12

EL VIAJE A LOS HIELOS

La expedición. Todo el mundo sabía en Deptford qué era lo que se pretendía con ella. Estaba formada por los bergantines acorazados Dorothea y Trent, que en su momento fueron cargados con todo lo necesario para un viaje al Polo Norte.

—Ante todo, pellizas y abrigos de piel —afirmaban los peleteros.

—Libros interesantes —decía un librero—. ¡Menudo aburrimiento allí! —Hombres audaces— se figuraban las damas de la alta sociedad londinense, que se hacían llevar en coche al muelle para visitar los barcos.

Todos afirmaban saber de buena tinta qué órdenes llevaba la expedición. Unos decían que se habían enterado directamente en el Almirantazgo. Otros, de labios del capitán Buchan, jefe de la expedición. Algunos invocaban la autoridad del teniente Franklin, comandante de la Trent. Otros lo ponían en duda:

—¿Franklin? ¡Pero si nunca dice nada!

—¡Un capitán lento! No puede ser —decía el guardia marina George Back— ¿Qué va a ocurrir cuando estemos en alta mar?

Andrew Reid contemplaba con admiración a su amigo. Le llevó la contraria sólo por continuar hablando:

—Pues las gallinas las hizo descargar bien deprisa, George.

—Ya verás cómo resulta una equivocación. ¡Las gallinas son carne fresca! Y eso es lo de menos. Siempre que dice algo, se queda luego un poco mudo. ¿Cómo va a dar órdenes alguien así?

Estaban recién salidos de la Escuela de Marina y sabían bien de qué iba. Además, Back le había puesto un mote a Franklin: Capi Handicap.

Primera noche a bordo. John Franklin tenía fiebre y le daban escalofríos. En el duermevela oía voces sin cuento que daban partes incomprensibles, exigían decisiones o criticaban las órdenes que al parecer había dado. Daba vueltas sin parar. Los dientes le rechinaban en sueños. Las sábanas estaban empapadas de sudor. A la mañana siguiente, le dolían los músculos del cuello, y cuando salió dando traspiés del camarote, tenía tortícolis.

Miedo. Miedo y nada más que miedo. Pero qué difícil de vencer. Recorrió en silencio todo el barco, respondiendo a los saludos, recibiendo los partes e intentando pasar de miembro de la Sociedad de Lectores de Horncastle a capitán de barco. Ya lo conocía de antes: miedo a no entender nada, a no saber nada, a no ser capaz de defenderse si no le hacían caso. Miedo a que nadie se acomodara a su ritmo, y a que si intentaba adecuarse al de los demás se fuera miserablemente a pique.

La Trent tenía sólo doscientas cincuenta toneladas; pero, por lo pronto, daba la impresión de ser mucho más enorme e incomprensible que su primer barco, el mercante del viaje a Lisboa, hacía dieciocho años. Este tipo de miedo le era familiar. Hasta el momento lo había ahuyentado siempre su costumbre de llevar a término con mejor o peor fortuna cualquier cosa que se propusiera. Pero ahora se añadía otro temor: si enfermaba de gravedad, si se hundía o era relevado del puesto, habría estado esperando y luchando en vano durante diez años.

Parecía que la fuerza, la calma y la confianza en sí mismo que había encontrado a bordo de la Bedford después de la batalla de Nueva Orleans, se mantenían ocultas. En cualquier caso, no volvían inmediatamente, obedeciendo sus órdenes.

Le faltaba también la aureola: una cicatriz, cuya historia no conocía nadie, no le servía ya de nada.

Un buen remedio contra el miedo era estudiar. Para empezar, se aprendió las instrucciones del Almirantazgo.

El Polo Norte no era el objetivo del viaje sino sólo una parada más. A la Corona sólo le interesaba en la medida en la que se encontraba en un mar abierto a través del cual podía llegarse en barco hasta el Pacífico.

Un ballenero había informado de que los campos de hielo del norte se iban deshaciendo progresivamente. La noticia le había hecho concebir esperanzas al subsecretario Barrow. Inmediatamente anunció que él y un tal Franklin creían desde hacía mucho tiempo en la existencia de un mar polar abierto. De repente, la expedición que hasta entonces había parecido ridícula resultaba importantísima para todo el mundo.

La Dorothea y la Trent tenían que atravesar primero de Spitzberg a Groenlandia, cruzar luego por el Polo hacia el estrecho de Bering y remontar la costa de la península de Kamchatka hasta el puerto de Petropaulowski, donde en su época había atracado Cook. Desde allí había que mandar por tierra hasta Inglaterra copia de los cuadernos de bitácora, incidencias del viaje y mapas. Mientras tanto, los barcos se dirigirían a las islas Sandwich para invernar en ellas y volver a Inglaterra en primavera, preferiblemente cruzando otra vez el Polo Norte.

Había también una segunda expedición, que debería intentar encontrar la entrada del Pacífico bordeando directamente la costa del continente norteamericano. Pero a esa ruta se la tenía por más dificultosa.

¡Qué cosas les interesaban a estos políticos y comerciantes! John dejó el sobre encima del escritorio y empezó a darle vueltas con el dedo. Podía verse cómo palpitaba en su cuello la excitación. Todo volvía a empezar en el Polo Norte, no había más que llegar hasta allí.

Se aprendió también de memoria el barco y se empapó de todos los números habidos y por haber. Calculó todo lo que se podía calcular: el peso de la carga respecto al peso bruto, el lastre, el velamen, el plan, el calado. Enseguida se agarró al primer detalle: a su juicio, el calado de la Trent aumentaba más deprisa de lo que permitía suponer el aumento diario de la carga. Volvió a hacer sus cálculos de nuevo con toda precisión, y le pidió por favor al teniente Beechey, su primer oficial, que viniera a su camarote. Desde ese mismo momento, quería que cada guardia le diera el parte del calado del barco y de cuánta agua había en la sentina.

¿Habría notado el teniente su inseguridad y lo nervioso que estaba? Pero Beechey tenía mucho tacto. Si sus miradas se cruzaban, apartaba automáticamente la vista. Cuando escuchaba parecía estar comprobando el estado de la tablazón del puente, y cuando hablaba daba la impresión de estar escrutando el horizonte por las dos rendijas rodeadas de pestañas blancas que le servían de ojos. Su expresión no traslucía más que una especie de vigilancia malhumorada, y no decía ni una sola palabra de más.

