VIAJE FLUVIAL A LA COSTA DEL ARTICO
Esta vez John Franklin era el único jefe de la expedición, aunque no iría comandando un barco, pues se trataba de un viaje por tierra. Lo acompañaban el doctor Richardson, los guardias marinas Back y Hood, y el marinero Hepburn. En Canadá, las reales compañías de las pieles le proporcionarían los porteadores, los guías y las provisiones.
El sexto domingo de Pascua de 1819 zarparon del fondeadero de Gravesend a bordo de la Prince of Wales, una pequeña embarcación de la Compañía de la Bahía de Hudson. John se hallaba preparado para enfrentarse a todo lo que la fantasía humana pudiera imaginar. Había hecho ejercicios de marcha de una punta a otra de Londres, midiendo la longitud media de sus pasos. También había ajustado a su brújula un dispositivo plegable, provisto de un anillo, que le permitía marcar la situación en tierra manteniendo el aparato al extremo de su brazo estirado. Todos llevaban consigo cuchillos, barrenas, leznas y un silbato para casos de emergencia. Llevaban también cordel para ajustarse el calzado para la nieve y, siguiendo el consejo de un postillón, medias, camisetas y calzoncillos hasta los tobillos, todo de lana, que picaban de un modo horrible.
John se alegraba de llevar consigo a alguien conocido: George Back. Se había presentado voluntario y había declarado que por Franklin estaba dispuesto a todo. A él estas afirmaciones le dejaban bastante desconcertado, pero le iba bien tener a alguien rápido en quien confiar. Estaba decidido a hacer de Back su primer oficial, aunque fuera de forma irregular, para que tomara las decisiones «normales» y rápidas. Claro que había que comprobar primero que valía. Siempre quedaban los otros. John los observaba atentamente, pues pretendía aplicar a sus nuevos compañeros de viaje el sistema empleado a bordo de la Trent.
El capitán de la Blossom podría haber seguido siendo un hombre afortunado, y la Blossom, una nave con suerte, si no Te hubieran hecho capitán de barco… ¡No tenía nada de capitán! El doctor Richardson se detuvo y dio una chupada al rescoldo medio apagado de su pipa, hasta que un destello rojizo iluminó su flaco rostro y la humareda pareció oscurecer la débil luz crepuscular que entraba por la ventana de la camareta. ¡La Blossom! El doctor Richardson había tomado parte como médico de a bordo en aquel desgraciado viaje, y ahora lo contaba con todo lujo de detalles. Pero a santo de qué, se preguntaba Franklin.
—Un capitán débil puede dejarse influir por cualquiera que le diga que es fuerte. Presta oídos a todo tipo de halagos y sugerencias, porque la verdad es su enemiga.
Iba en el barco un contramaestre intrigante, llamado Cattleway, que gustaba de andar espiando y de divulgar luego los chismes de los que se enteraba. Cuando no oía nada que le resultara de utilidad, se inventaba las cosas, pero el capitán le seguía prestando crédito. Hizo cargar de cadenas a los dos tenientes, acusándolos de deslealtad. Cuando los llevó ante un consejo de guerra, el tribunal no condenó a los oficiales sino a él, y envió al marinero lenguaraz a la Tierra de Van Diemen, como penado. John se puso a imaginar la isla situada al sur de Australia, que en otro tiempo costeara y explorara Matthew. No era un mal castigo, pensó, trabajar al aire libre y ayudar a roturar un país. Así era como se imaginaba la vida de los penados.
—¿Y por qué era débil ese capitán? —se preguntaba Richardson; para responderse inmediatamente a sí mismo—: Carecía de las bendiciones que concede la fe. El que no se deja guiar por el Señor, no puede pilotar un barco.
Volvió a avivar su pipa, tal vez buscando alguna excusa para no mirar a John mientras la historia iba haciendo su efecto, como así ocurría.
Quiere que diga algo, pensó John. Pero era cauto. Si ese Richardson era tan piadoso, no sería fácil de manejar. Hacía derivar de Dios la autoridad, y eso resultaba peligroso para el sistema Franklin. Había demasiadas interpretaciones de qué era lo que Dios quería. En general, John consideraba la religión útil a la hora de mantener el orden y la razón. En cambio, los videntes y confesores le resultaban inquietantes. Por eso, sólo respondió:
—Pilotar un barco es cosa de navegantes. Eso es todo lo que sé.
La expedición tenía que llegar al borde septentrional del continente y luego internarse hacia el este, bordeando la parte inexplorada de la costa, hasta Repulse—Bay, donde les esperaría en su barco cierto capitán Parry. Si la empresa tenía éxito, se encontraría el Paso del Noroeste que andaba buscando Europa desde hacía más de dos siglos. Y les premiarían con una gran suma de dinero. ¡Veinte mil libras! El «recodo decisivo», pues, que se abría en un canal. John no había podido liberarse de aquel sueño desde su viaje a Australia. El Almirantazgo esperaba también una cuidadosa descripción de todas las tribus indias y esquimales que encontraran. Sería de desear un trato amistoso, siendo posible el trueque de alcohol por pieles, pero no el de armas de fuego. Lo importante era que los salvajes se acostumbraran a socorrer con víveres a los barcos que encallaran durante la travesía, cosa que no debía ir en perjuicio suyo.
—En perjuicio suyo va, desde luego —comentó Back como el que no quiere la cosa—. Esperemos que no lo noten cuando tengamos que depender de ellos.
El que decía las frases más breves era Hepburn, un escocés de la región de Edimburgo.
—Sí que irá —apostilló.
Hepburn llevaba embarcado desde niño. Tras el naufragio de su velero, había sido rescatado por un buque de guerra, y obligado a enrolarse en la Armada. Había intentado desertar cuatro veces, pero se había presentado voluntario para esta expedición. Sólo él sabía por qué.
En el fondadero de Stromness, en las Oreadas, se encontraron con el bergantín Harmonie, que pertenecía a la comunidad de los hermanos moravos. Franklin, Back y Richardson se hicieron transportar a bordo en bote y visitaron el barco. Vieron en él a una pareja de esquimales recién casados —cristianos, por supuesto— y a un misionero luterano que les acompañaba para enseñarles mejor a rezar. Sólo sabía alemán e innuit. Sin intérprete no había nada que hacer.
Innuit era el nombre que se daban a sí mismos los esquimales. Quería decir hombres. Por lo demás, daban una impresión de modestia, y eran limpios y agradables. Richardson comentó que estaban dispuestos a reconocer las bendiciones de la religión. Se veía en sus ojos.
Back sonrió. Era algo que solía hacer con frecuencia. Sonreía porque se gustaba y quería gustar también a los demás, sobre todo a Franklin. John lo intuía. Pero si sabía cosas y además ponía buen humor y era de confianza, bienvenido fuera. El humor era buena cosa.
Tras chocar con un iceberg, a consecuencia de lo cual se rompió el timón, la Prince of Wales ancló por fin en la York Factory, en la ribera occidental de la bahía de Hudson.
En tierra había nuevos nombres y rostros que memorizar, franceses, indios, empleados de la Compañía de las Pieles, así como cierto mayor del cuerpo de Ingenieros Reales, de nombre By, que quería demostrar las posibilidades que había de construir un sistema de canales desde allí hasta los Grandes Lagos. Les contó también cosas sobre el Frontenac, un vapor que recorría el lago Superior y lanzaba una negra nube de humo. ¡La técnica vencía en todas partes, y él era un técnico!
