prohibirse aquel tipo de pensamientos. Por eso precisamente tomaban unos derroteros tan lastimeros. ¡Carne de gato! ¡El bocado más exquisito del mundo! John intentó hacer morder el anzuelo a su fantasía: chicharrones de cabeza de cerdo. Pero su maldito cerebro no picaba. Hacía que los chicharrones supieran a tripes de roche y que el cuerpo del pobre Trim pareciera solomillo de ternera.

El 25 de septiembre algunos voyageurs se comieron la badana de sus botas de repuesto, y al día siguiente intentaron hacer lo mismo con la suela. ¡Hasta Hood lo intentó! Pero no pudo ni tragarla. Miró a John, se encogió de hombros haciendo un gran esfuerzo y dijo:

—¡Enormemente dura! La próxima vez que me compre unas botas en Londres…

De día se encontraba bien, pero por la noche empezaba a decir incoherencias, hablando de Medias Verdes y del niño. Decía que tenía una hijita, que tenía dos indias, una grande y otra pequeñita. Luego creía que estaba en el jardín de su casa, en Berkshire, y que hacía una mañana de sol, y estaba cortando abrojos y ortigas.

—¡Da pena oírlo! —comentó Hepburn.

El 26 de septiembre toparon con un gran río.

John chasqueó pesadamente la lengua y dijo:

—Es el río Minas de Cobre. No tenemos más que cruzarlo y enseguida estaremos allí.

Tardaron más de una hora en admitir que realmente se trataba del Minas de Cobre. Pero ya no tenían barcas.

—Construir una balsa —dijo John.

Al cabo de tres días tenían lista una especie de balsa. ¿Pero cómo impedir que les arrastrara la corriente mientras cruzaban? Richardson, que se jactaba de ser un buen nadador, intentó atravesar el río atado a una cuerda para «construir un apeadero», según dijo. Rezó unos instantes. Luego se desnudó hasta quedarse en paños menores y se echó al agua. Pero enseguida se le entumecieron los miembros por el frío y tuvieron que sacarlo inconsciente del agua, tirando de la cuerda. Le desnudaron del todo para frotarle el cuerpo con nieve. Todos se quedaron espantados al contemplar el cuerpo desnudo. Dieciocho pares de ojos aterrorizados en unos rostros famélicos. Solomon Bélanger fue el primero en articular palabra:

Mon Dieu! Que nous sommes maigres! —suspiró.

Bénoit, el de Saint-Yrieix-la-Perche, era de nuevo presa de la nostalgia. Sus fuertes sollozos contagiaron a los demás, y al cabo de un rato todos estaban llorando. Ahora, cuando uno empezaba, el llanto se contagiaba inmediatamente. Quizá nos hemos vuelto niños y no tenemos más de tres años, pensaba John enjugándose las lágrimas. Frotaron desesperadamente el cuerpo de Richardson. Volvió en sí, pero ellos siguieron frotándole con ahínco, como si quisieran devolverle su figura original, con las últimas fuerzas que les quedaban, y echar sobre sus costillas algo más que nieve y lágrimas.

Tormenta de nieve. La primera balsa se rompió y desapareció en los rápidos. Hasta el 4 de octubre no lograron pasar el río en otra balsa. Ahora no había tiempo que perder.

—Ya no nos quedan más que cuarenta millas hasta Fort Enterprise —repetía constantemente John—. ¡Pasará pronto! ¡Sólo quedan cuarenta millas!

¿Pero cuánto tiempo se necesitaba para hacer cuarenta millas, cuando ya no se podía más? ¿Cuánto se le podía exigir a la voluntad de una persona? Realmente era a la voluntad a quien tocaba ordenar «¡Adelante!», «¡Sigamos!», «¡No muráis!». Pero soltaba el remo una y otra vez. Su cuerpo embrutecido le hacía cometer toda clase de tonterías, demostrando fehacientemente los motivos que había para dejarse caer, dormirse y morir. La voluntad era como un muchacho fuerte y vanidoso que se dejara influir imprevisiblemente por cualquiera. De repente, afirmaba con energía y noble obstinación:

—¡Esto no hay ser humano que lo pueda soportar! Ahora hay que tener valor para hacer una pausa.

