6

RUMBO AL CABO DE BUENA ESPERANZA

Sherard Philip Lound, voluntario de diez años de edad a bordo de la Investigator; estaba escribiendo a sus padres.

«Sheerness, 2 de julio de 1801. Queridos padres».

Se pasó la lengua por los labios y siguió escribiendo sin echar un solo borrón. Seguramente sería el señor Wright-Codd, el maestro, el que les leyera la carta.

«Ésta será la travesía más larga que haya hecho el barco. Me alegro de estar a bordo, y además voy como voluntario de primera clase. El capitán me ha dicho que no tengo por qué estarle agradecido, y que ha sido John Franklin el que me ha recomendado. A mí también me gustaría ser capitán. Estuve con John en Londres. Después de Copenhague se ha vuelto todavía más lento y se le ve siempre cabizbajo, rumiando sus ideas. Por la noche sueña con los muertos. Es muy buena persona. Por ejemplo, me compró un petate exactamente igual que el suyo. Tiene forma de cono, con mucho fondo, y varios compartimientos. La parte de abajo está totalmente rodeada de un refuerzo muy grueso. Las asas son de cuerda de cáñamo fuerte. Estoy escribiendo sobre la tapa, que va cubierta de lona».

Subió un poco más el pliego, se pasó la lengua por los labios y mojó la pluma. Todavía no llevaba más que media cara.

«Me ha regalado también unos trastos de afeitar, pues, según dijo, en la Terra Australis ya tendré ocasión de utilizarlos. Además me ha enseñado la ciudad. Aquí la gente no se saluda por las calles porque ni se conoce. La tía de John, Ann (Chapell), está también a bordo, pues ahora es la esposa del capitán. Se la lleva con él hasta el otro extremo de la Tierra. Con frecuencia me pregunta si no necesito nada. Yo estoy muy contento e ilusionado. Ahora voy a terminar, porque hay un montón de cosas que hacer en el barco».

El capitán de aquel navío no era otro que Matthew, quien por fin había regresado, después de habérsele dado por desaparecido durante tanto tiempo. John Franklin tenía ya quince años.

—No le va muy bien —comentaba el propio Matthew, quien, como ahora era su tío, le protegía con mayor interés frente a todos los demás; por ejemplo, frente al teniente Fowler. John se quedaba a menudo despistado en medio de cubierta, siempre donde estorbaba.

—No es ninguna lumbrera, que digamos —decía Fowler.

—Pero tampoco es malo —replicaba Matthew—. De momento sólo está un poco sordo debido a la batalla.

Fowler pensó para sus adentros que hacía ya más de un mes que había tenido lugar esa batalla.

En la cubierta inferior, Sherard comentaba:

—John es enormemente fuerte. Estranguló a un danés con sus propias manos. ¡Ya era amigo mío de antes!

Cuando John se daba cuenta de que estaban hablando de él, lo pasaba aún peor. Ellos lo decían con buena intención y él no quería desilusionarlos, pero de nada le servía, y menos con semejantes alabanzas. Por la noche, cuando se le aparecían los ahogados en el fondo del mar, soñaba con una figura muy extraña, plana y simétrica, sin ángulos. Se trataba de una superficie agradable y ordenada que no era ni cuadrada ni tampoco totalmente circular, con su interior cuajado de dibujos uniformes. De repente, se convertía en una careta desencajada y tan espantosamente rota que acababa despertándose cubierto de sudor, con miedo de volver a dormirse. En el fondo, le amedrentaba más la figura plana y simétrica que la máscara horrible en que se transformaba.

La Investigator, llamada anteriormente Xenophon, era una corbeta achacosa. Como todavía estaban en plena guerra con Francia, el Almirantazgo no había podido prescindir de un barco mejor para mandarlo en un viaje de exploración.

—En cuanto oigo eso de «exploración» —decía el maestre de piezas Colpits—, ya sé de qué se trata: ¡darle a la bomba y sacar agua de la sentina! Si por lo menos no le hubieran cambiado el nombre al barco… Es un desafío más a la suerte.

El señor Colpits era agorero. En Gravesend se había hecho marcar todos los días nefastos de los próximos tres años. La astróloga le había advertido:

—Tenga cuidado de no naufragar. Si sale a salvo después de encallar, tendrá una larga vida.