—Si no encuentran ningún Paso del Noroeste, entonces, caballeros, yo haré un canal con cien cargamentos de pólvora.
¡Así era el tal By! A John no le gustó mucho. Sólo contestó:
—Resultará difícil encontrar capitanes y tripulación que quieran llevarlos.
A los pocos días volvieron a zarpar, pues estaban ya en el mes de septiembre y Franklin quería llegar lo más lejos posible antes del invierno. Avanzaron contra corriente en compañía de algunos indios y tramperos francocanadienses, cruzando ríos y lagos hasta llegar al Winnipeg. Luego había que remontar el río Saskatchewan hasta el puesto comercial de Cumberland House. También iban mujeres.
Los tramperos se llamaban a sí mismos voyageurs, y sólo hablaban francés. No eran amables con nadie; a lo sumo, con sus perros. François Samandré tenía dos mujeres, que había prestado a unos compañeros suyos a cambio de algún dinero por el tiempo que durara el viaje. Otros dos voyageurs tenían una sola para los dos. Sin duda, recibiría el doble de palizas que las demás. El aguardiente hacía que estos pobres obtusos se enfurecieran de un modo increíble por cualquier nimiedad. La excusa podía ser ellos mismos, las mujeres, las barcas, incluso los perros. John reunió una mañana a todo el equipo y explicó que estaba dispuesto a despedir a todos los camorristas y pendencieros. En cuanto cumplió su promesa una vez, la cosa mejoró un poco.
Para comer se utilizaba pemmikan, una mezcla de grasa y carne triturada, a la que se añadían bayas y azúcar; una bazofia extraña, pero que daba fuerzas. Venía en paquetes de ochenta libras cada uno, embutido en pellejo de toro.
¡Sobre todo, el cargamento! ¡Tener que arrastrarlo! A menudo no había más remedio que coger los botes en alto y llevarlos en vilo por la orilla, sin camino ni agarradero alguno, sobre todo cuando topaban con alguna catarata. La lucha contra la corriente hacía que a uno le dolieran los hombros, pero el frío y la humedad también hacían de las suyas. Aquí el doctor no tenía nada que hacer con sus pláticas piadosas. Menos mal que también llevaba buenas pomadas.
Back era un tipo muy capaz, pero demasiado impaciente. Sí, era verdad, no avanzaban muy deprisa, pero había que adaptarse. Los voyageurs hadan un alto cada hora para fumarse una pipa. Si lo necesitaban, pues bueno. Medían en pipas la longitud de cada tramo de río. Si era así como lo hacían, tendrían que fumar. Si no, sus medidas no valían.
Y luego, en el río Echiamamis, por una vez que se podía ir siguiendo la corriente y que avanzaban a buen ritmo, de repente los indios no querían seguir adelante. ¡Sus espíritus no habían llegado todavía y había que esperarlos!
John entendía la urgencia de Back, pero cuando estaban a solas le conminaba a atenerse a las costumbres del país. Por lo demás, no era capaz de soportar el aburrimiento, y sobre todo no estaba dispuesto a aburrirse a ningún precio. Era enormemente locuaz. Siempre estaba intentando sacarle punta a todo, aunque de paso hiriera a alguien. No entendía que en un viaje tan largo, la cosa dependiera más de la equidad.
John empezó a encontrar mucho más agradable a Robert Hood, el otro guardia marina.
Al igual que Back, Hood había aprendido a dibujar y a pintar, y tenía que hacer bocetos de todo lo que fuera importante. Pero ¿qué era lo importante? Hood era un tipo soñador y callado. No sólo se ocupaba de lo que constituía el verdadero objetivo del viaje, sino también de todo lo que despertara su imaginación: el reflejo de la luz en la superficie de un meandro, la nariz recortada de un voyageur, la figura formada por una bandada de pájaros. Back solía tomarle el pelo, y el buen carácter de Hood no hada sino espolearlo aún más. John veía que Hood no era el hombre rápido del que le hubiera gustado hacer su primer oficial. Pero era el que más se le parecía, y por eso también el que más confianza le inspiraba.
A finales de octubre estaban en Cumberland House. Tuvieron que quedarse allí pues los ríos menores tenían ya una espesa capa de hielo. El gerente de la Compañía les indicó un edificio a medio hacer que podían terminar y equipar ellos mismos para pasar el invierno. La chimenea la construiría Hood. De eso entendía.
—Es un hacedor de fuego —comentaban los indios cri, que lo apreciaban más que a ningún otro europeo. Por lo demás, no tenían a los blancos en mucha estima. Las balas habían diezmado a su tribu, antes poderosa, y al resto los tenía irresistiblemente dominados el alcohol.
—El poder de los blancos crecerá cada vez más —le dijo un cri a Robert Hood—. No habrá nadie que pueda detenerlos. No se hundirán hasta que no lo hayan destruido todo. Entonces los guerreros del Gran Arco Iris los echarán y lo reconstruirán todo igual que antes.
—Yo no destruyo nada —replicó Hood en voz baja—. No quisiera ni dejar rastro de mí. A lo sumo, un par de cuadros.
Pasaban todas las veladas sentados al amor de la lumbre: el doctor, con su rostro apergaminado, leyendo la Biblia; Hepburn, pesado y soñoliento, y Hood, tan esbelto, que siempre parpadeaba mientras meditaba, y que luego abría la boca para no decir palabra.
Estaba claro que a nadie le gustaba mucho George Back. Aquel buen mozo, que siempre quería llamar la atención, pronto tuvo a todos en su contra, sin que ello se hiciera patente de forma ostentosa. De ahí que intentara acercarse cada vez más a John. Le contaba sus cosas, lo admiraba, pero a su vez quería recibir elogios. Era una especie de ofrecimiento: pretendía algo a cambio de su admiración. A la larga, como sólo podía obtener la aprobación de Franklin a cambio de hechos, se fue poniendo cada vez más nervioso. En aquel campamento de invierno no podía llevarse a cabo ningún hecho grandioso.
Un día que se dirigían a tomar el té a casa del comisionado, Back le dijo, elevando la voz por encima del rechinar de sus pasos sobre la nieve:
—Mire, sir, yo le quiero a usted. Puede que sea un problema, pero tampoco es una catástrofe.
¡Lo dijo en un tono tan irónico! John se dio cuenta de que las orejas se le ponían coloradas de furia y buscó alguna respuesta que zanjara de una vez el asunto. Pero eso no hubiera conducido a nada. John conocía su cerebro. A la hora de reaccionar con rapidez, podía ponerse a hacer regates sin que nadie se lo mandara. Así que calma y precaución.
Sus pasos rechinaban. El aliento se helaba. Ya estaban casi delante de la casa del comisionado.
—No es una catástrofe, desde luego —dijo John—, pero me gustaría que saliera algo bueno de todo ello. Exagera usted demasiado, señor Back. ¿Cree que es necesario?
Retardó el paso porque la puerta de su huésped se aproximaba demasiado aprisa para ir diciendo frases de ese estilo. Le vino a la memoria un refrán que conocía de habérselo oído al pastor de Spilsby: entre exagerar y minimizar las cosas va una diferencia como del día a la noche. Sin embargo, el pastor no se había atenido a él.
