EL LARGO REGRESO
En el camarote del capitán del transbordador de Indias Earl Camden se hallaba el teniente Fowler, de la Armada de Su Majestad, y el capitán Dance, de la Compañía Oriental de Indias.
—Tendrá todavía muchas cosas que contarme, señor Fowler —decía Dance—. Pero ahora tiene usted que regresar a Inglaterra. ¿Quién le queda todavía de la tripulación de la Investigator?
—En el Earl Camden llevó todavía al pintor William Westall…
—Conozco a su hermano mayor. Pinta buenos cuadros de tema bíblico. Conozco uno que se llama «Esaú pide a Isaac que le dé su bendición». Bueno, ¿y a quién más?
—A John Franklin, guardia marina. Dieciocho años. Más de tres de navegación.
—¿Bueno?
—Nada que objetar, sir. Aunque la primera impresión que da…
—La primera impresión que da…
—No es muy rápido.
—Un culo de plomo; vamos, una rémora.
—Puede que sí. Pero de un tipo especial. Nada que objetar. Tal vez no hubiéramos salido con vida sin su ayuda.
—¿Por qué motivo?
—Cuando no quedó más remedio que mandar al desguace a la Investigator en Sydney, continuamos la travesía a bordo de la Porpoise y la Cato. Al cabo de dos semanas dimos contra un escollo. Logramos salvamos en un solo bote y refugiamos con unos pocos víveres en un estrecho banco de arena. La tierra firme más cercana estaba por lo menos a doscientas millas.
—¡Realmente lamentable!
—En cuanto el capitán partió para Sydney en busca de ayuda, los hombres empezaron a perder las esperanzas. El banco de arena apenas sobresalía unos cuantos pies por encima del agua. Los víveres escaseaban. Nadie contaba con que el capitán volviera. ¡Fueron cincuenta y tres días de espera!
—¿Y Franklin? —En ningún momento perdió las esperanzas. Probablemente por incapacidad. Parecía que tuviera para años. Lo elegimos jefe de la asamblea del atolladero.
—¿Qué quiere decir?
—Estábamos a punto de que se produjera un motín. Franklin convenció a los desesperados de que teníamos tiempo y de que un motín más valía hacerlo despacio que con prisas. La asamblea del atolladero era el gobierno de todos.
—Suena muy francés. Pero probablemente muy adecuado para un atolladero. ¿Y qué fue lo que hizo de especial ese Franklin?
—Enseguida empezó a construir un tingladillo para guardar los víveres. Al cabo de tres días, cuando ya lo tuvimos listo, estalló un temporal que inundó la isla, pero el agua no alcanzó el tingladillo. Como Franklin es tan lento, nunca pierde el tiempo.
—Bueno, me fijaré en él. Y usted, señor Fowler, ¿podría ocuparse, llegado el caso, de entrenar a la dotación de artillería? De nuevo se acabó la paz. Tenemos que contar con la eventualidad de encontramos con piratas franceses.
—¿Se atrevería usted a entablar combate, sir?
—Puede ser. Mi escuadrón constará de dieciséis barcos y ninguno desarmado. ¿Qué decide?
Formalmente, Fowler iba sólo de pasajero. Pero estaba dispuesto a aprovechar la primera ocasión que tuviera para infligir cualquier daño a Napoleón Bonaparte. Aceptó.
Como el Earl Camden no salía hasta dentro de unos días, John estaba sin hacer nada en el puerto de Whampoa, mirando, en compañía del pintor William Westall, cómo iban cargando el barco. Las naves de hasta ocho pies de calado no podían remontar el río hasta Cantón. Tenían que esperar aquí, en Whampoa, la llegada de sus cargamentos: cobre, té, nuez moscada, canela, algodón y más cosas. En ese momento, el oficial del puerto estaba pidiendo que le entregaran una muestra de un saco de especias. John había oído decir que también llegaba opio, millares de cajas al año. Los que fumaban opio tenían unas visiones llenas de colores y no pensaban en nada más. Pero aquel saco sólo contenía agar—agar, un alga marina prensada en forma de bastones, que se necesitaba para que el jugo de las cabezas de cerdo inglesas se solidificara formando los chicharrones.
Ahora ya sabía John lo que era la nostalgia.
Al calor de la primavera, el muro sobre el que estaban sentados olía exactamente igual que las lápidas de St. James de Spilsby.
—He pintado lo que no debía. ¡Esto no puede seguir así! ¡Hay que pintar de una forma totalmente distinta! —farfullaba Westall, arrugando la frente—. Lo único que he hecho ha sido copiarlo todo con absoluta minuciosidad: relieves, plantas, figuras humanas, exactamente del natural, para que se los pueda reconocer.
—Pues ya está bien —comentó John.
—No, es un embuste. Al mundo no lo vemos como un botánico que a la vez fuera arquitecto, médico, geólogo y capitán. El conocimiento no se produce del mismo modo que la percepción visual. Son dos fenómenos que no coinciden del todo sin más ni más, y suele ser un mal método a la hora de definir las cosas. A un pintor no le hace falta conocer. Lo que tiene que hacer es ver.
—Pero entonces, ¿qué pinta? —preguntó John después de pensar detalladamente en ello—. ¡Si ya tiene muchos conocimientos!
—¡La impresión! —respondió Westall—. Lo que es ajeno, o al menos lo que de ajeno tiene lo que es familiar.
John Franklin, que se quedaba mirando siempre con gesto amable y algo asombrado, era el interlocutor ideal para un pensador implacable. Lo cierto era que escuchaba muchas cosas que otros no hubieran estado dispuestos ni siquiera a oír. El pensamiento de los demás le infundía respeto. Pero se había vuelto cauto. Los pensamientos podían ir demasiado lejos. El contramaestre Douglas había dicho, poco antes de morir, que todos los paralelos confluían en el infinito formando un ángulo recto. Esta afirmación la hizo cuando ya no le quedaba ni un solo diente, y murió al cabo de poco tiempo. El escorbuto. Se acordaba también de Burnaby, de cuánto hablaba de la igualdad, sonriendo con los ojos bien abiertos, y por lo general de manera bastante confusa. La precaución no le iba a estorbar.