No decía nada en favor del señor Colpits el hecho de que, estando todavía en Sheemess, toda la tripulación se hallara ya al cabo del asunto.

Cuando Matthew leyó el reglamento, antes de zarpar, levantó la mandíbula inferior y dijo en un tono muy alto:

—Lo único que nos dicen las estrellas es dónde se encuentra el barco. ¡Y nada más!

Casi toda la tripulación procedía de Lincolnshire. Era como si Matthew hubiera reunido a bordo de un solo barco a los pocos hijos de los campesinos del lugar que no tenían miedo al mar. Los gemelos Kirkeby venían de la ciudad de Lincoln y eran famosos por sus músculos. Habían arrastrado hasta la iglesia una carreta cargada hasta los topes, subiendo la cuesta de Steep Hill. Ni los propios bueyes habían sido capaces de hacerlo. Se parecían tanto que sólo se diferenciaban por la manera de hablar. El comentario más normal de Stanley era:

—Es que me lo ha recomendado el médico.

Olof sólo sabía decir:

—¡Bestial!

Todo era «bestial», ya fuera el tiempo, el tabaco, el trabajo realizado o la esposa del capitán.

También estaba Mockridge, el timonel bizco, con su pipa de barro. Tenía un ojo que hablaba y otro que tomaba nota. John entendía con frecuencia sus palabras antes de que abriera la boca, sólo con mirar al ojo que tomaba nota. Pero casi siempre resultaba más seguro fijarse en el ojo que hablaba.

El señor Fowler y el señor Samuel Flinders eran tenientes, y al igual que tantos de su misma graduación, bastante altaneros. La tripulación los llamaba los barloventos, porque les gustaba darse muchos aires. A bordo de la nave iban setenta y cuatro hombres, tres gatos y treinta ovejas. A los tres días ya conocía John a todo el mundo, incluidas las ovejas, y sobre todo a los científicos: un astrónomo, un botánico y dos pintores. Cada uno tenía su criado particular. Nathaniel Bell era también guardia marina y aún no había cumplido los doce años. Ya en el fondeadero de Sheemess fue presa de la nostalgia, pese a que fueron a despedirle sus tres hermanos mayores e hicieron todo lo posible por animarle. Ni siquiera el familiar olor que despedían las ovejas lograba consolarle. Lo único que conseguía era aumentar sus penas.

A juicio del señor Colpits, el estiércol de oveja podía ser de gran utilidad:

—Es lo mejor que hay para taponar las vías pequeñas de agua —decía sombrío—. Pero hay que contar con las grandes.

La Investigator era un barco de guerra. Por eso había también diez soldados de infantería de marina y un tambor. Iban al mando de un cabo, y éste, a su vez, recibía órdenes de un sargento. Mientras estuvieron fondeados en el puerto hacían sus ejercicios a conciencia, y se pasaban tanto tiempo haciendo instrucción de un lado a otro de la cubierta que pronto entraron en conflicto con el contramaestre. El señor Hillier les hizo saber que necesitaba ese espacio para cosas más importantes. Ver izar y arrumar las provisiones era una actividad del gusto de John. ¿Dónde se colocaban los dos timones de repuesto? ¿Dónde se ponían las cincuenta cajas de tierra para las pruebas de botánica? ¿Era cierto que la galleta y la mojama debían alcanzar para año y medio, y el ron, para dos? John hacía sus cálculos. Los libros que había en el camarote, contando la Encyclopaedia Britannica, daban de sí para más de un año. ¿Dónde iban los regalos para los indígenas: quinientas hachas y segures, cien martillos, diez toneles de clavos, quinientos cuchillos de mesa, trescientas tijeras, innumerables caleidoscopios de mil colores, anillos y pendientes, cuentas de cristal, cintas vistosas, agujas e hilo, y noventa medallas con la efigie del rey? Todo iba anotado en un doble registro, y el señor Hillier sabía hasta en sueños dónde estaba cada cosa. Matthew había sustituido parte de los cañones por ligeras carroñadas, instalándolas incluso donde menos interceptaran el paso. Cuando el señor Colpits ponía cara de ir a hacer algún comentario al respecto, se le adelantaba Matthew y decía:

—¡Somos investigadores! El gobierno francés nos dará un salvoconducto.