Cuando saludaron al señor Williams, los dos llevaban las orejas coloradas. Té de la India, galleta de barco y comed beef, pero ni la menor noticia sobre el aprovisionamiento de la expedición.
A la vuelta, John iba ponderando la conveniencia de enviar hasta Fort Chipewyan, aun en pleno invierno, a una pequeña parte del equipo para conseguir provisiones en las factorías de pieles.
Back apoyó entusiasmado la idea.
—¡Nosotros dos, sir!
Pero cuando faltaba poco para que llegara el día de emprender la marcha, John decidió que además de Back le acompañara Hepburn. Back quedó bastante desilusionado, y durante un buen rato no se le vio tan amigo de conversar como de costumbre. El hambre de Back no era de las que se calman con equidad y razón. Pero a un oficial ni se le planteaba otro tipo de cuestiones. Que el destino tomara el rumbo que le pareciera.
Abandonaron Cumberland House el 15 de enero de 1820, calzados con zapatos para la nieve. Llevaban consigo a dos voyageurs y dos trineos guiados por indios, tan cargados de comida que apenas quedaba sitio para poner el sextante. Debido a la altura que alcanzaba la nieve, hubo que trazar una pista para los perros, pues éstos no hadan más que retozar y enfurecerse entre ellos.
Durante días y semanas enteros atravesaron enormes extensiones de bosques poblados de árboles gigantescos en cuyas copas murmuraba el viento. Hubiera sido hermosísimo de no ser por el calzado para la nieve, verdadero castigo a todas las maldades que pudieran haberse cometido. Iba enganchado a las botas como si fueran unas poderosas aletas de madera y malla, y, aunque no pasaban del kilo, parecía que pesasen un quintal cuando se les quedaban pegadas la nieve o la escarcha. Las personas no estaban hechas para llevar una cosa así. Habría hecho falta un apoyo mucho mayor debajo de los tobillos. Cuando se habían hecho varias millas con aquel calzado, el dolor era constante, pues el canto de la maldita aleta golpeaba siempre en el mismo sitio.
—Marchad despacio —les decía John—. Así ahorraréis energías.
Back era fuerte, joven y rápido. ¡Demasiado rápido! Tal vez lo único que pretendía era resistir más que John en cualquier situación imaginable. La mente de su energía tal vez fuera algo dudosa, pero funcionaba.
¡Back, que se adelantaba! ¡Back, esperando con impaciencia! ¡Back, que tomaba la iniciativa!, y aquella sonrisa, que a John se le antojaba cada vez más golosa.
—¿Por qué tan deprisa? —le preguntaba—. El camino es larguísimo.
—¡Por eso! —respondía Back, al tiempo que le hacía un guiño.
Hepburn no podía disimular su enfado, pero tenía un rango inferior y no le quedaba más remedio que aguantarse. Para colmo, Back le hacía notar que lo sentía como una rémora. Pero era John el que retrasaba conscientemente el ritmo del viaje.
Los voyageurs observaban pensativos la situación y callaban. Hubieran podido acompasar su paso al de Back, pero para ellos el viaje no era más que un trabajo remunerado, y los servicios extraordinarios no debían convertirse en la tónica normal. Además, sabían distinguir entre un capitán y un guardia marina.
Cuando hacían un alto, sin tener en cuenta la delantera que pudiera llevarles Back, Hepburn le decía a su superior, como el que no quiere la cosa:
—¡Nos quiere dar una lección!
Después se ponía pomada en los desollones de los tobillos, como si nada, mientras John manipulaba largamente la brújula y el sextante. Luego respondía:
—La fuerza puede consistir en algo más que en la rapidez —y se ponía a fijar el rumbo con la dioptra.
Era John el que nacía las pausas, aunque a él no le hicieran ninguna falta. No era el navegante el que necesitaba las pausas, sino éstas al navegante. Ese Back era un gigante de ambición, pero en todo lo que supusiera la menor dilación, un enano de tiempo.
A finales de marzo llegaron a Fort Chipewyan. John se presentó inmediatamente ante los representantes de las compañías de pieles a preguntar por las provisiones acordadas. Era exactamente lo que se temía: mucha amabilidad, mucha palabrería, pero de provisiones, nada. Si se ponía terco, la amabilidad se enfriaba un poco y el sarcasmo resultaba un poco más evidente.
—Todo lo que esté en mi mano.
Así valoraba el comisionado Simpson lo que hacía por la expedición. Pero, desgraciadamente, no era mucho, o por decirlo crudamente y sin rodeos, prácticamente nada. La Compañía de la Bahía de Hudson remitía a la Compañía del Noroeste, y ésta, a su vez, a la de la Bahía de Hudson. Llevaban ya años peleándose, incluso a navajazos. Ninguna de las dos quería salir perjudicada en el trato, prestando a la expedición más ayuda que su rival. Las órdenes de Londres eran aquí papel mojado. Además, los peleteros y sus empleados no tenían la más mínima consideración con esos oficiales de Marina tan amigos de dar paseos. ¿Qué querían? ¿Irse en peregrinación hasta la costa septentrional a pie y en canoa de corteza de abedul?
—No llegarán nunca al mar Polar —comentó uno, para que pudiera oírlo Back—. Y en todo caso, los liquidarán los esquimales en cuanto les echen la vista encima. ¿Para qué darles provisiones, con la escasez que hay aquí?
Y John tuvo que oír una broma que quería sonar burdamente elogiosa, pero que probablemente tenía un doble sentido:
—¡Así que ya se le había ocurrido antes de Trafalgar…! Pues ya lo conseguirá…, si no con la cabeza, con tesón.
Back iba excitándose por momentos. Le resultaba imposible ver con tranquilidad cómo Franklin admitía cortésmente las respuestas de las autoridades locales, para volver inmediatamente a la carga con sus peticiones. Back se daba cuenta de que se reían de Franklin, y mucho se temía que también le tocara algo a él. Cuando estuvieron a solas, le soltó un acalorado discurso sobre cómo hubiera tratado él al funcionario jefe de haberse llamado John Franklin. Repitió varias veces la frase:
—¡Ya sabemos lo que está en juego!
Era lo único que le faltaba oír a John. Intentó calmarle:
—También tiene usted que saber jugar con el riesgo de perder. Que se rían de nosotros no tiene la menor importancia. Siempre me ha pasado lo mismo. Pero nunca se ha quedado ahí la cosa.
—¡Pero es usted demasiado bueno! —exclamó Back—. ¡Aguanta demasiado!
John asintió y se quedó un rato meditando. Luego dijo:
—Soy diez años mayor que usted. He aprendido a parecer tonto hasta que he resultado listo. O hasta que los demás han parecido más tontos que yo. ¡Créame!
Costaba trabajo convencer a Back. John tenía la sospecha de que también ahora se trataba de otra cosa, y no de lo que dejaban traslucir sus palabras.
Prefería hablar con Hepburn, un tipo fiel, que además no rezongaba. Con él no tenía más que comportarse de manera espontánea. Aunque no intercambiaran ni una sola palabra en todo el día, todo iba como era debido.
Un oficial era como un médico: prefería tratar al sano, pero la mayor parte del tiempo tenía que dedicársela al enfermo. Y cuanto más enfermo estuviera, más tiempo exigiría.
