TERRA AUSTRALIS
Pronto empezó la Investigator a hacer agua, a pesar de las reparaciones, y ahora más que antes.
—Esa vieja borracha se traga ya cinco pulgadas por hora —decía el contramaestre—. Si no calafateamos otra vez en El Cabo, ya podemos ir sentándonos en los botes. ¡Un temporal y no necesitaremos más al médico!
Pero ésa fue una de las pocas frases pesimistas que se dijeron. El señor Colpits mantuvo un silencio elocuente, mientras el resto de la tripulación pensaba: «Hasta El Cabo, llegamos».
Proseguía el verano y cada día hacía más calor. Parecía que se había detenido el tiempo de ir en pantalón corto. Aunque ya estaban en octubre, aquí no era más que comienzos del verano. El calor alteraba a los hombres sólo en razón de lo que durara. No había nadie a bordo que careciera de importancia. Se hacía caso a todo el mundo. A John le daba la sensación de que ya no era tan lento como hacía unos meses. Trim ya no podía ponerlo en ridículo delante de todos. Ahora le daba de vez en cuando alguna tajada antes de que él se la arrebatara de un salto.
Matthew estaba enfadado porque no era capaz de dar con una isla llamada Saxemberg. Cierto Lindeman afirmaba haberla avistado unos cien años antes y había aportado las coordenadas exactas, pero aunque tuvo a tres hombres de vigía durante día y noche, no hubo modo de descubrir el menor rastro de Saxemberg. Quizá ese Lindeman estuviera loco o tuviera un cronómetro endemoniado. O la isla era demasiado llana y quedaba siempre por debajo del horizonte. A lo mejor habían pasado a menos de quince millas de distancia de ella.
—Si no la encuentra nadie, será mía —dijo Sherard—. Me haré una casa en ella y no habrá quien me la quite.
En el cabo de Buena Esperanza había un escuadrón de barcos de guerra ingleses que les proporcionaron carpinteros y material. Pusieron cazumbre nueva en las junturas agrietadas de la nave. Nathaniel Bell, que era víctima de la nostalgia con más rigor que nunca, fue trasladado a una de las fragatas para que lo devolviera cuanto antes a su casa. En su lugar se presentó otro guardia marina, Denis Lacy, un muchacho que se pasaba todo el tiempo hablando de sí mismo. Pensaba que todos tenían que saber con quién tenían que vérselas. Por lo pronto, John ya podía empezar a quitarse de en medio.
Como el astrónomo había sido trasladado a Ciudad del Cabo debido a un fuerte ataque de gota, el teniente Fowler y John tuvieron que instalar en tierra un observatorio astronómico. Cuando ya estaban enfrascados en escrutar el cielo con sus catalejos, se dieron cuenta de que justo delante de su emplazamiento pasaba el camino que conducía de Simonstown a Companies Garden. Cada vez que pasaba alguien —caballeros de paseo, esclavos que iban a buscar leña, marinos de los barcos fondeados en False Bay—, se detenía y les preguntaba si se veía algo interesante. ¡Menos mal que allí estaba Sherard! Construyó una cerca con troncos y cuerdas y atraía hacia sí a todos los preguntones. Les contaba unas aventuras tan peregrinas en tomo a los cuerpos celestes que había visto, y ponía una cara tan medrosa, que los caballeros proseguían su paseo y los esclavos recogían su carga.
Al cabo de tres semanas reemprendieron la marcha. Pronto perdieron de vista los últimos buques de guerra europeos.
—Yo creo que me gustaría estar en un sitio donde lo importante no fuera el cuerpo, o, en todo caso, sólo de forma respetable —comentó John a Matthew.
Este entendió lo que quería decir.
—En el sitio al que nos dirigimos se puede sofocar una guerra, siempre y cuando no adquiera grandes proporciones.
La Investigator navegaba a una velocidad de seis nudos rumbo al este. Dentro de unos treinta días llegarían a la Terra Australis, a un punto ya explorado llamado cabo de Leeuwin. John ya empezaba a imaginarse cómo serían los indígenas.