La primera contrariedad. Matthew llevaba algún tiempo sin que nadie le dirigiera la palabra, y todos evitaban encontrarse con él, científicos, guardias marinas y gatos, incluido el cocinero.

Tenía buenos motivos para estar disgustado. En Sheemess, dos altos oficiales del Almirantazgo habían subido a visitar el barco. Hasta entonces Matthew había visto satisfechos la mayor parte de sus deseos: velas recién cosidas que golpeaban las jarcias como si fueran salchichas gigantescas; un aparejo de buen lino del Báltico, no como el viejo, que estaba ya pasado. La proa relucía de cobre hasta más arriba de los escobenes, pues había que contar con los bancos de hielo. Pero entonces sus señorías vieron una camisa de mujer tendida de una cuerda. ¿Una mujer a bordo? ¿En una travesía tan larga?

—¡Imposible! —dijeron. Y Ann, contra la que ningún miembro de la tripulación tenía nada, tuvo que abandonar el barco. En cambio, había otras naves que no entraban en combate en las que se admitía a las mujeres sin poner ninguna objeción. ¡Héroes de retaguardia! ¡Y a él no le iban a permitir llevar a su querida esposa Ann, tan sana y reconfortante! El capitán estaba pálido de ira.

—¡Nunca más! —murmuró en voz baja, como solía hacer—. ¡Nunca más volveré a cumplir una de esas piojosas órdenes de la superioridad! ¡No pienso ni leerlas!

Zarparon. No lejos de allí les aguardaba una nueva contrariedad. Antes de llegar a Dover, Matthew despidió al práctico y decidió fiarse sólo de los mapas de la Marina. Al cabo de pocas millas, cerca de Dungeness, el barco encalló en un banco de arena. Tuvieron que arriar las brazas y echar los botes al agua. La marea se puso de su parte. Poco después salían de nuevo a flote. Pero ahora la Investigator tenía que ir a Portsmouth a que la revisaran antes de emprender una travesía tan larga. Había que repasarla, no fuera que la quilla hubiese sufrido algún daño. Matthew hizo un comentario no muy fuerte sobre el Almirantazgo y sus mapas, pero perfectamente perceptible desde todos los rincones del barco.

En cambio, el señor Colpits se alegraba. Pensaba que aquel banco de arena era el que le habían predicho, así que no perecería. Mockridge pensaba en otros asuntos.

—¡Portsmouth! —decía pensativo—. Conozco allí a un montón de chicas. Tenía ya su ojo de lejos puesto en ellas. Stanley Kirkeby le dio la razón y les comunicó a todos que se lo había recetado el médico. Su hermano Olof guardaba silencio. Nunca emitía un juicio, salvo ante hechos consumados. Cada «¡bestial!» de los suyos presuponía una exacta comprobación previa. Además, tampoco era seguro que dieran permiso a la tripulación para bajar a la ciudad.

John Franklin quería ser como todos los demás. Por eso escuchaba con atención las conversaciones que trataban de mujeres.

—A mí me gustan un poquito anchas de caderas —decía el maestre de piezas.

El contramaestre Douglas movía la cabeza:

—Depende, depende.

Por su pane, el jardinero pensaba otra cosa distinta. Saltaba a la vista que cada uno estaba estudiando cuidadosamente las imágenes que les traía su memoria. A John le interesaban sobre todo las cuestiones prácticas. Se acercó a Mockridge y le hizo unas cuantas preguntas, previamente pensadas, sobre el cómo y el cuándo. La mayor parte de las veces la respuesta era «según», pero John siguió obstinadamente.

—¿Desnuda primero el hombre a la mujer? —le preguntaba.

Mockridge se quedaba pensando mucho rato.

—A mí me gusta así —decía—, pero eres libre de hacerlo como prefieras.

Seguro que lo que hiciera Mockridge sería lo habitual. De todos modos, John seguía teniendo sus dudas, por la cantidad de botones que había que desabrochar.

—Tú eres el que tienes que fijarte dónde están los botones, las cintas y los cordones. Y no lo olvides: ¡échales piropos bastos sólo a las viejas!… ¿Tienes miedo?

