9

TRAFALGAR

El doctor Orme miró desconcertado a John sin decir palabra. Luego se levantó, alegrándose de verlo.

—John! —exclamó mientras sus pestañas parecían abanicarle el cerebro—. Pensaba que vendrías, pero ya casi no me quedaban esperanzas.

El propio John se asombraba de la inexpresividad con la que contemplaba ahora a su viejo maestro. Significo algo para él, pensaba. Muy bien, veo que sigue apreciándome.

Se sentaron en el jardín trasero de la casa de la calle del Cuello Roto. Se produjo un silencio, pues no sabía muy bien por dónde empezar. El doctor Orme contó una pequeña anécdota «para aligerar la situación». Seguía siendo un verdadero pedagogo.

—Aquiles, el hombre que más corría del mundo, era tan lento que no podía dar alcance a una tortuga.

Esperó a que John comprendiera del todo la paradoja de su afirmación.

—Aquiles le daba una ventaja a la tortuga y echaba a correr al mismo tiempo. Cuando él llegaba al punto de partida de la tortuga, ésta se hallaba ya en otro sitio. Entonces corría hacia allí, pero cuando llegaba ella ya había avanzado otro poquito. El mismo proceso se repitió innumerables veces. La distancia se reducía, pero él nunca la alcanzaba.

John parpadeó y empezó a reflexionar. ¿Una tortuga?, pensó, y se puso a mirar el suelo. Observaba los zapatos del doctor Orme. ¿Aquiles? Qué cosa más imaginativa. El maestro no pudo por menos que echarse a reír. Ahora le faltaba uno de aquellos torcidos incisivos suyos.

—Entremos —dijo—. Durante este tiempo he avanzado un poco en la investigación de la naturaleza.

Una vez dentro, abrió la puerta de un cuarto. John le agarró entonces del brazo:

—¡Eso de la carrera no pudo contarlo más que la tortuga!

En el gabinete había un pequeño aparato cuidadosamente construido. Se trataba de un disco que giraba en tomo a un eje transversal cuando se daba a la manivela. En las dos caras llevaba pintado un rostro. En el anverso, un hombre, a la izquierda; y en el reverso, una mujer, a la derecha. Cuando se hacía girar el disco, aparecían alternativamente uno y otro.

—Ya lo vi en la feria el tercer domingo de Pascua de hace seis años —dijo John.

—La manivela me la construyó el carretero —explicó el doctor Orme—, y el contador, el relojero. Si se hace girar deprisa se juntan Arlequín y Colombina. —Buscó un librito y leyó—: «Mi vista se confunde a las 710 vueltas. La del sacristán Reed, a las 780. Sir Joseph, el alguacil jefe, a las 630. Mi alumno de latín más vago, a las 550. Y mi ama de llaves, que es rapidísima, a las 830».

John se dio cuenta de que de la palanca del contador colgaba un pequeño reloj de arena.

—¿En cuánto tiempo?

—En menos de sesenta segundos. Siéntate, por favor. Haré girar el disco cada vez más deprisa, hasta que veas con claridad a la pareja. Entonces mantendré esa velocidad y daré la vuelta al reloj de arena. Al mismo tiempo conectaré el contador.

El maestro empezó a dar a la manivela con precaución y miró atentamente a John. El mecanismo chirriaba cada vez más fuerte.

—¡Ahora! —dijo John.

Las ruedecillas del contador empezaron a correr. A cada vuelta, la rueda de las unidades se movía con un enganche situado junto a la de las decenas, y ésta a su vez tenía otro junto a la de las centenas. Cuando cayeron los últimos granos de arena, el doctor Orme dio la vuelta al reloj y el contador se detuvo.

—¡Trescientas treinta! —dijo solemnemente—. Eres el más lento.

John se alegró mucho. Su particularidad estaba demostrada.

—Es una diferencia muy importante que tienen los hombres —dijo el doctor Orme—. Un día este descubrimiento resultará todavía más provechoso.

Por la tarde, el doctor Orme se fue a dar clase a la escuela. John no le acompañó. Temía tener que explicarles a sus alumnos sus experiencias. No hubieran comprendido qué era lo que le movía, y no quería hablar por hablar, siguiendo la corriente a los demás. Prefirió ir a ver su viejo árbol. También éste le resultaba ahora extraño. Ahora ya no necesitaba árboles, ahora tenía los mástiles del barco. Se detuvo a sus pies, mirándolo de arriba abajo, y luego continuó su camino. Recorrió todo el pueblo y se puso a pensar en las distintas velocidades que tenían los hombres. Si era verdad que algunas personas eran lentas por naturaleza, que lo fueran. No les era dado volverse como las demás.

Se sentó contentísimo a la mesa del doctor Orme. ¡El mundo debía ser tal como era! Ahora hubieran venido bien unos chicharrones. Pero ¿cómo se lo iba a poder imaginar el ama de llaves, con lo rápida que era?

John quería preguntar al doctor Orme si en el futuro no habría más guerras. Por ahora no parecía que fuera a ser así. Y cuando derrotaran a Napoleón, ¿reinaría por fin la paz eternamente? John fue retrasando su pregunta sin saber por qué.

El doctor Orme dijo que pensaba construir más aparatos.

—Todavía no puedo decir nada concreto. Aún tengo que seguir pensándolo.

De paso, mencionó al prelado de Cloyne, un obispo irlandés que había esbozado una teoría de la percepción.

—Imaginaba que el mundo, con todos sus hombres, objetos y movimientos, no era más que una apariencia. Así pues, no era más que una historia que Dios, mediante impresiones sensoriales artificiales, le contaba al cerebro, acaso a uno solo, el del obispo de Cloyne. En último término, lo único que existía era su cerebro, sus ojos y sus nervios, y las imágenes que Dios le enviaba.

—¿Por qué iba a hacer Dios una cosa así? —preguntó John.

—El hombre desconoce el sentido de la Creación —repuso el maestro—. Además, una buena historia no tiene por qué tener ninguna motivación.

—Si puede aparentarlo todo —dijo John—, ¿por qué es tan parco en milagros?

El doctor Orme no sabía qué contestar. Le contaba lo que le interesaba del asunto, a saber, con qué clase de aparatos podría Dios imprimir esas imágenes en el cerebro humano, en caso de que el obispo tuviera razón.

