LA CABEZA PROPIA Y LAS IDEAS AJENAS
La diligencia llegó a la puerta del White Hart Inn, en Spilsby, y John preguntó si tenía correo.
No había carta del doctor Brown, así que no había trabajo. Sólo Eleanor Porden le había escrito. Una carta larga, le gustaba escribir. John dejó la lectura para mejor ocasión.
Spilsby había cambiado mucho. El viejo Ayscough ya no iba a esperar la diligencia y a ver a los pasajeros. John encontró su lápida junto a la torre de St James.
Al pastor lo habían condenado hacía unos meses por incendiario y había sido deportado a Botany Bay. Había prendido fuego a los tres graneros grandes de la finca. Pero ¿por qué lo había hecho? Era una lástima.
Y a Tom Barker lo habían asaltado los bandoleros y lo habían matado cuando paseaba por el bosque. Se defendería, porque ¿quién iba a matar por gusto a un boticario?
La familia Lound ya no vivía en Ing Ming. Según se decía, habían traspasado el término municipal por la noche. Seguramente se dirigieron a Sheffield, la ciudad del carbón, en la que las bombas de vapor llamaban a la gente. Ahora había trabajo allí.
Nadie tenía noticias de Sherard.
John regresó a Bolingbroke y pensó con rabia: «Puedo esperar».
Por una libra, diez chelines y seis peniques se hizo socio de la Primera Sociedad de Lectores de Horncastle. Era un montón de dinero, pero tenía casi ochocientos libros para prestar y él quería aprovechar la espera. Subió a la diligencia de Louth llevándose las descripciones de los viajes de Cook. Quería hablar detalladamente con el doctor Orme sobre el Polo Norte.
Pero el doctor Orme había muerto. El año pasado, hallándose en perfecto estado de salud, había caído de repente. John halló en la iglesia una placa con todos sus títulos académicos y eclesiásticos. Eran tantos que no se habían podido grabar más que las iniciales.
Su sucesor vivía desde entonces en la calle del Cuello Roto. Le entregó a John un paquete envuelto en una piel fina, atado con varios nudos y lacrado, que llevaba el aviso: «Para entregar en mano a John Franklin, teniente de la Armada». El maestro comentó:
—Será una Biblia.
Invitó a John a que se sentara a echarle una ojeada, pero él declinó su ofrecimiento. Prefería ir al cementerio, pues quería estar a solas cuando leyera las líneas del doctor Orme.
En el paquete había dos manuscritos. El primero decía:
«La formación del individuo
mediante la rapidez
u
Observaciones sobre el ritmo particular que
DIOS
ha imprimido a cada persona,
representadas en un ejemplar sobresaliente».
El otro escrito llevaba por título:
«Tratado sobre dispositivos útiles,
apropiados para fingir movimientos al ojo vago,
destinados a la edificación y la enseñanza, así como
a la divulgación del mensaje del
SEÑOR».
La carta que los acompañaba decía tan sólo:
«Querido John, haz el favor de leerte estos dos cuadernos y luego devuélvemelos. Me gustaría que me dijeras tu opinión al respecto».
El saludo y la firma. Eso era todo.
No había nada que provocara las lágrimas. Era un texto animoso y breve. El autor de la carta no había contado con la muerte. John clavó inmediatamente la vista en los escritos, como si el doctor Orme estuviera esperando realmente una respuesta inmediata.
El primer manuscrito lo describía a él sin nombrarlo. Lo llamaba «el alumno F.». Se sintió algo angustiado, sin saber por qué. Cogió inmediatamente el segundo escrito, porque tenía dibujos en color. Además, las frases de los «dispositivos útiles» le parecieron bastante más breves que las de la «formación del individuo».
John ocultó ambos escritos a su hermana y a todos los de la casa. No quería que nadie estudiara los pensamientos del doctor Orme antes de que él los conociera.
Salía a leerlos a la orilla del río. En Bolingbroke había un castillo en ruinas, en el que había nacido un rey. Se pasaba el día sentado en el zócalo del portal derrumbado. A la orilla del río pastaban vacas y una cabra. De vez en cuando aparecían tábanos. John no hacía caso de las picaduras y seguía leyendo.