—De ahora en adelante sólo plantearé problemas que sean verdaderamente posibles —decía Westall—. El que se niega a plantear problemas no será capaz de nada bueno, ni de pintar, por supuesto.
Enseguida empezó otra vez:
—Por ejemplo, creemos saber qué es lo que en el mundo hay de permanente y de cambiante. ¡Pero no tenemos ni idea! En el mejor de los casos, lo intuimos. Y los buenos cuadros poseen esa intuición.
John asintió y clavó la vista en la gigantesca ciudad acuática hecha de juncos y plataformas. Se repitió mentalmente la frase para ver si la había entendido. Ante sus ojos se movían miles de hombres que comerciaban, desde los más miserables a los más ricos. Todo lo que John veía estaba en función de los negocios: velas de junco, quitasoles, murallas con alguna almena de menos, barcas tan amplias como Dalsas y los largos bicheros con los que eran empujadas hasta los barcos grandes. Se había pasado el día mirando lo que eran los negocios: esteras de hierba por monedas de cobre, y seda por oro, maderas lacadas u objetos finos de cristal. Pero lo más importante de todo eso no podía verse directamente. Era algo que estaba siempre allí, pero no se intuía como haría un pintor, sino que se sabía por razonamiento lógico: sin paciencia, el mercado no era tal. Sin paciencia, los comerciantes no eran más que bandidos. Equivalía al escape de los relojes.
—De todas formas, a mí me gustaría conocer todo lo que es permanente —dijo John a Westall, que no esperaba ya respuesta alguna y hacía rato que seguía hablando. John sentía una gran afinidad con todo lo permanente, por muy difícil que fuera de captar.
Ahora conocía ya muchísimos sitios distintos, pero a pesar de todo aún no veía en ello una mayor seguridad. Además, se le seguía planteando el problema de por qué permanecía lo permanente. ¿Por qué el avestruz tenía plumas y no volaba? ¿Por qué las tortugas marinas tenían esa pesada coraza y en cambio no la tenía ni un solo pez? ¿Por qué los caballos no tenían cuernos y los ciervos sí?
—¡No hay seguridad en nada! —insistía Westall.
Casi más inquietante todavía resultaba la desigualdad de las razas humanas, sobre todo porque cada una tenía sus propias contradicciones. Los australes se apoyaban en bastones y miraban las cosas lentamente. Sin embargo, eran capaces de coger como una exhalación un pez del arroyo sólo con las manos. Los chinos mantenían el cuerpo perfectamente erguido y atento, como si tal cosa. Qué orgullosos parecían. En cambio, cuando uno se dirigía a ellos, no paraban de hacer mil reverencias. Los franceses eran solemnes y apasionados y querían cambiarlo todo, pero empleaban infinidad de tiempo en preparar y degustar sus comidas. Les repugnaba la cocina inglesa y no la probaban por mucho que estuvieran muertos de hambre, según había podido comprobar en Sydney. ¡Y los portugueses! Estaban siempre pensando en el próximo terremoto y construían sus casas con esa precaución, pero luego volvían con sumo orgullo a poner iglesias en el mismo sitio en el que se habían derrumbado. ¡Y los ingleses! Amaban muchísimo a su país, pero les encantaba estar lo más lejos posible de él. Westall asintió.
—No se puede predecir nada. Nadie puede explicar por qué las cosas son de una forma y no de otra. La casualidad y la contradicción son más fuertes que cualquier predicción.
John admiraba al pintor. Sólo era cinco años mayor que él y tenía en cambio la energía suficiente para enfrentarse con las cosas y preguntarse si eran realmente lo que parecían. A él ni se le ocurría nada semejante. Si uno planteaba muchos problemas, a la fuerza tenía que actuar con rapidez. Todo el mundo intentaba librarse cuanto antes de ese tipo de personas. Además, John sabía bien que no siempre se podía admitir como válida cualquier respuesta, y las respuestas decepcionantes no deparaban sino discordia.
Sobre la casualidad, sin embargo, sí que le habría gustado saber más, principalmente sobre la muerte accidental.
Ante su vista tenía otra vez a Denis Lacy, que se había caído desde el juanete mayor, a más de cincuenta pies de altura, en medio de cubierta. ¿Por qué había caído el más ágil y no el más lento? ¿Por qué precisamente en el momento en el que habían superado todas las dificultades y el resto de la tripulación iba ya camino de Cantón? John volvió a contemplar con toda precisión aquel cuadro espantoso. Ni siquiera esa ciudad acuática, tan grande y variada, podía ocultárselo. Veía el charco de sangre en el que yacía Denis con el cráneo aplastado. Bajo la tela de su camisa resaltaban las astillas de sus huesos como si fueran espinas. Su pecho seguía subiendo y bajando, y le salía espuma por la boca y la nariz. Por fin su corazón dejó de latir. Para librarse de esa imagen, John pensó en Stanley Kirkeby, en cómo le había mordido en el trasero una foca, cuando estaban en la isla de los Canguros, y eso que le debió doler. Pero también en este caso, ¿por qué había sucedido una cosa así? ¿Por qué no dejó de suceder? O el contramaestre, que se cayó del bote y le atacó una medusa roja. Aún se le notaba la erupción después de varias semanas. Y encima era la única medusa que había en toda la zona. O el maestre de velas Thistle y el guardia marina Taylor, devorados por los tiburones, cuando el oleaje volcó su bote. ¿Por qué ellos y no el señor Colpits, para quien al menos no habría constituido ninguna sorpresa? En cambio él no había perecido. Ahora estaba en Sydney, regentando un almacén a las órdenes del gobernador, comiendo mucho y a diario.
—Habría que hacer unas tablas sobre cómo vive y muere la gente —dijo John—; una especie de geometría.