Sí que lo tenía, y por eso empezó a contar, en contra de lo que acostumbraba, que una vez en Copenhague había estrangulado a un soldado… Enseguida sintió vergüenza. Mockridge le echó una mirada apacible con su ojo de lejos, y dirigió el más perspicaz, el que hablaba, a la cazoleta de su pipa.

—¡Cuando te hayas acostado con una mujer, podrás olvidarte de Copenhague!

Al llegar a tierra se pondría a mirar a todas las mujeres e intentaría aprenderse de memoria sus vestidos. Pero había tanto que ver que casi perdía de vista su objetivo. La ciudad era un hormiguero de marineros ruidosos; no había en todo el mundo tanta juventud junta, y él era uno de ellos. También él llevaba uniforme y a simple vista podía confundirse con los demás. Claro que no sabía bailar, y allí se bailaba mucho.

Al ayuntamiento no lo pudo ver bien. Era un edificio estrecho, situado en medio de una calle principal atestada de carros. En el puerto había una torre—semáforo que hacía señales con una gran cantidad de brazos, y daba a conocer las órdenes recibidas del Almirantazgo desde Londres. Por primera vez se vio en una taberna de marineros. El tabernero le preguntó qué quería tomar y dijo el primer nombre que vio escrito detrás del mostrador:

—Lydia.

Todo el mundo se partía de risa, pues se trataba del nombre de un barco construido en Portsmouth. En la taberna tenían una lista de ellos, al igual que una de las bebidas.

Fortalecido por un Lutero y Calvino, volvió a ocuparse de las mujeres. Sus trajes eran variadísimos. Lo único que tenían en común era la respetable proa de los corpiños, que sobresalía de forma amenazadora. No era fácil figurarse los cabos de labor y jarcias muertas que ocultaban. Todo era cuestión de hacer la prueba. Mockridge le llevó a una casa de Keppel Row y le dijo:

—Mary Rose está bien. Te lo pasarás bien con ella. Es una gordita muy cariñosa y siempre está alegre. Cuando se ríe arruga la nariz.

John se quedó esperando fuera, a la puerta de la casucha, mientras Mockridge regateaba dentro. Las ventanas de la casa estaban cerradas a cal y canto o con las cortinas corridas. Quien quisiera ver algo, tenía que entrar. Pronto salió Mockridge y le cogió del brazo.

A John no le pareció que Mary Rose fuera gorda ni que arrugara la nariz. Tenía una cara huesuda, la frente alta y en general unas líneas arqueadas muy pronunciadas. Había en ella algo que hacía pensar en un barco. Era un guerrero de sexo femenino. Por fin levantó la parte inferior de la ventana para que entrara algo de luz y examinó a John detenidamente.

—¿Te caíste en una zarza? —le dijo, señalando a su cabeza y a sus manos.

—No fue por caer en una zarza. Estuve en la batalla de Copenhague —replicó, azorado y tartamudeando.

—¿Pero tienes los cuatro chelines?

John asintió con la cabeza. Cuando ella dejó de hablar, vio claramente lo que le tocaba hacer.

—Ahora te voy a desnudar —dijo con arrojo.

Ella lo miró con gesto divertido desde debajo de los arcos bien torneados de sus párpados, sus cejas, los huesos de su frente y el golfo que formaba el nacimiento del pelo.

—¡Eso parece! —dijo sonriendo. Su boca blanda era capaz de decir las frases más burlonas con la mayor amabilidad. Bueno, de momento no era como para echar a correr.

Al cabo de media hora, John seguía allí quieto.

—Me interesa todo lo que desconozco —decía.

—Pues agarra de aquí. ¿Te gusta?

—Sí, pero no me funciona todo bien —explicó John un poco acobardado.

—¡No tiene demasiada importancia! ¡Ya hay bastantes superdotados por aquí!

En ese momento se abrió la puerta y apareció un tipo gordo y alto con expresión interrogante. Era evidente que quería entrar.

—¡Fuera! —gritó Mary Rose.

El gordo se marchó.

—Era Jack. Ése, por ejemplo, es un superdotado. ¡A la hora de zampar y emborracharse! —Mary Rose estaba de buen humor—. Una vez que encalló su barco, lo tiraron por la borda. ¡Enseguida salieron a flote!