—¿Irán desnudos del todo? —preguntó Sherard.
John asintió distraídamente con la cabeza. Estaba pensando que para los salvajes un blanco debía de resultar algo fantástico, al venir de tan lejos. Siempre prestarían atención a un blanco, aunque no entendieran una palabra de lo que dijera. Además, John sentía curiosidad por saber si realmente había peces y cangrejos que se subían a los árboles para ver dónde quedaba el agua más próxima. Lo había contado Mockridge y casi siempre se le podía dar crédito. Claro que todavía no tenía mucha idea de cómo era la Terra Australis.
La nueva cataplasma que le había caído a John era el tal Lacy.
En cuanto Denis echaba la vista encima a John Franklin, se volvía de lo más impaciente.
—¡No puedo ni mirarlo! —decía, sonriendo a modo de excusa.
Era el más rápido y se lo hacía notar a todo el mundo, no sólo a John. Basaba su derecho a quitarle a todo el mundo lo que se trajera entre manos en su mayor rapidez.
—¡Déjame a mí, yo lo haré!
Cualquier proceso un poco dilatado que pudiera producirse, tenía que interrumpirlo de cualquier manera y dividirlo en períodos más breves. Cuanto más rato hablara uno, más veces lo interrumpía Denis para demostrar que ya se había enterado. Mientras tanto, se levantaba de golpe y se ponía a hacer cualquier cosa: colocar mejor un vaso, no fuera a caerse de la mesa; espantar a Trim, que a lo mejor se estaba afilando las uñas en alguna casaca que estuviera rodando por allí, o mirar por la ventana, a ver si avistaba tierra. En una palabra, estaba enamorado de sus piernas, que le gustaba andar moviendo de un lado para otro. Cuando subía o bajaba las escalerillas, parecía un redoble de tambor. Trepaba a las vergas sin buscar apoyo en los estribos, y bajaba hasta el peñol sin manos. Todos esperaban que un día se pondría a saltar de un palo a otro. Cuando por fin se quedaba quieto en algún sitio, se miraba de reojo sus musculosas piernas. No pretendía molestar a los que eran más prudentes, y una vez admitió incluso de buena gana que quizá alguien pudiera superarle.
—A pesar de todo —comentó el geólogo, que nunca decía nada—, es un castigo para el pescuezo.
Frente a Denis Lacy, todo el mundo se sentía una tortuga.
—¡Tierra a la vista!
El tambor llamó a cubierta a la tripulación en pleno. Matthew apareció con cara de pocos amigos, pero sus ojos brillaban de satisfacción. A los treinta días habían llegado con exactitud al cabo de Leeuwin, sin marrar una milla.
—Ahora vamos a explorar unas costas desconocidas. A partir de aquí el vigía tiene una importancia vital, pues podemos encontrar escollos en cualquier momento. —Matthew bajó el tono de voz—. Nos encontraremos también con indígenas. Al que entable pelea con ellos le prometo desde ahora mismo que no se libra de treinta y seis latigazos como mínimo. Somos exploradores, no conquistadores. Además, llevamos los cañones bajo cubierta.
El maestre de piezas miró al cielo, moviendo la barbilla como si le picara la nuca. Matthew prosiguió:
—También puede provocar peleas el atosigar a sus mujeres. ¡Que no vea a nadie meterse con ellas! Por lo demás, el señor Bell reconocerá a continuación a todos, por si alguien tuviera alguna enfermedad venérea, ¡órdenes de arriba! Ello no quiere decir que podáis hacer algo de lo que os he prohibido. El que robe clavos o cualquier otro objeto de trueque, hará guardias hasta que reviente. Ni un disparo como no sea que yo lo mande. ¿Alguna pregunta?
Ninguna. Bell podía empezar con sus reconocimientos.
Matthew no había presentado a los australes de una forma muy calurosa. Había navegado mucho tiempo con el capitán Bligh, y, además, había oído hablar demasiado de las desdichadas experiencias de Cook y de Marión como para descuidarse.