Bueno, ¡los cálculos por fin estaban bien! La Trent tenía una vía de agua. No parecía grande, pero tenía el defecto de no dejarse encontrar. El agua se filtraba a la obra viva, sin poderse determinar de dónde salía. Siguieron buscando. ¡Vaya, todavía en el puerto y ahí estaba ya el rumor de las bombas! Sin embargo, John se sentía extrañamente aliviado: una vía de agua era, al fin y al cabo, una preocupación real.

Por lo visto, el comandante en jefe lo consideraba un protegido del secretario del Almirantazgo. David Buchan era un hombre impaciente, de cara colorada. No estaba dispuesto a escuchar mucho rato y sobre todo no estaba dispuesto a retrasar la partida por una vía de agua.

—¿Está usted hablando en serio? ¿Tiene usted una vía de agua y no la encuentra? ¿Y vamos a tener que esperar hasta que haya pasado el verano polar? Deje que sus hombres se pasen bombeando un par de semanas. Ya verá cómo enseguida descubren de dónde viene el agua.

La grosería de Buchan no hizo sino tranquilizarle todavía más.

Ahora tenía incluso un enemigo concreto. Eso le ayudaba y le hacía conformarse.

—Sir, por supuesto que puedo llegar al mar Polar incluso con una vía de agua.

Sus palabras sonaron tan seguras y despectivas que Buchan quedó un poco indeciso.

—Si el asunto no se ha resuelto cuando lleguemos a las Shetland, sacamos del agua la Trent y se inspecciona por fuera.

Zarparon el 25 de abril de 1818. El muelle estaba abigarrado de rostros. De pronto apareció Eleanor Porden, que venía a desearle al asombrado John mucha suerte. Le soltó un poema larguísimo, al término del cual el propio Polo Norte empezaba a hablarle directamente declarándose vencido. Ahora ya lo sabía: ella lo apreciaba de veras. Eleanor se quedó boquiabierta ante las largas sierras para cortar el hielo y el aparato con el que pretendían desalar el agua de mar. Se volvía loca por la investigación, el mesmerismo y los fenómenos eléctricos, y suplicó a John que se fijara sobre todo si en la región polar el aire tenía un magnetismo mayor y en cuáles eran los efectos que producía en las reacciones de simpatía entre la gente. Al despedirse se le echó al cuello. Su voz era toda gorjeos. John no pudo por menos que estrecharla por la cintura con agrado. ¡Pero no debía tenerla abrazada tanto tiempo! ¡Y no tan fuerte! Se dio cuenta de que corría el peligro de que resultara raro tanto a ella como a todos los demás, y se retiró a toda prisa a seguir con sus cálculos de rumbo y esas cosas tan importantes. Luego zarparon. Los narcisos estaban en flor. La costa estaba totalmente amarilla, como si la hubieran pintado.

El agua salía directamente a chorros, y no daban abasto. Para que la dotación de la Trent estuviera al completo faltaba una sexta parte de los hombres. Y todos se pasaban la mitad de las guardias dándole a la bomba.

Por mucho que se esforzó, en Lerwick no encontró ni la vía de agua ni un solo voluntario con el que reforzar la tripulación. Los habitantes de las Shetland vivían de la navegación y la captura de ballenas, así que ya sabían lo que quería decir que un barco diera con la quilla fuera del agua y fuera inspeccionado pulgada a pulgada. Cuando les decían que se trataba sólo de ajustar mejor las planchas de cobre, sonreían con disimulo. Nadie quería enrolarse en un barco que hiciera agua. John empezó a temer seriamente que aquel agujero invisible en el casco pudiera escamotearle su Polo Norte.

Buchan pensaba seriamente en alistar a los marineros que faltaban dictando una orden perentoria, pero como ahora eso no era legal, le dijo a John:

—¡Usted verá, señor Franklin!

Cuando éste se vio a solas con su primer oficial, Beechey se puso a escrutar el horizonte con sus ojos grises y comentó:

—La tripulación aguanta. Es buena. Tres o cuatro marineros a la fuerza que carezcan de la moral necesaria son peores que nada.

—Gracias —murmuró John aturdido.

Lo bueno de Beechey era que expresaba su opinión cuando la necesitaban.

El marinero Spink, de Grimsby, sabía contar más historias que tres plazas de pueblo juntas, y sobre todo había dado la vuelta a medio mundo. A los doce años le habían obligado a enrolarse en un barco. Luego había viajado con Lapenotiére a bordo de la pequeña Pickle, hasta caer prisionero en manos de los franceses. Pero logró evadirse en compañía de un tal Hewson, y en su huida habían recorrido toda Europa hasta llegar a Trieste. Contaba que había un zapatero alsaciano cuyas botas alargaban los pasos, y que gracias a eso habían podido andar dos veces más deprisa de lo que lo hacía un francés. Contaba también que las mujeres de la Selva Negra llevaban unas sayas de fiesta que parecían tiendas de campaña, y que debajo podían esconderse dos o tres fugitivos de Bonaparte. Y que en Baviera, en plena tempestad, habían atravesado en barca el lago Gemse, llevando sólo un remo, y que luego, en la aldea de pescadores que había en la orilla oriental, se zamparon un asado ternísimo con una albóndiga mágica, gracias a la cual pudieron caminar quince días seguidos sin parar ni comer un solo bocado. Tan cierto como que se llamaba Spink.

Todos corrieron a cubierta. Habían divisado un narval. Se veía perfectamente cómo sobresalía el cuerno. Era un mal presagio. Sólo había otro peor: que la campana del barco empezara a sonar sola. Pero esto no había sucedido nunca, o por lo menos no había habido nadie que lo contara, pues inmediatamente se hundían los barcos sin que se salvara ni una rata.

Nadie se perdía palabra. Para colmo, en pleno mar Polar, más allá de la barrera de hielo, les aguardaban muchos otros seres de proporciones gigantescas. El Almirantazgo ya contaba con que, cuando se fundiera el casquete glacial, bajaran hacia el sur y se metieran en las rutas comerciales del Atlántico, tragándose alguno que otro barco. Por mucho que ninguno de los marineros de la Trent fuera supersticioso…, no podía haber nadie totalmente libre de temor.

No había ninguno que fuera levantisco ni vago. John estaba dispuesto a imponer el primer castigo en cuanto fuera necesario, pero de momento no había nada de eso a la vista. Desde hacía algún tiempo, los capitanes tenían que llevar un libro de castigos. John lo abría cada noche y anotaba:

«Hoy no se ha producido ninguna irregularidad».

No entendía lo que pasaba con George Back, o, mejor dicho, no entendía lo que le pasaba a él con Back. Seguía habiendo una tirantez, un retraimiento, un estar en guardia. De su rendimiento no había nada que decir.