—Naturalmente, no es más que un pensamiento provisional —dijo—. Los métodos de la divinidad son realmente inescrutables.

Una nueva preocupación volvió a distraer a John de la pregunta que quería hacer sobre la paz. Sentía afecto por el doctor Orme porque era una persona que no hablaba mucho de Dios cuando tenía algo que explicar. Y quería que siguiera siendo así.

Al doctor Orme se le ocurrió solo. La humanidad aprendería, creía él. Aunque aprendía un poco más despacio de lo que había supuesto.

—La cosa estriba en que los hábiles intentan constantemente cambiar lo poco que conocen del mundo. Un día descubrirán el mundo, en vez de mejorarlo, y ya no olvidarán lo que descubran.

John no construía nunca frases largas que trataran del mundo, pero hallaba de lo más normal que, cuando hablaban con él, las personas inteligentes como el doctor Orme o Westall las construyeran.

Ojalá se apuntara todo aquello el doctor Orme.

—Sobre el olvido, se me ocurre una cosa —dijo John—. Me he enamorado de una mujer y me he acostado con ella, pero ahora su rostro se me ha ido completamente de la cabeza.

Siguió una pequeña interrupción, pues el doctor Orme se había descuidado y había puesto su taza al borde del plato y no dentro. No le quedaba tiempo para Mary Rose. John tenía que embarcarse en la Bellerophon, que estaba anclada en la desembocadura del Támesis, lejos de Portsmouth. Cuando iba en la lancha que lo llevaba a Sheemess, se puso a hablar con un teniente que tenía insignias de comandante, un tipo enjuto, de ojos oscuros y nariz larga y puntiaguda. Parecía como si a una nariz corriente le hubieran añadido otra para alargarla. El teniente se llamaba Lapenotiére y hablaba extraordinariamente deprisa. Estaba al mando de la goleta Pickle, uno de los barcos más pequeños de la Armada, encargada casi siempre de misiones de espionaje en la costa francesa. Los hombres de la Pickle avisaban de dónde había fortificaciones y capturaban lanchas de vigilancia. Su comandante era famoso por la capacidad que tenía de sacar información a sus prisioneros.

—Como francés ya puede… —dijo el otro oficial.

—¡Soy inglés! —replicó Lapenotiére indignado—. Lucho por los buenos sentimientos de la humanidad y contra los malos.

—¿Y cuáles son los buenos? —preguntó el otro oficial.

—La fe y el amor.

—¿Y los malos? —preguntó John.

—La libertad igual para todos, el delirio de grandeza de la lógica y… ¡Bonaparte!

—¡Muy cierto! ¡Dios le bendiga! —exclamó el otro oficial, que se levantó y se dio un golpe en la cabeza con las vigas del techo.

John encontró todo eso superfluo. Mostró su disconformidad.

Los franceses tenían que mantenerse lejos de Inglaterra, y eso era todo.

A juicio de la tripulación, la Bellerophon era un barco irlandés y no inglés. Ya se había encargado en muchas batallas de repartir ruido y muerte con sus setenta y cuatro cañones. Era una nave famosa. Nadie sabía por qué había tantos marineros irlandeses a bordo. Entre los marinos la conocían por la «Pendenciera» o la «Palurda». En 1786 se había mostrado bastante reacia a que la botaran antes de tiempo, en un bautizo de emergencia, con media botella de oporto. La Bellerophon tenía los mismos años que John. También Matthew había servido en ella como guardia marina. El mascarón de proa representaba un diablo que mostraba los dientes, seguramente otro griego, como el tuerto que había en la Polyphemus; y sin brazos, lo mismo que éste.

¡Menuda diferencia con la Investigator! Madera maciza por todas partes, aparejo pesado, pasillos amplios, muchísimos hombres, soldados de casaca roja y hasta algunos de azul, que se ocupaban de los morteros. Tanto los de rojo como los de azul hadan instrucción a diario en cubierta. ¡Pobres hombres! La tripulación los miraba con lástima y desprecio, viéndolos moverse al compás de las voces de «¡Cargar y asegurar!», «¡Derecha!», o «¡Media vuelta!». Los únicos a los que realmente les hubieran gustado tanto tambor y tanta instrucción habrían sido los aborígenes de Australia. Se habrían puesto a hacerla ellos también, echándose al hombro sus bastones, convirtiendo enseguida en una danza tantas media vuelta y vuelta entera. John se propuso observar a la humanidad. Si aprendía, tendría que notarse algo.

Tanto entre la tripulación como entre los soldados corrientes no había prácticamente ni uno solo que no hubiera sido obligado a alistarse mediante el concurso del alcohol o del palo. También había algunas mujeres voluntarias, aunque lo más probable es que vinieran forzadas por sus maridos. Vivían con todos ellos en el segundo puente, llevaban pantalones y parecían un marinero más. Nadie hablaba del asunto, y, si nadie hablaba de una cosa, no existía. En un barco irlandés que sólo estaba disfrazado de inglés, no podía sorprenderle a nadie una cosa así.

¿A dónde iban? A Brest, decían. El bloqueo de un puerto…, menudo negocio interminable. Todos estaban de mal humor, por no hablar de los que iban forzados.

La camareta de los cadetes estaba en el sollado, por debajo de la línea de flotación. En ella podía cortarse el aire con cuchillo. Sobre la mesa, cigarros, ponche, pasteles, queso, pipas, cuchillos y tenedores, una flauta, libros de iglesia, tazas de té, un resto de jamón y una pizarra. A todas horas, aburrimiento y reyertas producidas por el aburrimiento. Y para colmo, los dichos del jovenzuelo Bant, que a sus diecinueve años creía saberlo todo.

—¡Las mujeres de treinta son las mejores!

Ése era el tipo de cosas que solía decirles. Procedía de una aldea cerca de Davenport, donde seguramente todos se habrían quedado muy contentos de que se hubiera decidido por la Marina.

—Las de treinta sí que saben. Tienen todo lo que las de veinte y no hace falta perder tanto tiempo. A veces las de cuarenta son aún mejores.

Walford, el más viejo de la camareta, echó una bocanada de humo.

—¡Cierra el pico! —Y al cabo de un rato exclamó—: Eso te lo habrá contado alguien. Apuesto a que habrá sido algún carcamal.