En junio, Richardson y Hood vinieron en lanchas por el río a reunirse con ellos. Al cabo de infinitos regateos, John había logrado hacer cambiar de opinión a los empleados, y es posible que Back hubiera aprendido algo. Era la táctica del agotamiento: demostrar siempre una gran cortesía, repetir constantemente los mismos argumentos e ignorar por completo el sentido del tiempo. No había dejado nunca a nadie la posibilidad de demostrar que no quería hacer nada por la expedición. John evitaba que la farsa acabara en recriminaciones: sabía que podía jugar a ese juego más tiempo que nadie. Se obstinaba en tratar al canalla de Simpson como si fuera su amigo y su protector, y se puso tan pesado que un buen día se encontró que tenía a su disposición provisiones para semanas, y una docena de voyageurs. Y además tenía por escrito el compromiso de que le enviarían a Fort Providence el doble de los víveres que se llevaba. Con un fuerte apretón de manos y sin pestañear ni una vez, le aseguró a Simpson que la nobleza y la humanidad de su comportamiento serían comentadas en toda Inglaterra.
Ahora seguían la corriente del río del Esclavo, hacia el norte, camino de la costa. El tramo entre Fort Chipewyan y Fort Providence, en el Gran Lago del Esclavo, no supuso más que noventa pipas. Tardaron dos días en cruzar el lago, cuya ribera quedaba muchas veces fuera del alcance de la vista. Un viento fortísimo les obligó a buscar refugio en una isla. Fue un ensayo de la travesía en canoa que les esperaba en el océano Polar. Fort Providence estaba situado en la ribera norte, metido en una bahía cuyo extremo lo formaba la desembocadura del río del Cuchillo Amarillo. La base pertenecía a la Compañía del Noroeste, que proporcionó a la expedición a su empleado Wentzel, Friedrich Wentzel, un alemán que hablaba varias lenguas indígenas. Si no se lograba el apoyo de los indios, habría que dar por acabada la expedición, pues las provisiones no alcanzaban y había que reforzarlas constantemente con lo que pudieran cazar. Los indios eran los únicos que sabían arreglárselas para cobrar alguna pieza y tener incluso algo que darles de comer a los demás. Wentzel prometió conseguir una entrevista con el jefe de los Minas de Cobre, que estaba en deuda con la Compañía del Noroeste. Tal vez pudieran conseguir que les prestara a sus guerreros como escolta a cambio de unas cuantas promesas.
John se dio cuenta con disgusto de que a medida que se iba acercando el día de su entrevista con los indios, iba poniéndose cada vez más nervioso. Todo dependía de ellos, y prácticamente no sabía nada al respecto. Contaba con dos intérpretes de atabasco, Pierre Saint-Germain y Jean-Baptiste Adam. Parecía que Wentzel sabía muchísimo más, pero su elocuencia resultaba fatigosa y enciclopédica, como la de un coleccionista con fichero:
—Los tsantsa-hut-dinneh son belicosos, pero aun así más de fiar que los thlin-cha-dinneh, que viven más al norte, a quienes el vulgo denomina Costillas de Perro. El atabasco es uno de los dialectos indios más difíciles, si exceptuamos tal vez la lengua de los kenai. Pero sobre estos últimos no me gustaría ahora entrar en detalles.
Aquellas frases le ponían a John aún más nervioso.
El jefe de la tribu se llamaba Akaitcho, que significaba, más o menos, Pie Grande. Según se decía, era un hombre prudente, cosa muy de agradecer. Cincuenta años antes, los Minas de Cobre habían escoltado a un vendedor de pieles llamado Heame hasta la costa del Ártico, y nadie pudo evitar que hicieran una carnicería horrible con los esquimales de la zona.
John vio venir a los indios, que cruzaban el lago en una larga fila de canoas. A sus espaldas tenía las tiendas que habían levantado en el fuerte. Ondeaba la bandera y a su lado estaban los oficiales y Hepburn, vestidos de uniforme. Se habían puesto todas sus condecoraciones por orden de John. En cambio, él no llevaba ninguna. Su instinto le decía que, en su calidad de jefe supremo, bien podía prescindir de ellas.
Akaitcho bajó de la primera canoa y fue al encuentro de los ingleses, sin mirar a derecha ni a izquierda, tan despacio que John no tuvo más remedio que tomárselo totalmente en serio. No era un hombre que dejara que sus guerreros cayeran sobre unos cuantos esquimales y les cortaran los pies y las manos. Además, si uno se movía así, mantenía su palabra.
A diferencia de sus guerreros, el jefe no llevaba penacho. Mocasines, pantalones largos de color azul, y por arriba una camisa amplia, con bandoleras cruzadas, cinturón y el cuerno para la pólvora. De sus hombros pendía un manto de piel de castor que llegaba hasta el suelo.
Aún no había pronunciado palabra. Permanecía inmóvil, fumando la pipa que le habían tendido. Le ofrecieron también un vaso de ron y bebió un sorbo tan pequeño que apenas se vio bajar el nivel del líquido. Luego se lo pasó a sus acompañantes.
Finalmente comenzó a hablar, mientras Saint—Germain iba traduciendo.
Se alegraba de entrevistarse con tan grandes jefes blancos. Estaba dispuesto a acompañarlos al norte con su tribu, aunque no podía por menos que expresarles su desilusión: le habían dicho que los blancos llevaban consigo fuertes remedios mágicos y a un gran curandero que podía resucitar a los muertos. Se había hecho la ilusión de volver a ver a sus parientes difuntos y de poder hablar con ellos. Pero unos días antes le había dicho el señor Wentzel que eso no era posible, y ahora tenía la sensación de que sus amigos y hermanos habían muerto por segunda vez. A pesar de todo, él estaba dispuesto a olvidarlo y a escuchar los planes que tenían los blancos.
John se había preparado una réplica al menos tan larga como la de Akaitcho, y tuvo buen cuidado de hablar más despacio que él:
—Me alegro de entrevistarme con el gran jefe, de quien he oído tantos elogios.
Saint—Germain empezó a traducir. A John le daba la impresión de que el intérprete, al verter sus palabras al indio, necesitaba lo menos cuatro veces más tiempo que él para decirlas en inglés. Notó además que Akaitcho ladeaba a veces un poco la cabeza. ¡Qué raro que de una docena de palabras inglesas salieran tantas en indio!
—Me envía el jefe más grande de cuantos habitan la faz de la Tierra, pues todos los jefes del mundo, blancos, rojos, negros y amarillos, son sus hijos, que lo aman y veneran. Está lleno de bondad, pero tiene también poder para doblegar a cualquiera, aunque nunca le hace falta recurrir a su fuerza, pues todos conocen su grandeza y sabiduría.
Esta vez, Saint—Germain no necesitó para traducir sus palabras ni la cuarta parte del tiempo que él había tardado en pronunciarlas. John, que tenía el sentido del tiempo que debían durar las cosas, enmudeció y se quedó pensando.
—Señor Wentzel, ¿lo ha traducido bien?
—Perdone, sir —repuso el alemán—, pero el atabasco es realmente muy…
—Señor Hepburn —le interrumpió John—, haga el favor de sacar el cronómetro de Parkinson, el que tiene segundero.
Luego le encargó a Saint—Germain que su traducción no durara ni más ni menos que lo que él tardara en decir el original. Hepburn lo controlaba, y, curiosamente, la cosa funcionó.
Akaitcho seguía sentado como antes, inmóvil, pero sus ojos traslucían la satisfacción que sentía al observar todo aquel proceso.