El dispositivo útil más importante del que hablaba el doctor Orme se llamaba rotor de imágenes. Era un aparato al que se enganchaba un libro grande. Mediante un potente mecanismo se pasaban las páginas a una velocidad fulminante. Cada página llevaba pintada una imagen que sólo se diferenciaba de la anterior en algún ligerísimo detalle, de modo que, cuando al cabo de unos pocos segundos se habían visto pasar todas las páginas del libro, se tenía la ilusión de que se trataba de una sola imagen móvil. El doctor Orme afirmaba que la ilusión óptica se verificaba no sólo en las personas lentas sino en todas. Debía de saberlo, pues sin duda había hecho la prueba en su ama de llaves, que era tan rápida. John se propuso hablar con ella del asunto. Pero ¿dónde habían ido a parar los aparatos? ¿Habrían sido vendidos y desarmados, o permanecerían guardados en algún desván de la calle del Cuello Roto? John sentía cómo se apoderaba de él la nueva idea. Mañana iría otra vez a Louth. El doctor Orme explicaba también cómo pretendía que sus inventos fueran de provecho. Quería traducir visualmente la imagen producida por el rotor mediante una linterna mágica y transmitirla a la pared de una cámara oscura. De ese modo, un gran número de personas cómodamente sentadas podría contemplar en imágenes móviles una historia completa. Aun sin palabras, entenderían cómo una escena venía detrás de otra. Podrían participar del acontecimiento sin correr peligro ni cometer errores.
La cabeza de John se hallaba totalmente contagiada del espíritu inventor del doctor Orme, pues aún quedaban por resolver algunos problemas.
De hecho, para las historias largas se necesitaba un número enorme de páginas. Aun disponiendo de varios pintores, se necesitarían muchos meses para ilustrar semejante mamotreto. Por otro lado, el enorme volumen de páginas constituía otra dificultad técnica. Había que encontrar el modo de acoplar diversos rotores que fueran reemplazándose sucesivamente sin interrupción a medida que fueran terminando. La traducción óptica constituía un tercer obstáculo. El doctor Orme dudaba de que hubiera fuentes de luz que iluminaran con la suficiente potencia.
En esto John no veía ningún problema. Los nuevos faros podían irradiar su luz a muchas millas de distancia gracias a sus espejos cóncavos de plata. Habría que utilizar algo parecido en la sala. A su juicio, el verdadero obstáculo radicaba en los artistas. No podía imaginarse que un William Westall fuera capaz de dibujar mil veces el mismo paisaje cambiando cada vez sólo un detalle minúsculo. Pintaría cada cuadro con una intuición y un humor distintos. Sin lugar a dudas, los artistas eran el punto más débil.
El doctor Orme recomendaba representar momentos grandiosos de la historia de Inglaterra, pero en lo posible no escenas bélicas sino sobre todo cuadros de la vida pública, de carácter pacífico y ordenado «como en un panorama móvil». Pensaba en escenas de reconciliación o de oración en común, desde el feliz regreso de un barco a ejemplos de nobleza y de comportamiento honesto, que incitaran a la emulación. En cambio, excluía por completo los milagros. El milagro de los panes y los peces o el de la curación de los leprosos no debían tratarse, pues ello equivalía a una ridicula imitación de Dios.
Había oscurecido. John pensó en el milagro de los panes y los peces. Recogió los cuadernos y se volvió caminando. A punto estuvo de perderse, de tan ensimismado como iba meditando sobre lo leído. Ahora le hubiera gustado hablar de todo esto con Sherard Lound.
Poco después de dormirse, se despertó sobresaltado.
—¡Imprentas! —murmuró—. ¡Imprentas especiales que copien mil veces lo mismo y que además se ocupen de los cambios!
Pero ¿de dónde sacar el dinero?
Y con esto se quedó dormido.