Pero en cuanto lo oía, el cuerpo fatigado y miserable no vacilaba más, se acomodaba a la fuerza de la gravedad y se desplomaba. ¡Menos mal que no les ocurría a todos al mismo tiempo!

John no se daba todavía por vencido, pero sabía que sólo seguía resistiendo porque era el capitán. Mi sistema no me salva de los ataques del destino, pensaba. Unas veces soy el hombre idóneo para la situación, pero otras no. Y eso puede provocar muertes. ¡Hubiéramos debido hacer una sopa! ¡Hubiéramos…! Si no tengo cuidado…

De pronto, veía ante sí la ciudad de Louth, en medio de un apacible prado lleno de vacas, con colinas y bosques a lo lejos. Veía incluso barcazas que cruzaban el canal. Luego se encontraba en la ciudad, veía a las personas que caminaban a ambos lados de la calle, se saludaban amablemente, se respetaban y entendían. Más allá de la ciudad, una montaña gigantesca… ¡Era él! Los únicos que realmente viajaban eran él y las demás montañas. El era el único capitán. Sujetaba la cuerda para los demás…

Cuando volvió en sí, Augusto estaba a su lado, silbando una melodía.

—¿Por qué silbas? —le preguntó John.

—Silbar ahuyenta a la muerte —respondió el intérprete.

John se levantó.

—Así que es eso. Pensaba que era una montaña y que mis pies podían seguir sin mí. ¿Dónde están los demás? ¿Se ha levantado ya el doctor Orme?

Augusto le miró asustado. John se dio la vuelta con energía y siguió andando. Ahora ya sabía lo que le daba más miedo: caer en el mar de la locura, zozobrar e irse a pique como un barco mal pilotado. El miedo le hacía caminar cada vez más deprisa. Era como si los síntomas de la locura quisieran hacer presa en él, como si creyera en el demonio o le persiguieran muertos, que precisamente por ir más despacio tenían por fuerza que darle alcance.

No sólo había barcos mal pilotados, sino también otros que tenían mala suerte.

Es Back el que me vuelve loco, pensó. Tanto si mi desconfianza está justificada como si no, me vuelve loco. Tengo que despacharlo.

Un sextante, una brújula, un plano con la posición de Fort Enterprise, Fort Providence y los principales lagos y ríos. Eso fue lo que Back recibió de John. Se repartieron las municiones: Back se llevó más de la quinta parte. Además se quedó con cuatro hombres, los más fuertes: St. Germain, Solomon Bélanger, Beauparlant y Augusto. Por lo demás, llegaría mucho antes que los demás a Fort Enterprise, donde les aguardaban los víveres. ¡Que se sirviera él primero! Aunque hubiera menos provisiones de las que pensaban y Back y sus hombres se comieran más de las que debían, más valía así que una abierta sublevación de los rápidos contra los lentos.

De ese modo se defendía el sistema: John seguía siendo el comandante y todos podían seguir siendo hombres de honor.

Back partió y Franklin se quedó atrás. Por si fuera poco, había que esperar a Samandré, Vaillant y Crédit, cuyo estado para entonces era peor que el de Hood.

Al cabo de media hora, llegó arrastrándose Samandré y les comunicó que los otros dos se habían quedado tirados en la nieve, sin que él hubiera sido capaz de ayudarles a levantarse.

Richardson retrocedió para buscarlos, siguiendo las huellas de Samandré. Los halló medio congelados, incapaces de hablar, en pleno campo. Como estaba demasiado débil para cargar con ninguno, volvió con los demás.