Por la cara que ponía el médico, John y Sherard llegaron a la conclusión de que probablemente no padecían ninguna enfermedad vergonzosa. Se alegraron mucho.
Primer paseo por el cabo de Leeuwin. Los tenientes se quedaron a bordo y dejaron lista una carroñada para cubrir la retirada de los botes en caso de que tuvieran que regresar al barco a marchas forzadas. Como primera providencia, Matthew mandó buscar una botella que al parecer había dejado allí el capitán Vancouver unos diez años antes.
—¿Quedará algo dentro? —preguntó Sherard.
Encontraron una cabaña abandonada y los restos de un huerto comido por la maleza; una ruina. De la copa de un árbol colgaba una placa de cobre: «Agosto de 1800. Christopher Dixson. Buque Elligoot». Mientras se hartaban de las ostras que se criaban a millares en los acantilados, Matthew comentó:
—Este sido parece bastante concurrido. Somos el tercer barco que ha pasado por aquí en diez años. No había oído hablar nunca de ese señor Dixson.
La Investigator fondeaba en las encrespadas aguas de la bahía. Parecía un barco de alcurnia, y no el suyo. Visto de lejos, el maderamen daba la impresión de estar en unas condiciones impecables. El joven pintor William Westall estaba pintando barco y bahía mientras el capitán le miraba por detrás de su hombro.
—Pero no se ve que lleva echadas dos anclas. ¡Me gustaría que salieran las dos cadenas!
Así era Matthew. Quería que se viera también el trabajo que les había costado.
De repente, apenas empezaron la incursión, oyeron ruido, como si estuvieran aplaudiendo. Pero no eran más que dos cisnes negros que echaban a volar en un estanque. Lo que no se veía por ninguna parte eran cangrejos trepadores.
Enseguida se encontraron al primer indígena, un anciano que se acercaba con paso inseguro, aunque no daba la impresión de sentir el menor recelo por los blancos. Por el contrario, mantenía una conversación a voces con algunos amigos ocultos detrás de los árboles. Cuando el señor Thistle disparó un tiro contra un pájaro, ni siquiera se inmutó. Se quedó un momento mirando para seguir inmediatamente con su perorata. Al poco se acercaron unos diez hombres de piel oscura, que llevaban largas varas en la mano e iban desnudos, lo mismo que el viejo. Matthew ordenó a los suyos que se detuvieran, mientras tendía a los australes un pañuelo blanco y el pájaro que habían cazado a modo de presente. Pero quizá esa especie de aves no fuera de buen augurio entre aquellas gentes. Los nativos lo rechazaron y empezaron a mover los brazos, como para intimar a los blancos a que regresaran a su barco. Tampoco aceptaron el pañuelo. Cuando vieron la Investigator, siguieron haciendo señas y hablando en tono conminatorio. No cabía la menor duda.
—Quieren decir que nos marchemos —aventuró el señor Thistle.
Matthew opinaba que tal vez no quisieran más que visitar el barco, y empezó a hacer gestos como de invitación. Los negros contestaron que era mejor que les trajera el barco aquí. Lo cierto es que resultaba un poco fatigoso eso de comunicarse con los salvajes. Lo primero que habría hecho un misionero habría sido mostrar la cruz y empezar a rezar. A lo mejor hubiera sido mejor que ofrecerles un pañuelo y un pájaro muerto de una especie improcedente. No se veían mujeres por ninguna parte. Seguramente las tendrían escondidas. John pensó en el señor Dixson, el de la Elligoot. Nadie podía saber cómo se había comportado en estas tierras. Los australes tenían un aspecto serio, y echaban miradas por encima de sus gruesos pómulos, como si fueran los señores ante quienes llega una visita que no es de fiar. Sus barbas y cabelleras estaban erizadas. Quizá eso fuera también una señal de desconfianza, como ocurría con Trim.
—¡Se parecen todos de una manera bestial! —dijo Olof Kirkeby a su hermano gemelo después de examinarlos minuciosamente.