Ya sabía cómo. Con unos parámetros para cada tipo de velocidad imaginable. Involuntariamente, pensó en los guardatiempos y en Matthew. Ahora iba rumbo a Inglaterra con las preciosas cartas marinas, el correo y el gato Trim. A Matthew lo vería otra vez en Spilsby. En cambio, Sherard se había quedado en la Terra Australis para colonizarla, y tal vez construir un puerto. No había habido manera de disuadirlo.
Mockridge había muerto. Se ahogaron tres hombres cuando la Cato se estrelló contra los arrecifes, sólo tres, y uno tuvo que ser Mockridge. Que los hombres fueran distintos era algo que se podía tolerar, e incluso que a cada uno le gustaran unos más que otros. Pero era una pena que la casualidad hiciera lo que se le antojara. John hizo un esfuerzo y volvió a la conversación con Westaíl:
—Tengo que pensarme todavía eso de la exactitud y la intuición —dijo—. Yo no puedo pintar cuadros, tengo que ser capitán. Por eso me gustaría tener la mayor cantidad posible de conocimientos.
—Y ahora vamos a ver lo que lleva a sus espaldas, señor Franklin —dijo el capitán Dance—. Haga una relación sumaria de todo, por favor.
John se lo esperaba. Dance quería hacerse una idea de él. Sin duda ya sabía todo lo referente al viaje por el teniente Fowler. John estaba preparado. Había estudiado largamente en qué consistía un resumen.
Toda relación tenía una cara externa, con una coherencia lógica fácil de comprender, y otra interna, que sólo aparecía en la mente del informante. No había que reprimir esa parte interna. Sólo hubiera provocado un desagradable tartamudeo y toda clase de faltas de expresión. John tenía que concederle tiempo, sin dejarla aflorar al exterior. No haría muchos meses que, por mor de esas imágenes internas, tenía la tendencia a repetir una y otra vez la última palabra que hubiera dicho hasta que por fin lograba reanudar el hilo del relato. Ahora ya sabía cómo hacer pausas. Afrontaba con la mayor sangre fría el riesgo de que su interlocutor le quitara la palabra y se sintiera ofendido porque John no se dejase interrumpir.
Para empezar recurrió a una frase que tenía bien ensayada. Contenía los nombres del barco y del capitán, el número de sus tripulantes y cañones, y la fecha de partida de Sheemess. Luego, epígrafes, fechas, posiciones. Todo en una secuencia lo más uniforme posible. Lo que cabía dentro de este esquema resultaba en general un informe bien hecho. Hasta el encuentro de la Investigator con Le Géographe —capitán: Nicolas Baudin; treinta y seis cañones—, Dance admitió pacientemente las pausas mentales de John. Pero entonces dijo:
—¡Dése prisa, señor Franklin! ¿Qué es lo que tiene que pensarse tanto? ¿No estaba usted allí?
También para esto estaba preparado John.
—Cuando expongo una cosa, necesito mi propio ritmo, sir.
Dance dio una vuelta por el camarote y se quedó mirándolo asombrado.
—Sólo en una ocasión he oído decir una cosa así. A un deán escocés. ¡Siga!
John informó de los dos años de viaje costeando la Terra Australis, o Australia, como solía decir Matthew para simplificar. Habló de Port Jackson. De su estancia en Cupang, en la isla Timor. De cómo había surgido la terrible enfermedad que Matthew tanto había deseado evitar. Cifras de pérdidas. El barco prácticamente a punto de irse a pique, mantenido a flote sólo gracias al extenuante trabajo con las bombas de los pocos que aún quedaban sanos. Durante las pausas, John se callaba lo de las muertes, el bombeo y el miedo a caer enfermo. Lo único que Dance oía eran cifras, conceptos geográficos y pausas. Otra vez Port Jackson. El gobernador declara el barco inservible para la navegación, una ruina. La tripulación es dividida para el regreso por la ruta de Singapur entre los buques Porpoise, Cato y Bridgewater. Quien quiera quedarse de colono, tiene permiso. Larga pausa para Sherard Lound. No había habido ninguna disputa. También Sherard tenía sus propios sueños.
—Esta pausa está durando demasiado —le advirtió Dance. Temía que el joven se quedara atrancado todavía más rato cuando llegara a lo del naufragio.
La Porpoise y la Cato a la vez, en plena noche. Ninguna ayuda por parte de la Bridgewater, que navegaba a corta distancia. ¡Capitán Palmer! Piloto de la Compañía Oriental de Indias, igual que el propio Dance. Ya lo conocía. Un lamentable jugador de whist, y ahora además un marino irresponsable. ¡Al demonio con él! Dance se quedó perplejo al comprobar que el informe de John se había acelerado y que no lo había podido seguir por tal motivo. Mientras él se excitaba pensando en Palmer, el guardia marina le había adelantado, y, a pesar de haber hecho una larga pausa para el naufragio, el estrépito del maderamen al reventar, los gritos ele los desamparados, los cortes producidos por el coral y la muerte de Mockridge, Franklin se encontraba ya en el banco de arena con las provisiones a salvo. El hambre y la espera. Un oficial mata a dos hombres en legítima defensa. ¡De eso no le había informado Fowler! Franklin no dijo ni una palabra del motín. Lo describió dando un rodeo de la siguiente forma:
—Se rechazó la propuesta de construir balsas con los restos del maderamen y dirigirse a remo hacia occidente.
Dio toda clase de detalles sobre Flinders, el capitán: navega en bote más de novecientas millas hasta llegar de nuevo a Port Jackson, para volver con tres navios y salvar a su tripulación. Matthew Flinders, ¡un navegante asombroso! El guardia marina concluyó finalmente diciendo de un tirón esta frase:
—Los que permanecieron en el atolladero partieron en el Rolla rumbo a Cantón, y sólo el capitán —aquí una breve pausa para Trim— directamente hacia Inglaterra en la goleta Cumberland.
—Esperemos que llegue —dijo Dance—. Otra vez estamos en guerra.
John lo entendió y se asustó.
—¡Pero tiene un salvoconducto! —exclamó.