Franklin se había torcido un pie y cojeaba. ¿Quién tenía todavía fuerzas suficientes? Intentaron mover a Bénoit y Peltier, que eran los más fuertes, para que fueran en busca de los rezagados, pero todo fue en vano. Por el contrario, los voyageurs instaron a John a que les permitiera seguir a Back y dejara que cada uno avanzara a su aire. John agarró a Benoit de los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas:

—No conocéis el rumbo, ¿comprendes? No conocéis el rumbo.

—Seguiremos las huellas del señor Back.

—En cuanto caiga un chaparrón o una nevada, ya no las veréis. Y entonces, ¡se acabó!

Bénoit logró entenderlo con mucho esfuerzo, pero no estaba dispuesto a ir a buscar a los rezagados:

—¡Yo acabaría igual que ellos!

John sostuvo durante unos minutos una lucha consigo mismo, y por fin dijo:

—¡Adelante! ¡Los dejamos atrás!

Se había rendido. No había sido capaz de salvar a aquellos dos hombres. ¡Vaya capitán! Ahora por lo menos tenía que impedir que la desesperación y la ceguera acabaran con el resto. Pero se le hinchaba el pie y le dolía terriblemente. Empezaba a figurarse cómo iba a terminar aquel viaje para él.

Al cabo de unas millas, Hood se desvaneció. Como no podían llevarle, alguien tenía que quedarse a su lado. Richardson quería hacerlo. Confiaba en que John les enviaría comida desde el fuerte, y los salvaría de la muerte.

—¡No! —replicó John—. ¡Soy el capitán! Además, soy más lento que usted. Yo me quedaré con Hood. Usted siga con todos los demás. Aquí tiene la brújula y el sextante.

Era porque no podía más, sólo por eso. No hubiera podido con los otros y, tal como estaban las cosas, no habría sido capaz de llevar la iniciativa.

Plantaron una de las tiendas y acostaron dentro de ella a Hood. Luego el doctor reunió al resto del grupo. John les recomendó encarecidamente:

—¡Permaneced juntos! El que siga solo está perdido. Se extraviará y llevará a la ruina a los que sigan sus huellas. ¡Permaneced juntos!

Hepburn replicó:

—¡Me quedo con usted y con Hood!

Richardson partió. John y Hepburn buscaron leña, tripes de roche y huellas de animales. Ninguno sentía ya hambre. Sólo debilidad. Ahora no se trataba de encontrarse bien sino sólo de sobrevivir. Y eso, con suerte.

Hepburn cazó una perdiz. La asaron y se la dieron a Hood, que pareció reponerse algo. Ellos comieron unas pocas tripes de roche que habían encontrado.

Dos días después apareció de repente Michel, el iroqués. Había pedido permiso a Richardson, junto con Perrault y Jean—Baptiste Bélanger, para volver a la tienda. Por desgracia, los había perdido en la oscuridad y no había sido capaz de encontrar su rastro.

A John le extrañó bastante, pues no había caído lluvia ni nieve y no soplaba ni pizca de viento.

Michel les informó que Fontano también había muerto. Se había caído al cruzar un lago y se había roto una pierna. Habían tenido que abandonarlo, y a su regreso él no había sido capaz de dar con su paradero. Había tenido la suerte de encontrar un lobo muerto, víctima probablemente de la cornada de un reno. Traía carne de lobo, que ellos engulleron ávidamente haciendo grandes elogios del indio. Pidió un hacha para ir a buscar más. Cuando se fue, John se puso a meditar y empezó a echar cuentas.

—¿De dónde habrá sacado Michel tanta munición? No es probable que Richardson le haya dejado tanta. ¿Y cómo tiene ahora dos pistolas?

Cuando volvió Michel y les ofreció más carne de lobo, John le preguntó por la pistola. Michel contestó que Peltier se la había regalado.

Comieron otra vez con voracidad y pronto empezaron a sentir que las fuerzas volvían de nuevo a sus míseros huesos. John siguió esforzándose en sus cavilaciones: intentaba recordar algo. En un determinado momento, salió de la tienda para que nada le molestara mientras repasaba las imágenes de su interior. Cuando volvió a entrar, dijo:

—¡Estoy prestando muy poca atención a los detalles! Hubiera jurado que era la pistola de Bélanger.