Al principio los australes hablaban poco entre sí, pero pronto se volvieron cada vez más locuaces. Por fin algunos empezaron a reírse. Enseguida se pusieron a hablar y a reír todos a la vez. Matthew comentó que probablemente ya iban cogiendo confianza. El señor Thistle sospechaba en cambio que probablemente ésta era su manera habitual de comportarse, y que la aparición de los blancos era lo que había provocado su anterior actitud de recelo y temor.
—Se ríen de que vayamos vestidos —dijo Sherard.
John se quedó mirándolos muchísimo rato antes de pronunciar palabra. Su comentario llegó cuando ya todos habían dado por zanjada la cuestión, y, como de costumbre, de forma tan entrecortada que sólo Matthew y Sherard prestaron atención.
—Ahora saben que no entendemos su lengua. Por eso dicen tonterías y se ríen.
Matthew se quedó sorprendido y se dio una palmada en el muslo.
—¡Claro! —dijo, y lo repitió todo un poco más deprisa para que se enteraran los demás. Entonces todos se fijaron bien: ¡Claro! Luego, todas las miradas se volvieron hacia John. Las palabras de Sherard resonaron en el silencio que se había producido:
—John es listísimo. ¡Hace diez años que lo conozco!
Mientras tanto, el señor Westall ya había acabado la vista de la bahía. Coincidían todos los detalles, cada colina, cada árbol, hasta el barco anclado y la salida hacia alta mar. Pero en primer plano aparecía un árbol añoso que no se veía por ninguna parte. Sus ramas enmarcaban el paisaje, y a su sombra había una encantadora parejita de indígenas que contemplaban el barco con cara de admiración.
—A la muchacha la pintaré con más precisión cuando veamos mujeres —comentó el señor Westall.
John se dio cuenta de que le rondaba una duda, pero aún no era capaz de definirla. En aquella situación había algo que no cuadraba. John se sentía también distinto. Pero no era cuestión de decir que pararan, porque no sabía qué era lo que tenían que dejar de hacer. Entre los suyos se había producido cierta alteración respecto a la situación anterior. ¿Qué era lo que había hecho cambiar la presencia de los indígenas? Ahora se fijaba en los ingleses con la misma atención con que antes había observado a los australes.
Los Kirkeby no se movían. Miraban impertérritos a los salvajes sin articular palabra. En cambio, otros se acercaban a ellos haciendo aspavientos y todo tipo de gestos, pero demasiado aprisa. Quizá pretendían aplacarlos. Quizá no fuera más que la manera que tenían de expresar lo primero que se les venía a la cabeza. Pero ello no obstaba para que resultaran desagradables. Querían aturdirlos, igual que pretendían aturdirlo a él cuando no lo conocían bien. Especialmente desagradables resultaban unos cuantos que se reían de los salvajes y cuchicheaban entre sí.
—¡Más respeto, señores! —dijo Matthew con una calma amenazadora—. ¡Basta de chistes! ¡Por muy graciosos que sean, señor Taylor!
De pronto, John comprendió lo que pasaba: todos creían que los salvajes todavía no se habían enterado de quiénes eran los que tenían delante. Los blancos no se sentían lo bastante respetados. Estaban intentando corregir aquel fallo.
Cuando los ingleses se vieron de nuevo en los botes, John iba demasiado abstraído como para fijarse bien. Oyó entonces la imperiosa voz de Matthew:
—¡No pienso seguir esperando, señor Lacy!
Se trataba de Denis, que pretendía disparar su fusil por pura arrogancia.
John se dio cuenta de que Matthew se movía más despacio que de costumbre, quedándose en tierra más rezagado que nadie. También entre los australes había uno que se comportaba igual. Estaba allí tranquilamente, reía poco y lo observaba todo. Sus pupilas estaban en constante movimiento.
Sonó un disparo. Los indígenas enmudecieron. No había dado a nadie. Uno de los soldados había apretado el gatillo sin querer.