En Louth, ni el ama de llaves ni el maestro sabían gran cosa de los experimentos del doctor Orme. Además no quedaba ningún aparato. Todas las piezas de metal o de madera que se encontraron, manivelas y tomillos, habían sido vendidos a diversos talleres. Y en los restantes escritos no aparecía ningún dato que informara sobre el rotor de imágenes. John regresó a casa pensativo. Una idea que no pudiera llevarse a cabo por falta de dinero constituía un mal pasatiempo. Además, una cosa así podía llegar a apartarlo del Polo Norte, y eso constituía un peligro.
Pero no quería permanecer inactivo mientras esperaba. Ya aparecería algo honorable que, a ser posible, dejara además algo de dinero.
Los aldeanos y los terratenientes lo trataban ahora con más cuidado. Eso se debía a su estatura y a la cicatriz de la frente. Cuando le pedía a alguien que por favor repitiera lo que había dicho, ya nadie se burlaba ni lo dejaba plantado, antes bien, oía una disculpa e inmediatamente se lo repetían.
Para un adulto, el país resultaba realmente agradable.
No obstante, aún quería hacer un experimento. Entre los miembros de la Sociedad de Lectores había un posible mecenas para el rotor de imágenes; el boticario Beesley, un herbolario de rostro suave, acomodado y de carácter apasionado. Había volcado su amor en la historia de Inglaterra. Escuchó con atención las explicaciones que John le dio sobre el invento.
—¡Qué buena idea! Tengo curiosidad por ver si funciona.
Pero, al parecer, había algo que le molestaba.
—Dígame, señor Franklin, ¿cómo se le ocurrió al doctor Orme lo de las imágenes de historia? No se puede captar el espíritu de la época a través de las imágenes.
John empezaba a temer que el señor Beesley tuviera razón.
—La historia tratada en serio tiene que ver con lo incierto. Y una imagen es algo cierto.
Inicialmente, cualquier afirmación que planteara una objeción sonaba convincente, cuanto menos a los oídos de John. Pero no estaba dispuesto a resignarse. Replicó enérgicamente aludiendo al perfeccionamiento de las personas mediante los buenos ejemplos.
—¡Mejorar a las personas! Eso sólo puede lograrse de tres maneras: mediante el estudio del pasado, llevando una vida sana en contacto con la naturaleza, y con la medicina, en caso de enfermedad. El resto no mejora nada. Sólo es política o mera distracción.
John quedó convencido de que no podía ganarse al boticario. ¿Y si le contaba lo del Polo Norte? Pero ya preveía el tipo de respuesta que obtendría. Por ello se limitó a hablar brevemente de sí mismo. Beesley pareció contento y mostró una actitud paternal.
—Dedicándose a la historia, la lentitud constituye una ventaja. El investigador dilata los acontecimientos del pasado, por mucha que fuera la rapidez con que se produjeran, hasta que su razón logra captarlos bien. Entonces está en condiciones de demostrarle a cualquier rey, por rápido que sea, cómo hubiera debido actuar en tal o cual batalla.
John se sentía desconcertado. ¿No estaría bromeando el boticario? Tenía desde luego algo de impenetrable y extático.
Pero pronto cambió de parecer. De repente se volvió tan solícito, que John pudo tenerlo de nuevo por un hombre de bien.
—¡Apenas a tres millas de aquí! ¡Ingleses contra ingleses! Y hoy día siguen saliendo a la luz sus huesos en el campo de Winceby, cuando labran las tierras. Las flores que allí se crían son distintas de las que nacen en cualquier otro sitio. ¡A eso es a lo que me refiero, señor Franklin, a esa sensación! Saber qué es lo que ocurrió en un pedazo de tierra a lo largo de los siglos. Eso amplía la visión y engrandece a la persona en su totalidad.
Ahora ya sabía John qué era lo que movía realmente al boticario y le infundía respeto.
—La amplitud de su horizonte —explicaba Beesley— es lo máximo que puede alcanzar un hombre.