Dejó a un lado el caso. Más valía no entenderlo en absoluto que entenderlo mal. ¡A lo mejor ese Back le salvaba un día la vida! Los instintos estaban bien, pero sólo si se expresaban con claridad.

Pero seguía teniendo un poco de recelo.

Ya tenía valor para exigir que le repitieran las cosas, para no tolerar la impaciencia, para obligar a los demás a adaptarse a su velocidad en bien de todos.

—Soy un poco lento. Haga el favor de atenerse a la situación.

A Back no le quedó más remedio que escuchar este reproche, eso sí, en un tono amabilísimo, para que sus partes pudieran resultar de utilidad. ¿Hombre al agua? ¿Fuego a bordo? No había por qué comerse sílabas enteras. Lo importante era que el capitán entendiera el qué, el cuándo y el dónde. La confusión resultaba mucho más peligrosa que cualquier emergencia externa, y la confusión del capitán era lo más peligroso que podía haber. A ver si se enteraban…

Perseverancia. No necesitaba dormir. Volvía a utilizar las expresiones y vocablos de cuando era grumete. Sus órdenes empezaban con un «Por favor, señor Beechey, tenga la bondad de decir que…»; o «Señor Back, ¿sería tan amable de…?»; o «Kirby, ocúpese inmediatamente de que…».

Volvió a meditar sobre su costumbre de quedarse mirando fijamente las cosas. Era peligroso y lo seguiría siendo. Pero si ese tipo de mirada no era ya una obligación de soldado y sólo se utilizaba de vez en cuando, dejaba de ser la velocidad propia de un esclavo y se convertía en la fuerza fulminante imprescindible en todo buen oficial, que por lo general se dedica al estudio de los detalles y a soñar. La lentitud pasaba a ser un honor, mientras que la rapidez era un servicio que se prestaba. El golpe de vista no constituía una buena forma de ver las cosas, pues abarcaba demasiadas a la vez. La presencia de ánimo, elevada a la categoría de regla, no hacía presente nada ni constituía absolutamente ningún punto de vista. John apostaba por la ausencia de ánimo y estaba muy seguro de ello. Pensó en esbozar un sistema que a uno le permitiera vivir y dirigir un barco.

¿Estaría por ventura a punto de empezar con él, John Franklin, una nueva era? 74 grados 25 minutos. Ya estaban a la altura de la isla de los Osos.

Pasados los 75 grados de latitud norte, comenzó a nevar. John olfateó desde la puerta del cuarto de derrota y echó una ojeada a la popa espolvoreada de blanco. Había sentido exactamente ese mismo olor la primera vez en su vida que había visto la nieve. Echó una mirada fugaz a su alrededor y por fin se atrevió a salir. Empezó a bailotear pesadamente, igual que un oso, para ver las huellas que iban dejando sus pies. Se sentía tan joven que no le quedaba más remedio que pensar que tal vez lo fuera realmente. ¿Qué me hace creer, pensó, que tengo más ae treinta años, lo mismo que todos los demás? Si voy atrasado como un reloj, tardará más en acabárseme la cuerda. A lo mejor no tengo más que veinte. Repentinamente dio por terminado su bailoteo al notar que desde el palo mayor el guardia marina Back lo estaba mirando con cara seria, casi conminatoria. Aunque pretendiera ignorarlo, no podía por menos de contemplar otra vez sus propias huellas con los ojos de Back e imaginarse los movimientos que había estado haciendo. No tuvo más remedio que reírse y observar otra vez a Back, que se echó también a reír, enseñando sus blanquísimos dientes. Guapo mozo.

—La nieve es una maravilla, sir.

No, no podía percibirse la menor ironía en su tono. Pese a todo, arrugó el entrecejos como conviene a un capitán, se dio bruscamente media vuelta y regresó algo irritado a su camarote.

Le vino a la cabeza lo del magnetismo polar. Pero ¿cómo se podía medir una cosa así?

Ahora hacía frío de verdad. Los aparejos se helaban y los cabos de labor se ponían tan rígidos con el frío que no podían distinguirse de las jarcias muertas. Los que hacían guardia no sólo tenían que ocuparse de la bomba sino también de golpear las jardas con palos para mantenerlas en movimiento. Cualquier maniobra de las velas se convertía en una aventura, y d frío iba en aumento. Todos tosían desaforadamente. En cambio John no cabía en sí de gozo.

Examinó la nieve y, como hasta el momento no se había producido ninguna irregularidad, anotó la forma de los copos en el libro de castigos. «La nieve es en principio hexagonal», escribió. Al fin y al cabo, el objetivo del viaje era la investigación. Pensó con satisfacción en la cara que pondrían los almirantes cuando, después de atravesar la santa Rusia, llegara finalmente a sus manos el libro de castigos de la Trent.

Los barcos navegaban por primera vez sobre el hielo flotante. Los témpanos chirriaban al deslizarse a lo largo del casco.

Nadie se quería acostar. Ninguno estaba acostumbrado a considerar noche un cielo tan claro. Lucía un sol bajo sobre las velas blancas. El hielo resplandecía como si fueran cúpulas de diamante y grutas de esmeraldas. De pronto surgía una dudad helada que se desplegaba en figuras atrevidísimas. El lenguaje marinero resultaba casi superfluo: iban de la «iglesia» a la «fortaleza». Se ponía rumbo a la «cueva» pasando por el «puente». Había hielo incluso por debajo del agua, reflejando la luz otra vez hada la superficie. El mar estaba envuelto en una blancura cremosa, con las focas nadando en una especie de leche resplandeciente.

La tripulación se colgó de los obenques a contemplar las fulgurantes masas de nielo que se agolpaban en la estela que iba dejando el barco, como si quisieran darle alcance. Hada medianoche se ocultó el sol. Era rojo y tenía una forma extrañísima. Parecía la banana más grande del mundo. En realidad no llegó a ocultarse. Desapareció un instante, tomó un pequeño baño y salió de nuevo fuera del agua.

—Muy bien, muy bonito —dijo Beechey—. Pero ¿cómo ponemos las guardias nocturnas?

Era un eterno cielo crepuscular, con unas sombras gigantescas. Los retazos de bruma, al ascender, se convertían inmediatamente en nubes rojizas, con los colores que iban variando a medida que se acercaban al horizonte boreal.

John contemplaba el hielo, estudiando sus formas e intentando comprender lo que significaban. Sí, el mar podía ir creciendo de estructura por sí solo. Aquí estaba la prueba. Ahora veía lo que querían decir sus sueños.