Bant montó en cólera, pero antes de que llegara a hacer o a decir nada, recibió un flautazo en los dedos que lo dejó paralizado de dolor. Tal era la rapidez de Walford. Además, los mayores siempre tenían razón. Ése era uno de los principios que había que defender contra Napoleón.

Para John, lo peor empezaba con el aburrimiento de los otros. El que no había aprendido a ser cruel, tenía que portarse por lo menos con descaro. Durante las primeras semanas no hubo prácticamente nadie que le guardara respeto. Pero no perdió la confianza en sí mismo. Sabía que la situación cambiaría. Había uno que de vez en cuando le pedía consejo: Simmonds, el más joven, recién salido de su casa.

A veces John pensaba en el futuro. ¿Qué iba a hacer uno como él cuando acabara la guerra? Un guardia marina sin barco no cobraba ni la mitad del sueldo. ¿Instalarse con Sherard en Australia? ¿Pero dónde buscarlo? Ahora John era ya de los más viejos. Simmonds tenía catorce años; Henry Walker, dieciséis.

¡Todo el otoño y todo el invierno cruzando delante de Brest! Sólo alguien como John podía soportarlo. Aprendió el nuevo código de señales y se leyó todos los libros que cayeron en sus manos.

La guerra terminaría algún día. Intentaría meterse en la Compañía Oriental de Indias.

Simmonds le daba lástima. Cuando, por la noche, Walford clavaba solemnemente el tenedor en la mesa, según tenía por costumbre, los más jóvenes tenían que abandonar la camareta e irse a acostar. Quería decir que todavía estaban creciendo y que necesitaban dormir más que los otros. Pero sólo era un pretexto. El verdadero motivo era humillarlos. Cuando Simmonds se dormía en la guardia, cosa que sucedía fácilmente, pues se alojaba en el segundo puente con el maestre de piezas, Bant solía ir a buscarle y pellizcarle por debajo de la hamaca, para que se cayera. El muchacho iba lleno de chichones y cardenales, como le había ocurrido a John en su época. Lo normal es que además se ganara toda clase de burlas. Tenía todavía que aprender las cosas más sencillas. Ni siquiera sabía cómo se enganchaba un cable. También era culpa suya. Hacía que le perdieran el respeto. En vez de estudiar, se ponía a contar cosas del perro que tenía en Berkshire. Era un muchacho amable y frívolo, siempre encantador y candoroso, pero para bracear la antena mayor buscaba el cabrestante en el trinquete. John le cogía de las solapas:

—¡Sólo tienes que pensar un poco! ¡No puede estar más que en el palo de mesana!

Incluso le explicaba cosas más complicadas. En todo ese tiempo había notado que hasta los más viejos sabían menos que él. A él no se le había olvidado nada. Su cabeza era una especie de granero bien repleto. Al principio se enfadaban con él por ese motivo, pero no se abstenía de seguir divulgando sus conocimientos, por considerarlo su deber, sobre todo cuando a otros les faltaban. Al cabo de seis meses todos lo conocían ya bastante bien. Era respetado, tal como se esperaba. Siempre lo consultaban en las situaciones de importancia y le daban el tiempo necesario para poder responder. No puedo pedir más, pensaba. Seguía habiendo un fallo: la guerra.

Pasó el invierno. ¡Por fin se iban de Brest! Llegó un nuevo capitán, James Cooke, un tipo calvo, esbelto, con un hoyuelo en la barbilla. Tenía un aspecto casi tan noble como Burnaby, y sonreía mucho. Cooke era un hombre de Nelson de los pies a la cabeza, y sabía bastante de cómo enardecer los ánimos. Nelson seguía todavía lejos, persiguiendo a parte de la flota francesa, pero Cooke hizo cambiarlo todo a bordo, como si tuviera al almirante en el castillo de popa. Echaba discursos sobre la muerte, la gloria y el deber, combinando estos tres conceptos con una gran habilidad. Escuchaba a todo el mundo, pero sin reaccionar de forma clara. Tal vez no hiciera más que fingir que prestaba atención, pero todos se sentían considerados. Era como si amaneciera una nueva época de libertad y bondad: Bant ya no se daba tantos aires; Walford colaboraba y daba ánimos; todos intentaban mejorar. ¡Y todo se conseguía tan sólo gracias a las palabras de un capitán! Sólo John buscaba en vano en su interior: «Todavía no noto nada». La palabra «gloria», sobre todo, le despertaba grandes dudas. Gloria: querer ser el bueno. Pero en una batalla no se tenía la seguridad de quién era el bueno. Ni siquiera con la muerte se podía comprobar de forma convincente. John pronunciaba su propio discurso en la intimidad de su mente. Movía la lengua por detrás de los labios bien cerrados. Sobre la gloria, pronto lo tuvo todo claro. En cambio, respecto al «honor», no era capaz de articular palabra y se pasaba el tiempo cavilando. Honor sí que había. Pero aún tenía que investigar más lo que era exactamente.

La Bellerophon se dirigía a Cartagena, en España. Se pintó de nuevo el mascarón. Llegó incluso a subir a bordo el propio Nelson, un caballero amable y decidido, que también sabía lo que era sonreír. Cuando se vio frente a la tripulación de la Bellerophon, habló en tono persuasivo y casi de súplica. Parecía un hombre lleno de amor, amor a la gloria y a su propia especie. Pronto no quedó nadie que no quisiera ser de la especie de Nelson.

—A mí no me contagia —dijo John.

Ese Nelson parecía estar seguro de que todos harían aquello por lo que él los amaba, y, efectivamente, lo hacían. Amaba a los locos, y por eso resultaba de lo más seductor volverse loco por Inglaterra. De repente, hasta los marinos enrolados a la fuerza y los soldados maltratados estaban dispuestos a convertirse en héroes. Ahora creían que se contaban entre lo más excelso que hubiera producido la tierra. Lo único que les faltaba era demostrarlo. El honor obligaba a todos a hacer aquello por lo que se les había alabado. El honor era una especie de prueba que presentar a posteriori.

—¿Qué resistencia encuentra un sable en la carne y las costillas? ¿Cómo son de fuertes las paredes de un corazón? —le interesaba saber a Simmonds, que no tenía más que catorce años.

—No tienes más que querer, y te resultará coser y cantar —aseguraba Walker, que tenía dieciséis.