John continuó su discurso. El gran jefe blanco quería que a sus hijos, los indios, les llegaran más cosas bonitas que hasta entonces, y por eso había que encontrar en el mar de hielo un sido en el que pudieran atracar las canoas más grandes de la tierra. El gran jefe también quería saber más cosas del país, de los indios y los esquimales. Le dolía mucho que los indios no vivieran siempre en paz con aquéllos, a quienes consideraba también sus hijos. Finalmente, declaró que además disponían de pocos víveres. Le gustaría compartirlos con él, pero entonces todos dependerían luego de que sus indios fueran diligentes en la caza. Él les daría municiones.
Akaitcho había entendido perfectamente que la reconciliación con los esquimales era de suma importancia para John. Afirmó que había habido guerras, pero que su tribu ansiaba la paz. Desgraciadamente, los esquimales eran muy traicioneros y no había quien se fiara de ellos.
Cuando por la tarde John se puso a reflexionar sobre la entrevista y a considerar todos los detalles que habían tratado, no sólo se alegró del éxito obtenido por lo que concernía a la expedición, sino también por el modo en el que se había desarrollado. Veía en ello la prueba de que la paz acababa imponiéndose, siempre que, cuando se encontraban dos personas, se procediera con calma y no a toda prisa. La cosa tenía su enjundia para el sistema Franklin y para la honra de la humanidad. John lo celebró con un trago de ron.
Luego se dio cuenta de que Akaitcho lo había reconocido inmediatamente como al superior, y, en consecuencia, se había sentado enfrente de él, aun cuando no ocupara el sitio central. Le preguntó sobre el particular a Saint—Germain.
—El jefe pensaba que tiene usted varias vidas, sir, por la cicatriz de su frente y…, perdone usted, sir, por su… «riqueza de tiempo». Y el que es inmortal debe ser el jefe. ¡Estos indios son así de tontos!
John dirigió una torva mirada al intérprete:
—¿Y cómo sabe usted que el jefe se equivoca?
El 2 de agosto subieron a las canoas: cerca de dos docenas de hombres y una docena más entre mujeres y niños.
John se sabía ya de memoria los nombres de sus voyageurs: Peltier, Crédit y Vaillant, los altos; Perrault, Samandré y Beauparlant, los bajos. El que tardó más tiempo en entrarle en la cabeza fue el nombre de Benoit, de ahí que éste pusiera una cara tan triste. John habló con él. No era francocanadiense sino francés, natural de una aldea llamada Saint-Yrieix-la-Perche, cerca de Limoges, y al cabo de diez años seguía teniendo ataques de nostalgia. Fue así como, combinándolo con otro más complicado, ya no volvió a olvidarse de aquel nombre tan fácil.
Jean—Baptiste y Solomon Bélanger eran hermanos, pero no se querían. Había habido un tercer Bélanger, que se hizo marino y había caído en la batalla de Trafalgar.
—¿Tirador de precisión? —preguntó John, mientras mordía un trozo de galleta, y se lo dejó en la boca sin masticar, para oír bien la respuesta.
—No, cañonero —repuso Solomon. John empezó entonces a masticar.
Vincenzo Fontano era de Venecia. El único indio de los voyageurs era Michel Teroaoteh, iroqués de la tribu de los mohawk.
De los Minas de Cobre, además de Akaitcho, se aprendió enseguida el nombre del rastreador Keskarrah, el de la nariz llena de protuberancias. Tenía una hija de diecinueve años increíblemente hermosa, de la que quedaron prendados todos los hombres de la expedición. Incluso el doctor Richardson, ocupado siempre en sus graves pensamientos, era el primero en quedarse embelesado mirando sus rodillas, al tiempo que murmuraba algo así como «divina criatura» e intentaba sin el menor disimulo empaparse de la línea de sus muslos. Con el privilegio del descubridor, llamó a la muchacha señorita Green Stockings, Medias Verdes. El guardia marina Hood clavaba sus ojos con más vehemencia aún en todos los pormenores de Medias Verdes. Sólo la veía a ella, y a cada movimiento que hacía le parecía distinta: aquella nariz tan atrevida, la negra melena, aquella orgullosa curva que subía del mentón hacia la oreja. Hood llenó de bocetos suyos un cuaderno de dibujo. Para todo lo que fueran montes y ríos, era ya un caso perdido.
Remontaron durante varios días el río del Cuchillo Amarillo. Los indios no daban abasto a cazar, y, como a pesar de lo acordado con el jefe se quedó con ellos más de la mitad de la tribu, en seguida fue devorada gran parte de las provisiones. John empezó a preocuparse. Cuando Akaitcho le comunicó un buen día que, al volcarse una canoa, se habían perdido todas las municiones que había recibido, John comprendió que no tenía sentido enfurecerse. Según su sistema, había que creer todo lo que le dijeran a uno. Racionó las que quedaban, sin gastar más pólvora ni plomo que el necesario para salir de caza. Por la noche, los cazadores tenían que entregarle la pieza cobrada o las balas sobrantes. A Akaitcho no le gustó la decisión, pero John le expuso las nuevas reglas con tanta calma y tal avalancha de números que no pudo sentirse ofendido.
La contemplación del paisaje hacía sacar fuerzas de flaqueza. Era incluso un remedio contra la fatiga, el hambre y las ampollas en los pies. Por lo menos, alertaba la vista para encontrar alimento, cuando la caza y las redes no lograban dar abasto. Diez renos y treinta carpas, buena caza. Dos perdices y ocho lochas, mal asunto. Tres docenas de personas trabajando duro comían una barbaridad. Los voyageurs llevaban la peor parte, pues les tocaba transportar los botes cuando se encontraban rápidos o cascadas. De ahí que fueran los primeros en dejar de encontrarlo todo pintoresco. Los ríos eran hermosos cuando corrían tranquilos y a lo ancho. Los bosques, una delicia, cuando mostraban huellas de renos.
Al darse cuenta de que la escasez de víveres era cada vez mayor, estalló un buen alboroto. John escuchó a los voyageurs durante media hora sin decir palabra. Luego les contestó que ya sabía que les exigía un esfuerzo casi sobrehumano. Si había alguno que no confiara en sus propias fuerzas, que se volviera a casa sin más, que nadie le recriminaría nada.
—No es un viaje como otro cualquiera —dijo John arrugando el entrecejo, pues le vino a la memoria que la arenga de Nelson a bordo de la Bellerophon había empezado con esas mismas palabras. En cualquier caso, surtieron efecto. A pesar de su crueldad y del alcohol, los voyageurs eran más o menos iguales que los franceses. De haberles echado una reprimenda, se hubieran marchado. Pero ahora era una cuestión de honor. Se pusieron de nuevo manos a la obra.
Akaitcho protestaba de que la expedición avanzara demasiado despacio debido al peso de los regalos que llevaban para esos esquimales inútiles. Advertía que se les podía echar el invierno encima antes de lo previsto. Por las mañanas, los brazos muertos del río aparecían ya con una fina capa de hielo, y sólo estaban a mediados de agosto.
Hood estaba tan enamorado de Medias Verdes que a duras penas podía hacer las guardias. Parecía que se pasara el día entero pensando en cómo acercársele y poder tocarle, aunque más no fuera el dedo meñique.
—Si esto sigue así —comentaba Back en tono burlón—, se nos acabará muriendo de amor. Se le quema el guiso a ojos vistas. Habrá que apagar el fuego a tiempo.