Los otros, espantados, clavaron inmediatamente sus miradas en él.

—¿Pensáis que lo he matado? —preguntó Michel con tono de protesta—. ¡Pues no es verdad!

De pronto, tenía una mano apoyada en la pistola.

—No, no —dijo Hepburn—. Nadie lo piensa. ¿Cómo se te puede ocurrir una cosa así?

El indio volvió a tranquilizarse.

Pero nadie quiso comer más carne de lobo.

Durante el día, Michel no permitía que los ingleses hablaran a solas entre sí. Y cuando lo hacían en su presencia, tenían que recurrir a una lengua de esclavos: no les quedaba más remedio que decir cosas que no levantaran sospechas y que él entendiera, y comunicarse mutuamente sus aprensiones sin que el indio se diera cuenta.

—¿Habrán muerto más lobos de esa manera?

Nadie se atrevía a pronunciar los nombres de Perrault y Fontano. O bien decían:

—Cuando un reno deja de tener miedo de un lobo, seguramente acaba matando más.

Michel se daba cuenta de las sospechas y temores que embargaban a los demás. Se negaba a salir de caza, volviéndose cada vez más déspota, hasta el punto de decidir dónde tenía que dormir cada uno. Pero a los blancos no les hacía falta hablar para saber que si Michel hubiese conocido el rumbo y hubiera sido capaz de manejar la brújula, ya haría muchos días que ellos estarían muertos y, lo que era peor, que se habrían convertido en su merienda.

—¿Por qué no vas de caza, Michel?

Pero él seguía negándose.

—Por aquí no hay animales. Deberíamos salir cuanto antes para el lago del Invierno. Luego podríamos venir a buscar al señor Hood.

John se quedó pensando.

—Bien. Pero primero tenemos que recoger leña y víveres para él, porque no puede moverse solo.

Lo único que ahora pretendía John era encontrar la oportunidad de hablar con Hepburn. Michel se mostró de acuerdo. Salieron todos de la tienda y cada uno marchó en una dirección. Mientras John cortaba leña haciendo el mayor ruido posible para indicarle a Hepburn dónde estaba, oyó un disparo procedente de la tienda. Llegó a la entrada al mismo tiempo que Hepburn, y encontraron a Hood muerto, junto al fuego. El tiro le había atravesado la sien. Michel se hallaba a su lado.

—El señor Hood estaba limpiando mi escopeta. Eso es lo que ha debido pasar.

Enterraron con gran esfuerzo a Hood cubriéndolo con un poco de nieve. John y Hepburn ya no necesitaban ponerse de acuerdo. ¿Cómo era que Michel se había dejado sus armas en la tienda cuando salió de caza? ¿Cómo se le pudo ocurrir a Hood limpiarlas, semiinconsciente como estaba? Pero sobre todo, el tiro. Le había atravesado la cabeza por detrás, saliéndole por delante: la nuca mostraba restos chamuscados de pólvora. Desde entonces, llevaban siempre las pistolas cargadas al alcance de la mano.

Ahora que Hood estaba muerto, podían proseguir el viaje. Recogieron la tienda y John definió el rumbo. Al anochecer sólo habían logrado hacer dos millas debido a su pie dislocado. Para cenar recurrieron a algunos trozos del abrigo de piel de búfalo de Hood. Michel no los perdía de vista ni un instante.

Les preguntaba constantemente:

—¿Cuántas millas faltan? ¿En qué dirección está el fuerte?

—Todavía está lejos —respondía John.

Pero al cabo de tres días, Michel creyó reconocer con certeza una peña que apenas distaba un día de marcha de Fort Enterprise. John movió la cabeza:

—Imposible —dijo.