Todos se sentían llenos de energía y anhelaban enfrentarse a alguna situación fuerte, de muerte y espanto, para ver si luego la recordaban con tranquilidad o alegría. Todos los que no habían vivido nada parecido querían saberlo. Cada vez había más, y John se sentía viejo. Observaba atentamente al joven Simmonds. Le hubiera gustado ver con qué rapidez aumentaba su entusiasmo patriótico, si era más intenso por la mañana o por la noche, y si le salía de dentro o le venía de fuera.

Los barcos franceses y españoles seguían fondeados en Cádiz para defender sus baterías. La Bellerophon tomó ese rumbo y allí se reunió toda la flota. Una noche comentó John en la camareta:

—Con trescientas treinta revoluciones por minuto, no estoy muy indicado para combatir.

A nadie le gustó oír este comentario.

—¡No creo que seas un «cuáquero», Franklin! —dijo Walford—. Pero te falta pasión.

John sabía muy bien lo que era un «cuáquero», pues conocía perfectamente todo lo que contenía un barco. «Cuáqueros» llamaban a los muñecos que se ponían delante de las portañolas cuando se reparaban los cañones o los desembarcaban. Él no quería ser un muñeco. Ahora se esforzaba el doble en el trabajo. Además, volvía a ser cadete de señales. Dominaba todas las reglas, los fallos y la manera de repararlos. Quería ser tan bueno que nadie echara en falta su pasión.

Oyó decir a un teniente:

—El pensamiento más noble de un hombre es sacrificarse. No vamos a la batalla para matar, sino a jugamos la vida por Inglaterra.

De haber llevado todavía un cuaderno de frases, hubiera sido un ejemplo precioso. La mirada del teniente atravesaba a su interlocutor al hablar. En su rostro se pintaba una especie de satisfacción terrible, como si pensara: todavía sigue todo aquí, todavía sigue todo claro, todavía no he cometido ningún fallo.

Se hablaba mucho del valor. Si las palabras servían de algo, todos aquellos hombres iban a ser muy valientes durante la batalla. Y además muchos querían que los ascendieran, porque creían que después de ese heroísmo ya no les fastidiarían más. Pensaban también que de una tripulación de mil hombres no caían por lo general más de doscientos o trescientos. Por otra parte, cuando un barco se incendiaba o se iba a pique, siempre había supervivientes.

Al amanecer, la flota inglesa se hallaba fondeada al suroeste de Cádiz. Almuerzo, ración de ron, barco en zafarrancho. Bant puso la taza en el plato.

—¡Un tiempo glorioso! ¡Y vamos a estar con Nelson!

Ahora hasta él hablaba así. Pero aunque su mirada se veía llena de entusiasmo, como la de un perro al que van a soltar la presa, sus palabras sonaban a imitación. Precisamente también él procedía de Davenport. Lo de Simmonds era distinto. Sentía realmente algo grande. Le parecía sentir la verdad.

—¡Ahora voy a saberlo! —dijo.

John le creyó.

James Cooke pronunció su última arenga.

—¡Vamos camino de la inmortalidad! —sonrió—. Comportaos mejor que hasta ahora, sólo un poco mejor, y seréis tres veces mejores que los franceses.

¿Cómo lo había calculado?

Se organizó el puesto de socorro en la camareta de los cadetes. El celo no le dejaba a Simmonds caminar normalmente. Sólo era capaz de correr, como si fuera cosa de vida o muerte. Quizá su frivolidad se hubiera convertido de repente en fuerza y valor. John notó en el resto de la tripulación algo parecido. Sólo aquí y allá parecía chirriar un poco el heroísmo, como si estuviera mal engrasado. En el castillo de proa oyó decir:

—Los muertos ven las cosas de otra manera.

Se aprendió la frase para poder pronunciarla deprisa y se la espetó a Walford. John seguía confiando en que no se entablaría batalla.

Pero de pronto el vigía gritó:

—¡Barcos extranjeros!

En un instante, el mar estaba blanco de velas en toda la extensión que podía abarcar la vista. John permaneció totalmente tranquilo, pero por un momento tuvo la sensación de que olía a aire de nieve. Se le enfrió la nariz. Una hilera irregular de fortalezas flotantes que marchaban rumbo al norte ocupaba por oriente un tercio del horizonte. ¡Así que se habían hecho a la mar, y ahora daban la vuelta para intentar volver a Cádiz!

El frío debía de ser algo interno. John se hallaba junto al tercer teniente en el castillo de popa. Ése era su sitio. Pero se sentía mal.

—¡Señales del buque insignia, sir!

—¿Cuál es la orden?

John se dio cuenta de que otra vez estaba temblando. No era ninguna de las señales que se había aprendido. Empezaba por «253», que significaba «Inglaterra». A continuación venía algo totalmente confuso. John no lo entendía, se tenía que controlar el estómago. Quedarse mirando fijamente las cosas no le proporcionaba la claridad habitual. Apenas respiraba. Estaba a la defensiva. Nunca sería como Nelson. Nunca pertenecería a aquella clase de hombres dispuestos a creerlo todo unos de otros, incluso el valor, y hasta la victoria. Sobre todo, no vomitar en cubierta, pensaba, pues sería tanto como escupir a la corona. No estaba dispuesto a hacerlo por nada del mundo.

Soplaba un viento flojo del noroeste.

—¡Deprisa! ¡A la lucha! —decían todos—. ¡Deprisa!

Ya no tenían tiempo. Ahora necesitaban urgentemente la gloria, no se les fuera a pasar. No se podía mantener eternamente un talante heroico. Lo peor que ahora podía ocurrir era que no tuviera lugar la batalla. Veintisiete barcos de guerra ingleses se dirigían vacilantes, con aquel mar de fondo y esa brisa insegura, a enfrentarse al enemigo. Millares de hombres mirando hacia adelante, esqueletos, músculos, grasa y nervios, piel, venas, sudor y cerebros decididos a dejarse cegar por la cólera. La sangre la tenían ya empeñada. Visto de lejos, resultaba algo imponente y amenazador. Pero de cerca, el voluntario quería hacerse guardia marina; el cabo, contramaestre; el quinto teniente, cuarto. John se quedó perplejo de nuevo al ver qué aspecto tan extraño podían tener los hombres. Pero ¿no era necesaria la lucha? ¡De locura no tenía nada!

—¡Defender a Inglaterra! —dijo, pero no por ello se sintió mejor.