—Sólo para la Investigator. —El dedo del capitán trazaba continuamente líneas sobre la mesa del camarote, igual que las arrugas de una frente—. Usted va de pasajero con nosotros, señor Franklin, pero según tengo entendido es usted un oficial de señales muy práctico… ¿Me oye, señor Franklin?
John estaba preocupado. Pensaba en Matthew. Con gran esfuerzo volvió la cabeza hacia Dance.
—Sí, sí, sir.
—El Earl Camden es el buque insignia de un escuadrón de la Compañía Oriental de Indias, y yo soy su comodoro. Y ahora es usted el cadete de señales.
El comodoro Nathaniel Dance tenía sesenta años. Era alto, flaco, con una nariz grande y el cabello gris y encrespado. Sus palabras, a menos que se tratara de explicar algún pasaje de la Biblia o algún tema de índole religiosa, sonaban prudentes y esclarecedoras. Sus movimientos eran acompasados, sin que ello le costara el menor esfuerzo. Sus ojos podían lanzar destellos de malicia, como suele ocurrirles a todas las personas bonachonas. Fingía ser impaciente, pero el caso era que siempre prestaba atención. A veces decía groserías, como por ejemplo:
—¡Basta, gracias! ¡Estoy empezando a aburrirme!
Con el pintor Westall discutía mucho, sobre todo a las horas de comer. Opinaba que el arte tenía que ser bello. Pero eso sólo podía conseguirse gracias a un parecido exacto. La Creación era más hermosa que todo lo que el hombre pudiera imaginar con su fantasía. Westall replicaba ladinamente que el hombre era la cima de la Creación, y el espíritu, lo más excelso de él. La disposición física de las cosas no era hermosa en sí, sino lo que la vista y la mente hacían de ella. Ahí entraban la intuición, el miedo y la esperanza. Después de comer, Westall se burlaba:
—Su tío es Nathaniel Dance, el pintor. Por eso piensa ese alquitranero de tres al cuarto que está familiarizado con el arte.
Al día siguiente empezaba otra vez la discusión. Parecía que lo que más le gustaba al comodoro era confundir al artista.
—¿Pintar el miedo, los caprichos de la vista? ¿Y por qué no entonces la ceguera? ¡Llevo a mis espaldas sesenta años de miedo y de caprichos! No, señor Westall, el hombre debe alzarse sobre su debilidad por la gracia de Dios. Su hermano lo sabe. Piense usted en «Esaú pide a Isaac que le dé su bendición» ¡Eso es un cuadro! El arte debe ser edificante.
El Earl Camden zarpó de Whampoa a la cabeza del escuadrón, llevando tras de sí quince buques de la Compañía Oriental de Indias cargados hasta los topes. Estos barcos iban mal armados y no eran tan estables como un buque de guerra, pero sobre todo iban peor tripulados. No había ni un solo soldado de Marina. Las jarcias eran de cáñamo de Manila sin embrear y parecían fáciles de manejar. A los pocos días John se dio cuenta de que no era sólo cosa del abacá, sino también de la tripulación. Los atezados lascars estaban estupendamente adiestrados, lo entendían todo a la primera y se esforzaban cuanto podían. A bordo iban también las mujeres de algunos marineros, blancas y de color. Nadie ponía la menor objeción. Un barco de Indias no era ninguna base flotante de combate. Sólo el casco iba pintado a rayas amarillas y negras, para engañar a los piratas. Por dentro era un barco totalmente pacífico. Pronto se sabía John el escuadrón entero, a costa de trabajar día y noche. Conocía los nombres de los lascars lo mismo que el de los oficiales. Pensaba constantemente en qué consistía ser un buen capitán y en si Dance cumplía todos los requisitos.
¿Quién debía dominar a los demás en este mundo?
Desde luego, los hombres como Matthew. Había buenas razones para ello. Después del naufragio, por ejemplo, permaneció en el banco de arena hasta que se despejó el cielo y pudo tomar una estrella que le permitiera definir la posición. Tuvo que quedarse allí tres días enteros y esperar a que amainara el temporal John conocía bastantes hombres que se habrían marenado mucho antes. Nunca habrían conseguido llegar a Port Jackson, por no hablar del regreso. ¿Sería Matthew originalmente un lento que había llegado a capitán? Si Mockridge tenía razón, Matthew se habría hecho guardia marina porque lo habría recomendado el ama de llaves de un capitán de la Armada. Y de no haber tenido amigos en el Almirantazgo, sobre todo cierto Banks, le habrían relevado del mando cuando descubrieron a su esposa a bordo de la Investigator; o cuando encallaron en el Canal.
El que uno fuera o no capaz de costear todo un continente con un barco medio podrido y una tripulación mortalmente enferma, y dibujar además unos mapas fiables, no era cosa que se pudiera decidir en tierra entre cuatro almirantes. Una persona lenta era capaz de hacer muchas cosas, pero necesitaba tener buenos amigos.
Todo lo que el comodoro tenía que comunicarle a su flotilla pasaba por las manos de John, que era también el primero en leer las respuestas. Para entonces se conocía ya todas las banderas y combinaciones sin la menor vacilación. No tenía más que mirar. Luego era cosa de ciegos. Con las banderas tenía que ser así. A veces el viejo Dance se quedaba observándolo. Su mirada parecía de aprobación. No decía nada.
John se había confeccionado una lista con los objetivos personales que deseaba alcanzar: poder llegar a cualquier puerto por sus conocimientos de navegación. Evitar las desgracias; por ejemplo, no chocar con la costa durante un temporal. No tener que avergonzarse nunca como el capitán Palmer, de la Bridgewater. Y no ser culpable de ningún mal paso ni causar la muerte dé otras personas. La lista tampoco era tan larga.
El escuadrón atravesaba el mar meridional de la China y se aproximaba a las islas Anambas.
—Esperemos que no pase nada —dijo de pronto Westall una noche, sin tomarse la molestia de dar más detalles.
—¡Vela a la vista!
Los temores se confirmaban: buques de guerra franceses.
—Estaban al acecho —masculló el teniente Fowler—. Si yo tuviera el mando, soltaría todo el trapo y mandaría la formación en tres direcciones distintas.