John intentó considerarlo desde la perspectiva de la trigonometría esférica, pero el boticario andaba ya muy lejos, por otros derroteros:
—Estoy trabajando en una historia de Lincolnshire, atendiendo especialmente a las familias nobles —proseguía—. Hay que seguir árboles genealógicos, leer crónicas, comprobar inventarios y compenetrarse con cabezas muy eximias. ¡Ayúdeme usted!
La barbilla de Beesley brincaba arriba y abajo como un ratón atrapado, y eso distraía su atención. John vacilaba.
—La historia significa tener que tratar con la grandeza y la duración. Nos permite elevamos por encima del tiempo.
—Pero si yo sólo soy un marino… —explicó John.
—¿Y dónde tiene usted el barco?
John se quedó pensativo. ¡Había tan pocas cosas en las que la lentitud constituyera una virtud…! Elevarse por encima del tiempo. Resultaba seductor. Pero así no iba a ganar nada.
A medida que pasaba el tiempo, John se daba cuenta de que se hallaba cesante y de que se sentía inútil. No había pensado nunca que justamente él pudiera llegar a aburrirse. Pero ahora era una espera distinta, ahora tenía una profesión, tenía un objetivo… Y no había manera de seguir adelante. Escribió a Londres varias veces, pero salvo unas cuantas esperanzas poco seguras, no recibió ninguna respuesta.
Las facultades que no se ejercitaban, no existían. ¿Es que no se iban a dejar convencer nunca?
La lectura, en lugar de aplacar su sed de actividad, no hacía sino fortalecerla. ¿Para eso había aprendido a conjugar cabeza y cuerpo a bordo de un barco? ¿Para eso era un buen oficial, tan fuerte como no lo había sido nunca ni volvería a serlo jamás? ¿Ya no iba a suceder nada más? La media paga no sólo era algo a medias, sino además una nulidad incoherente, una amenaza que se dejaba sentir sobre todo por las noches, cuando velaba en la cama como si fuera un rotor de imágenes vivo y triste.
De Flora Reed, viuda de un predicador, se decía que era radical. Poseía la obra de Robert Owens Nueva visión de la sociedad, y en las discusiones que sostenía con el boticario Beesley sacaba a relucir citas del libro.
John pasó toda una tarde con la señora Reed en el Fighting Cocks Inn, de Horncastle. Era una mujer encantadora y respetable. Lo único que le resultaba difícil era lo que decía.
Tampoco a ella parecía que se la pudiera ganar para la causa de las imágenes en movimiento.
—… el hambre y la necesidad —decía— se pueden entender sin tener que recurrir a ningún trámite. La simple verdad es suficiente para todos los que sepan oír y leer. Y el que no sea capaz de eso, señor Franklin, no se volverá más espabilado con su aparato.
Había algo en sus palabras que carecía de lógica.
Ahora pedía que trajeran cerveza floja y pasteles. John se sintió aliviado con aquella interrupción, pues le resultaba agotador escucharla. La señora Reed hablaba en voz muy baja, y cuando se acaloraba no aumentaba el volumen lo más mínimo, sino sólo el silbido de las eses. Tenía el pelo liso y negro, y la mirada suave. Sus ojos relampagueaban cuando vislumbraban un peligro.
—¿Amplitud de horizontes? ¿Eso ha dicho Beesley? Supongo que otra vez pasaba de su herbario a la historia. Señor Franklin, el horizonte está ante nuestros ojos, no detrás de nosotros. Siempre está en la dirección hacia la que se avanza. ¿Tengo razón o no?
Como navegante, John habría podido ponerle alguna objeción, pero no deseaba ofender a la señora Reed. Además, ya estaba hablando de otra cosa.
—Piense usted en los aranceles que tiene el grano. Francia tiene una buena cosecha en sus graneros, podría echar una mano con lo que le sobrara. ¡Nadie debiera pasar hambre!
Le dirigía unas miradas amables, pero muy directas. John pensaba si sería que le gustaba mirarle a los ojos o si no hacía más que mirar fijamente al vacío para controlar la coherencia de sus argumentos. ¡Sólo con que hubiera hablado un poquito más fuerte…!