Pero ¿por qué había ocurrido, justo cuando se marchaban, y por qué le había sucedido precisamente a un hombre más acostumbrado que los demás a manejar las armas?
Al cabo de unos días se encontraron con una tribu entera en otro paraje de la costa. Había, por tanto, mujeres y niños, que rápidamente fueron puestos a buen recaudo. Como era el único que se fijaba John era capaz de distinguir a unos australes de otros. Ni siquiera al doctor Brown le resultaba posible hacerlo, y eso que era científico y tomaba medidas a los salvajes de la cabeza a los pies. En un cuaderno anotaba: «Estrecho de King George y alrededores. A: Hombres. Muestreo de veinte ejemplares. Estatura: 5 pies y 7 pulgadas. Muslo: 1 pie y 5 pulgadas. Pierna: 1 pie y 4 pulgadas».
—¿Qué vamos a hacer con eso? ¿Les vamos a hacer un traje? —preguntó Sherard.
—No. Es etnografía —respondió el investigador.
John tenía que apuntar cómo se llamaban las distintas partes del cuerpo que iban midiendo: kaat, la cabeza; kobul, el vientre; maat, la pierna; valeka, el trasero; bbeb, la tetilla. Se trataba de un trueque: clavos y anillos a cambio de medidas, pesos y vocablos.
Matthew aprendió cómo se decía fuego y brazo, para poder así dar un nombre en austral a la escopeta. Hizo entonces tocar el tambor para congregar en la playa a blancos e indígenas, que acudieron llenos de curiosidad. Levantó una escopeta en alto y gritó varias veces en austral:
—¡Brazo de fuego!
Luego apuntó a un tonel de asas que había hecho colocar encima de una piedra, y le dio con tanta puntería que cayó al agua hecho añicos. Volvió a cargar e hizo poner el tonel otra vez en su sitio. Ahora le tocaba tirar a John. Éste no se dio demasiada prisa en entender. La verdad era que no le veía el sentido y que no quería hacerlo. Por primera vez en mucho tiempo, actuó con más lentitud de la que le caracterizaba. Pero no sirvió de nada, no se podía contradecir a Matthew.
El tonel era de metal y hacía mucho ruido. John, a su vez, era el más lento de los que allí había. Matthew quería demostrar a los salvajes que hasta el inglés más lento podía hacer cambiar rápidamente cualquier cosa con el brazo de fuego. John tenía un pulso firme y buena puntería. Dio en el blanco. No recibió ningún aplauso, tal cómo había ordenado Matthew. Debía parecer la cosa más natural del mundo. El resultado fue de lo más extraño. Los australes se reían, quizá de sorpresa. Ellos no empleaban la palabra «brazo de fuego», tenían otro vocablo para designar el fusil. Ya habían visto que pájaros y barriles se precipitaban al suelo cuando les disparaban. Tal vez aún no sabían que ocurría lo mismo con las personas. Con todo, los blancos creían ya que los salvajes podían reconocer su superioridad, y de ese modo también ellos sentían más respeto por su capitán.
Como ahora tenía tiempo, John se pasaba horas subido en la copa de un árbol, observando desde allí a ingleses y nativos. Se dio cuenta de que los australes se dedicaban también a la etnografía. Cada vez que venía a tierra el bote de la Investigator, se quedaban mirando los pulidos y afeitados rostros de los blancos, y les tocaban para comprobar si esos ejemplares recién llegados eran o no mujeres.
Durante toda la travesía por la costa, lo que más le gustaba a John era subirse al tope del trinquete. Era capaz de ver y oír a su debido tiempo los escollos, pues nunca hada ni pensaba dos cosas distintas a la vez. Tardaba siempre un poco en anunciar que divisaba olas a lo lejos, pero la cosa tampoco era cuestión de segundos. Lo importante era no distraerse ni ponerse a soñar por aburrimiento.
—Huele de mala manera a aguas bajas —dijo Matthew—. Mande echar la plomada, señor Fowler, y no haga subir al tope del trinquete más que a Franklin.