El comportamiento de Back cambiaba de día en día, y siempre para peor.
Empezó a gritar a los voyageurs. Criticaba a Franklin a espaldas de éste —Hepburn le había dado a entender algo por el estilo—. Consideraba a los indios poco de fiar, ladrones y mentirosos, y cada vez lo dejaba traslucir más. Lo peor fue que empezó a hacer unos comentarios de lo más groseros sobre las partes visibles y no visibles de Medias Verdes, y a decir que le iba a enseñar a Hood lo que tenía que hacer con ellas.
Cuando John habló con él y le pidió que respetara los sentimientos de Hood en interés del viaje, Back se quedó mirándolo con todo descaro.
—¿Respetar los sentimientos? Bonito consejo me da. Y precisamente usted, sir. Muchas gracias.
Lo que me temía, pensó John. Primero me quiere y luego me odia. Aquello no era poner coto entre los sentimientos mesurados y los desmesurados. Qué triste, y a la vez qué peligroso. Bueno, pero Hood sabía dibujar. Medias Verdes posaba para que la retratara, y el cuadro que pintaba era tan bueno que Keskarrah estaba preocupadísimo.
—Es demasiado hermoso. Si lo ve el gran jefe blanco, mandará que se la lleven.
Back también arremetía contra Wentzel:
—¡Es como todos los alemanes! Se les ve ahí parados en cualquier parte, preguntándose a todas horas por qué no pueden moverse igual que los demás. Casi siempre intentan demostrar que todo se debe a lo listos que son, y luego empiezan a dar lecciones a todo el mundo.
John llevaba ya bastante tiempo sin hacer caso de los comentarios de Back. Ahora su primer oficial secreto se llamaba Hepburn. Pero esta vez respondió:
—¡Es el problema de la lentitud, señor Back! Y, realmente, Wentzel sabe bastante.
Los viajeros se detuvieron unos días a orillas de un lago que los indios llamaron inmediatamente lago del Invierno. Construyeron una caseta como base de apoyo para un eventual regreso forzoso por aquel camino, y se proveyeron de caza con la intención de salar la carne para la larga travesía por el río Minas de Cobre o de hacerla pemmikan. Arreciaban las heladas nocturnas. Una mañana, Akaitcho les comunicó que estaba en contra de seguir avanzando hacia el norte en aquella época del año.
—Los jefes blancos pueden hacerlo, si así lo desean. Ya les acompañarán algunos de mis guerreros para que no mueran solos. Pero en cuanto suban a las canoas, mi pueblo los llorará como si ya estuvieran muertos.
John llamó diplomáticamente su atención sobre la diferencia entre sus actuales palabras y las que el jefe había pronunciado en Fort Providence. Akaitcho replicó con gravedad:
—Me trago mis palabras. Eran palabras para el verano y el otoño, pero ahora vamos a entrar en el invierno.
Back echaba pestes sobre «esos salvajes sin palabra». El propio Richardson empezó de nuevo a hablar de la cultura cristiana, que tanta falta les hacía a aquellos primitivos. A John le hubiera gustado seguir hasta el río Minas de Cobre y quizá llegar incluso al mar, pero se pasó una noche entera meditando antes de decir nada.
A la mañana siguiente, ya sabía que Akaitcho tenía razón al temer una catástrofe en una región tan pobre en caza y en madera como aquélla. Ahí arriba ya habían muerto de hambre o congelados muchos indios. Wentzel hablaba de campamentos enteros.
John comunicó al jefe que se alegraba del consejo tan amistoso y sabio que le había dado. Pasarían allí el invierno. Akaitcho hizo una reverencia, lleno de satisfacción, como si no hubiera esperado otra cosa. Pero, desde luego, estaba contentísimo de que John hubiera cedido. La alegría lo volvía de lo más locuaz. John se enteró de que gozaba de gran respeto entre los indios por hablar tan a menudo con los espíritus de los muertos. Habían observado que, cuando meditaba, reía sin motivo, al parecer, y movía los labios.
La caseta recibió el nombre de Fort Enterprise. Iba a ser su hogar durante ocho meses como mínimo, de eso no cabía la menor duda.
Y los oficiales supieron al fin por qué cuatro días antes los indios habían llamado a aquel lugar lago del Invierno.
Back empezó a cortejar a Medias Verdes del modo más grosero y descarado. Estaba claro que otra vez quería demostrar algo. Mientras tanto, Hood había llegado ya a cogerla de vez en cuando de la mano y a mirarla a los ojos, sin dejar que Back le hiciera acelerar el ritmo. John tenía la sospecha de que entre Hood y Back había habido algunas palabras, pero, en cualquier caso, sin éxito. Back no dejaba de sobar a Medias Verdes, para demostrarle a qué partes de su anatomía iban dirigidos sus piropos. Muchas veces la hacía reír, pero John estaba seguro de que a la muchacha le resultaba más bien desagradable.
Una noche, Hepburn le comunicó que los señores Back y Hood habían decidido batirse en duelo al amanecer. Eso sí que no tenía nada de gracioso. John no dudaba de la seriedad de Hood, y Back era lo bastante presuntuoso como para sacar las cosas de quicio. Ordenó a Hepburn que durante la guardia atascara con pemmikan los cargadores de las pistolas de ambos caballeros. Luego habló por separado con los dos, y prometieron ser razonables. A pesar de todo, Hepburn cumplió sus órdenes, y además con éxito: al día siguiente, por lo menos hubo alguna perdiz que le debió la vida.
John Franklin tuvo la feliz idea de enviar a Back a Fort Providence en compañía de Wentzel, para que se ocuparan del envío de víveres que les habían prometido. Partieron a regañadientes. Por fin reinaba la paz en Fort Enterprise.
Los indios cazaban. Las mujeres cosían las ropas de invierno. Hood construía, en los ratos libres que le dejaba Medias Verdes, una estufa magnífica que gastaba mucha menos leña que el fuego de la chimenea.
Hood estaba cada día más perdidamente enamorado de la india. La alegría hacía que sus ojos se anegaran de lágrimas cada vez que volvía a verla tras unas pocas horas de separación, y a menudo no los veía nadie en todo el día. Akaitcho y Franklin no cruzaban palabra sobre el asunto. Consideraban el acontecimiento tan extraordinario que no se podía ventilar poniendo unas objeciones demasiado obvias. En cambio, hablaban de muchas otras cosas: de la brújula, las estrellas las señales con las que se comunicaban los blancos de una canoa gigante a otra, de las fiestas y leyendas indias. John tomó nota de algunas. Los voyageurs cortaban leña y construyeron una segunda cabaña. El frío se les echó encima con una pasmosa rapidez. Akaitcho estaba en lo cierto.
Transcurrieron así muchas semanas. John se pasaba día tras día sentado a la puerta de la cabaña, abrigado hasta las orejas, mirando cómo la tormenta otoñal arrancaba en tropel las últimas hojas de las ramas. Escogía una hoja determinada y esperaba a que cayera. Ello le dejaba a menudo muchas horas para reflexionar sin meta ni prisa. Un guerrero le había traído el correo de Fort Providence. Back y Wentzel no habían encontrado allí los víveres y estaban camino de la isla de los Bueyes Almizclados, donde, al parecer, se encontraban. Recibió también una carta de Eleanor:
«Al teniente Franklin, comandante de la expedición terrestre al mar Septentrional, c/o. Bahía de Hudson, o donde sea».
