EL FINAL DE LA GUERRA
Alguien se despertaba en medio del fango, junto al armón reventado. Levantaba la cabeza, movía los dedos, luego las manos y las muñecas, y finalmente los brazos y los hombros. Empezaba a notar su cuerpo. En medio de la frente tenía un agujero que sangraba. Encontró otro en la nuca. Le dolían también mucho las costillas y un hombro. No podía mover las piernas.
Permaneció sentado un rato y se fijó en sus botas. Se quedó mirando lo incomprensiblemente calladas que estaban. Luego se incorporó un poco y se recostó en los restos del cañón, intentando echar una ojeada a su alrededor.
A poca distancia, hundido en el barro pisoteado, yacía un inglés muerto. Dos pasos más allá, un americano. Luego, otro inglés. Todos con los rostros desencajados por el esfuerzo o la cólera. El americano estaba con el sable todavía en la mano, que mantenía levantada por encima de la cabeza.
El paralítico intentaba ahora alcanzar la cima de una pequeña loma para que lo viera alguien. Pero los finos brotes de hierba se deshacían con suma facilidad, sin llegar a ofrecerle ningún apoyo. Tomó aliento y miró al cielo. Sobre las nubecillas redondas, que tal vez había formado el humo de la pólvora, se dibujaba una niebla gris y afilada. No se veía el sol.
A su alrededor se oían los gemidos de algunos que aún vivían. Nadie respondía a sus gritos. El terreno de la cima estaba menos firme, con las pisadas de las botas de los atacantes ingleses, que ahora yacían muertos, y de los americanos que los habían intentado repeler.
Unas millas más allá seguía oyéndose el fragor de la batalla. El paralítico empezó a hacer agujeros en el suelo para poder ir escalando la loma. Pronto se dio cuenta de que no merecía la pena agarrarse a los cadáveres. Cedían y caían rodando, y el escalador con ellos. Hacía frío y parecía que iba en aumento. Mediados de enero, y encima la hemorragia. Cerca había algo que ardía. De vez en cuando le cortaba el aliento una nube grasienta de hollín.
A lo lejos caminaba un hombre alto y un poco encorvado. Por un momento tuvo la sensación de que iba vestido de blanco. Sus movimientos eran torpes y titubeantes, tropezaba constantemente con los escombros y los cuerpos. Incluso llegó a pisar el pecho de un herido.
Ahora se podía hasta oír su voz:
—¡Ciego! —gritaba—. Estoy ciego. ¿Me oye alguien?
—¡Aquí! —exclamó el paralítico.
Tardó bastante en llegar a su lado. Tenía una sonrisa en los labios, pero la mitad del rostro estaba enrojecido, como si lo llevara pintado. Dijo:
—¿Puedes conducirme fuera de aquí?
—Apenas puedo moverme. Las piernas. Pero sí que veo.
—Entonces te llevaré yo. No tienes más que ir indicándome la dirección.
—¡Será un honor! —dijo el paralítico. El ciego se lo cargó a las espaldas—. Dos puntos a babor. Más. Ahora sube. Aguanta. Sigue recto.
Esta nueva manera de avanzar requería entrenamiento. Por lo pronto, bajaban juntos el declive que al paralítico le había costado una hora subir. Bueno, ya estaban en el suelo.
—No he visto la estaca.
Los labios del ciego sonreían, aunque fuera de mala manera.
—El ciego lleva al paralítico. ¿Qué se puede esperar?
Eso era lo que suponía la guerra por tierra: yacer incómodamente tirado sobre el suelo húmedo y tener que arrastrarse, tumbarse constantemente y volver a levantarse en todas las posiciones, pero sin que ninguna diera una vista general. Era algo sin libertad. Marinos en una guerra por tierra. ¡Qué miseria! En eso estaban de acuerdo el paralítico y el ciego. Estaban hartos. Eso era la explosión de un carro de municiones. O cómo se había deslizado la goleta americana por el Mississippi hasta el campamento inglés y lo había machacado. O cómo luego había saltado a su vez la propia Carolina:
—Vi volar un guante ardiendo. Temí que fuera la mano entera.