¿Qué les importaba a las colinas de las afueras de Spilsby que hubiera franceses en el país? No era tanto el miedo lo que le paralizaba cuanto una profunda indecisión. ¿Qué debía hacer? No quería volver a dejarse vencer por el espíritu de contradicción que se había apoderado de él a bordo del Earl Camden. ¿Trasladar y mirar muertos como si fuera una montaña? Pero eso no había sido más que para ocultar el temblor. Otra posibilidad era mirar la cosa como el obispo de Cloyne: él, John Franklin, era el espíritu humano, y un desconocido le ponía simplemente ante la vista unas imágenes, a ver si protestaba cuando resultaran desagradables. Pues probaría: no había nada real. Lo único seguro era que todo era apariencia.

Sin embargo, se sentía inútil y solo. Hasta los barcos le resultaban ahora completamente extraños. Pero era marino, estaba a bordo de un buque de guerra, y no podía cambiar de oficio en medio de la batalla. Apretó los dientes e izó hasta el tope aquella señal tan confusa. Respiró lo más hondo que pudo y se puso a trabajar metódicamente. Seguía con la mirada fija la línea de crujía del barco y veía todos los movimientos como desde fuera. Un poco sí servía. Ya empezaba a recuperar la calma. Pero, inesperadamente, se quedó mirándolo Rotherham, el primer teniente.

—¡Franklin! ¡Está usted temblando!

—¿Sir?

—¡Está usted temblando!

—¡Sí, sí, sir!

Bueno, pues que lo tomara por un «cuáquero». Pero ¿por qué, si creían en el valor de todos los demás, hadan una excepción con él?

El capitán bajó al segundo puente y anunció la señal que había enviado Nelson. Los hombres sudaban, se hacían guiños unos a otros y gritaban de júbilo. Ahora querían oír las grandes palabras. No se cansaban nunca. Con la tiza de la clase de navegación escribían sobre los cañones: BELLEROPHON - GLORIA O MUERTE. Se acercaba un navío francés de dos puentes, y caía la primera andanada.

Alguien empezó a dar un grito rítmico que los demás repetían al compás. Todo el barco retumbaba, como un gigante de voz estentórea: «¡Nos tenemos miedo!», una y otra vez, en tono amenazador, «¡Nos tenemos miedo!». John se sentía mal, como si la amenaza fuera dirigida contra él.

Se cargaron las velas inferiores, que se levantaron como si fueran un telón. Las baterías de proa empezaron a hacer fuego. John ya sabía lo que venía a continuación: humo, astillas y dos tipos de griterío distintos, uno general y otro individual. ¡Pero ese maldito temblor! John se hallaba en la popa sólo a cuatro pasos de James Cooke, que llevaba charreteras. ¡Dios santo, se podían arrancar! ¡Era un blanco perfecto!

En el suelo yacía un moribundo, que musitó:

—¡No os tenemos miedo!

Era Overton, el maestre de velas. John se lo llevó abajo, junto con un marinero irlandés, y lo depositó en la mesa que Walford se había pasado arañando cada noche con el tenedor durante todo un año. Lo que el médico llevaba ahora en la mano no era mucho mejor.

—Vuelvo con los demás, señor Overton, no puedo dejarlos solos.

No hubo respuesta. Al parecer, prefería morir antes que ser operado.

¡Respirar con calma! Popa. Línea de crujía. Mirando fijamente todo y nada: vista panorámica. Los franceses habían dejado las velas hechas trizas con sus disparos. Ahí estaba el barco enemigo, con su lado de babor directamente enfrente del de estribor de la Bellerophon, disparando hombres. Ahora venía el abordaje. Por la proa del barco francés se precipitaron estrepitosamente unos doscientos hombres. El fulgor de sus sables desenvainados deslumbraba la vista. En cuestión de segundos, la resaca separó un barco de otro y los atacantes cayeron por el hueco que quedó entre ambos. Daban un traspié y desaparecían en racimos, agarrándose unos a otros, con miradas de sorpresa todavía en los ojos. Sólo unos veinte consiguieron alcanzar el combés de la Bellerophon, y enseguida fueron muertos. John dirigió su vista hacia otro lado. El barco estaba ahora a tiro por tres sitios distintos.

James Cooke se desplomó.

—Vamos a llevarlo abajo, sir.

—No, dejadme descansar sólo un par de minutos —dijo el capitán.

—¡Ahí! —gritó Simmonds—. ¡En el palo de mesana!

Entre el lío de jarcias, John distinguió el cañón de un fusil. Vio un tricornio y debajo de él una frente enjuta y roja, y unos ojos apuntando. Decidió ignorarlo y levantó del suelo a un marinero negro, que había sido alcanzado por el proyectil. Otros se llevaron abajo al capitán. Cuando John y Simmonds llegaron al entrepuente con el negro en brazos, éste volvió a encogerse por segunda vez.

—¡Ha sido otra vez el del palo de mesana! ¡Ya me conozco el ruido! —exclamó Simmonds. Efectivamente, ahora se podían distinguir unos disparos de otros, el tiroteo se había hecho menos continuado—. ¡Si no le pegamos nosotros un tiro, nos va a freír a todos!

Se trataba de un solo hombre, que los amenazaba a todos con un fusil y un ojo certero, abierto de par en par, en medio del lío de jarcias. El que intentara matarlo sería el siguiente.

El negro ya no respiraba. Su corazón se había parado. Lo depositaron en el suelo y se dieron la vuelta.

—¡Déjame que vaya yo delante, soy más rápido! —dijo Simmonds.

Empezó a subir corriendo las escaleras, pero de pronto pegó un salto y fue dando traspiés de un lado a otro como un animad asustado, hasta que le falló el último escalón y se precipitó de nuevo en brazos de John.

En medio de la garganta de Simmonds había un agujero.

El francés debía de tener en la mira todo el entrepuente. Quizá incluso fueran dos, uno a cargar y otro que disparaba. John cogió a Simmonds en los brazos y lo arrastró hacia abajo.

—¡Es un honor! —musitó el pequeño.

¡De pronto se ponía a decir unas cosas…! Simmonds no era todavía lo bastante mayor para hacer chistes, ¿o ya lo era? John pensó por un momento en el obispo irlandés y sus teorías. Le habían dejado en la estacada.