Se recostó y se echó a reír francamente, con los ojos cerrados. John aprovechó para fijarse en la redondez de su rodilla y de su muslo y figurarse lo que venía después. Pero lo que no podía ser no podía ser. Cogió los pantalones de la silla y buscó dónde estaban los bolsillos. Luego sacó los cuatro chelines.

—Sí, tienes que pagar —dijo Mary Rose—; si no, pensarás que no lo has pasado bien.

Lo agarró de la cabeza. John sintió en sus labios las cejas de la muchacha y notó el cosquilleo que le hadan los pelillos. Se sentía en paz y ligero. No le hacía falta esforzarse ni pensar en nada, pues eran las manos de ella las que movían su cabeza de un lado a otro.

—Eres un muchacho serio —le dijo—, y eso es bueno. Cuando seas mayor serás un caballero. Déjate caer por aquí otra vez. La próxima vez funcionará, estoy segura.

John volvió a hurgar en sus bolsillos.

—Tengo aquí un arete de rosca de latón.

Se lo regaló. Ella lo cogió sin decir nada. Al despedirse le dijo con voz ronca:

—Cuando salgas, ponle la zancadilla a ese gordo de Jack. ¡Si se rompe el cuello tendré la noche libre!

Cuando subió al barco le dio la impresión de que los dos ojos de Mockridge miraban por primera vez en la misma dirección.

—¿Qué tal?

John se quedó pensando. Tomó una decisión, y a ella se atuvo.

—Estoy enamorado —dijo—. Bueno, al principio estaba un poco cohibido con eso de los botones.

No mentía. Siguió pensando durante mucho tiempo en el olor tan agradable que tenía su piel. Y no descartaba la esperanza de que la lentitud de las mujeres tuviera algo que ver con la suya.

La obra viva no había recibido ningún daño. Además, Matthew tenía ya el salvoconducto para la Investigator y, a pesar del percance de Dungeness, el beneplácito de las autoridades de la Marina. Se encontraban también a bordo un investigador más, el doctor Brown, y el ansiado maestre de velas Thistle. La tripulación estaba al completo. Matthew ordenó levar anclas.

Tras cuatro días de navegación, toparon con la flota del Canal. Un espectáculo nada agradable. Ahí estaban otra vez los zoquetes de alta borda cargados de acero y pólvora hasta los topes, más aptos para disparar que para navegar, acechando a los franceses.

—¡Nunca más! —dijo John con alivio.

Salían de aguas europeas, y a partir de ahí todo sería cuestión de observación y buenos mapas. El extraño y maravilloso mundo. Ahora iba a verlo de verdad, de lo contrario no podría seguir creyendo en él. Era el mar quien lo sacaría de su timidez. Ya no era un niño. Cuando Sherard volvió a decirle como antaño «Estoy atento como águila», sintió la extraña sensación de que iba a ponerse a llorar por algo perdido.

Pero ahora ya estaba en alta mar.

Quien navega no puede estar desesperado mucho tiempo. Hay demasiadas cosas que hacer. Matthew entrenaba a su tripulación de campesinos hasta que se quedaban dormidos de pie. John aprendía no sólo cada maniobra y cada puesto de combate, sino además cada tabla, cada chapa, cada sutura del barco. Sabía dónde se amarraban maromas y cadenas, cómo se enganchaban las gafas a los cabos, cómo ayustaban los cabos, cómo se embragaban los masteleros. Se sabía de memoria las órdenes correspondientes a cualquier maniobra con las velas, y eso que eran muchas. El único que le daba algún disgusto era el gato Trim, una belleza atigrada sin pizca de compasión. El animalito asistía en la camareta a las comidas de los cadetes y pronto se percató de lo fácil que era dar un zarpazo al guardia marina más lento y arrebatarle un trozo de asado cuando se acercaba el tenedor a su boca. Después sólo tenía que buscar un sitio tranquilo para zampárselo. Casi siempre le salía bien la maniobra. Sus compañeros esperaban ya la gracia, y casi se atragantaban de risa. John se daba cuenta con disgusto de que Trim se hacía cada vez más simpático a su costa. Pero no era más que una de esas preocupaciones que hacen olvidar otras más graves.

Cada vez se le aparecía menos por la noche aquella fierra horrible. Ahora se veía en sus sueños afanándose en la colocación de las velas. Se oía a sí mismo gritar:

—¡Adelante la escota! ¡Drizas de gavia! ¡Tensad! ¡Izad la gavia! ¡Apretad las drizas!… —Y el barco hacía fielmente lo que debía.