—… ¿y por qué están cerradas las fronteras? Porque los terratenientes ganan con la escasez, y los únicos que forman el parlamento son los terratenientes.
—Señora Reed, desde Trafalgar soy un poco duro de oído; los cañones, ¿sabe usted?
—Entonces me pondré más cerquita —repuso ella, sin levantar la voz lo más mínimo—. Y ahora los pobres. Prenden fuego a los graneros y de ese modo no hacen más que aumentar la escasez. Ceguera por aquí, codicia por allá, eso es todo el horizonte. ¿Quería usted decir algo?
—No, siga usted hablando tranquilamente.
John se daba cuenta de que habría preferido leer todo eso en cualquier libro, pues la conversación le resultaba demasiado rápida. Pero Flora Reed le gustaba. ¿Cuánto tiempo hacía que había muerto el predicador?
—… impuestos por la sal, impuestos por el pan, impuestos por los periódicos, impuestos por las ventanas. Lo único que pasa es que ese dinero va otra vez indirectamente…
—Un momento, señora Reed, yo…
—¡Claro, señor Franklin! Porque lo que domina es la necesidad más cruda. Mire usted a su alrededor. Cazadores furtivos, ladrones, contrabandistas por todas partes, ¿y por qué? Pues porque lo único que les…
—Creo que preferiría…
—¡Si la conciencia la tienen los terratenientes! Ésa es la única forma y nada más.
—Sí, yo también lo creo —asintió John—; pero he pasado demasiado tiempo en el mar y no tengo una idea muy exacta…
Mientras él hablaba, la señora Reed se había metido en la boca un pedazo de pastel. Masticaba y miraba a John con amabilidad, hasta que pudo continuar. Replicó risueña:
—¡Nada de aparatos de imágenes, señor Franklin! ¡Nada de historia! Un periódico que diga la verdad, una liga contra la pobreza y en defensa del derecho a voto de los pobres. ¡Eso es lo que tenemos que conseguir!
A John le pareció encantadora aquella capacidad de decisión. Cuando Flora le cogió la mano, no fue capaz de poner en duda ni una sola de sus palabras. Tenía algo de leona, y cuando callaba parecía muy delicada. Pero luego le miró tan fijamente con sus ojos claros que no tuvo más remedio que devolverle la mirada.
—¿Sabe qué es lo que me gusta de usted, señor Franklin? Con la mayoría de los hombres va todo sobre ruedas hasta que entienden las cosas, pero a partir de ahí, se acabó. Ésa es la diferencia con usted. ¡Luche a nuestro lado, es un deber humanitario!
La verdad, pensó. Eso era lo decisivo. En un periódico amante de la verdad, poco importaba que el redactor fuera un poco lento. Aunque, claro, así no iba a ganar nada…
—Bueno —respondió.
Durante la guerra le había hecho sufrir mucho el no tener la suficiente presencia de ánimo como para ser de utilidad cuando de súbito se presentaba una emergencia. ¡Cuántas veces no había llegado tarde! Se había expuesto a una lluvia de balas sólo para demostrar que podía ser lento, pero no cobarde. Ahora, con Flora Reed, había descubierto que para cumplir con las obligaciones humanitarias daba lo mismo ser rápido que lento con tal de trabajar en el bando debido. Y estaba encantado. Veía a Flora cada vez más a menudo. Pidió prestada la obra de Owens y se enteró de que era la pobreza la que producía todas las demás penalidades, incluida la guerra, y de que un hombre no podía ser bueno si el hambre no le dejaba más opción. Toaos querían poseer algo, pero cuando unos pocos recibían mucho y la mayoría no obtenía nada, entonces surgía el odio. Por tanto, debía haber una igualdad, o lo que es más, una educación en la igualdad. Eso era una ley universal, pues así lo afirmaban Flora, Robert Owens y todos los que habían meditado sobre el asunto. En el pensamiento de Flora, la miseria del mundo era algo tan sólidamente cohesionado como una red, y uno podía fiarse de esa cohesión. No había ningún elemento que quedara descolgado. Cada detalle se basaba en la totalidad y sólo era algo a través de ésta. En eso consistía también la estabilidad.