Mientras tanto, el herido estaba agonizando. De su garganta salía un ruido prolongado, como una especie de lamento. Delante de ellos, una de las balas había destrozado la barandilla. John tuvo que apartar las astillas con el cuerpo de Simmonds como si fuera una puerta basculante. No puedo seguir llevándome a todos abajo, pensó. No voy a bajar a nadie más. Me quedo arriba. En la enfermería, Simmonds seguía con vida, al parecer. Cooke ya había muerto. John empezó a sentir una furia palpitante y opresiva. Intentó reconciliarse otra vez consigo mismo repasando los colores de las cuatro últimas señales que había izado:

—Cuatro, veintiuno, diecinueve, veinticinco.

En cualquier ocasión venía bien hacer el ejercicio más simple.

El doctor Orme le había aconsejado escuchar la voz de su interior y no la de los demás. Pero ¿y el miedo, qué? John se quedó un rato con los brazos colgando. Parezco tonto, pensó, incluso parezco cobarde. ¡Los demás se ríen de mí con razón! Ya no valía, no podía seguir mirando. Simmonds suspiraba agonizante. John intentó mirar fijamente al vacío y verlo por el rabillo del ojo. Pero no lo consiguió.

¡Tenía que hacerlo, tenía que subir! Eso de poder mantenerse al margen no era más que un sueño. Ya estaba lejos la indecisión de su mente. Ahora se rebelaba el cuerpo. Las piernas se le paralizaban, la lengua se le pegaba al paladar, la barbilla y las manos le temblaban cada vez más. John detuvo mentalmente la escena. Quería ver hasta dónde llegaba. Al primer fusil lo cargó en el segundo puente. Al tiempo que lo hacía, vomitó y puso el arma perdida. Tuvo que detenerse a limpiarla. Por fin salió al primer puente. Allí encontró otro fusil ya cargado. Al tercero se lo cargó un soldado gemebundo, junto a la escalera de cubierta, y luego se lo pasó. John tenía ahora tres fusiles. Sabía que no podía disparar mientras siguiera temblando de miedo y de ira. No podía atender a dos cosas a la vez. Tenía que echar fuera de su mente la cólera, quitarse el miedo, superar el asco, y no podía hacerlo demasiado rápido. ¿De qué servía echarse luego todas las culpas si no daba en el blanco? Levantó el primer fusil por encima del parapeto, más arriba de su cabeza, intentando dirigirlo hacia el palo de mesana del barco francés sin asomar más que las manos. Tenía que calcular de memoria ángulos y distancias. De repente, en la madera del entrepuente apareció un hueco de color claro, justo al lado de su mano derecha. Había oído incluso el tiro y el silbido del rebote. De ese modo podía definir el ángulo todavía con más precisión. Corrigió la dirección.

—¡Dispara de una vez! —gritó alguien a sus espaldas.

Pero John Franklin, que era capaz de sujetar una cuerda en el aire durante horas y horas, se tomaba también su tiempo antes de dar en el blanco. No quería disparar hasta que no lo tuviera absolutamente a tiro. Esperó. Volvió a conjugarlo todo en un solo cuadro general perfectamente claro: el ángulo, la altura calculada, los reparos que había tenido que vencer, un futuro mejor. Entonces disparó. Tiró el primer fusil, cogió el segundo, apuntó y volvió a disparar. Cogió el tercero y subió a trompicones la escalerilla. ¿Seguía allí el tirador? El lío del cordaje era ahora todavía más grande. Los jirones del juanete del barco francés ocultaban el sitio exacto. John disparó otra vez a la descubierta hacia el palo de mesana. No se movía nada.

En la popa estaba sólo el teniente Rotherham. Walford se hallaba abordando el barco enemigo con un grupo de hombres.

John vio entonces cómo entre los jirones del juanete el viento dejaba caer al mar un tricornio. De pronto, junto al palo de mesana, apareció un pie colgando. Era un movimiento insignificante, un pie tan sólo que bajaba unas cuantas pulgadas más porque ya no buscaba ningún apoyo.

—¡Ahí, mirad! —gritó uno de los marineros irlandeses.

El tirador enemigo se precipitó al abismo. Era como si tan sólo quisiera arrojar la cabeza, y el cuerpo la siguiera de mala gana, buscando apoyo en perchas y palos, hasta que finalmente dio en el mar.

—¡Ya lo ha pescado! —exclamó el marinero.

—No, he sido yo —dijo John.

En la proa y la popa de la Bellerophon había sólo ochenta bajas entre muertos y heridos, de tanta gravedad éstos, que prácticamente estaban en las últimas. Los supervivientes se hallaban demasiado agotados para cantar victoria. En ambos barcos reinaba un silencio casi sepulcral. Olía mal.

Simmonds había muerto. Ahora ya lo sabía.

—Tenía razón en ese punto —le dijo Walford con voz ronca—: Los muertos ven las cosas de otra manera.

Él era el único que parecía dispuesto a reponerse hablando. Ahora tenía mucho que hacer. Incluso había señales que descifrar. Al almirante Nelson le habían dado un tiro. Ahora el mando lo ostentaba Collingwood. Walford se dirigió con el quinto teniente y un destacamento al barco francés L’Aigle, y Henry Walker, al español Monarca, un navío tripulado casi exclusivamente por irlandeses.

Se levantó un temporal. La galerna era aún más fuerte que la primera que John había conocido a los catorce años en el golfo de Vizcaya. Hundió más barcos que los cañones. Sobre todo se fueron a pique los barcos apresados. El mar también tenía algo que decir. Había que taponar vías de agua, embragar palos y darle a la bomba hasta desfallecer. Lucharon toda la noche por librarse de la amenaza de la costa.

Al amanecer amainó el temporal. John fue al sollado y se sentó con indolencia entre los heridos. Estaba demasiado cansado para pensar o llorar. Incluso estaba demasiado cansado para dormir. Dejó que las imágenes fueran yendo y viniendo por su mente, los rostros de las personas a las que se había acostumbrado en vano, Mockridee, Simmonds, Cooke, Overton, el marinero negro. Se le apareció entre ellos el tirador francés, y luego, de repente, Nelson. ¡Qué despilfarro! «Nada que honrara a la humanidad». ¡Y lo que él había hecho! Todavía tenía que pensar en ello. Una de las mujeres creyó que estaba llorando y le dijo:

—¡Arriba, arriba!

John retiró la mano de la frente y respondió:

—Ya no puedo fijarme en todo. Todos se van demasiado deprisa.