—Sería la única solución —comentó otro—. Seguramente serán de setenta y cuatro y nos van a merendar en menos que canta un gallo. Debemos ganarles la delantera cuanto antes.
Y un muchacho dijo:
—El viejo es demasiado lento.
¿Quién debía dominar en este mundo? Entre tres hombres, ¿cuál era el que debía decir a los otros lo que había que hacer? ¿Quién sabía mejor quién era un buen capitán?
En ese momento, Nathaniel Dance subía al tope del palo mayor para observar la situación con la suficiente perspectiva. Pero ¿cómo se podía comprobar si un comodoro viejo poseía aún una vista segura o si la había perdido? Por fin estaba ya en el tope. Tras dar afanosamente unas cuantas vueltas a la ruedecilla de enfocar, se ponía a mirar por el objetivo y se sonaba la nariz. Luego bajaba otra vez, sin por ello darse más prisa que al subir. No le haría falta mandar llamar a los oficiales. Tanto ellos como toda la marinería llevaban ya un rato esperándole.
—Caballeros —dijo el anciano, al tiempo que renqueaba torpemente de la pierna izquierda, que se le había quedado dormida mientras miraba por el catalejo—, son cinco franceses con malas intenciones. Pero no han contado bien. Señor Sturman, por favor, tenga la bondad de ordenar zafarrancho de combate. ¿Señor Franklin?
—¿Sir?
Se había convertido en algo mecánico. Cuando John oía pronunciar su apellido, contestaba inmediatamente con su «sir», sin pensárselo dos veces. Así su respuesta no tardaba más en llegar que la de los otros.
—Ice la señal: escuadrón, listo para el combate, ponerse en línea, a la facha.
Se oyeron tímidos gritos de júbilo. En el fondo, estaban todos bastante confusos. Por lo pronto, la contestación que obtenían las banderas de John no era, a su vez, más que preguntas. La flotilla entera no daba crédito a sus ojos. Finalmente se consiguió formar una especie de orden de batalla. Pero entonces sucedió algo de lo más desconcertante: Los buques enemigos también se ponían a la facha! Ni siquiera desde el tope podían distinguirse sus cascos.
—¡Los nuestros tampoco! —dijo sonriendo Fowler en la batería—. No se atreverán a nada hasta mañana.
El sol se ponía tras la isla de Pulau Aur. Podía distinguirse la punta con toda claridad. Ahí estaban los ventrudos mercantes con su formidable disfraz amarillo y negro, como si fueran navíos de línea bien equipados. Ovejas con piel de lobo, eso es lo que eran. Los franceses no iban a dejarse embaucar por mucho rato. Durante la noche todo el mundo esperaba que el capitán diera la orden de izar velas, pero ni por ensueño. Dance pensaba efectivamente quedarse allí. Nadie dormía. Algunos decían en tono algo más animado:
—¿Por qué no vamos a luchar? ¡Les enseñaremos lo que es bueno!
Surgió un asomo de valor, y en quienes no hacía presa quedaba al menos la esperanza de que los franceses se retiraran solos para librarse de una hipotética superioridad inglesa.
En la oscuridad no había señales que dar, así que John tenía tiempo de entretenerse con sus dudas. Hoy no se le daban bien la decisión y la serenidad. No podía fiarse de que fuera siempre a hacer las cosas como era debido. ¡Ahí estaba la bandera blanca aquella de la Investigator! Había oído con toda claridad una orden que probablemente no había dado nadie. En este caso, de haber sido otro el capitán, hubiera tenido asegurado un consejo de guerra.
Por otro lado, Nelson… En Copenhague había ignorado sin más la orden de retirada que había dado el almirante en jefe. Y de consejo de guerra, nada.
Pero a Nelson le habían protegido sus éxitos tanto antes como después. Certeza de las cosas podían sólo tenerla quienes ignoraban qué era lo transitorio, como las estrellas, las montañas o el mar. Y éstos carecían de palabras para expresar lo que por su larga existencia sabían. En este punto, pensaba John, había más libertad de lo que sería de desear. Se podía actuar correctamente, sí, pero siempre era posible que todos los demás consideraran desacertada dicha actuación. E incluso podían tener razón.
Amaneció. Seguían viéndose en el horizonte las velas, sin moverse. Los franceses seguían a la facha. El comodoro ordenó que sus naves siguieran navegando con el rumbo que llevaban, para obligar al enemigo a tomar una decisión. No pasó mucho tiempo antes de que crecieran y se multiplicaran las velas en los palos. John tenía ahora bastante que hacer. Dance cambiaba constantemente el rumbo y lanzaba su flota directamente contra el enemigo.
John se dio cuenta, para vergüenza suya, de que estaba temblando. Al notarlo, su miedo se hizo aún mayor. No creía muy posible que se repitiera lo de la batalla de Copenhague, pero de poco le servía. Mientras tanto, intentaba figurarse que también acabaría pasando todo esto. A poniente tenían Pulau Aur. Empezó a imaginarse cómo los supervivientes, tanto ingleses como franceses, intentarían refugiarse en aquella isla después del combate. ¿Se repartirían los víveres y tomarían decisiones en común? ¿O se matarían unos a otros? También en estos pensamientos se albergaba el miedo. Decidió pensar en otras cosas útiles y estimulantes. Empezó a hacer un recuento:
—Provisiones, agua, mechero, herramientas, vendajes, armas y munición.
Era la lista de cosas que debía haber en los botes en caso de naufragio. Se la sabía de memoria. Pero si no podía vencer el miedo, al menos tenía que dominar ese maldito temblor.
¿Por qué Dance no se había puesto a salvo por la noche? El riesgo habría sido mucho menor. ¡Era imposible que se atreviera a dejarse abordar!