No importaba que se cambiara tal o cual cosa o que se la hiciera desaparecer. Lo cierto era que la regla en la que se basaba seguía funcionando.
Ahora ya tenía John algo para sublimar su espera. Para lo único que se le había dado la vida al hombre era para hacer algo por su especie. Si esto era así, por lógica había que ponerse inmediatamente manos a la obra. La cosa era urgente y en ello estribaba la salvación. Todo lo demás podía dejarse en manos de quienes aún no tenían suficiente madurez de juicio. Si tenía que esperar, él estaba dispuesto a hacer algo por la salvación de la humanidad. Ya había presenciado durante demasiado tiempo la desgracia ajena, mirándola desde fuera para protegerse de ella. No; si tenía que esperar, ahora iba a ser por lo menos realmente bueno.
Pero otra vez empezó a pensar en la construcción del rotor de imágenes. Como la miseria era algo que se comprendía fácilmente, con sólo echarle la vista encima, un aparato con el que enseñar las cosas sin necesidad de muchas palabras resultaría de lo más útil.
Mientras intentaba imaginarse las ventajas del sufragio universal, se le ocurrió que se podría sustituir la rotación de las imágenes por un buen montón de láminas de igual tamaño. Éstas irían cayendo unas tras otra a gran velocidad en un armazón metálico, pudiéndose ver cada una sólo durante una fracción de segundo. Todo se basaba en un mecanismo de transporte que iría tirando del montón de láminas a una velocidad constante. John realizó inmediatamente un boceto. El aparato tenía espeques y un guardainfante. Se parecía muchísimo al cabrestante de la Bellerophon.
Redactó por escrito sus ideas, copió también las explicaciones y esquemas del doctor Orme y todo ello se lo envió a Londres al doctor Brown. No quería que el invento pasara inadvertido.
Había pasado ya año y medio, y todavía no había leído el informe del doctor Orme sobre el alumno F. Cierto instinto de seguridad le impedía hacerlo. Además, había sido el propio doctor Orme quien le había aconsejado escuchar la voz de su interior.
Conocía ya casi todas las relaciones de viajes, por no hablar de las obras de Spencer, Ogilvie, Hall y Thompson. En Fighting Cocks Inn había aprendido cómo se controla la coherencia de los argumentos.
Había recorrido con el boticario Beesley el campo de batalla de Winceby, tan rico en plantas. Respecto a las familias de viso, se había formado ya una opinión: la nobleza es noble. Da gusto. Pero a menudo es también estúpida, y es una pena.
En casa había asistido a la siembra y a la recolección de la cosecha. Incluso había arreglado el tejado, sacado de paseo a su padre y renovado sus viejas amistades.
Con Hora Reed, primero había pasado una noche y luego bastantes más. Había recordado el lenguaje de la ternura, que había aprendido aquella noche en Portsmouth, y ahora sabía que podía hablarlo con cualquier otra mujer, aunque no la amara. El predicador lo había descuidado. Debió de parecerle suficiente el de la Biblia. A lo mejor incluso había muerto de eso: los deberes humanitarios no bastaban a la hora de hacer el bien al prójimo, por no hablar de uno mismo.
Año y medio. Se había ocupado de las reuniones de campesinos de Hora, había repartido sopa boba, corregido las pruebas de las octavillas, componiéndolas e imprimiéndolas por las noches. Había visto cómo las amistades que había reanudado habían acabado convirtiéndose en enemistades. Había escuchado mucha maledicencia y había tenido que reprimir el disgusto. Había intentado vivir con la mitad del sueldo, ocupándose incluso varias veces de las gallinas. Había aprendido primero a entender la cólera de los pobres, la general y la solitaria, y luego a temerla. Habían incendiado el domicilio de Hardy, el hacendado. En las piedras podía leerse, escrito en letras rojas: PAN O SANGRE y FUERA LAS TRILLADORAS. ¡Qué tiempos!
Dudas y nada más que dudas. En el mar no las había.