Al día siguiente, el indio se deslizó temprano fuera de la tienda, llevándose consigo su escopeta. Que iba a ver si recogía unas pocas tripes de roche… No se había mostrado dispuesto a hacerlo desde que se quedaron en la retaguardia.

—¡Qué bien! —comentó John. Y Hepburn añadió:

—Eres una buena persona y un buen amigo.

Esperaron hasta que los pasos se oyeron cada vez más lejos.

—No va más que a cargar la escopeta. Eso es lo único que se ha llevado —dijo Hepburn—. Cuando vuelva, tendremos que damos prisa.

John cargaba su pistola con tanto cuidado como si fuera la primera vez que lo hacía. Hepburn dijo:

—¡Nos comimos la carne! ¡Seremos sus cómplices si no lo matamos enseguida!

—Por primera vez dice usted una insensatez, Hepburn —repuso John.

—¡Quiere matarnos! ¡Ése es el motivo!… ¡Y no nos hacen falta más! ¡Buscar otros sería una maldad!

Pero parecía seguir con el mismo temor de que John no fuera realmente a apretar el gatillo.

—¡Lo haré yo por usted, sir! ¡A mí me saldrá mejor!

John mantenía el brazo levantado a la altura del hombro, apuntando a la entrada, pero con la mano escondida detrás de un paquete, de modo que cuando Michel entrara no pudiera verla. Bastaría un giro imperceptible de su cuerpo para que la pistola estuviera apuntando directamente a la cabeza del indio en cuanto asomara. John permanecía en esta posición, con la mirada fija y tensa.

—No —replicó—. Lo haré yo. Diez años de guerra… Pues ¿qué se piensa que hice en ellos? Lo único que ocurre es que se mata siempre a quien no se debiera.

—¿A quien no se debiera? —Hepburn no entendía nada—. ¿Y su brazo, sir?

—Puedo mantener el brazo en el aire horas y horas —dijo John—. Ya era capaz de hacerlo cuando tenía ocho años. Llegará furtivamente y se pondrá a escuchar. Tenemos que hablar fuerte y como si tal cosa, de lo contrario se dará cuenta de que planeamos algo y disparará desde fuera a través de la lona.

—¡Hoy tendremos un buen día, sir! —dijo Hepburn—. Creo que el tiempo se pone de nuestra parte. —Y añadió en voz baja—: ¡Ya lo oigo!

John carraspeó:

—Levantémonos poco a poco, Hepburn. Iré a buscar leña…

En ese preciso instante apareció Michel a la entrada de la tienda, con la escopeta apoyada en la cadera, apuntando a John. Hepburn sacó su pistola y Michel giró el cañón de su arma hacia él. A John se le quedó esta imagen detenida. Lo primero que vio después fue a Hepburn, que lo agarraba de la mano y la mantenía un buen rato estrechada entre las suyas. Durante unos instantes no se dijeron nada. El primero en hablar fue Hepburn:

—Le ha dado en la frente, sir. No ha sufrido. Ni siquiera lo habrá sentido.

John respondió:

—Este viaje ha durado una semana de más.

Al día siguiente divisaron el fuerte a la orilla del lago.

En la caseta encontraron cuatro esqueletos vivientes, que apenas podían ponerse en pie: el doctor Richardson, Adam, Peltier y Samandré. ¡Ni rastro de víveres, ni una pizca de comida! Con sus cuchillos habían ido recortando trozos de una manta de piel de reno que habían dejado allí hacía seis meses, y se habían comido también los zapatos que llevaban puestos.

—¿Dónde están los demás? —preguntó John.

El doctor intentaba responderle. John le amonestó por hablar con aquella voz de ultratumba. Richardson se puso de pie, apoyándose en la viga del centro, que sus dedos atenazaban como patas de araña. Clavó en John sus ojos, que parecían a punto de salirse de sus órbitas, y dijo entre estertores:

—Debería oírse usted, señor Franklin.

Richardson no había hallado más que una nota de Back:

«Aquí no hay ni rastro de víveres ni de indios. Seguimos hada el sur, a ver si vemos hombres. Beauparlant, muerto. Augusto, desapareado. Back».