Hora tras hora fue dibujando la forma de los icebergs en el libro de castigos. Anotó también los colores: «Verde a la izquierda; rojo a la derecha, y al cabo de diez minutos, al contrario». Intentaba expresar con palabras todo lo que veía, pero apenas lo lograba. Se trataba más bien de una música que hubiera debido copiarse en el pentagrama. En sus finas estrías, el mar componía una melodía acompasada de figuras de hielo. Éstas tenían a su vez la armonía de los sonidos, aunque en realidad no eran más que un crujido, un estallido, que no podían resultar desagradables, pues tenían un efecto sedante e intemporal. ¡Qué paz! Allí detrás, lejos, al sur, la humanidad estaba atareada con la miseria de lo humano. El tiempo, en Londres, era un imperativo con el que todos tenían que habérselas.

Después de los 81 grados de latitud norte, los témpanos fueron convirtiéndose en plataformas, y éstas en islas. En un determinado momento, la Trent se detuvo, a pesar de llevar un magnífico viento de través, y no se movió más del sitio.

—¿Por qué no avanza? —exclamó Reid desde abajo.

Al cabo de unos minutos subió a cubierta el marinero Kirby y preguntó:

—¿Por qué no andamos?

La espera inquietaba a la tripulación. Para colmo, no había nada, absolutamente nada que se opusiera a la espera. ¿Irían los barcos a la deriva, empujados por el hielo, con el rumbo adecuado? Pero ahí estaban ya las señales de la Dorothea. La orden de Buchan era:

—¡Picar el hielo! ¡Atoar el barco!

Diez hombres intentaban abrir el hielo con hachas y palas por la proa, mientras otros diez se ponían al tirar de la cuerda, unos dos largos por delante del barco. Al cabo de unas horas estaban todos tan agotados que al terminar las guardias reían sin motivo, por no llorar. Y en definitiva, todos estos esfuerzos no eran más que para calmar su impaciencia y la de Buchan. Estaban dispuestos a realizar la mayor insensatez sólo por tener la sensación de que se avanzaba.

¿Y si el hielo los arrastraba hacia el sur, en vez de hacerlo hacia el norte? Total, era bastante dudoso si Buchan lo notaba o no. Le gustaba pilotar «por intuición».

John ordenó que por lo menos se animara al equipo de tiro con música. El marinero Gilbert se adelantó y se puso a tocar el violín. Era el tipo adecuado. Su arte producía no poca cantidad de notas distintas, pero no dé las que daban ganas de detenerse a escuchar.

¡Qué raro! Cuanto más se aproximaba a su meta, mayor era la sensación que tenía de que ya no le hacía ninguna falta. En realidad, ¿para qué quería el silencio absoluto, la intemporalidad completa? Era capitán y tenía un barco. Ya no deseaba ser un trozo de costa, un escollo que contemplaba los siglos y no era responsable de nada. Se necesitaba la hora lo mismo que el peso y la medida, pues en este mundo se había de repartir equitativamente trabajo y riqueza. Había que dar la vuelta al reloj de arena, hacer sonar la campana de a bordo cada media hora, para que Kirby no le diera a la bomba más tiempo que Spink, ni Back se congelara fuera más rato que Reid. No podía ser diferente, ni siquiera en el Polo, y John se sentía satisfecho porque ahora todo le satisfacía, excepto tal vez eso de que Buchan tuviera el mando supremo.

Le atraía el Polo, desde luego, pero no porque fuera a empezar todo de nuevo a partir de allí. ¡Ya había empezado! La meta había sido importante para poder llegar al camino. Ahora ya lo tenía, se encontraba en él, y el Polo volvía a convertirse en un concepto geográfico. Sólo ansiaba seguir así, en el camino, igual que ahora, en un viaje de descubrimiento, hasta que acabara su vida. Un sistema Franklin de vivir y de pilotar.

Buchan había tomado la estrella y hacía sus cálculos. Franklin también. A Buchan le salían 81 grados, 31 minutos. A Franklin, 80 grados y 37 minutos. Buchan volvió a hacer sus cálculos. La expresión de su rostro era algo más torva. Le salían unos minutos más que a John, apenas los suficientes para salvaguardar su honor. Era evidente que el hielo se desplazaba más deprisa en dirección al sur de lo que se podía avanzar hacia el norte, picando.

Pero, de pronto, dos gigantescos bloques de hielo habían chocado inesperadamente cogiendo en medio a la Dorothea y apretándola hasta hacer crujir las cuadernas. Llegó incluso a levantarse un buen trozo. Poco después le ocurría lo mismo a la Trent, aunque con menos consecuencias. Estaban embarrancados, clavados como con pernos. Y, como si de una burla se tratara, por la popa se acercaba cada vez más aprisa un iceberg.

—Me gustaría saber cómo lo hace —dijo Spink—. A lo mejor hay alguien ahí abajo que tira de él.

Señalaba al mar y lo decía en broma, pero todos pensaban otra vez en el narval y se quedaron callados.

Por otra parte, el silencio era sepulcral, pues el barco no se movía ni una pulgada. De repente, Gilfillan, el médico de a bordo, salió corriendo de su camarote y gritó:

—Creo que por debajo de mi cama está saliendo agua.

Franklin bajó con el carpintero e hizo que le enseñaran el sitio exacto. Debajo de la litera de Gilfillan estaba el compartimiento de las bebidas.

—De ahí no puede salir agua —concluyó el capitán.

Pegaron la oreja al pañol del ron. ¡Sí! ¡Ahí se oía correr algo! El intendente comprobó las existencias y no faltaba nada. Así fue como encontraron la vía de agua.

Algún operario de los astilleros había extraído un perno podrido y, en vez de poner uno nuevo y volverlo a ajustar, había untado someramente el hueco con un poco de alquitrán que, si bien dejaba pasar el agua, impedía ver el agujero.

Una vez taponado, apenas entraba agua más que por las rendijas. Al cabo de unas horas se hallaban todos como si nada hubiera ocurrido, y se dieron cuenta de que el barco navegaba otra vez por mar abierto.

El hielo aquél hacía lo que quería.

Vieron petreles polares, que revoloteaban entre las olas a la caza de peces, tan pegados al agua que parecían balas pasando por el cañón de una escopeta. Los abadejos, relucientes como cristales dorados, yacían a la luz crepuscular sobre cubierta, como un tesoro sacado de las aguas. Y vieron osos, unas moles de pelo blanco, que acudían atraídos por el olor de las lámparas de aceite de pescado. Vieron cómo se acercaban, subiéndose a los cerros de nieve y cruzando los charcos. No había quien los parara.