El propio John se daba cuenta de lo buen vigía que era. Subía al tope la mar de satisfecho. Pensaba: «Seré un capitán que nunca se irá a pique. Conmigo estará a salvo toda la tripulación, lo mismo si son setenta que si son setecientos». No se cansaba nunca de observar el color de las aguas, el telón de la línea de costa, la eterna recta del horizonte. Tenía siempre presentes las cartas marinas, que sobre la Terra Australis no indicaban casi otra cosa que unas cuantas líneas punteadas o algunas zonas totalmente imprecisas, casi siempre con la inscripción: «Supuesta continuación de la costa». La fantasía de John añadía: supuesta futura ciudad, supuesto puerto. Cada montaña que veía tendría en el futuro un nombre y estaría rodeada de caminos. John oteaba impertérrito lo que Matthew denominaba el recodo decisivo. Se trataba de una bahía que quizá se abriría en un amplio paso que cruzaría la Terra Australis. Él, John Franklin, quería ser el primero que divisara ese paso, aunque para ello tuviera que pasarse dos o tres semanas seguidas subido al tope. Incluso se lo había dicho a Matthew.
El capitán tenía la facultad de dar nombre a todas las nuevas tierras. Cada isla, cada cabo y cada golfo recibieron un nombre en honor de su amado Lincolnshire: isla de Spilsby, punta de Donington. Y un día hubo también en el golfo de Spencer una rada llamada Puerto Franklin. John y Sherard se pusieron a pensar inmediatamente en la ciudad llamada «Franklin» que se iría formando en él. Sherard trazaba los cimientos y ya sabía qué era lo que haría rica a la ciudad: la cría de vacas y ovejas, los mataderos y telares. El barco particular de Sherard iba cada seis meses al Polo Sur a buscar hielo para la congeladora Lound.
—Congelaré carne, y cuando venga una época de hambre, la sacaré de la nevera.
El cuento preferido de Sherard era el milagro de los panes y los peces, y solía añadir por su cuenta algún comentario técnico. John le daba la razón. Pensó también en los chicharrones de cabeza de cerdo. El mundo entero podía ser tan hermoso como la vida a bordo de un barco, sólo con que todos hicieran algo por los demás.
—¡Pero hay que ser rico! —replicaba Sherard—. El que no es rico no vale para nada. Me traeré a mis padres. ¡Aprenderán a leer y se pasarán todo el día de paseo!
John estaba en el tope y acariciaba al gato Trim, que, recostado en su regazo, alargaba una pata hacia su mano, adoptando una postura de lo más arriesgada. Apenas podía reconocerse en él al voraz felino que le arrebataba los trozos de asado. Los navegantes natos se hacían inseparables a la larga.
También John, al igual que el resto de la tripulación, tenía la firme convicción de que Trim poseía una mente de marino. Corría el rumor de que sabía adujar rebenques o incluso arrizar la monterilla. Además veía siempre por lo menos media milla más allá del horizonte. Fijándose bien, no había, desde luego, quien pudiera dudarlo. Escrutando con sus brillantes pupilas, daba la impresión de ver a más distancia de lo que alcanzaba la vista de alano de Matthew, el ojo de rapaz de John o el refinado aparato visual de Mockridge, que miraba en dos direcciones. Cuando Trim clavaba con interés su vista en una cosa, era que había algo. Igual que ahora.
Trim miraba a la lejanía como si el mar estuviera a punto de hacer una revelación y fuera a aparecer en el horizonte el gran torbellino. John seguía su mirada, pero no veía nada. Lo que él percibía le daba una impresión de calma y normalidad. El cuadro era casi totalmente simétrico: la proa a sus pies, la costa a babor, y, a la derecha, un mar tranquilo que se extendía hacia unos lejanos bancos de nubes algodonosas. ¡Pero ahí había algo! Algo blanco sobresalía en medio del mar, quizá a unas doce millas. Incluso podía distinguirse la punta con el catalejo. Tal vez era una roca. John dio el parte.
—¡También puede que sea un iceberg! —gritó hacia abajo.