¡Qué linda! ¡Qué buena! John se imaginó a Eleanor hablando continuamente de todo con quien fuera. El mundo era para ella una especie de lengua. Por eso, en su opinión, se tenía que hablar mucho. Eleanor estaba siempre de buen humor y apenas tenía malicia. Sí, sin duda ella era la mujer con la que se iba a casar en cuanto pudiera. Soportaría bien las ausencias de su esposo, incluso de años, pues tenía la Royal Society y los círculos literarios. Claro que había también otras mujeres; por ejemplo, Jane Griffin, la amiga de Eleanor. Era también curiosa y muy cultivada, pero tenía las piernas más largas y no hacía poesías. Cuando John se dio cuenta de que sus pensamientos querían entretenerse demasiado en eso de las piernas, se quitó enseguida de la cabeza a Jane Griffin. Allí, en la tierra salvaje, no era difícil que uno tuviera una emergencia, pero lo que no resultaba tan fácil era satisfacerla: el jergón estaba hecho de juncos y pieles, por lo que hacía un ruido tremendo cuando uno se movía. Todos lo pasaban muy mal, menos Hood. No quedaba más que la caza, a solas en el bosque. Pero Dios y los indios lo veían todo. Un día que Hepburn volvió sin haber cobrado una sola pieza y puso el pretexto de no haber visto ninguna, Keskarrah, el de la nariz llena de protuberancias, le dijo a Saint—Germain, sin inmutarse:
—Caza sí que había, pero lo que el hombre blanco tenía en la mano tal vez no fuera la escopeta.
Saint—Germain, que no se destacaba precisamente por su tacto, se lo tradujo llanamente a Hepburn, que primero se enfadó mucho, pero luego no le quedó más remedio que echarse también a reír.
John volvió a coger la carta de Eleanor. Le pedía que comprobara si el panteísmo de los indios era comparable con el de lord Shaftesbury. Seguía un párrafo sobre las doctrinas del lord. Luego pasaba a hablar de nuevo de la teoría de la fusión de los hielos polares: el clima cada vez más seco de los últimos años decía mucho en su favor. Este invierno, leía John, se había secado por completo el Támesis entre el Puente de Londres y el de Blackfriars. Se había podido cruzar a pie el lecho del río y se habían encontrado muchas cosas curiosas que a lo largo de los siglos los marineros habían tirado por la borda, por temor al control de la aduana. Entre ellas, incluso un pila bautismal de plata, de un aspecto más que católico. Al final de la carta decía:
«Hace quince días hubo un baile en casa de los Thompson. ¡Ah, si hubiera estado usted allí, querido teniente!»
A Eleanor le gustaba bailar la cuadrilla, y siempre con amore. John prefería no bailar ni una pieza.
Por las noches, ahora hablaba cada vez más con Richardson. El doctor era beato, pero no era un mal tipo. Quería que le dijeran la verdad. Si se le decía, incluso podía ser tolerante. Estaba convencido de que el escéptico John acabaría convirtiéndose un día, a pesar de lo cual intentaba ser él quien lo llevara por el buen camino a base de preguntas y respuestas. El método no tenía nada de peregrino en el caso de John, siempre que se tuviera paciencia. El lunes por la noche, Richardson le preguntó:
—¿No le da a usted miedo la nada?
John permaneció en silencio, pensando, hasta el martes. Entonces le preguntó el doctor:
—Si existe el amor, ¿no debería haber una cima, una culminación del amor?
En ese momento, John respondió a la pregunta del día anterior:
—No me da ningún miedo, pues la nada sólo puedo imaginármela como una cosa bastante tranquila.
Sobre el amor, volvió a guardar silencio de momento. El miércoles por la noche hablaron mucho, pues le tocaba el tumo a la vida eterna. Richardson comentaba la posibilidad de volver a ver a las personas a las que había perdido. La cosa despertó tanto interés en John que le hizo olvidarse por completo de lo del amor. Mirando a Hood, le parecía que ese sentimiento desembocaba más en una especie de enfermedad que en Dios.
—Hay personas que van y otras que vienen. Lo que viene muy deprisa, también se va deprisa. Es como mirar por la ventanilla de un coche. No hay nada ni nadie que permanezca. Eso es todo lo que sé.
—Para eso está la vida eterna.
—No ansió la vida eterna —respondió John—, pero echo de menos los años entre los veinte y los treinta. De no haber habido guerra, quizá ya habría hecho un montón de descubrimientos.
Lo decía sin rencor, pues esos descubrimientos aún podían realizarse.
Poco a poco, cuando se quedaba mirando aquel árbol pelado, le venían de nuevo a la memoria los nombres y los rostros del pasado. Richardson le oyó decir algo de Mary Rose, Sherard Lound, Westall, Simmonds y el doctor Orme.
—¡Los volverá a ver! —le consolaba Richardson—. Tan cierto como que los paralelos se cortan en el infinito.
John le corrigió:
—Sólo si se los sigue en la dirección correcta, pues por el otro lado los paralelos se pierden forzosamente.
En un determinado momento, le explicó también el sistema Franklin.
—Muy bien —replicó el doctor—. Pero no basta sacar fuerzas sólo de la lentitud. Desde luego, no es más que un método, y Dios es mucho más que un método. También usted lo necesitará, quizá incluso en el transcurso de este viaje.
Le vinieron a la cabeza los versos escritos en la vieja campana tenor de Saint—James, en Spilsby, la que se había partido el año pasado. Y como no quería dejar al doctor sin contestación, replicó:
La arena del reloj corre,
la tierra gira.
Despierta del pecado,
que estás dormida.
No sabía por qué se le había ocurrido. El caso fue que, apenas se lo comunicó al doctor, por fin se quedaron los dos dormidos.
Back y Wentzel regresaron al cabo de cuatro meses. No habían conseguido nada y se echaban la culpa mutuamente. En Fort Providence no había ni rastro de las provisiones prometidas, y en la isla del Buey Almizclado, en el Gran Lago del Esclavo, no había más que unos cuantos sacos de harina y de azúcar, así como varias botellas de aguardiente ya empezadas. Lo que sí encontraron fue a los intérpretes de esquimal que les habían prometido.
Back había intentado en Fort Providence hacerse con provisiones a su manera. Wentzel, decía, le había dejado en la estacada:
—Mostraba más comprensión por la supuesta necesidad en la que se encontraban los compradores de pieles que por la nuestra. ¡No se ha puesto de nuestro lado!
Por su parte, Wentzel aducía:
—El señor Back no hacía más que darles voces a los señores responsables, y así no se consigue nada.
Si los indios se esmeraban en la caza, tal vez lograran reunir todavía víveres suficientes para el viaje.
La nieve iba fundiéndose de día en día. El lago crujía y cantaba. Estaban en mayo.
Hood seguía enamorado de Medias Verdes, como siempre. La muchacha estaba encinta. De quién, era una cuestión sobre la que había otra opinión además de la de Hood.
Los intérpretes de esquimal eran dos tipos de nariz roma, cabellos enmarañados y cuerpo de alambre. Se llamaban Tattanoeack y Hoeutoerock, nombres que significaban algo así como Vientre y Oreja. Como no había quien pudiera pronunciar una cosa así, John los llamó Augusto y Junio. No eran muy hábiles como cazadores, pero sí magníficos con la caña. Parecía que olieran los peces a través de la capa de hielo más espesa.