Habían cavado trincheras junto al canal, entre Bayou Calatan y el Mississippi. Habían comandado las lanchas con las que se había intentado atacar las cañoneras americanas. Por la noche habían remado treinta y seis millas contra corriente, pero habían llegado a su destino al amanecer. Buen blanco para las baterías del bando contrario. ¿Por qué y para qué habían salido sin un rasguño? Hoy habían ido por la propia Nueva Orleans. Se había perdido la batalla. El que seguía vivo no duraba mucho tiempo.
No importaba cuál de los dos había conocido las peores circunstancias. Ahora se trataba de encontrar el camino hacia tierra firme, aunque fuera el desierto. Siempre habría más vida que aquí. Se podía encontrar la calma en cualquier sitio, pero en ningún caso volver atrás. Ni socorrer ni dejarse socorrer. Lo único que importaba era alejarse de allí como fuera.
A medida que veía saltar y tambalearse el paisaje por encima de la cabeza del ciego, el paralítico empezó a hablar de sí mismo.
—Ahora tengo veintinueve años. Diez de ellos los he pasado en la guerra. Países Bajos, Brasil, las Indias Occidentales. Lo he hecho todo mal. Y eso que lo habría sabido hacer mejor. Pero eso es otra cosa. Todavía tengo tiempo. Habían llegado a un camino practicable. El ciego apretaba el paso y callaba. Ni siquiera había dicho su nombre. Pero parecía dispuesto a escuchar.
—Ya en Trafalgar me perdí de vista a mí mismo, y luego aún más. Lo único que quería era librarme de los temblores. No estaba dispuesto a seguir pareciendo cobarde o tonto. Estaba equivocado.
Ni una palabra.
—La cabeza puede llevar a su dueño por el camino equivocado. Puede ser una cabeza traidora y echarlo todo a perder para mucho tiempo. Sin embargo, yo creo que también se puede sobrevivir mucho tiempo a viejas equivocaciones. ¡Más a estribor! Mantén siempre la contra, o no harás más que dar vueltas.
El ciego callaba, corrigió el rumbo y apretó el paso.
—Perdona, ahora voy a hablar de la vista. Todo depende de ella. Hay dos tipos: una mirada para los detalles, que descubre lo nuevo, y una mirada fija, que no hace más que seguir el plan ya trazado y que de momento sirve para acelerar. Si no me entiendes, yo no sé decirlo de otro modo. Bastante trabajo me costaron ya estas frases.
El ciego no respondía ni palabra, pero parecía meditar.
—En el combate sólo cabe la mirada fija y nada más. Ataca, y es como si le pusieras una trampa a tres o cuatro posibilidades. Sólo sirve para hacer daño a otros y salvarse uno mismo. Cuando se convierte en un hábito, pierde uno el paso, se queda sin su propia manera de andar.
El paralítico llevaba un buen rato apoyado en un árbol, mientras el ciego descansaba.
—¡Me he enviciado! ¡Tengo el vicio de la guerra!… ¿Has dicho algo, ciego? ¿Has dicho «esclavo»?
El ciego masticaba y callaba. El paralítico prosiguió:
—Estoy hecho un lío. Veo una columna que se eleva desde el fondo del mar, una torre de agua. Todo a mi alrededor es negro. A Nelson lo queríamos. Nos quitó el paso y elevó la rapidez del tiro. No hubiéramos vencido…
—¿Dónde estamos? —oyó decir al ciego.
—En casa, en la costa —oyó que le respondían—, junto a Skegness, en el mar del Norte, Gibraltar Point.
Cerró los ojos y cayó al suelo.
Oyó que el ciego decía algo más, pero ya no lo pudo entender.
—Ahora va mejor —decía satisfecho el médico de la Bedford—. ¡En mi vida he visto cosa más extraña! Un agujero de entrada y otro de salida, y la bala no atravesó el cerebro, sólo la piel del cráneo, dando la vuelta a la cabeza. Es un caso digno de estudio. ¡Le daban por muerto, señor Franklin!
El herido abrió la boca. Era difícil saber si había entendido o no. Al médico tampoco le importaba gran cosa.