En una de las primeras clases de navegación, Matthew comentó que no creía que hubiese nadie que hiciera algo bueno sin conocer las estrellas por su nombre y posición. Luego explicó el mapa del cielo y el manejo del sextante. John ya lo conocía a la perfección, pero era la primera vez que tenía en sus manos el precioso instrumento. Los espejos y los rumbos de la escala equivalían exactamente a una sexagésima parte de pulgada. En medio había un eje giratorio, la alidada, que tenía nombre de muchacha oriental. Lo primero que aprendió fue que el sextante no debía nunca caerse al suelo, y luego se enteró de cómo se utilizaba.

—O cifras exactas o a rezar. ¡No hay más! —decía Matthew.

Cuando miraba por la dioptra, él mismo parecía un instrumento de precisión: el ojo cerrado y rodeado de arrugas de una sexagésima parte de pulgada, la nariz remangada, el labio superior fruncido como si quisiera expresar un profundo desprecio por todo lo que no fuera exacto. Para acabar, recogía el mentón. Con ponerse, ya sabía uno mirar sin necesidad de ver lo que se estaba haciendo. John y Sherard coincidían en ser los dos a quienes más les gustaba ver a Matthew calcular el rumbo.

Luego venían los cronómetros, a los que Matthew llamaba cariñosamente guardatiempos. Hasta que no se tenía el tiempo exacto de Greenwich, no se podía calcular qué adelanto se llevaba en las longitudes este u oeste. Había costado mucho construir a mano cada guardatiempo y por eso llevaban nombres altisonantes: Eamshaw’s Nr. 520 y Nr. 543, Kendall’s Nr. 55 y Amold’s 176. Cada uno tenía una cara distinta —adornos negros sobre un blanco inmaculado— y llevaba a su manera un poco de adelanto o de atraso. Sólo en conjunto garantizaban la precisión. Lo único que hacía falta para percatarse de cuál era el capricho que tenía cada uno, era estar comparándolos constantemente. Los relojes eran seres vivos. Lo que tenían de maravilloso era que su muelle funcionaba con una constancia total gracias al enigmático encaje de su áncora. Sólo con que el guardatiempo llevara un minuto de retraso, uno podía equivocarse más de quince millas al hacer el cálculo de posición. También la brújula, una Walker’s Nr. 1, era un personaje respetable. Tendía a reaccionar con una sensibilidad excesiva, sobre todo cuando había cañones cerca.

A John le gustaba mirar tanto los mapas de tierra como las cartas marinas. Se quedaba mirándolos hasta que le parecía que había entendido cada línea y los motivos que había para que la tierra presentara una determinada figura en cada zona. Medía la distancia entre los puntos de la costa calculando cuántas veces contenía el trayecto de Ingoldmells a Skegness. Era una medida muy útil.

—En el fondo, un mapa es algo irreal —decía Matthew—, pues convierte lo alto en plano.

Lo que más le gustaba era ver medir la velocidad. La primera vez que se la dejaron medir y pudo soltar el carretel, sintió una alegría incomparable. Tras recorrer ochenta pies, la barquilla se colocó en su sitio, se pasó el nudo inicial y Sherard dio la vuelta a la ampolleta. Arena y cuerda se deslizaron veintiocho segundos. Luego John la sujetó para verificarla.

—Tres nudos y medio. No es nada del otro mundo. —Inmediatamente se puso a medir otra vez.

De haber podido medir a qué velocidad dormía una persona y cuánto camino recorrían los sueños, se habría llevado al camarote la corredera y el reloj de arena.

Matthew tenía sus manías. Cada día hacía ventilar los coys, lavar las paredes con vinagre y fregar los puentes con la «piedra santa». El estrepitoso ruido que hacía esta escoba de asperón despertaba cada mañana a los más dormilones.

Con frecuencia disponía que se pusiese col fermentada y cerveza, para la comida, y tenía en previsión grandes cantidades de zumo de limón. De ese modo pretendía vencer el escorbuto.

—A bordo de mi barco no va a morir nadie —decía en tono amenazador—, como no sea Nathaniel Bell de nostalgia.