Durante más de un cuarto de hora permaneció oteando, sin moverse. ¿Por qué se acercaba la imagen tan deprisa si iban sólo a una velocidad de tres nudos?
—¡Barco a la vista! —gritó, y se quedó boquiabierto, mirando por el catalejo.
En un instante el puente se llenó de hombres. ¿Un barco aquí? Matthew subió al tope a cerciorarse por sí mismo. Sí, era un barco. Un velero. Ya podían distinguirse el sobrejuanete y el juanete. Desde luego, no era una barca indígena.
—¡Zafarrancho de combate! —gritó Matthew, y plegó el catalejo.
En cubierta se desató un desaforado ir y venir en todas direcciones, un colosal desenfreno, con los malditos cañones que tenían que levantar para colocarlos en su sitio; y luego había que quitarles el orín con rascadores. Desde arriba, parecía que la redonda superficie del barco saltara de repente en mil astillas debido a la frenética actividad. Se oía el rechinar de los aparejos, el chirrido de los aceros, las cureñas que trepidaban. Pronto se verían astillas de verdad. Eso era lo que John había visto en sueños al comienzo del viaje.
Ahora llegaba la muerte a convertirlo en realidad. John tenía la mente en blanco y la vista clavada en un punto del horizonte. Todas las desgracias empezaban en un punto. Trim llevaba ya un buen rato abajo, escondido en el camarote de Matthew, que era el refugio de los gatos.
El tambor empezó a redoblar. El señor Colpits corría de un lado a otro, barbotando cualquier cosa, con el rostro encendido ante la responsabilidad que se le venía encima. Tenía dos horas, si continuaba soplando el mismo viento. John oía en sordina la música de antaño: apagar los fogones, esparcir la arena, preparar la munición. Ahí estaba otra vez.
Una hora más tarde ya sabía algo más. El barco contrario llevaba dos velas bajo el bauprés, que John conocía de referencia. Se llamaban fofoque y petifoque, y sólo las llevaban los buques de guerra franceses. Enseguida vio alzarse la bandera francesa. En la Investigator; Taylor izó la Union Jack. Fueron recogidas las velas mayores en gruesos montones de tela, no fueran a acabar hechas jirones por los disparos de la artillería. Ya se sabía que los franceses apuntaban siempre al aparejo. Las mechas estaban encendidas. Junto al piloto estaba ya su suplente. ¡Pero si tenemos un salvoconducto…!, pensaba John. Intentó imaginarse qué era lo que Matthew tendría en mente. No nos van a pedir ningún salvoconducto, pensaba. Hundiéndonos, harán desaparecer nuestros descubrimientos. ¡Darán a esas tierras el nombre de su revolución y no habrá un Puerto Franklin! Llegó el relevo. John hizo sitio al marinero y bajó a cubierta. Matthew enardecía a sus hombres:
—¡No nos dejaremos amedrentar! ¡Si lo intentan, les daremos una lección!
Pero era bastante fácil darse cuenta de que el barco enemigo estaba mejor armado que el suyo. Además, a la Investigator casi no hacía falta ni dispararle: ella sola hacía agua a razón ya de ocho pulgadas por hora.
John sabía ahora con exactitud lo que había sentido en Copenhague: ¡miedo, pánico! Pero esta vez no lo iba a tener, aunque notaba que se le venía encima esa terrible sensación. Quería actuar sólo del modo más razonable, observando primero bien las cosas y meditándolas mejor. Media hora todavía, como mucho. Repartieron el ron. Todo estaba listo para la catástrofe. Sobrevivir o no, ésa era otra cuestión.
John aguzó de pronto los oídos. Había escuchado con toda claridad una orden. No tenía claro de dónde procedía, pero parecía que era buena. John actuó lo más deprisa que pudo.
Sherard Lound estaba en una de las baterías de babor y observaba cómo se les echaban encima los franceses. Los muy bestias llevaban por lo menos treinta cañones. Dio media vuelta, buscando a John, pero éste había desaparecido. Sí, ahí venía dando trompicones por la banda de popa, con una bandera blanca enrollada en su mano derecha. Sherard se sentía confuso. El cadete de señales era Taylor. Alguien gritó:
—Eh, señor Franklin, ¿qué demonios…?