—Ya le querían enterrar. Sólo quedaba el enigma de cómo había llegado usted hasta la costa, tan lejos del campo…
John Franklin musitaba algo:
—Un ciego…
—Perdón, ¿qué dice?
—¿No han visto ustedes a un ciego?
—No le entiendo, sir.
—Un hombre vestido de blanco, que estaba ciego…
El médico se quedó perplejo y parecía preocupado.
—No había nadie cerca de usted, ni siquiera muerto. Bueno, hace ya unos días que… Tal vez lo haya usted…
—Entonces, ¿tampoco estoy paralítico?
—¿Paralítico? En el delirio de la fiebre movía usted las piernas como si quisiera recorrer todo un continente. Tuvimos que atarle.
—¿Qué barco es éste?
—¡El suyo!
Franklin guardó silencio.
—El Bedford, señor Franklin. ¡Es usted el segundo teniente, señor Franklin!
El enfermo se quedó mirándolo con los ojos desorbitados.
—Ya sé quién soy. Sólo el nombre me resultaba un poco extraño.
Luego se quedó otra vez dormido. El médico subió a cubierta a informar al capitán.
La paz. Sólo la medalla al valor que llevaba al pecho le seguía recordando el ataque fallido a Nueva Orleans. Y el trabajo diario, que ahora era más duro. Faltaban muchos hombres.
La batalla, según decían, había estado de más. Por desgracia, la noticia de que se había firmado la paz había llegado con retraso. Pero ¿qué quería decir con retraso? ¡No los habían esperado lo suficiente! Eso era lo que quería decir.
El barco iba camino de Inglaterra. Durante las primeras semanas se seguía hablando de la derrota.
Cinco mil quinientos contra sólo cuatro mil americanos. Pero los británicos habían perdido dos mil hombres en una acometida a ciegas, mientras que los americanos, gracias a sus buenas fortificaciones, sólo habían sufrido trece bajas, y eso porque habían sido unos inconscientes que querían convertirse en héroes a toda costa.
Lo que Franklin tuviera que decir al respecto, lo expresaba de sobra su silencio. Hablar de la insensatez de una batalla significaba otorgar un sentido a la guerra. A eso se añadía que todavía se hallaba demasiado fatigado.
—Por un par de desertores y unos cuantos objetos de contrabando —decía uno—, no valía la pena hacer una guerra contra los americanos.
Sin duda, se imaginaba otros motivos por los que sí hubiera valido la pena.
—No hubiéramos debido incendiar Washington y Baltimore. Al fin y al cabo, los americanos son primos nuestros.
La guerra estaba bien. Lo único que estaba mal era que se hiciera entre parientes.
—De no haber sido por Pakenham, ese general frenético…
—De no haber sido por lo bien que tiraban los americanos… Pero ¿dónde habrán aprendido?
—¡No hubiéramos debido concederles la independencia!
Franklin lanzó un gemido y se volvió hacia la pared.
—Está todavía demasiado débil —oyó decir.
Tres semanas más tarde estaba ya de pie. Tenía casi el mismo aspecto de antes. Lo único que estaba más claro era que seguía siendo el mismo. Respiraba de otro modo. Su cuerpo estaba tranquilo. Su mente no pretendía ya esconder, descubrir u obligarse a nada.
—Ha cambiado —decían, al tiempo que lo observaban con más detalle.
Y el propio John pensaba: Ya no tengo miedo. ¿Hay algo que ahora pueda impresionarme?
Pero eso ya casi era un nuevo miedo.
El capitán, un escocés llamado Walker, era un guerrero nato, magro, nervioso, pero siempre con un humor extraordinariamente bueno en cuanto empezaban a precipitarse los acontecimientos. Él y Pasley, el primer oficial, eran una muestra de concisión y exactitud. Vivían de la rapidez como otros lo hacían del té, el ron, el tabaco o las buenas palabras. Al principio habían tratado a John con una corrección formal; pero, en el fondo, sin compasión. En vano había intentado hacerlo lo mejor posible. Con todo, gracias a eso, había aprendido un montón de cosas. Lo único que decían eran partes u órdenes. Nunca se les oía hacer el menor comentario. Cuando tenían que repetir alguna cosa, utilizaban exactamente las mismas palabras que habían escogido la primera vez, para evitar cualquier confusión. Pero por mucho tiempo que ahorraran con su concisión, intentaban ganar más con la rapidez de la lengua. John había sido su víctima predilecta. Con sus aceleradas frases y sus partes incompletos, le habían puesto a diario toda clase de trampas, grandes y pequeñas. Lo más insignificante había sido tener que ocuparse de cosas que ya llevaban hechas un buen rato:
—¡Pero si ya se lo había dicho, señor Franklin!