John se sentía débil, pero seguía mirando, descifrando, tomando nota y dando los partes pertinentes. Las señales que percibía constituían un modo de poner en movimiento su cerebro desde el exterior. Cuando no había ninguna, seguía con su lista:
—Catalejo, sextante, brújula, cronómetro, papel, cordel de sonda, anzuelo, puchero, aguja…
Esta lista era suficientemente larga para su miedo. Entre las pocas cosas que no había que salvar, cuando un barco se iba a pique, estaba la «piedra santa».
Sus temblores no dejaban de aumentar.
—Perchas, lona, hilo torzal, banderas…
Los buques de guerra se acercaban a toda velocidad.
—¡Señales! —musitó John—. ¡Es posible que hagan señales!
Una de las primeras balas francesas que alcanzaron el Earl Camden dio al timonel. Dance miró al suplente y alzó hacia él la barbilla. Simultáneamente torció la cabeza, de modo que con la frente señalaba al timón y con la barbilla al hombre. También hubiera podido decir: «Ocupe su lugar».
Pero el sitio del piloto estaba lleno de sangre. Por eso prefería hablar por señas. Luego sacó el reloj y se puso a estudiarlo con tanta atención que parecía que lo más importante de la muerte de James Medlicott hubiera sido la hora.
Sus temblores aumentaron. Sólo pensaba en cómo ocultarlos. Nadie podía sujetarse el rostro y el cuerpo. Se agachó, cogió el cadáver por la espalda y las rodillas, y lo levantó como se levanta a las mujeres y a los niños. Mockridge había contado el accidente de un chico de nueve años que una noche en Newcastle, se echó encima de un vehículo debido al cansancio. La historia había llenado de temor a John. Se había imaginado muchas veces cómo habría recogido al herido de haber estado allí.
—¡Pero si está muerto! —exclamó uno de los lascars.
John no respondió. Retiró el cadáver con cuidado, sin tropezar con nada. Naturalmente, lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido. No obstante, siguió con ello. Por lo pronto, era una manera de ocultar sus temblores. Los cañones tronaron. El barco dio una cabezada con el impacto. John depositó al muerto junto a los enfermos y se marchó a toda prisa. El médico declararía que no había nada que hacer. John subió de nuevo a cubierta. Estaba convencido de que no había hecho esa insensatez por cobardía. Era más bien una especie de disconformidad. Sí, eso es lo que había sido. Y no era nada indigno. Su respiración se calmó. El miedo empezó a ceder. Ahora empezarían enseguida los franceses el abordaje. John lo rechazaba como todo lo demás en esta situación. No sentía más que rechazo. Dijo:
—¡No lo puedo aprobar! ¡No lucharé!
Miraría, se quedaría esperando como una montaña, ya fuera vivo o muerto. Para la guerra todos eran demasiados lentos, él no era el único.
John subió con toda calma el último tramo de las escaleras. Ahora no había a bordo nadie más decidido que él, de eso estaba seguro.
Pero se quedó sin hacer la prueba.
Todo había cambiado.
Un cuarto de hora más tarde, John tenía que izar una nueva señal: persecución general del enemigo durante dos horas. Los franceses ya habían tenido bastante y huían. Habían sido derrotados por dieciséis mercantes ingleses abarrotados de cobre del Japón, salitre, agar—agar y té. Cinco buques de guerra repletos de cañones y munición, en cuya cubierta un batallón entero de soldados estaba en zafarrancho de combate con las bayonetas caladas, huían de ellos.
De pronto, John se dio cuenta de que a su alrededor todo eran risas, una especie de demencia, sin poder parar, porque el mundo no podía haberse vuelto más loco y lúcido a la vez, y porque alguien, en el alcázar de proa, había exclamado:
—¡Yo creo que no querían hacemos nada!
Se dio cuenta de que también él llevaba riéndose un buen rato, sin por ello poner fin al rechazo que antes había sentido. Esa risa no era más que un desahogo.
El comodoro gritó desde la popa:
—Señor Westall, espero que habrá hecho usted un par de bocetos.
El pintor replicó:
—Lo siento, sir, me quedé sorprendido ante el desarrollo del ejercicio.
La palabra «ejercicio» fue corriendo de boca en boca. Continuaron las risas.
En aquella victoria, Nathaniel Dance se lo había jugado todo. Ahora era un héroe. Todos eran héroes.
El comodoro invitó a sus oficiales y capitanes al buque insignia para festejar la «victoria de Pulau Aur». Levantó su copa:
—Sólo ha sido posible porque Dios nos asistió y no nos precipitamos. Mirar bien las cosas tres veces y actuar una sola. Es algo que no siempre entienden los jóvenes. Despacito y buena letra es mejor que deprisa y por última vez. ¿Verdad, señor Franklin?
Todos se quedaron mirando a John, probablemente porque esperaban que dijera encantado: «Sí, sí, sir», como procedía. Sin embargo, lo único que hizo fue mirar al comodoro y ponerse a temblar un poco. ¡Eso sí que era insólito! Todos estaban asombrados. Pero él estaba preparándose una frase que quería decir. A modo de introducción, y para no abusar demasiado de la paciencia de los demás, empezó así:
—Sir, no estoy conforme… —y se quedó pensando cómo continuar. De repente todos guardaron un silencio total. A pesar de todo, prefirió acometer directamente la frase crucial—. ¡La guerra va demasiado despacio para todo el mundo, sir!
En medio de las risas que sus palabras habían provocado, comparó otra vez lo que había dicho con lo que había querido decir. Pero no sirvió de nada. Por lo pronto, Fowler le daba una palmada en el hombro y de nuevo estaba en medio de la barahúnda.
Puede que sólo le hubiera entendido el comodoro o, por lo menos, eso aparentaba.
—Ni demasiado despacio ni demasiado deprisa —dijo en tono serio—. Mis días están en Tus manos. Sálvame de las de mis enemigos, Señor, y de las de mis perseguidores. —Luego añadió—: Haz por último que el señor Franklin construya frases enteras y no haga pausas. Todavía va a sernos muy útil. ¡Hoy hemos tenido un buen día!
Aunque ninguno de los presentes había entendido una palabra, todos se echaron a reír como si de un chiste se tratara. No cabía otra actitud ante un anciano victorioso.