En una ocasión en que hicieron una salida en el bote, una manada de morsas intentó hacerles zozobrar emprendiéndola a dentelladas y cabezazos en un furioso ataque conjunto. Poco después se detuvieron un rato en un témpano y entonces intentaron hundirlo apoyándose con todo su peso en el otro extremo. Les invitaban a jugar una partida al sube y baja que hubiera acabado con ellos entre sus colmillos. Los marineros dispararon sus mosquetes, pero hasta que no mataron al enorme macho que las dirigía no se dispersó la manada.

La siguiente marcha aún resultó más peligrosa, pues se les echó encima una niebla tan densa que cada hombre tenía que agarrarse a los faldones del chaquetón de su vecino. Intentaron volver al barco siguiendo las huellas que habían dejado, mientras John Franklin controlaba el rumbo con la brújula. Pero lo más curioso era que las huellas estaban siempre frescas y que además eran cada vez más numerosas. Según la brújula y el tiempo transcurrido, el grupo debería haber llegado al barco hacía bastante rato.

Se habían perdido y habían estado todo el tiempo caminando en círculo.

John ordenó construir un vivac de emergencia con planchas de hielo. Reid no tuvo el menor reparo en comentar que hubiera preferido simplemente seguir caminando en diagonal a la dirección que llevaban.

—Además, así guardaremos el calor y ya llegaremos, más pronto o más tarde.

—Antes de cometer un error, me tomo mi tiempo —repuso amablemente Franklin.

Ordenó que se abrigaran todos lo más posible y se sentaran alrededor de la lámpara de aceite. Llevaban los mosquetes cargados por si se acercaba algún oso polar a echar un vistazo por allí.

John masticaba y pensaba. A cualquier cosa que dijeran los otros, consejos, teorías, preguntas, decía que sí con la cabeza y seguía con sus cavilaciones.

Incluso cuando Reid le cuchicheó a Back: Tenías razón con lo de «Handicap», desechó la idea de hacer ninguna pregunta al respecto. Ahora lo único que le hacía falta era tiempo.

Al cabo de un rato, Reid le preguntó:

—¿No vamos a hacer más que esperar, sir?

Pero John no había acabado todavía. Ya podía presentarse la mismísima muerte, que no había razón para concluir una reflexión antes de tiempo. Por fin, se levantó.

—Señor Back, dispare su mosquete una vez cada tres minutos. En total, treinta cartuchos. Luego dispare usted cada diez minutos durante tres horas, y luego cada hora durante dos días. ¿Entendido? Repítamelo.

—¿No habremos muerto para entonces, sir?

—Puede que sí. Pero mientras tanto, tenemos que disparar. Por favor, repítamelo, a ver si lo ha entendido.

Back repitió la orden a trompicones. Cuando ya nadie esperaba más explicaciones, John comentó:

—El hielo da vueltas. No cabe otra solución. Por eso vamos en círculo, aunque según la brújula marchemos siempre en la misma dirección. Si hiciera viento, lo habríamos notado enseguida.

Al cabo de cuatro horas, les pareció oír un tiro a través de la niebla, y luego otros más en respuesta a los suyos. Una hora después escucharon voces que los llamaban. Finalmente divisaron hombres con cuerdas, y, tras ellos, a poco más de cien pies, vieron erguirse la popa de la Trent.

—¡Qué cochina suerte tiene usted, sir! —comentó descaradamente Back, aunque sin el menor rastro de menosprecio, muy al contrario.

Reid torció el gesto. Back se dirigió a él:

—Si te hubiéramos hecho caso, sabe Dios dónde estaríamos ahora…, ¡y encima como témpanos!

Reid guardó silencio. De pronto dio un respingo y pisó violentamente un copo de nieve. John se quedó aturdido. ¿Cómo se podía pisar un copo de nieve? ¿O había algo más?

Al día siguiente, cuando aclaró, pudo divisarse bien desde el tope del palo mayor todo aquel laberinto. Desde donde estaban no hubieran ciado nunca con el barco, de haber seguido en la dirección «correcta». Sabe Dios dónde hubieran ido a parar, justo en el lado opuesto, donde a nadie se le hubiera ocurrido ir a buscarles. Era una enorme trampa mortal, y John Franklin no había caído en ella.

Ahora lo tendré más fácil, pensó, y se acabaron los problemas con Back. Estos reyezuelos de patio de la escuela van aprendiendo a hacerme caso. Inmediatamente después de hacer esta reflexión, se dio cuenta de que Back le recordaba a Tom Barker, su compañero de colegio de hacía veinte años.

Todavía no habían alcanzado los 82 grados de latitud norte, y Buchan ya quería dar la vuelta.

«Deberíamos…». John repitió esta palabra tan insólita. Casi la sentía como una invitación a llevar la contraria.

—El verano boreal está a punto de terminar y aún no habremos acabado. Además, los desperfectos tampoco son tan grandes. Hagamos una última tentativa.

—¿Quiere usted hacerse el valiente?

—Sir, todavía no hemos hecho ningún descubrimiento ni hemos probado nada.

—Voy a decirle una cosa —replicó Buchan—. Creo que lo que usted quiere probar es algo personal. Lo he venido observando. Quiere usted demostrar que no es un cobarde. Tal vez su problema sea la cobardía.

John pensó que ese tipo de comentarios no merecían mayor atención.

—Un único intento, sir. No nos queda mucho tiempo, pero el mar abierto no puede estar muy lejos.

—¡Que le lleve el diablo! ¿Y si se levanta un temporal?

—Seguro que encontraremos una derrota en la que podamos estar a salvo. Tenemos que seguir buscando por el oeste.

Buchan vacilaba. El verano se estaba acabando, eso era un hecho.

—Ya decidiré.

Navegaron cinco días más rumbo al noroeste, bordeando las paredes de hielo. La Trent marchaba delante, y un cuarto de milla más atrás la Dorothea. John miró por el catalejo.

—Navegan demasiado cerca de la banquisa. Si deja de soplar el viento, la resaca va a arrastrarlos contra los veriles.

Beechey asintió:

—Es que se aburren. Se ponen a mirar las focas. Y, para colmo, el tiempo no tiene muy buen aspecto.

John dio la orden de reducir el velamen al mínimo. Sólo por precaución.

—¿Y sabéis lo mejor? —gritaba Gilbert—. Tenemos que llegar a las islas Sandwich dentro de seis semanas. Los gacetilleros ya nos están esperando.

—¡Y las chicas! —apostilló Kirby. Siempre estaba hablando de chicas. No había tormenta que le quitara la palabra de la boca.

El temporal se desató de súbito, como si hubiera estado al acecho. Por detrás del nublado que se les echaba encima, sonreía un cielo en calma, como de plata. Por eso el huracán aún parecía más un ataque a traición.