—Uno se acostumbra —dijo la mujer—, incluso a cosas peores que aún no conoces. Aquí tienes algo de beber.

Las mujeres, con esa imperturbable familiaridad suya, daban a la guerra unos tintes de naturalidad que no le correspondían. Esta era una de esas pálidas y pecosas. Había pertenecido al maestre de cuentas, que ahora yacía muerto. Unas horas más tarde ya no sabía John si la había besado, si se había acostado con ella o si no había sido más que una fantasía, una visión del estilo de las del obispo. De todos modos, de sol, nada; de presente, nada.

Seguía trabajando concienzudamente.

—Soy capaz de permanecer despierto treinta y seis horas seguidas trabajando —decía por aferrarse a algo, pues la victoria sobre los franceses no la tenía en mucha estima. Pero se daba cuenta de que mencionar el número de horas no decía nada acerca del tiempo transcurrido. Además, tampoco sabía si era un trabajo dispararle a alguien. Distinguió a lo lejos una señal procedente de la Euryalus, el nuevo buque insignia de Collingwood. La goleta Pickle fue enviada a Londres a llevar la noticia de la victoria. John se imaginó por un instante al comandante Lapenotiére, el de la nariz larga, llegando a Londres y diciendo con toda su elocuencia sólo cinco palabras para expresar todo aquello:

—Victoria en el cabo de Trafalgar.

La Bellerophon ancló en la avanzadilla, a las puertas de Portsmouth. Desde la costa deslumbraba con sus banderas el Southsea Casde. Con un buen catalejo podían distinguirse a la derecha los pontones de los presos, buques de guerra medio podridos, fuera ya de servicio, encargados ahora de acoger a los prisioneros de guerra franceses. Las gigantescas embarcaciones estaban pintadas de gris y habían sido desarboladas. En cambio, cada una llevaba un tejadillo y varias chimeneas. Parecían casas baratas metidas en el agua. ¡En qué se convertía un barco sin arboladura!

Por las calles de Portsmouth se seguía agitando una multitud ebria de victoria, ¿o sólo lo parecía? Acaso no fuera más que el alcohol. Al fin y al cabo era domingo y los trabajadores del muelle no tenían que ir a los astilleros.

John vio los brazos de la torre de señales moviéndose con rapidez. Ahí tenía otra noticia que iría repicando de colina en colina hasta llegar a Londres. Seguramente se trataba de una nueva confirmación de la victoria. A los almirantes les encantaba escuchar una y otra vez ese tipo de noticias.

John se dirigió por el camino más corto hacia Keppel Row y descubrió entre las múltiples casuchas la que le interesaba.

A la puerta de la casa de Mary había una vieja que no conocía.

—¿Qué Mary? ¡Aquí no hay ninguna Mary!

—Mary Rose. ¡Vivía aquí! —dijo John.

Desde hacía un tiempo se acordaba otra vez con toda claridad de su rostro. Y ésa era la casa.

—¿Mary Rose? ¡Pues se habrá ido a pique!

Cerró de un portazo. John escuchó risas dentro. Llamó hasta que volvieron a abrir.

—Mire, aquí no hay nadie que se llame Mary —dijo la vieja—. ¿O se refiere usted a la vieja de al lado…? ¿Cómo se llama…?

—No, es joven —replicó John—, con las cejas muy arqueadas.

—Se ha muerto, ¿verdad, Sara?

—¿Qué dices, madre? Se marchó. Estaba loca.

—Bueno, es igual. Vaya una cosa por la otra.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó John.

—¿Quién lo sabe?

—Sólo ella tenía unas cejas tan arqueadas —dijo John.

—Entonces ya la encontrará. Ahora tenemos que hacer.

La vieja volvió a entrar sin decir más. La más joven se entretuvo un instante. Luego comentó:

—Será mejor que lo deje. Me parece que la que usted busca se ha marchado. Creo que está en la Hilandería o por ahí. Es que ya no podía pagar el alquiler.

La Hilandería era la casa de caridad. Al parecer, había una en Warblington Street. John fue hasta allí y pidió entrevistarse con Mary Rose. El portero le dijo que lo sentía mucho, pero que no tenían a ninguna mujer de esas características. En el sótano se oía a un viejo gritar:

—¡Ratas! ¡Ratas! ¡Socorro!

El portero dijo tan sólo:

—Pruebe usted en Portsea. En Elm Road.

Media hora más tarde ya estaba allí. Otro asilo, rodeado de un grueso muro sin ventanas, sólo agujeros, a través de los cuales los desgraciados que estaban recluidos miraban al exterior y pedían limosnas a los transeúntes. Asomaban por ellos ávidas manos de ancianos y, de vez en cuando, los brazos de un niño. La administradora fue extraordinariamente amable:

—¿Mary Rose? Es la que ha matado a su hijo. Ya no la tenemos aquí. Estará en la Casa Blanca de la High Street. ¿Es pariente suya, señor oficial?

John volvió a la ciudad. Si eso era un asilo, ¿cómo sería la cárcel?

El guardián de la Casa Blanca se encogió de hombros:

—Aquí no está, desde luego. Quizá esté en uno de los pontones de los deportados a Australia. O pruebe usted en la cárcel nueva. En Penny Street.

John se dirigió allí. Ya anochecía. En Penny Street le dijeron que hasta la mañana siguiente no había nada que hacer.

Como había decidido que esta noche dormiría en una cama, tomó una habitación en el hotel The Blue Posts. Era muy caro, pero no había sitio en ninguna otra parte. Además, tampoco tenía ganas de volver a ver la Bellerophon y a los compañeros, precisamente ahora. Tenía que encontrar primero a Mary Rose, aunque tuviera que sacarla de un pontón.

Amaneció el día siguiente. John se precipitó sin dilación al obrador de la cárcel. Le acompañó un empleado. Vio a algunos desarrapados que sacaban la estopa de unos viejos cabos embreados, apretando hasta hacerse sangre. Llegó otro empleado. Sí, aquí había una tal Mary Rose, pero era peligrosa y rebelde. Se pasaba horas gritando. ¿Por qué quería verla?

—Le traigo saludos de su familia —dijo John.

—¿De su familia? —repitió el empleado con desconfianza—. Bueno, quizá así se tranquilice.

La trajo.