El 14 de junio, ríos y lagos estaban otra vez tan practicables que John decidió partir. Todos los mapas y bocetos fueron guardados en una habitación accesoria construida junto a la cabaña. Hepburn clavó en la puerta un dibujo en el que se veía una mano levantada en tono amenazador que empuñaba un cuchillo de reflejos azules. Como allí en el norte todo el mundo, fuera blanco o indio, podía utilizar cualquier construcción, había que proteger de algún modo los mapas. El propio Akaitcho opinaba que el dibujo serviría más que la cerradura.
Era el primer día templado, y enseguida se puso a hacer tanto calor que al cabo de un rato todos estaban sudando. El grupo iba rodeado por una nube tan densa de mosquitos, moscas de arena y tábanos, que daba la impresión de que iban caminando por la sombra. Nadie sabía de dónde habían salido tan deprisa todos esos insectos ni cómo se habían enterado de que podían chuparles la sangre a las personas. Todas las partes desnudas del cuerpo se veían enseguida hinchadas y enrojecidas. Hepburn se daba bofetadas sin lograr deshacerse de ninguno de aquellos insectos incordiantes, y preguntaba furioso:
—¿Y qué es lo que hacen cuando no pasa por aquí ninguna expedición?
Las canoas iban cargadísimas. Había que arrastrarlas sobre patines por la nieve y el hielo, de modo que el primer día no avanzaron más de cinco millas. Por la noche hizo tanto frío que no hubo nadie que pegara ojo.
Hepburn exclamaba, temblando de frío:
—¡Aquí no sobreviven ni las bestias!
Pero se equivocaba.
Medias Verdes no les acompañaba. Se había quedado con la tribu. Por ella también se había quedado uno de los guerreros de Akaitcho. Todos lo sabían menos Hood. Incluso John.
Hood hablaba de volver allí, al término del viaje, para vivir con Medias Verdes en Fort Providence o donde fuera. Todos asentían y callaban. Hasta Back mantuvo la boca cerrada.
Los indios estaban otra vez muy sorprendidos con John, porque no mataba ni una sola mosca. Una vez le picó una mientras estaba manejando el sextante y, soplando suavemente para que saliera volando, dijo:
—En el mundo hay sitio suficiente para los dos.
Akaitcho le preguntó a Wentzel:
—¿Por qué hace eso?
Wentzel le tradujo a John la pregunta.
—No puedo comérmela ni rendirla —fue su respuesta.
—Desde luego —murmuró Back a espaldas de él—. ¡Nunca sería capaz de cazar un mosquito!
Wentzel lo oyó y le vino con el cuento. Pero John estaba seguro de que Back le vendría a contar también todo lo que Wentzel dijera a escondidas, sin que ninguno de los dos llegara nunca a entender lo poco que le interesaba todo aquello.
A Akaitcho no se le escapaba nada. Ni la desilusión que había recibido John con la actitud de las compañías de las pieles y las locuras de Back, ni las tensiones que existían dentro del grupo. Un buen día, comentó:
—Los lobos son muy distintos. Se quieren, se acarician el hocico y se dan de comer unos a otros.
Adam se lo tradujo.
John se quedó un poco desconcertado. No podía dar prácticamente ninguna respuesta a Akaitcho sin aludir más o menos directamente a sus compañeros. Así que, como primera providencia, hizo una inclinación de cabeza y se calló. Por la noche ya tenía la respuesta:
—He pensado mucho sobre los lobos. Tienen la ventaja de no poder hablar unos con otros.
Ahora fue Akaitcho el que hizo la inclinación de cabeza.
Al cabo de cuatro semanas casi habían alcanzado la desembocadura del Minas de Cobre. A partir de ese momento podían encontrar esquimales que recogían cobre a la orilla del río. A Akaitcho le pareció mejor regresar con su tribu hacia el sur. Ni siquiera él tenía la seguridad de cómo reaccionarían sus guerreros ante los esquimales.
—Dicen de nosotros que somos mitad hombre y mitad perro. Pero ellos beben sangre cruda, comen gusanos y ratas secas. Mejor será que demos la vuelta. A partir de este momento tendréis que alimentaros solos.
Quedaron en que Wentzel se iría con ellos y que prepararía provisiones y munición en Fort Enterprise, por si la expedición fracasaba y no alcanzaban el barco de Parry.
Hood quería que Akaitcho le dijera dónde se pensaba instalar la tribu la próxima primavera. El jefe respondió, con una expresión inescrutable en el rostro, que en la zona situada al sur del Gran Lago de los Osos. Keskarrah le tendió la mano y dijo:
—Si pasáis hambre, bebed mucho; si no, moriréis.
Ahí estaba otra vez la vieja amiga, la arrugada piel de elefante del mar. Pronto pasarían por aquí en procesión los barcos de las Indias Orientales y los que iban a Australia, San Francisco, Panamá y las islas Sandwich. Pero, en realidad, ¿qué le importaban a John los barcos de pasajeros? No pudo contener la risa. Estaba de buen humor.
¡Qué tranquilidad reinaba en aquella colina! Los hombres contemplaban desde la cima cubierta de musgo la desembocadura del Minas de Cobre. A lo lejos, sobre un cielo rosado, se dibujaban dos islas de terreno suave y cubierto de nieve… ¿O eran ya los hielos? El aire parecía vacío. Ni rastro de insectos. Fuera del roce de sus ropas o del crujido de sus articulaciones, no se oía rumor alguno.
Tenía ante su vista una región desconocida, silenciosa e ilimitada, como el jardín de su padre cuando él era niño. Y el mar era indestructible. Lo surcaban millares de flotas sin dejar el menor rastro en él. El mar tenía un aspecto distinto cada día, y seguiría igual hasta la eternidad. Mientras existiera el mar, el mundo no sería una desgracia.
Los sueños de John fueron repentinamente interrumpidos por los voyageurs, que le manifestaron con toda decisión que no estaban dispuestos a atravesar el mar en unas frágiles canoas.
Back les decía que no había ningún peligro. Hood opinaba que resultaría muy hermoso. Richardson tenía la certeza de que ahí arriba había una Mano que los protegería a todos. Hepburn gruñía:
—¿Sois hombres o no?
John lo oía todo a medias. Como respetaba a los voyageurs, éstos no esperaban más que sus palabras. Miraba a lo lejos y preparaba sus frases. Luego se volvió y clavó la vista en Solomon Bélanger.
—No será ningún paseo. Pero hemos dejado atrás más peligros de los que nos aguardan. —Volvió a contemplar el mar y dijo suavemente, como si hablara consigo mismo—: No tenemos más remedio que continuar lo que hemos empezado. Es lo que corresponde a nuestro viaje.
Solomon Bélanger opinó que entonces habría que hacerlo. Back torció el gesto. Los restantes británicos no podían disimular la admiración que sentían por John. Se dispusieron a partir.
Back parecía como que se le hubiera quedado alguna cosa atravesada en sus adentros: una broma, una maldad, una rabia. Pero no tenía a nadie que esperara su parecer, nadie que fuera como él. Por eso acabó diciéndole a Hood, a modo de disculpa:
—No me gustan estas arengas. Se comporta como un santo al que todos tuvieran que ayudar, como si fuera una especie de Nelson.