Pronto supo toda la tripulación de el Earl Camden que la opinión de John era muy distinta de la suya. Se dirigió a Dance y a todos los presentes, y expuso correctamente sus argumentos. Le comentó a Westall:
—Me gustaría tener siempre valor a la primera, pero todo lo que emprendo necesito hacerlo como es debido. Para todo tengo que esforzarme, incluso para ser valiente.
Westall le hizo guiño:
—Pues queda usted muy bien en el retrato.
Ya habían dejado atrás Ceilán y ahora pasaban por el cabo Comorín. John contemplaba el mar mientras el pintor le hacía un boceto. Westall se humedecía constantemente el labio inferior con la lengua. No sabía dibujar de otro modo. John empezó a hablar de nuevo.
—Señor Westall, debo decirle otra cosa: yo creo que el parecido es mejor que la intuición.
Westall comprobaba la distancia que había entre los ojos de John, levantando el pulgar, y después medía a qué altura arrancaban sus orejas, estirando la mano.
—Este retrato se le parecerá mucho —replicó.
John estaba muy satisfecho. Guardó silencio y permaneció inmóvil. Si el señor Westall iba a pintarle bien, como se hacía antiguamente, no podía permitir que el dibujo le saliera movido.
En la rada de Bombay vieron cómo se anunciaba la llegada del monzón. William Westell bajó del barco. Dijo:
—Me gustaría quedarme aquí a pintar la India. Empezaré por el monzón. El cuadro más hermoso de mi hermano se llama Casandra profetiza la caída de Troya. El mío se llamará El monzón se cierne sobre la bahía, y expresará lo mismo… ¡pero mejor!
John no entendió una palabra, pero se sintió triste, porque también perdía a ese loco, al que había cogido tanto cariño.
¡Portsmouth! Las fortificaciones y los muelles tenían el mismo aspecto de siempre. Era como si acabara de estar en la ciudad el día antes. Que un John Franklin cualquiera volviera de los Mares del Sur al cabo de tres años, aquí no le hacía apoyar a nadie la copa en el mostrador. Portsmouth era un hervidero de hombres y mujeres jóvenes, ruido, trabajo y espíritu de iniciativa. La ciudad se ocupaba de sus asuntos. Si en ella vivía gente mayor era precisamente por eso, no a su pesar. Allí nadie cultivaba rosas, nadie echaba sermones ni los escuchaba. Se vivía deprisa porque había que acabar cuanto antes. En los muelles se trabajaba de firme, incluso por la noche, a la luz de las lámparas de sebo. Era una ciudad hambrienta y rápida que seguía siendo la misma de siempre.
John se enteró de que Matthew había sido capturado por los franceses en la isla Mauricio y de que había sido retenido en ella, acusado de espionaje. Creía que todavía estaban en paz y por eso había fondeado en aquellas aguas, que eran territorio francés, a pesar de que su salvoconducto sólo era válido para la Investigator, que en paz descanse. Ojalá le dejaran sus mapas, que tantos esfuerzos habían costado, y lo devolvieran pronto a casa.
Mary Rose continuaba allí.
Seguía viviendo en Keppel Row, sólo que dos casas más arriba. Tenía la gran olla de agua puesta al fuego sobre unas trébedes; así siempre podía tener el té listo sin necesidad de retirar el agua del fogón. Parecía que las cosas le iban bien.
—Hablas más deprisa que hace tres años —le dijo.
—Ahora tengo mi propio ritmo —repuso John—. Además, no estoy siempre de acuerdo con todo como antes, y eso acelera.
A los torneados rasgos del rostro de Mary le habían salido más arrugas. John se fijó en cómo palpitaba el cuerpo de la muchacha al compás de su respiración. El resplandor de la lámpara hacía brillar en su axila unos cuantos pelillos. Esa pelusa era lo que más le excitaba. Iban a producirse grandes acontecimientos.
—Siento crecer en mí una curva sinoidal. Todo se me sube.
Pronto se olvidó de la geometría y en su lugar aprendió que podía haber cosas mejores en el mundo y que dos personas bastaban para hacerlas realidad. Vio un sol que todo lo inundaba. Paradójicamente, era al mismo tiempo el mar, y parecía más caliente en el fondo que en la superficie. Tal vez el presente sea así cuando no se le escape a uno, pensó John. Oyó la voz de Mary.
—Contigo es distinto —decía—. La mayoría va demasiado deprisa, y entonces todo acaba rápidamente.
—Eso es exactamente lo que yo llevo pensando desde hace algún tiempo —repuso John, lleno de alegría al sentirse comprendido por Mary. Contemplaba cómo se le tensaba la piel sobre la curva que formaban los omóplatos. Se fijó bien en todo. Lo más delicioso era la piel de las clavículas. Le hechizaba. Era como un nuevo presente y un nuevo sol que saliera del fondo.
Mary le enseñó que el ir palpando y sintiendo era un nuevo lenguaje. En él se podían hacer preguntas y también dar respuestas. Había que evitar cualquier equívoco. Esa noche aprendió muchas cosas. Al final quiso quedarse con Mary. Ésta le dijo:
—¡Estás loco!
Estuvieron hablando hasta la madrugada. Era difícil disuadir de algo a John Franklin. De haber habido más pretendientes a la puerta, se habrían marchado hartos de esperar.
—Ahora me alegro también de saberlo todo con mi cuerpo —dijo John.
Mary Rose estaba emocionada.
—De ahora en adelante ya no necesitas para eso pasarte tres años dando la vuelta al mundo.
A la puerta del White Hart Inn estaba el viejo Ayscough, de ochenta años, sesenta y cinco de los cuales se los había pasado de soldado en Europa y América. Iba allí cada día a esperar la silla de posta. Se fijaba bien en quién bajaba y de dónde venía.
Reconoció al joven Franklin por sus andares. Estrechó insistentemente la mano del guardia marina, pues quería ser el primero en enterarse de todo.
—¡Vaya! —dijo por fin—. Ya tienes otro barco, y grande. Pronto estaréis combatiendo otra vez en defensa de Inglaterra.