—O todos, pero no de enfermedad —murmuraba Colpits cuando estaba a solas con los suboficiales.

Otra vez estaba convencido de que se produciría la encalladura que le habían predicho. Pero aún quedaba una tercera posibilidad. El barco hacía agua a razón de dos pulgadas por hora. El carpintero se pasó horas recorriendo a gatas la sentina. Salió de nuevo a cubierta con una palidez mortal en el rostro y solicitó a Matthew una entrevista a solas. Enseguida empezaron a correr los rumores.

—Apuesto a que una de las tablas es de acerolo —comentaba uno—. ¡Nos va a mandar a hacer compañía a los peces!

—¡No digas sandeces! —gritaba Mockridge—. Mira las tablas de cubierta, a ver si no son de enebro. Eso evita cualquier desgracia.

Mientras le daban a la bomba, se hablaba sin parar y no había razón que superara las historias que salían a relucir, sobre todo cuando parecía que empezaban a verificarse. Tres días después todos tenían las caras aún más largas.

—Ahora ya se permite ir a cuatro pulgadas por hora —dijo el primer teniente—. Pero no necesitaremos gatos. Las ratas se ahogarán solas.

¡Madeira! John estaba otra vez en tierra. Sentía el suelo tan firme bajo sus pies que parecía imposible que le bailaran las piernas. Otra vez la guerra bullía por allí cerca: también habían bajado a tierra los soldados del 85.° regimiento, que perseguían continuamente en broma a todos los conejos y lagartos que se veían por los alrededores de Funchal. Había que defender la ciudad del posible ataque de los franceses. Pero el único ataque que la amenazaba era que ellos estuvieran allí gastando bromas. Inglaterra había ocupado Madeira, que pertenecía a Portugal, del modo más amistoso. Como siempre que John tenía un concepto personal acerca de una cosa y no era probable que lo pudiera compartir con alguien, sentía un nudo en el estómago. Pero pensó: «No lo sé muy a ciencia cierta».

En Funchal se calafatearon las junturas de la Investigator. Por la noche durmieron en tierra. Oficiales y suboficiales se alojaron en un hotel. John tuvo ocasión de percatarse de cuántas pulgas y chinches podían juntarse a un tiempo en un mismo sitio. Merecía un estudio de historia natural.

Se volvieron a llenar de agua los toneles, y Matthew compró carne de vaca. Explicó a los guardias marinas que podía distinguirse la carne de una vaca vieja de la de una joven por lo azulado de su tonalidad. El vino de Madeira lo encontró demasiado caro. Cuarenta y dos libras esterlinas el barril era un acto de piratería en tierra firme. Que lo pagaran los aristócratas ingleses enfermos de los pulmones que se paseaban por aquí en carros de bueyes y se dedicaban a leer novelas.

Los científicos intentaron subir al pico Ruivo, un monte muy alto situado al borde del inmenso cráter de un antiguo volcán. Debido a las numerosas ampollas que les salieron en los pies, se abstuvieron de llegar a la cima. A la vuelta, la barca en la que iban volcó por exceso de peso y perdieron su colección de escarabajos.

—¡Qué lástima! Escarabajos como los de Madeira no los hay en todo el mundo —se lamentó el doctor Brown.

Cuando la nave abandonó la isla, empujada por un plácido viento del sur, los únicos que había en el castillo de popa eran Franklin y Taylor. Los demás estaban comiendo. Taylor vio que desde el nordeste se acercaba una nube de polvo de un color rojizo. John pensó: el desierto. Se imaginó que el viento levantaba la arena roja del Sahara y que ésta sobrepasaba las costas de África y que acaso llegaría a Sudamérica, saltando sobre la oscura superficie del mar. Pero había algo que le parecía extraño.