Agitación. Cambio de rumbo.

—¡Ceñíos al viento! ¡Alejaos del hielo!

¿Nos libraremos de ésta? Oraciones rápidas. De pronto se oyó a varios gritar:

—¡Hombre al agua!

Gilfillan, el médico de a bordo. Se lo había llevado un golpe de mar. ¿Y ahora qué? Se enfrentaban dos reglas básicas de la navegación: «No dejarse llevar por la corriente hacia la costa durante un temporal» y «Mantener el hombre a la vista en caso de hombre al agua». John decidió que aquí no cabía más que una decisión a ciegas. Ya había previsto casos como éste. Mantuvo el hombre a la vista. ¡Bote de sotavento al agua! ¡A la capa! ¡Qué pérdida de tiempo y de altura más tremenda! Alguien señaló hacia la costa glacial: la Dorothea se hallaba acorralada sin remedio contra el acantilado, balanceándose y chocando con los témpanos. No se iba a librar. Iba a quedar destrozada. Dentro de pocas horas, unos cuantos maderos deshilachados y nada más. No podía escapar del temporal.

El cuerpo de Gilfillan, salvado; pero ¿seguía con vida? Spink se había lanzado tras él colgado de una cuerda y lo había recogido, sin parar de reír. A cada uno le prestaba fuerzas una cosa distinta. Cuando arriesgaba la vida, Spink tenía que ponerse a reír. Gilfillan respiraba. Bueno, ¿y ahora, qué?

¿En bote hasta la Dorothea? Un suicidio. No, escapar mientras fuera posible, gritaban. Pero John Franklin se sabía demasiado bien sus aforismos. «No tener que avergonzarse nunca como el capitán Palmer». Hacía ya más de quince años de eso. Y la Bridgewater había desaparecido sin dejar rastro. Ni un solo superviviente. La justicia del mar era inapelable. No había más remedio que contar con ella.

Cada vez surgían más preguntas, y cada vez más apremiantes. Franklin meditaba sin dar ninguna respuesta. Las olas que se les echaban encima no eran simples olas. Llevaban en su interior carámbanos de hielo, grandes como barcazas, cuyo impacto hada torcerse a la nave de cara al temporal. Pronto se vio claro: si la Trentse libraba, sería un milagro. Y John no creía en milagros. Eran cosa de niños.

Ésa era la situación. Hasta a Beechey se le veía nervioso: con este capitán tan lento la nave se iba a ir a pique. ¿Pero por qué seguía Franklin tan tranquilo? ¿Qué era lo que estaba pensando? ¿Por qué se quedaba mirando a la costa? ¿Qué buscaba con el catalejo?

—¡Ahí! —gritó John—. Ahí es donde tenemos que metemos, señor Beechey.

¿Qué decía? ¿Hacia el hielo? ¿Aposta?

—¡Eso es! —John cogió a Beechey del hombro y lo agarró con fuerza—. ¡Por lógica! —bramó hacia el temporal con voz ronca—. ¡Por lógica! En la banquisa estaremos a salvo. ¡No cabe otra solución!

Efectivamente, ahí se abría una entrada, una especie de fiordo, apenas más ancho que la propia embarcación. Lo había visto el capitán. ¡Qué manera de conservar la calma! Pero ahora había que meterse dentro, desde luego. Dos largos antes de llegar a la entrada, un gigantesco bloque de hielo destrozó el timón y, cuando ya casi habían alcanzado la meta, una ola hizo girar de nuevo la embarcación cara al mar. Luego el casco crujió a estribor, al chocar con una mole de hielo. Todos los hombres cayeron al suelo. No hubo nadie capaz de sujetarse. Era como si alguien tirara de una alfombra bajo sus pies. En ese momento se oyó un sonido espantoso, la señal de muerte: se había puesto a tocar la campana del barco. John se incorporó de nuevo y exclamó, señalando al tope del trinquete:

—¡Recoger los rizos!

Todos se quedaron mirándolo, como si descubrieran en él los primeros síntomas de locura. El oleaje seguía bramando y golpeando una y otra vez el barco contra la pared, como quien estrella un huevo en la sartén. Los mástiles se combaban, igual que juncos. ¿Y alguien tenía que subirse ahí arriba para…, cómo había dicho…, «recoger los rizos»? La campana seguía tocando como alma que lleva el diablo. ¡Lo hacía sola! ¡Se acabó! ¡No pararía de tocar hasta que no quedara uno vivo! Los marinos estaban sobrecogidos, sin osar moverse. Al siguiente golpe de mar, la misma jugada. El barco estaba perdido.

John Franklin parecía cada vez más extraño. Ahora se agarraba el hombro izquierdo con la diestra y tiraba de las hombreras con todas sus fuerzas. ¿Es que se quería degradar o pretendía hacerse jirones la guerrera? Se había vuelto loco, ahí tenían la prueba. Gilbert echaba maldiciones, Kirby rezaba; todos rezaban. Y Kirby, ¿empezaría otra vez a hablar de chicas?

Franklin se había arrancado la manga de la guerrera y se arrastraba a cuatro patas hasta la campana. Aprovechó el intervalo entre dos oleadas para decir al primer oficial:

—Señor Beechey, tenga la bondad de ordenar que recojan los rizos del trinquete.

Luego ató la gruesa tela del uniforme al badajo de la campana, hizo un nudo y apretó tan fuerte como si fuera a estrangular un elefante.

—¡Ahora ya se ha callado! —dijo satisfecho, como si de esa forma hubiera amordazado también al temporal.

Y de pronto todos volvieron a sentir una especie de seguridad. Los más audaces se atrevieron a subir al tope y recoger los rizos. Desde arriba vieron lo que él ya sabía: la proa de la Trentya se había metido un poco en la entrada. Poniendo a todo trapo el trinquete lograrían colarse dentro, sólo con bornear fuera del murallón de hielo, aprovechando el intervalo entre dos golpes de mar. Otros corrieron al palo mayor a recoger el resto del trapo, sin que nadie perdiera la serenidad. Y en el momento en el que las olas retrocedieron para tomar de nuevo su espantosa carrerilla, la Trent dobló dócilmente, pese a no llevar timón, y escapó del temporal. El impulso de éste la metió en la montaña de hielo, echándole todavía algunos escombros sobre la popa y haciendo jirones las velas. En medio de un tremendo chirriar, la proa se empotró entre las paredes de cristal, encajándose cada vez mejor en su interior. Por fin el barco estaba quieto. Apenas se sentía rastro de la marejada y no llegaba el menor soplo de viento. Pero bueno, ¿dónde se habían metido?