Wentzel había pasado por allí y se había llevado los mapas, pero no había cumplido su promesa: no había procurado los víveres.

Hepburn se arrastró hasta la salida e intentó cazar algo. Tuvo suerte y volvió con dos perdices. Los seis hombres se zamparon ávidamente la carne cruda, poco más de un bocado para cada uno. Era el 29 de octubre.

El viaje no había acabado todavía.

Peltier y Samandré estaban en las últimas. Adam ya no podía levantarse ni arrastrarse siquiera. Tenía la parte inferior de su cuerpo hinchada y padecía fuertes dolores.

El doctor estaba sentado ante el raquítico fuego que había encendido Hepburn, leyendo la Biblia. Todo aquello tenía algo de extraño y de absurdo: ahí había uno leyendo con voz entrecortada, que apenas podía entenderse, unas frases ampulosas de un libro oriental, que a su vez apenas podía entenderse aquí en el Ártico. Sin embargo, para todos resultaba un consuelo. Hubiera podido chasquear los dedos y ponerse a esperar la salvación. De haber creído en ello, los demás también habrían encontrado un consuelo en esa fe suya.

Cuando se vieron a solas, John comunicó a Richardson lo ocurrido. Se miraron fijamente a los ojos, con las pupilas desorbitadas, algo encorvados y carraspeando, como dos viejos borrachos del Gin Lañe de Londres.

—Yo también lo hubiera hecho, señor Franklin —dijo finalmente el doctor Richardson—. Pero ahora rece. Rece.

Hablaron sobre su situación. Empezaban a desvariar cada vez más. No obstante, cada uno por su parte seguía pensando que sus propias capacidades mentales eran superiores a las del otro, por lo que se animaban mutuamente con toda calma y una paciencia infinita, repitiendo constantemente las cosas, pues se olvidaban a cada paso de lo que acababan de decir.

Ahora todo dependía de Back.

El 1 de noviembre por la noche murió Samandré. Cuando Peltier se dio cuenta, perdió las esperanzas y murió tres horas más tarde. Los demás estaban ya demasiado débiles, aunque no fuese más que para sacar los cadáveres fuera de la cabaña.

Hepburn y John, que todavía podían moverse a rastras, intentaban encontrar tripes de roche y leña, pero cada vez les daban más desmayos y regresaban con una carga más exigua. Hacía tiempo que habían empezado a quemar cualquier trozo de madera que les resultara superfluo: las puertas, los estantes, las tarimas, el armario.

El que ahora agonizaba era Adam. Hacía días que no hablaba ni había cambiado de postura.

—¡Vendrá! —decía John.

—¿Quién? —susurró Richardson.

—Back. George Back. Guardia marina George Back. ¿No me entiende, doctor?

Se interrumpió al notar que Richardson llevaba ya un rato hablando, cuchicheando. Ahora lo estaba repitiendo.

—… es bueno. Todo saldrá bien.

—¿Quién? —preguntó John.

Richardson señaló con un movimiento de cabeza hacia la manta.

—El Todopoderoso.

—No sé —murmuró John—. Ya sabe usted que…

Estaban envueltos en lo que quedaba de sus mantas de piel. El fuego se apagaba. Esperaban la muerte. Olía mal.

El 7 de noviembre apareció en Fort Enterprise, para entonces cubierto ya totalmente por la nieve, Akaitcho, el jefe de los Minas de Cobre, con veinte guerreros suyos. El guardia marina Back, aunque se había quedado en los huesos, había recorrido infatigable el camino que llevaba a las tiendas de la tribu para pedir socorro al jefe. A pesar de las fuertes heladas y las tremendas nevadas que habían caído mientras tanto, Akaitcho había logrado ir del lago del Esclavo al del Invierno en sólo cinco días. Todavía encontraron vivos a Franklin, el doctor Richardson, Hepburn y Adam.