—¡Alto! —dijo; y unos minutos más tarde—: Pero si la nube ha…

Al cabo de un momento todo el velamen se había emparchado. Fuertes ráfagas del nordeste se precipitaban sobre el débil viento del sur, arrancando el aparejo de la Investigator. Una de las perchas se vino abajo con gran estrépito, y un grueso leño de madera de olmo acabó aplastando a un gato. No había sido Trim. La cosa no tuvo mayores consecuencias. Todos comieron una tortuga gigante que consiguieron pescar y tomaron un trago de malvasía a la salud del gato muerto. John se quedó pensativo. Él lo había visto venir, pero se había quedado boquiabierto. Desde luego que para reconocer un peligro, primero había que observarlo. Pero a la hora de actuar era imprescindible recurrir ciegamente a lo que se tenía aprendido. En vez de gritar «¡Alto, la nube…!», hubiera debido anunciar «¡Salto de viento!». Habrían tenido todavía más de seis minutos para salvar las perchas, abatiendo las velas al tiempo que braceaban. Hubieran podido incluso poner a salvo los juanetes. John liego a la conclusión de que tenía que ensayar incluso las situaciones imprevisibles. Alguna vez le ocurriría tener que salvar un barco mediante alguna maniobra rápida y exacta.

Sherard le planteaba los problemas:

—Hay un temporal y el sotavento no permite virar de bordo.

O bien:

—Hombre al agua mientras vamos ceñidos al viento.

John se tomaba cada vez cinco segundos exactos para poder considerar todos los detalles con la debida atención. Luego daba la respuesta:

—Gritar «¡Hombre al agua!». Echarle la boya salvavidas diurna, pero no sobre la persona. Con la nocturna da lo mismo, porque de todos modos está oscuro. Fachear y bote de sotavento al agua. Mantener al hombre siempre a la vista.

—Bien —decía Sherard—. Ahora ves salir llamas por la proa.

Cinco segundos, tomar aliento y responder:

—Abatir inmediatamente y disminuirla velocidad. Cerrar escotillas. Descargar armas. Lanzar cartuchos por la borda. Cerrar polvorín. Echar cerrojos. Taponar imbornales. Enganchar botes a las vergas para lanzarlos al agua…

Matthew llevaba ya un rato detrás de él.

—No está mal —comentó—. Lo único es que vas a empezar a apagar el fuego un poco tarde.

John tardó en entender y se puso colorado. Murmuró entre dientes:

—¡A los cubos…!

Hacía semanas que no veían tierra. Ahora hacía tanto calor que nadie llevaba la chaqueta puesta, ni siquiera de noche. John sentía complacido la calma del mar, una calma que nada tenía que ver con la falta de viento. La tripulación trabajaba cada vez mejor. Hasta el maestre de piezas Colpits se había vuelto más amable, aunque con la munición que tenía sólo podía realizar servicios pacíficos. Stanley Kirkeby se hirió en el brazo y le subió la fiebre. Tuvieron que recurrir a la pólvora, que mezclaron con vinagre. A los pocos días estaba ya de pie.

John contemplaba en sueños una nueva visión. El mar, iluminado por la luna, iba creciendo hasta acabar convirtiéndose en una figura que se elevaba formando una rizada nube de agua. Luego se ponía a girar en espiral, aumentando cada vez más de envergadura y ascendiendo como si de una planta exuberante se tratara, como si fuera una zarza ardiente de agua o un torbellino, pero no producido por el viento o la corriente, sino surgido de su propia fuerza. El mar se daba cuerpo a sí mismo, podía inclinarse en cualquier dirección, adoptar posturas y señalar rutas. Desde la recta del horizonte —en apariencia, eterna—, se erguía en su sueño, sin el menor esfuerzo, esa figura gigantesca, como si fuera una verdad en virtud de la cual todo tuviera que cambiar. Se abría un cráter hacia el cielo, una especie de boca o de fauces. Acaso no fuera todo ello más que un leviatán, o quizá la danza de millones de seres diminutos. A menudo tenía ese sueño. A veces, al despertar, seguían largos momentos de cavilaciones. Veía a Mary Rose, la de Portsmouth, y pensaba que con las mujeres la cosa no consistía en un tiempo externo, sino en un momento oculto en la intimidad de la persona. En otra ocasión recordó el paso del pueblo de Israel por el mar Rojo y pensó si no habría sido el mar y no Dios el responsable de su salvación.

Cuando por las mañanas, tumbado en la hamaca y despierto ya desde hacía un buen rato por el estrépito de la «piedra santa», se quedaba pensando, tenía momentos de una clarividencia narcotizante. Sabía que despacio, muy despacio, se estaba produciendo alguna novedad. Al mismo tiempo, su espalda presentía el aspecto que ese día tenía el mar. Dentro de poco sería un marino de pies a cabeza.