Y lo atribulaban con su impaciencia cuando pedía que le repitieran alguna cosa o cuando hacía alguna pregunta.
Ya se había acabado. John estaba otra vez lo suficientemente fuerte como para poder soportar la impaciencia de los demás, así que se les había acabado el juego. Llevaba su propio paso al moverse. Daba sus órdenes lo mismo que un carpintero clava un clavo, todos tan rectos y profundos como fuera posible. Hacía las pausas donde quería y no cuando los demás le interrumpían. Prescindía de la mirada fija y del tono estridente, incluso cuando la situación empezaba a ser crítica.
No fue un regreso cómodo. En varias ocasiones amenazó el temporal, y poco antes de alcanzar las Azores se oyó un grito de fuego a popa. John Franklin había sido cada vez el oficial de guardia.
Sabía desde hacía tiempo que había otros mejores que él, pues dominaba su oficio. Le faltaba rapidez a la hora de actuar, desde luego; y sin amigos con la suficiente presencia de ánimo, se veía en dificultades. Pero de pronto se encontró con esos amigos.
—Compruebe usted si la guardia está completa, señor Warren. Usted puede hacerlo más deprisa.
El guardia marina Warren realizaba con plena satisfacción todo lo que era capaz de hacer con más rapidez que él. John se ponía en manos de otros hombres, decidiendo siempre con sumo cuidado quiénes eran éstos y la ocasión en que podía hacerlo.
—No lo tiene más fácil que antes —decía entre dientes el capitán Walker—, pero de repente lo hace todo bien. Sabe de lo que es capaz y de lo que no. En eso consiste la mitad del trabajo.
—¡Pero también tiene suerte! —apostillaba Pasley.
Luego olvidaron durante varias semanas todo tipo de comentarios. Y se buscaron nuevas víctimas.
Las perspectivas de paz significaban pobreza. Los oficiales en paro recibían sólo la mitad del sueldo, por no hablar de los incentivos de presa que dejaban de cobrar. Los suboficiales y la marinería no recibían ni un penique. Y en Inglaterra reinaba la miseria.
—¡Qué poca suerte tenemos! —decía bromeando el maestre de cuentas.
Una pausa, un silencio reflexivo.
—Pues tenemos que aprovecharla —comentaba otro en tono también jocoso.
—Nosotros somos nuestra propia suerte.
Los presentes volvieron la cabeza: Franklin. No era que lo hubieran comprendido, pero si había alguien que pensaba lo que decía, ése era Franklin. Por eso luego se quedaban siempre un poco pensativos. Tenía el valor de parecer tonto hasta que se revelaba listo. En eso no había más remedio que imitarle. Además, vaya cráneo duro el suyo. No había bala que lo atravesara. Sin duda, Dios le tenía reservado algo. Le ayudaban en todo lo que podían.
John tenía la sensación de que tras su conversación con un ciego, que acaso no había existido jamás, tenía más fuerza que nunca. Por otra parte, era inexplicable el respeto que infundía la cicatriz que ahora lucía en la frente, y que le hacía todavía más enérgico.
Los últimos serán los primeros, se decía, y mientras tanto pensaba un poco en Walker y Pasley. Tampoco era ningún santo.
Realmente, tenía tiempo para conseguir un mando.
¡La paz! ¡Y ya era la segunda! Después de la primera, Napoleón había sido encarcelado en la isla de Elba, pero luego se había escapado y había vuelto a adueñarse de Francia. Otra guerra, y por fin la gran derrota.
Esta paz parecía definitiva. Todo Londres estaba deslumbrante de banderas.