Ahora, a disponer las defensas que llevaban preparadas, consistentes en gruesos pellejos de morsa rellenos, para proteger el barco de nuevos choques y raspones.

El cocinero, un tipo que llevaba una pata de palo, salió renqueando de la cocina y apareció en cubierta con una palidez mortal en el rostro.

—¿Estamos ya en tierra? ¿Tenemos que bajar?

¿Cómo se podía ayudar a la Dorothea? ¡Pues subiéndose por los paredones de hielo! El primero que saltó de la verga del juanete al borde del acantilado fue, naturalmente, Spink, riendo a carcajadas. Enganchó una polea para poder izar hombres, aparatos, aparejos sueltos y sobre todo las amarras de la Trent. John Franklin tenía de nuevo un plan, no cabía la menor duda. A ninguno le hacía falta preguntar nada. Sólo Beechey, que debía quedarse a cargo de la nave, dijo simplemente:

—¡Mucha suerte, sir! Apuesto a que saca a todos del atolladero.

—No, no —replicó John—, pondremos el barco a salvo. A cien pasos de la proa tienen otra entrada como la nuestra.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Back.

—Sir. Cuando se dirija a mí, llámeme sir —repuso John lentamente—. A la entrada la vi antes.

Tuvieron que luchar durante hora y media contra la escarpada meseta de hielo hasta poder llegar al acantilado a cuyos pies se hallaba la Dorothea. Ésta seguía bamboleándose allá abajo contra la pared de hielo, rodeada de los maderos que se habían desgajado de sus vergas, sus perchas y uno de los esquifes. ¿Cuántos habrían muerto ya?

Arriaron a toda prisa el extremo de la amarra hasta la Dorothea, y al cabo de unos instantes formaron a golpe de pico un contrafuerte alrededor de la poderosa cima que se erguía sobre el fiordo. Afortunadamente, Buchan lo había entendido enseguida. Las maromas del ancla fueron empalmadas, formando una sola, que se fijó al pie del palo del trinquete, para que los del contrafuerte fueran tirando de ella desde arriba. Había amainado un poco el temporal, pero la marejada seguía siendo espantosa.

En los agujeros de apoyo que habían tenido que cavar, había veinticinco hombres tirando de la cuerda, con todas sus fuerzas. El barco casi no se movía. Apenas unas pulgadas. John organizó dos equipos y sacó el reloj de su bolsillo. Cada grupo tiraba diez minutos, y luego era reemplazado por el otro. Cuando soltaban la cuerda se caían al suelo, como si perdieran el sentido. Algunos vomitaban. Probablemente el barco pesaba cada vez más debido al agua que le entraba. John hizo todos los preparativos para sacar a los supervivientes del naufragio, y la tripulación, totalmente exhausta, opinó que eso era lo mejor que se podía hacer.

—¡Llevamos ya dos horas! —exclamó jadeante Kirby, con el rostro descolorido—. Tendremos que dejarlo.

—¡No tiene sentido del tiempo! —jadeó por su parte Reid.

De haber tenido más resuello, Reid habría dicho otra cosa. Al cabo de una hora, ya no podía pensar más que la primera frase. Ya nadie podía ni hablar. John estuvo todo el tiempo tirando de la cuerda como el que más, aunque a un oficial no le correspondía hacerlo, pero se le estaba congelando el brazo desnudo.

¡Por fin salía el barco! Poco a poco iba avanzando a lo largo del acantilado. Buchan ordenó entonces tener las velas listas y, en el momento en que la Dorothea tuvo el hueco delante, las mandó desplegar. El bergantín, medio aplastado, fue arrastrándose trabajosamente hasta la entrada, más parecido a un cisne empapado que a un navío de Su Majestad.

¡A salvo! Un solo bote perdido, pero dos barcos salvados y todos los hombres sanos y salvos.

Back se acercó a John y le dijo:

—Sir, le pido disculpas. Le debemos la vida.

John lo miró y, por muchos esfuerzos que hizo, no logró desfruncir el ceño propio de un capitán con la rapidez necesaria. ¿Por qué le pedía Back disculpas? Por Tom Barker, pensó. ¡Qué ideas más raras!

En su calidad de oficial, no le hada falta preguntar cuando no entendía una cosa. Ya sabía dar él solo con lo que tenía que saber, y los motivos que pudiera tener Back no tenían nada que ver con ello. El guardia marina parecía inseguro y estaba a punto ya de darse media vuelta cuando John, en vez de responderle de cualquier modo, lo cogió simplemente por los hombros y le dio un abrazo.

Mientras tanto, sólo con cinco hombres, Beechey había asegurado la Trent y taponado las primeras vías de agua. John también le dio un abrazo.

El velero quería retirar de la campana la manga de la guerrera de John para volvérsela a pegar. Pero no se figuraba que eso de los nudos fuera una cosa tan complicada. Le hizo falta casi un cuarto de hora para deshacerlo.

¡Lo que podía hacer cambiar un temporal! De pronto, Reid había dejado de hablar con Back, o, en el mejor de los casos, sólo con frialdad e ironía. A veces se apartaba, y cuando volvía daba la impresión de haber estado llorando. Spink parecía comprenderlo. Le contó al joven una larga historia para él solo. Trataba de lo que le había pasado con los patagones, esa raza de hombres gigantes de Sudamérica que eran capaces de agarrar por los cuernos varios toros a la vez, y entre quienes regía la igualdad en el amor. Allí no había preferencias: el amor era cosa de todos, como el aire que respiramos. Pero precisamente ése parecía ser el punto que acongojaba a Reid. Ahí era donde los ojos se le llenaban literalmente de lágrimas. Salvados la vida, los barcos, los camaradas… Y él, a llorar porque creía firmemente que una persona amaba a otra.

—¡Ya se sabe lo que pasa con los guardias marinas! —dijo Beechey.

—Déle mucho trabajo —replicó Franklin—. No debe llorar, sino aprender su oficio.

El cálculo de su posición decía que habían pasado los 82 grados de latitud norte. John cogió el escrito del doctor Orme sobre el alumno F. Ahora ya no era ningún alumno, de modo que lo podía leer.

Era algo que le ponía en tensión. «La formación del individuo mediante la rapidez». Siempre había temido que el cuaderno dijera qué pasaría con él en el futuro. Ahora incluso lo esperaba así, pues ya no podía ser nada malo.

El doctor Orme empleaba unas construcciones de lo más enrevesadas.

Por ejemplo:

«Las diferencias existentes entre los hombres, en tanto en cuanto se distinguen por el grado de perfección de su vista en razón de una cantidad arbitraria de fenómenos individualmente perceptibles».