La mujer llevaba grillos en los pies y las manos atadas a la espalda. No era Mary Rose, o por lo menos no la que John buscaba. Era una joven más bien rolliza, de color enfermizo, con la mirada abotargada. John le preguntó dónde estaba la otra Mary Rose, la de Keppel Row. De pronto, la muchacha se echó a reír. Cuando reía casi resultaba graciosa, porque al hacerlo arrugaba la nariz.

—¿La otra Mary Rose? ¡Pero si soy yo! —dijo.

John recorrió la ciudad sin rumbo y se puso a meditar. A mediodía se pasó mucho rato a la cola de un lugar donde repartían sopa de caridad, preguntando por Mary, la de las cejas arqueadas. Muchos le dijeron que se había ido a pique, pues había habido un barco con ese nombre.

Otros, o no la conocían de nada o conocían a muchas que se llamaban así. No les habían llamado la atención ningunos ojos en particular, o bien no solían fijarse en esas cosas. ¿Cómo era posible que no se fijaran? Despilfarraban todo lo bueno con la indolencia de su mirada. Tal vez fuera que ya se consideraban a sí mismos un despilfarro. Se dio cuenta de que le repugnaba la miseria.

John se quedó tres días en la ciudad. Visitó los peores burdeles, que por lo general ostentaban pomposos nombres, como The Heroes. Estuvo incluso en el tristemente célebre Ship Tigre, en Capstan Square. ¡Nada! Allí preguntó a tres estibadores parados, pero tenían otras cosas más importantes en que pensar. Un canalla de nombre Brunel había inventado una nueva máquina, con la que diez obreros sin cualificar podían instalar otros tantos aparejos al día. Antes se necesitaban para ese mismo trabajo ciento diez obreros cualificados. Ojalá tuvieran un cartucho de pólvora para hacer volar por los aires el maldito aparato. John intentó disuadirles, y luego se marchó. Preguntó a más de cien marineros, a unas treinta prostitutas, a dos médicos y a un escribano municipal. Preguntó incluso en la iglesia dominical metodista. En la taberna Fortune of War un viejo le enseñó, por toda respuesta, su brazo marchito. Llevaba tatuada una hermosa mujer desnuda, en otro tiempo orgullosamente cubierta de pelo, pero ahora deteriorada por las múltiples arrugas. Sobre ella pudo leer la inscripción Mary Rose, y debajo la palabra Love.

Por fin, encontró a una prostituta que le dijo:

—Conocí a una que se le parecía, pero no se llamaba Mary Rose. Se casó hace poco con un comerciante o sombrerero de Sussex. Ahora no sé cómo se llamará.

John había gastado las suelas de sus zapatos de tanto caminar. Sentía cada piedra bajo sus pies. En un determinado momento, se sentó en un cruce de calles sobre una carreta y no fue capaz de seguir adelante. Se quedó mirando fijamente al vacío y dijo:

—Bueno, pues una cosa más.

La Bellerophon zarpaba a los pocos días. Su petate se había quedado a bordo. No era imprescindible dirigirse a donde uno tenía el petate. El tipo que izara la gran señal confusa en la Victory, un marinero llamado Roome, había desertado a la primera ocasión que se le presentó después de la batalla. Pero John no quería bajo ningún concepto hacer una cosa así. Tampoco se le ocurría qué otra cosa hubiera podido hacer. No le hubieran permitido pasarse a la Compañía Oriental de Indias, así que ¿qué otra cosa le quedaba? Además, ahora ya sólo tenía a sus compañeros. A ellos por lo menos los conocía. Le costaba más trabajo que nunca hablar con nadie, confesarle que ya no sabía seguir adelante. Se levantó para dirigirse al muelle.

—Defender a Inglaterra —dijo, y sonrió con esa sonrisa que tan poco les gustaba a los demás.

El último al que le preguntó por Mary Rose fue a un niño. Tampoco sabía nada, pero agarró a John del brazo porque quería enterarse de los animales que había en el otro confín del mundo. John se sentó y le contó una historia sobre un varano gigante, un lagarto que llamaban salvator.

Había visto el varano en Timor, pero ahora se asombraba incluso de que involuntariamente se le ocurrieran tantas cosas tristes sobre aquel extraño animal.

—El salvator no huye, pero tampoco le gusta luchar. Va contra su naturaleza. Es tan listo como un hombre y le gusta tener amigos. Pero apenas si se mueve, casi siempre se está ahí quieto, por eso no tiene muchos. Vive más que todos los demás animales. Sus amigos mueren antes que él.

—Entonces, ¿qué sabe hacer? —preguntó con impaciencia el niño.

—Es modesto y pacífico. Sólo le molestan las gallinas. Se las come siempre que puede. Muchas veces no ve bien lo que tiene delante de los ojos…

—¡Cuéntame mejor qué aspecto tiene!

—Tiene un caparazón encima de los ojos, y los agujeros de la nariz en forma de huevo, y su piel es negra con motas amarillas. Tiene la cola larga y dentada y una lengua muy fina. Lo va catando todo cuidadosamente con ella.

El niño dijo:

—Creo que no me gusta mucho. Seguro que es venenoso.

—No lo es —replicó John con tristeza—, pero la gente cree que sí. Por eso tiene que tener mucho cuidado. Los Cingaleses lo espantan a pedradas y con fuego.

—Si es tan lento, será por culpa suya —concluyó el niño.

John se levantó.

—¿Lento? Sólo en apariencia. El corredor más rápido del mundo no es capaz de darle alcance, y ve muchas millas más allá del horizonte.

Luego se fue, y así se despidió de Portsmouth.

Estaba infinitamente fatigado. No creía que se fuera a ir a pique, pero tenía la vaga sensación de que ya se había acabado todo, por mucho que siguiera adelante. No podía llorar como un niño, pues ya no creía que el mundo fuera a cambiar porque él llorara. Pero en su interior anidaba una profunda preocupación que le hacía buscar la oscuridad y rehuir a la gente. Esa preocupación iba ganando terreno, a pesar de permanecer oculta; y aunque se llamaba Mary Rose, iba alargando su zarpa hacia el resto del mundo. John no quería irse a pique y se dispuso a reunirse con los demás. Se guardó mucho de seguir ejercitando su facultad de llevar la contraria. De ese modo ganó grandes elogios y llegó a teniente. No era poco.

Retrasó por diez años la decisión más importante, la que atañía a su propia vida, a su petate. Casi habría sido demasiado tiempo.