Amaba a Hora sólo a medias, lo sabía. Lo suficiente para acostarse con ella. Sus ideas eran duraderas, y eso le aportaba tranquilidad. Pero ahora Hora Reed empezaba a cambiar. ¿Se mantendrían sus ideas? ¿Cuánto valían las obligaciones humanitarias, si no eran más que un paréntesis? ¿O era él, John, el que cambiaba? Aquí en tierra todo era «a medias», incluso él mismo.
John empezaba a salir de la red de las reglas humanitarias. Eran como un elemento en el que sólo podía moverse conteniendo la respiración. Tenía que salir fuera a tomar aire, aunque todavía pudiera seguir conteniendo la respiración otro tanto.
Empezó a disgustar a Hora. Decía, por ejemplo:
—El hombre tiene que poder elevarse por encima del tiempo.
—¿Y qué pasa con el sol y el presente? —replicaba ella en tono burlón.
Ahora tenía esa sonrisa que a John no le gustaba que le dirigieran. Hora y él habían buscado, sin saberlo, una salida en el amor. Ahora lo sabían, y también que no lo era.
John se volvía cada vez más herético.
—¿Está realmente comprobado que se pueda comprender la miseria directamente? —preguntaba.
O bien:
—¿Qué es eso de que sólo hay una miseria? Yo afirmo que hay muchas, y que nada tienen que ver unas con otras.
A veces ponía tan triste a Hora que ésta apenas si le replicaba. Entonces también se entristecía él.
El precepto de ocuparse siempre de lo que tenía importancia para la humanidad exigía cada vez más pensamientos y más actividad. John tenía la impresión de que un día se sentiría reemplazable, por puro deber de igualdad. Y por la Armada sabía perfectamente lo que ocurría cuando lo de uno dejaba de ser importante. No quedaba más salida que la rapidez. Entonces la única manera de ser «mejor» era hacer lo mismo que otro, pero más deprisa. Y él no tenía esa posibilidad.
Varias veces intentó hablar con Flora del asunto. Pero ella no conocía la Armada.
Tenía que pasar algo.
Salió de casa temprano. Tomó el camino de Enderby, dirigiéndose luego hacia el este, hasta llegar a Hundleby y Spilsby, y luego se encaminó hacia el mar, esta vez sin tener que agacharse para cruzar los setos. En Ashby había un muchacho que estaba pintando una cerca. En Scremby le saludó un viejo, y al hacerlo se le cayó la pipa. Los únicos que llegaban tan lejos a pie eran los pobres y los gordos.
A través del bosque, procedentes de Gunby Hall, oyó los disparos de una partida de caza. La aristocracia rural cazaba zorros, salía al faisán e ideaba nuevas leyes para castigar con más rigor a los furtivos. John hacía ahora una lectura del campo totalmente distinta, y no estaba muy de acuerdo. ¡Pensar que se llevaban a criaturas de doce años a la Tierra de Van Diemen, donde nadie les conocía, por el simple delito de robar un pedazo de carne! Durmió en Ingoldmells y luego se pasó el día entero sentado en el malecón, estudiando las obras de arena del mar, como si las viera por primera vez. El rumor de la resaca le hacía pensar que oía un tumulto de voces, como de barcos en alta mar. Se oían órdenes, canciones, bromas, maldiciones. Crujir de perchas, rechinar de poleas. «Zarpamos», decía. «Amarras», decía. «¡Drizas de gavia! Tensadlas bien. Izad la gavia».
Necesitaba los movimientos del mar, y navegar le resultaba más necesario que el aire que respiraba.
Y así iba soñando y pensando. Vio también imágenes: meandros, botes, fieras salvajes, momentos de peligro. Ahora aparecían icebergs, témpanos que crujían bajo la quilla, y luego se abría un paso ancho y resplandeciente. El anillo de hielo desaparecía. Se abría el verano polar, y con él la tierra en la que el tiempo no apremiaba. Ésa era su patria, no Lincolnshire ni Inglaterra. Comparado con esta patria suya, el resto del mundo no era más que un pedazo, un sitio por el que ir de paso.