Se dieron bailes y cenas en honor de los oficiales. Aclamaciones, vítores, champán y cerveza.
John se mantenía un poco al margen. Claro que tampoco tenía nada en contra de aquellos delirios de paz. Pero tenía la sensación de que no era muy dado a los entusiasmos colectivos, y ahora menos que nunca. No se alegraba. Con un poco de sentido del deber, pensó, tengo que lograr no distanciarme totalmente de la nación.
Habló de la Investigator y Sherard con otro oficial.
—¿Cómo? —preguntó el otro—. ¿Sherard Lound? ¿Está usted seguro de que no es Gérard? De un Gérard Lound sí que he oído hablar.
John le pidió toda clase de detalles.
Al parecer, ese Gérard iba de segundo teniente en el Lydia, durante la expedición que hizo esta embarcación a las costas de Centroamérica. Tenía una fama algo dudosa. Para colmo, había habido algo entre él y lady Barbara Wellesley cuando cruzaron el cabo de Hornos. ¡Que sí, que sí! Tuvo que intervenir el propio capitán —el informante echó una mirada a su alrededor—, con gran enojo por parte de milady. Lound había desaparecido de pronto sin dejar rastro después de un combate, en 1812, y corría el rumor de que el propio capitán lo había…
A John no le interesaban las historias de celos, y se quedó convencido de que el oficial equivocaba los nombres.
Sherard Philip Lound estaba de colono en la tierra austral y vivía entre la opulencia y la alegría. De eso no le cabía ninguna duda.
Hugh Willoughby, pariente del pétreo lord Peregrin Bertie, había descubierto hacía siglos las islas en las que el sol no marcaba días ni horas. John no lo olvidó nunca. Ahora adquiría para él un nuevo significado. John Franklin, teniente de la Armada, por el momento sin ocupación y cobrando medio sueldo, igual que tantos miles de tenientes, era el único que sabía con toda precisión a dónde quería ir. En público guardaba en secreto su sueño, pero para sus adentros repetía una y otra vez:
—¡Al Polo Norte todavía no ha ido nadie!
Estaba seguro de que, como allí en verano el sol no se ponía nunca, tenía que haber dos cosas: mar abierto y un tiempo sin horas ni días.
John vivía en Londres, en Norfolk Hotel, donde había visto por última vez a Matthew Flinders. Incluso logró que le dieran la misma habitación. Eso significaba mucho para él.
Ahí, en esa cama, se había sentado cinco años antes el capitán, pálido, con los ojos enrojecidos por el cautiverio y las preocupaciones. Los franceses habían alterado el mapa de Australia sin la menor consideración, cambiando los nombres del golfo de Spencer y del de St. Vincent por los de Bonaparte y Josefina Beauhamais. El único que no lo hubiera permitido, el capitán Nicolás Baudin, había perecido en un temporal. Y por si fuera poco, el trato de espía, el encarcelamiento durante tantos años en un calabozo húmedo, la enfermedad… ¡Pobre Matthew!
El gato Trim, su único amigo en las Mauricio, había acabado en la cazuela de los hambrientos nativos. No le habían devuelto más que el pellejo. Mientras tanto, habían vuelto a corregir los mapas. Otra vez podía verse en ellos Puerto Franklin. Lo único que no habían vuelto a señalar era la bahía de Trim, una ensenada en la parte más septentrional de la bahía de Port Philip. Si un día se fundaba allí alguna colonia, tenía que llamarse Trim City. John estaba dispuesto a solicitarlo el día en que consiguiera tener alguna influencia.
Si Matthew estuviera vivo, pensó, también le gustaría ir al Polo Norte. Sólo por ver lo que había.
El doctor Brown, Roben: Brown, de la Investigator, era ahora un famoso científico. John precisaba su ayuda para llevar a cabo su plan sobre el Polo Norte, y lo buscó.
Era casi mediodía. Al parecer, en la Royal Society no había nadie a quien preguntar. Estaba todo el mundo en la sala de actos, escuchando una conferencia sobre astronomía que daba un tal Babbage. John encontró un sitio libre y se dispuso a escuchar. Sabía tanto de estrellas que incluso fue capaz de seguir las rápidas explicaciones del orador.