John se dirigió a casa de sus padres. El sol se iba encaramando en los frutales. Desde que él podía recordar siempre había ansiado estar lejos de allí. Pero todo aquel tiempo en el que sus esperanzas se cifraban en la lejanía, se lo había pasado mirando esas chimeneas, la cruz del mercado y el árbol de la plaza del ayuntamiento. Tal vez la nostalgia no fuera más que el deseo de volver a sentir aquellas esperanzas de antaño. Depositó el equipaje junto a la cruz del mercado. Quería reflexionar sobre eso.
Ahora tenía nuevas esperanzas, y recientes. Y también con más fundamento que las de antaño. ¿Cómo le daba a uno eso de la nostalgia?
Quizá había amado todo esto en un tiempo del que ya no podía acordarse. Pero ahora lo extraño estaba más bien aquí. Tenía incluso la sensación de que el color del muro de Whampoa en primavera le resultaba más familiar que el de esas gradas que subían a la cruz del mercado. A pesar de todo, seguía sintiendo una especie de amor.
—Sí, la vuelta al hogar —decía la voz del viejo Ayscough, que había venido siguiéndolo—. Siempre puede uno descansar en él.
El guardia marina John Franklin se sacudió el polvo de los calzones. Se quedó pensando si el amor a la patria sería un deber o más bien algo innato. Naturalmente, no podía preguntarle una cosa así a un antiguo soldado.
La casa del pasadizo pertenecía ahora a un forastero gordo que sólo dijo: «¡Ah…,!», y ése fue todo su saludo, su conversación y despedida.
Sus padres vivían ahora en una casa más pequeña. Al verlo, los ojos de su madre chispearon de gozo y no pudo por menos que gritar su nombre. Todo estaba en silencio, pues su padre casi no hablaba. Parecía triste, y a John le dio lástima. No tenían ni un céntimo. Pero ¿no poseía su padre una fortuna? John prefirió no hacer preguntas. Oyó decir que habían pasado ya los buenos tiempos. Sobre Thomas, su padre dijo escuetamente que ahora estaba al mando de un regimiento de voluntarios. Castigarían a Napoleón, como se le ocurriera aparecer por allí.
El abuelo estaba sordo como una tapia. Se quedaba mirando un rato a cualquiera que hablara, y decía:
—No tienes por qué gritar. De todos modos, no entiendo nada. Ya me entero yo solo de lo importante, sin que me lo diga nadie.
Mientras se dirigía a casa de Ann, John intentó recordar el rostro de Mary. Qué extraño, no lograba acordarse. ¿Se olvidaba uno del rostro de la persona amada? Tal vez precisamente por estar enamorado de ella.
Ann Flinders, de soltera Chapell, se había puesto más rolliza. Se alegró de ver a John. Hacía tiempo que se había enterado de la desgracia de Matthew.
—Primero los almirantes, luego los franceses… Y él no le ha hecho nada a nadie.
Estaba triste pero no lloraba. Quería que le contara todo lo del viaje. Por fin sólo acertó a decir:
—¡Esos franceses van a pagarlas todas juntas!
Luego fue a visitar a los señores Lound.
No habían vuelto a saber nada de Sherard desde la carta que les mandó desde Sheemess. Seguro que los franceses habían incautado la que le había dado a Matthew para que se la trajera. Y no había enviado ni una letra desde Port Jackson. John se imaginó el territorio al que había pensado marcharse su amigo, más allá de las montañas azules, donde todos los ríos corrían hacia el oeste, la zona en la que se refugiaban los penados de Botany Bay cuando lograban evadirse.
—Está en un país verde en el que hace muy buen tiempo —dijo John—, pero allí el correo es muy malo.
Las cosas habían empeorado en Ing Ming. Más gente y menos comida. Los Lound seguían teniendo vacas. Pero las tierras comunales resultaban demasiado escasas para el ganado de los pobres.
—Los ricos corren las lmdes sin más ni más. Y los animales se comen la hierba tan deprisa que no da tiempo a que crezca de nuevo.
El señor Lound era trillador. Chelín y medio al día en época de siega. Su mujer hubiera podido dedicarse a hilar lino, si no fuera porque la rueca y la olla de calentar el té habían ido a parar hacía tiempo a casa del prestamista. Era el hombre que a todo decía «Ah…, hum».
—Todavía tenemos a todos los pequeños en casa —dijo el señor Lound—. En los pantanos el jornal es mucho más alto. O tal vez vayamos a la fabrica de hilados. Allí los chicos siempre pueden ser de utilidad, incluso en invierno. Quizá las cosas vayan mejor cuando ganemos la guerra.
Le enseñaron la última carta de Sherard. En ella decía de él: «Por la noche sueña con los muertos».
La aldea parecía abandonada. Tom Barker estaba en Londres, de aprendiz con un boticario. Otros servían en el ejército. Muchos habían emigrado. En la iglesia seguía Peregrin Bertie, el lord de Willoughby, contemplando una parroquia de sillas vacías.
Todavía estaba allí el pastor, aquel hombre dormilón y rebelde.
Ahí lo tenía, apoyado en el mostrador de la taberna del «White Hart», sin dejar títere con cabeza.
—¿Dar la vuelta al mundo? —preguntaba—. Para eso no necesito ningún barco. La Tierra da vueltas sola.
John se lo tomó con paciencia.
—Pues tú das vueltas también con ella —replicó—, así que te quedas siempre donde estás.
—¡Los pies es lo que tienes que levantar! —masculló el pastor.
Luego hablaron de los prados comunales.
—¿Sabes lo que es un milagro? Pues un prado que encoge cuantas más bocas tiene que alimentar.
—No creo en milagros —respondió John—. Son una cosa de niños.
El pastor apuró su copa y de nuevo hizo gala de su rebeldía.
—¡Te equivocas! En economía lo asombroso empieza en cuanto uno se pone a pensar. ¡Pero tú ya eres un héroe! ¿Mandas por lo menos dinero a casa?