Volvió a Ingoldmells y cogió la diligencia de Bolingbroke. Por la ventanilla vislumbró cómo brincaban setos y veredas, y pensó: sus movimientos engañan. Son ellos los que están aquí atrapados. Los únicos que realmente viajamos somos las montañas del fondo y yo.
Luego le vino a la memoria el teniente Pasley. Ahora tenía su propio barco. Y Walker estaba al mando de una setenta y cuatro. No les envidiaba los cañones, sino los viajes.
¡Tenía que ser capitán! ¡Encontrar el Polo! Después volvería a ocuparse de tierra. ¡Después!
La historia de Inglaterra era cosa de Beesley. La miseria del mundo correspondía a Flora, y la invención de aparatos, al doctor Orme y a sus sucesores. Pero eso nada tenía que ver con él. Y no quería leer lo que había escrito el doctor Orme sobre el alumno F. hasta que no estuviera a ochenta y dos grados de latitud norte.
Ya tenía tomada la decisión: iba a intentarlo con los balleneros. Estaba sentado frente a Flora, acariciándole indeciso la rodilla, cuando empezó a darle una explicación bien meditada sobre las obligaciones humanitarias:
—Si quiero llevar fuego al hogar del prójimo, ¿de qué sirve que conozca la dirección y camine con firmeza? También mi antorcha tiene que arder como es debido. ¿De qué sirve que un movimiento sea correcto, si se produce demasiado pronto?
—Deja —replicó Flora—, no te salen los ejemplos. Yo no soy ese prójimo.
Lo miraba tan fijamente como la primera vez, pero su mirada era oscura. John se dio cuenta de que en ese momento era tan tonto como su predecesor, el predicador. ¿Tal vez dependía de Flora?
—Sí, puede ser que lo del Ártico sea una locura y que vuelva pronto… —John se dio cuenta de que mentía.
Ella callaba. Ese silencio. Se había convertido en una tirana.
—Tal vez me vuelvas a ver pronto. Regresaré y me haré redactor. —Cada vez se le hacía más penoso mentir.
—¿Y entonces arderá la antorcha?
—Puede ser. ¡Oh, no, es una locura! No sé nada.
Flora se sonó la nariz.
—No eres un redactor. Que Dios te bendiga.
La besó. Luego se fue. ¡Qué contento estaba de haberse librado de ella! La alegría incluso le impedía sentir compasión.
Cuando llegó a casa a despedirse de su padre y de su hermana, halló ante la puerta un coche de fuera. Bajó de él un caballero llamado Roget, Peter Mark Roget. Le traía saludos del doctor Brown, de Londres.
—Además, he leído ese escrito suyo sobre el rotor de imágenes. Es una lástima que haya muerto su autor. Me interesan mucho los fenómenos de óptica. Debería usted ver mi caleidoscopio. Espero que luego podamos hablar de ello.
—No —repuso John—. He tomado una decisión. Hay muchas ideas importantes, pero voy a seguir los dictados de mi propia cabeza.
El rostro del señor Roget adoptó de repente una expresión escrutadora.
—¿Se va a quedar usted en Inglaterra?
—No. Voy a navegar otra vez. Además, quiero llegar un día al Polo Norte. Y no lo voy a conseguir quedándome en Inglaterra.
—Entonces, supongo que pronto tendremos ocasión de charlar. —Era evidente que el señor Roget empezaba a divertirse—. El presidente de la Royal Society me ha enviado a buscarlo. Sir Joseph Banks… Está de momento en su finca de Revesby. Tal vez quiera usted acompañarme a visitarlo.
Desconcertado, John guardaba silencio y empezaba a sospechar algo.
—Le conoce a usted. Ha leído lo que ha escrito sobre la brújula de Flinders. Él y sir John Barrow, el primer secretario del Almirantazgo…
—¿De qué se trata? —preguntó John con voz ronca.
El señor Roget vacilaba.
—Bueno, a sir Joseph le gustaría decírselo personalmente. ¡Va usted… a hacerse cargo de un barco en Deptford y a viajar al Polo Norte!