El doctor Orme basaba esas diferencias no ya en las propiedades mecánicas de la vista o del oído, sino en una orientación del cerebro:

«El alumno F. es lento porque tiene que fijarse durante mucho tiempo en todo lo que se le pone delante. Cuando su vista capta una imagen, se le queda clavada para ser investigada a fondo, mientras que las subsiguientes le pasan inadvertidas. El alumno F. sacrifica la totalidad en aras del detalle. Para este último ha de utilizarse toda la cabeza, y requiere que transcurra algún tiempo hasta que vuelva a haber sitio disponible para el siguiente. Por eso, el que es lento no puede seguir un proceso rápido…».

Pero yo tengo también la ceguera y lo de quedarme mirando fijamente las cosas, pensó John. ¿Por qué no lo ha mencionado?

«… sin embargo, puede captar mejor todo lo individual y los procesos más morosos».

El doctor Orme trataba a continuación de la «fatal aceleración de la época». Aconsejaba medir la velocidad de cada individuo con aparatos y decidir a continuación cuáles eran las aptitudes de cada uno. Habría «oficios de golpe de vista» y «oficios de detalle». Se eliminaban muchos esfuerzos y sufrimientos absurdos midiendo a su debido tiempo la velocidad del individuo. Ya en la escuela se deberían crear unas clases para niños rápidos y otras para niños lentos.

«Déjese a los rápidos ser rápidos, y a los lentos, lentos, cada uno según un ritmo particular. Los rápidos podrán ser orientados a los oficios de golpe de vista, que se hallan expuestos a la aceleración de la época. Lo aguantarán bien y prestarán unos servicios inmejorables como cocheros o diputados. A los lentos, en cambio, permítaseles aprender oficios de detalle, como la artesanía, la medicina o la pintura. Debido a este retraimiento suyo, podrán seguir también de forma inmejorable las transformaciones paulatinas y juzgar cuidadosamente el trabajo de los rápidos y los gobernantes según sus resultados».

Flora Reed se quedaría muda de cólera, pensó John. ¡Ni rastro de igualdad! Pero el doctor Orme se había anticipado muchísimo al pensar de ese modo, pues unas cuantas líneas más abajo pasaba de esta teoría general suya al sufragio universal. Cada cuatro años, la población de Inglaterra, y quizá tal vez sólo los lentos —incluso las mujeres—, deberían seleccionar a los mejores entre los rápidos más probados, para elegir así un nuevo gobierno.

«Precisamente el lento», aducía el doctor Orme, «sabe juzgar acertadamente al cabo de esos cuatro años qué es lo que ha cambiado y qué juego le han dado».

John se quedó meditando un buen rato y luego apartó el escrito de su vista.

—¡No! —dijo con orgullo y al mismo tiempo con tristeza—. ¡Se lo ha inventado!

Si su maestro hubiera llegado a saber de lo que ahora era capaz y lo que hacía, habría escrito algo bien distinto. Cuando un lento lograba convivir con un oficio rápido, en contra de todos los pronósticos, era mejor que cualquiera.

Volvió de nuevo a su sistema Franklin. Los primeros puntos de vista se hallaban ya en el libro de castigos:

«Soy el capitán y nunca doy lugar a que quepa la menor duda de ello, ni siquiera a mí mismo. Todos los demás deben acomodarse a mi velocidad, puesto que es la más lenta. Hasta que no se logra el respeto en este particular, no pueden hacer su aparición la seguridad y la atención. Soy un buen amigo de mí mismo. Me tomo en serio cuanto medito y siento. El tiempo que para ello necesite no se verá nunca malgastado. A los demás les concedo la misma oportunidad. Se ignorarán la impaciencia y el miedo en la medida de lo posible. El pánico queda terminantemente prohibido. En un caso de naufragio, lo primero que debe salvarse es: MAPAS, OBSERVACIONES E INFORMES, LÁMINAS».

Ahora añadía casi a diario nuevas frases. La última rezaba así:

«El trabajo lento es el más importante. El primer oficial es el que toma todas las decisiones normales y rápidas».

Una vez reparados con gran trabajo los barcos, pusieron de nuevo rumbo a Inglaterra. Se contentaban sólo con poder regresar. El trabajo con las bombas fue más duro que a la ida.

Tal vez eso del mar abierto en el Polo no fuera más que una fábula. Pero John no lo daba todavía por demostrado.

Londres los recibió con júbilo. En realidad, todos creían que venían directamente de las Sandwich.

Buchan y Franklin prestaron un primer informe ante sir John Barrow en el Almirantazgo. Buchan se deshizo en elogios a John, que apenas sabía hacia dónde mirar.

—¿Y qué, señor Buchan? —preguntó Barrow—, seguramente usted querrá volver al hielo cuanto antes…

—No necesariamente —replicó Buchan—. Para pasar media eternidad allí, hace falta amar la compañía de los hombres bastante más que yo.

—¿Y usted, señor Franklin?

John meditaba sobre el último comentario expresado por Buchan y estaba un poco asustado, pues la pregunta de Barrow había adquirido ahora un sentido especial que requería más tiempo del que tenía. En su confusión, no pudo articular más que estas palabras:

—Ah, sí. Yo sí.

—Bien —repuso Barrow, entre tenso y divertido—, en ese caso, tal vez tenga un nuevo encargo para usted.

Esa misma tarde, John se presentó en casa de Eleanor Porden y le hizo una petición formal de mano, empleando unas frases que se había preparado previamente. Ella se sentía acosada y halagada, pero acabó por cambiar de tema y preguntarle por el magnetismo polar.

—Realmente —dijo—, sólo esperaba novedades en ese sentido.

En lo tocante al magnetismo, lo único que John podía ofrecerle le resultaba insatisfactorio incluso para él mismo, de modo que no tuvo más remedio que volver a insistir en lo de su petición. De repente, al mirarlo, Eleanor parecía muy adulta.

—Creo que quiere usted demostrar algo —dijo.

En principio no aceptó, «por lentitud», según dijo. John se quedó pensativo y llegó a la conclusión de que le gustaba muchísimo. Por la noche se vio otra vez en el cuarto de una puta del puerto, ni siquiera demasiado barata, que, en lugar de hacerle demostrar al instante lo que más le importaba, se puso inmediatamente a preguntarle todo lo referente a Kamchatka y a sus compañeras de aquel lugar.

—¡Seguro que estuviste allí! —le acosaba una y otra vez—. ¡Seguro que estuviste allí! Lo que pasa es que no quieres contarme nada. ¡Terco como todos los oficiales!