Entonces, entraron en la sala dos señoras que se sentaron detrás de él. El vecino de John se dio la vuelta y comentó en voz bastante alta:
—¿Desde cuándo tienen las mujeres algo que ver con la ciencia? Deberían quedarse en casa haciendo pudding.
Las mujeres lo oyeron. La más joven se inclinó hacia adelante y contestó:
—¡Pero si el pudding ya está hecho! De lo contrario, no estaríamos aquí.
No pudieron menos que echarse a reír, contagiando a todos los que oyeron la respuesta. El doctor Babbage preguntó algo picado al auditorio qué tenían de gracioso los descubrimientos de Galileo, pues a él también le apetecía reírse. Pero todo el mundo se dio cuenta de que en realidad no tenía ningunas ganas de hacerlo, pues se tomaba demasiado en serio eso de las estrellas.
Cuando terminó la conferencia, John se acercó a la más joven de las señoras y le preguntó qué era lo que veía de interés en la astronomía. Ella lo miró de reojo y respondió que la entusiasmaba Charles Babbage. No hablaba en serio. John lo descubrió haciéndole unas cuantas preguntas capciosas, y ella no tuvo más remedio que acabar por reconocerlo.
Tenía una especie de gorjeo en la voz, y la encantaba que le hicieran preguntas a las que pudiera responder en broma. De vez en cuando se echaba a reír y daba saltitos. Una joven un tanto alocada.
—¡Nuestro hombre de la asamblea del atolladero! —exclamó el doctor Brown—. ¿Se acuerda todavía de aquellos bajíos? ¡Está usted hecho un gigante! Un hombre a quien no hay quien detenga, ¿verdad?
John se quedó un buen rato sin saber qué responder. No le gustaban ese tipo de bromas, pero necesitaba al doctor Brown.
—Sí hay quien me detenga —replicó—. Mi cabeza es accesible a los buenos argumentos.
El doctor Brown se echó a reír.
—¡Buena respuesta!
Con los años, se habían convertido en dos extraños. Pero luego se pusieron a hablar de Matthew Hinders y acabaron sintiéndose más cerca el uno del otro. El doctor Brown no había olvidado al valiente capitán y tuvo para él frases de afecto y respeto.
—Lo lamentable es que inventó un método para equilibrar la declinación de la aguja magnética con una barrita de metal, y nunca llegó a escribirlo.
—Pero si yo lo conozco perfectamente —replicó John.
—¿Cómo? ¡Escriba usted un artículo, señor Franklin, incluyendo todos los cálculos y esquemas! Yo mismo lo presentaré a la Royal Society y al Almirantazgo. El invento llevará el nombre de Flinders.
—Claro que lo haré —repuso John. Inmediatamente empezó a hablar del Polo Norte. El doctor Brown levantó las cejas, pero prestó atención. Al final acabó prometiéndole una recomendación. Un viaje al Polo Norte o cualquier otra expedición con fines exploratorios… Eso estaba bien. Hablaría con sir Joseph y con Barrow. De momento, no había dinero, pero tal vez…
—Señor Franklin, le escribiré, de todos modos, diciéndole lo que haya podido hacer, en un sentido o en otro. Un informe por escrito era aún más complicado de hacer que uno oral. John se había fatigado mucho durante esos días. Ahora podía visitar Londres. Buscó a Eleanor Porden, la dama del pudding, y le pidió que le acompañara a dar una vuelta en coche por la ciudad. Ella se echó a reír y le dijo enseguida que sí.
Su padre era un gran arquitecto, dueño de una gran fortuna. Había edificado para el rey palacios y rotondas, y ella era su única hija.
—Vayamos a Waterloo Panorama —propuso la muchacha—. Creo que es bastante fiel al original.
John recordó que le había comentado que escribía poesías. Mejor será no llevar la conversación por esos derroteros, pensó. Pero una vez en el coche, ya estaban en ello:
—Espere, que le leeré una poesía.
Antes de que se diera cuenta ya le había leído tres. Parecía que las rimas estaban bien. De todos modos, se repetían demasiado las palabras «¡ea!» y «¡ay!».