Pero no se volvió. Ni siquiera había oído. Ató sosegadamente la bandera y la izó poco a poco hasta el tope. En ese mismo instante se oyó un estruendo: la Investigator había recibido una andanada delante de la proa. En el otro barco los cañones asomaban ya por las troneras, con un aspecto imponente. En medio del escándalo, Sherard oyó al segundo teniente decirle algo a John Franklin, con cara de pocos amigos. Taylor estaba ya en su puesto y se aprestaba a arriar la bandera blanca. Pero tenía dificultades. Los nudos que hacía John Franklin no los podía desatar un Taylor cualquiera. Desde el castillo de popa tronó la voz de Matthew:
—¡Deje el trapo ahí arriba, señor Taylor! ¿Para qué doy yo las órdenes?
Uno de los hombres que había en el castillo de proa gritó entonces:
—¡Mirad!
Por el mástil del buque francés subía una bandera inglesa que se unió a la tricolor.
Durante un instante reinó un profundo silencio. Sherard seguía sin tener clara una cosa… ¿Por qué John, y no Taylor, había…? ¿Y por qué luego Taylor…? Pero no pudo seguir pensando. Había estallado una enorme algazara que sustituía a la angustia.
Le Géographe era un barco explorador provisto de salvoconducto inglés. Ambas naves estaban ahora en facha, sin que cupiera la menor duda de su actitud pacífica.
—Fraternité! —gritaron los franceses.
—¡Qué bien habernos encontrado con vosotros! —vociferó Mockridge, para que le oyeran los otros.
Alguien empezó a entonar una canción, aunque desafinando de forma notoria. Luego todos se pusieron a cantar con un ruido atronador; pero, curiosamente, nadie desafinaba ni una nota. Los franceses no se quedaban atrás en eso de darle a las canciones. A los oficiales de ambas embarcaciones les costaba trabajo entenderse hasta con el que estaba más cerca. Por popa apareció Trim, que echó una rápida ojeada a la escena. Luego levantó una de sus patas traseras y empezó a limpiársela. Matthew mandó preparar el bote.
—¡El capitán deja el barco, caballeros!
Los guardias marinas se apresuraron a los escobenes y se quitaron los sombreros. El contramaestre dio la señal de apartarse. El ritual se cumplía como si estuvieran todavía en la avanzadilla del malecón, y eso que estaban en una situación en la que todavía no sabían exactamente cuánto tiempo duraría la paz. La Investigator seguía lista para el combate y le mostraba el flanco al otro barco. Quizá todo esto no tuviera más finalidad que tranquilizar al maestre de piezas.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó Sherard a su amigo; pero al parecer, tampoco él lo sabía.
Mockridge comentó simplemente:
—El señor Franklin tiene buen ojo. Ve muchas órdenes sin oírlas, aunque sea a través de una pared.
Los dos barcos permanecieron juntos toda una noche y medio día. Los capitanes mantuvieron importantes entrevistas, mientras las tripulaciones intercambiaban saludos. ¡Guerra en Europa, paz al sur de la Terra Australis! Por primera vez desde que empezaran todas esas historias, se encontraban aquí dos naves europeas de países distintos y no se atacaban. El señor Westall dijo:
—Es algo que honra a la humanidad.
John guardó silencio, pero a Sherard le dio la impresión de que tenía más seguridad y de que estaba más animado que antes. Parecía incluso que entendía con más agilidad lo que le decían. Sin duda, tenía alguna influencia de peso, y sobre todo estaba muy unido a Matthew. Y también es amigo mío, pensaba Sherard.
Mientras tanto, Trim dormía sobre el encerado de la cubierta y el señor Colpits farfullaba:
—Primero, venga a trabajar. Luego, una eternidad con la mecha en la mano. Y al final, todo para el gato…