Por lo pronto, los indios se negaban a entrar en la cabaña mientras siguieran dentro los cadáveres. Decían que quien no entierra a un muerto, también está muerto y no necesita ayuda.

El único que todavía estaba en situación de comprender el problema era Franklin. Necesitó hora y media para arrastrar los cadáveres fuera de la cabaña y cubrirlos con un poco de nieve. Luego cayó inconsciente.

A los supervivientes les dieron pemmikan y agua. El doctor les prohibió a todos comer demasiado y con excesiva avidez, pero ni siquiera él fue capaz de atenerse a sus propios consejos. Enseguida les entró un tremendo dolor de estómago, del que sólo se libró Franklin, pues estaba tan débil por el esfuerzo realizado que hubo que darle de comer, y por eso tuvieron más cuidado. Los indios permanecieron a su lado, hasta que al cabo de diez días se hallaron en condiciones de emprender juntos el viaje a Fort Providence.

Habían muerto once. Además de los cuatro británicos, quedaban con vida Bénoit, Solomon Bélanger, Saint—Germain, Adam y Augusto, que acabó apareciendo de nuevo. No hubiera sido capaz de salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Sólo Back y los indios eran los salvadores de los supervivientes.

—Después de semejante viaje —pensaba Richardson—, el resto de nuestros días pasará a toda prisa.

Franklin tenía otras preocupaciones. No creía posible que le dieran el mando de otra expedición al Ártico ni ningún otro destino. No habían dado con el Paso del Noroeste ni habían podido llegar por tierra hasta el barco de Parry. Tampoco habían podido entablar relaciones con los esquimales. Noche tras noche meditaba sobre cuáles habían sido los fallos que habían llevado a morir a tantos hombres. Había sido una equivocación fiarse de Wentzel. Pero eso no lo explicaba todo. ¿Hubieran debido dar la vuelta tras el desafortunado encuentro con los esquimales? No. Con otros hubieran podido tener más suerte. ¿Hubiera debido amenazar de muerte a todo aquel que perdiera o destrozara cualquier objeto de importancia vital, y a todo aquel que robara u ocultara algo? No.

Sólo se hubiera conseguido que el sistema «lealtad por confianza» se hubiera agotado más aprisa. Y para cualquier otro, hubieran faltado los recursos necesarios. ¿Hubiera debido traerse de Inglaterra unos cazadores más avezados, unos hombres que hubieran tenido más idea de lo que era sobrevivir, incluso en aquel desierto helado? Pero ¿a quiénes?

Le comentó a Richardson:

—El sistema era correcto. Lo que pasa es que hubiéramos debido saber más cosas a su debido tiempo. Yo soy el que ha cometido los errores. Es posible que otros tengan suerte, pero el caso es que yo no la he tenido. El sistema está bien. La próxima vez me gustaría demostrar lo bien que está.

—Lo mismo me pasa a mí con el mío —replicó Richardson, inclinando mansamente la cabeza. Se mostraba cariñoso con cualquier pícaro—. De todos modos, ya no se me ocurre compararle con el capitán de la Blossom.

Franklin siguió cavilando.

—Los almirantes no se conformarán con el fracaso. Creerán que no soy el hombre adecuado. También es verdad. —Permaneció en silencio unos instantes—. Pero considerando las cosas de otra forma, sí que lo soy, y no podría encontrarse a nadie mejor. Tendré que ayudar a los almirantes a verlo de ese modo.

John Franklin se sentía otra vez valiente. Además, siempre había conservado la seguridad en sí mismo, incluso en los peores momentos. No habían logrado paralizarlo ni el miedo ni la desesperación. Era más fuerte que nunca.

El Paso del Noroeste, el mar abierto del Polo, el Polo Norte. En su próximo viaje alcanzaría estos tres objetivos con la ayuda del Almirantazgo o sin ella. Y no volvería a pasar hambre ninguno de los que estuvieran a su mando. Podía estar tan seguro de ello como de la Corona de Inglaterra.