—Las poesías de amor me resultan un poco difíciles —dijo John con toda formalidad—. Tal vez sea que al cabo de tantos años de guerra ya no me fijo gran cosa en el amor.
Sorprendida, la poetisa guardó silencio y al cabo de unos segundos dijo:
—¡Ea!…
Como ella permaneció en silencio, John se decidió a recitar los únicos versos que sabía:
Nadie se figura el precio
hasta el crítico momento.
Eran del «Johnny Newcome», pero para él era una poesía sobre viajes y descubrimientos.
Ella continuaba en silencio.
—Le gustaban las poesías breves —comentó él en voz baja.
Eleanor se contuvo. Ya casi habían llegado al Panorama.
Una vez en la carpa, John contempló distraídamente los innumerables soldaditos de plomo y sus caballos. Los caídos, especialmente los de baja graduación, eran siempre un poco más pequeños que los vivos. Eran de color también más pardusco y parecían acomodarse al tono de la tierra. Con la excusa del paisaje que ofrecía el panorama, John expuso a Eleanor las ventajas e inconvenientes de quedarse mirando fijamente las cosas. Luego dieron un paseo por la ciudad.
—¡Curioso! —comentó Eleanor—. Cuando se encuentra usted en una aglomeración, nunca cede el paso. Simplemente se disculpa. ¡Eso es lo único que lo diferencia de un oso!
Su voz gorjeaba. Me está observando, pensaba John. A lo mejor me aprecia. Empezó a preparar alguna frase para darle una buena respuesta.
A John le resultaba bastante extraña la ciudad. ¡Si hubieran seguido tranquilamente su camino, manteniendo fijo el rumbo! Pero constantemente había alguien que daba la vuelta sin avisar o que le empujaba a uno intencionadamente. Todos los varones menores de veinte años andaban peleándose con algún otro de la misma especie. Unas veces el atacante y otras el agredido, el caso era que siempre iban a parar a los pies de John. ¡Y luego los cocheros! John se quedaba mirando con prevención a esos seres imprudentes, de sombrero redondo, que se adelantaban del modo más imprevisible y pasaban como una exhalación, rozándose uno a otro los cubos de las ruedas. Todo Londres parecía enamorado de la velocidad. Menos mal que ahora había aceras, una especie de pretiles que corrían paralelos a la calzada. Pero cuando uno se topaba en ellas con cuatro soldados borrachos, no quedaba más remedio que saltar abajo, con lo que el riesgo se multiplicaba por dos. Si uno se detenía a echar una ojeada a algo, todo eran empujones e incluso alguno que otro pisotón en los talones. En medio de todos esos virajes, Eleanor seguía hablando despreocupadamente:
—¿No quiere usted conocer a mi padre, señor Franklin?
—No puedo sostener a una esposa —respondió John. Había tropezado con una verja y tuvo que desengancharse la manga de un pincho de hierro forjado—. No cobro más que la mitad del sueldo y no quiero dinero ajeno, aunque sea para una expedición. Pero nos escribiremos. Yo también la aprecio a usted.
La señorita Porden miró por el rabillo del ojo. Había que estar preparada para todo.
—Señor Franklin —dijo—, va usted demasiado aprisa.
John buscaba trabajo en vano. En todas las ciudades portuarias había por todas partes multitud de marineros hambrientos y de oficiales taciturnos. La mayoría de los barcos estaban en el desguace. Los iban a dejar amarrados unos cuantos años, convertidos en pontones de prisioneros, como la vieja Bellerophon.
El empleado del Ministerio de Marina puso cara de circunstancias cuando John le dijo que o le encomendaban un viaje de exploración o prefería no embarcarse.
—¡Pero si ya está todo explorado! —dijo el hombre—. Ahora sólo tenemos que vigilarlo.
—Puedo esperar —replicó John serenamente.
Confiaba en el futuro. ¿Acaso no hacía menos de un año que había yacido en el campo de batalla con las piernas paralizadas? Pero había salido sano y salvo, nadie sabía cómo, y no había muerto, ni se había vuelto loco, ni siquiera se había quedado cojo. No sabía cómo había sucedido, pero sólo eso ya le infundía valor. También ahora tenía pocas posibilidades. Pero ¿no podía ocurrir otra vez algo inexplicable?
Entregó el estudio sobre la corrección de la brújula de Matthew, y decidió marcharse a Lincolnshire. Comunicó al doctor Brown y a unos pocos más dónde se le podía localizar, y luego se despidió.
La silla de posta estaba a la puerta del Saracen Head, en Snowhill, a punto de partir. Eran las cinco de la tarde.
—¿Spilsby? —preguntó el cochero—. Debe de ser un sitio lento.
John vio confirmada su opinión sobre la impertinencia de los cocheros. Pero luego se dio cuenta de que no se refería a él. Lentos se llamaban todos los sitios en los que sólo paraba de vez en cuando la silla de posta.
Montó fuera, para ahorrar. Notó con satisfacción que ya no tenía miedo a caerse. Al fin y al cabo, quince años de navegación no habían sido en vano.
Contemplaba desde el techo del coche la noche iluminada por la luna. Divisaba los campanarios puntiagudos con sus coronas radiadas, que iban empequeñeciéndose colina tras colina, y las granjas que se apiñaban horriblemente unas contra otras.
Uno podía percatarse de la miseria de las aldeas a dos millas de distancia, primero por los tejados mal compuestos, y luego por las ventanas desvencijadas. Las malas cosechas de los últimos años. Escaseaba el dinero.
De pronto vio por qué la noche tenía una claridad tan extraña. ¡Había un incendio! Hacia el este, por la parte de Ely, había por lo menos tres lugares ardiendo. ¿Qué pasaba en este país? John era marino y no contaba con entender las cosas a la primera. Pero al cabo de los años, el campo llegaba a resultarle incómodo.
Ya sabía por las cartas lo que le aguardaba en casa: nuevos rostros, falta de dinero y noticias desalentadoras. En 1807, Thomas, el mayor, se había quitado la vida porque había dilapidado la fortuna de la familia con sus especulaciones. El abuelo había fallecido hacía seis años, y uno más tarde había muerto también su madre. El padre vivía ahora bastante lejos del lugar, en una granja. Le cuidaba una de sus hijas.
El horizonte volvió a oscurecerse. John se dio cuenta de que estaba temblando de frío.
Llegaron a Boston a primera hora de la mañana. John escuchaba las novedades. Por aquí había ahora «ludditas», parados que por la noche se pintaban las caras de negro y destruían los telares mecánicos. Y al parecer, en Horncastle hacía poco que había un canal navegable hasta Sleaford, e incluso una biblioteca.
A partir de Stickford la carretera estaba bastante mal. John hizo dentro la última parte del trayecto. El corazón le latía con fuerza.
Bajó en Keal y fue a pie, con el equipaje en la mano, hasta Old Bolingbroke, donde vivía su padre. Si es que aún vivía.
A una cierta distancia divisó una figura que caminaba con dificultad por la cuneta, apoyada en un bastón. Parecía como si el hombre intentara enmendar a cada paso su anterior movimiento. Eso le tenía más ocupado que cualquier otra cosa. Tal era el aspecto que ahora tenía su padre.
No reconoció a John más que por la voz, pues casi no veía.
—Estoy cansado —se lamentó.
El tiempo, las fuerzas, todo se iba solo, por no hablar del dinero. John le preguntó si quería apoyarse en él o si debía guiarle. Le ofreció el brazo como si fuera una dama. El padre se disculpó prolijamente por lo despacio que iba. John estudiaba su mano, que ahora estaba llena de rugosidades, manchas y venas. Pasó el dedo por su superficie. El viejo se quedó un poco sorprendido.
John comentaba el frío que hacía y le iba contando el viaje. Habló de Huntingdon y de Peterborough. A su padre le gustaba oír nombres conocidos y agradecía que se pronunciaran claramente las palabras, una detrás de otra. Se detuvo poco antes de llegar a la puerta, se volvió hacia John y se quedó mirando su rostro:
—Ya estás en casa —dijo—. Y ahora, ¿qué?