COPENHAGUE, 1801
«La vista y el oído de John —escribía el doctor Orme al capitán— retienen cada una de las impresiones que reciben durante un tiempo considerablemente largo. La aparente confusión de su entendimiento y su inercia se deben sólo al escrúpulo extremo con el que su cerebro percibe todo tipo de detalles. Su gran paciencia… —tachó otra vez esta última frase—. John es de toda confianza naciendo cálculos y sabe superar cualquier obstáculo gracias a la singularísima forma que tiene de plantear los problemas».
La marina de guerra, pensaba el doctor Orme, será un tormento para John, pero no llegó a escribirlo. Al fin y al cabo, precisamente a ella iba dirigida la carta.
John no conoce la indulgencia consigo mismo, pensó.
Pero no dejó que la pluma tocara el folio, pues ser admirado por un profesor no sirve de mucho, y menos en la Armada.
Poco importaba que el capitán leyera las cartas antes de zarpar. Era John el que quería ir a la guerra a toda costa. Y el que fuera demasiado lento y no tuviera más que catorce años… ¿Qué podía escribir? Ya sabe en qué desgracia se mete, pensó. Cogió el escrito, lo arrugó entre sus manos y lo lanzó a la papelera. Agachó la barbilla y empezó a ponerse triste.
Por la noche, John Franklin permanecía despierto en la cama, repitiéndose a su ritmo los rápidos acontecimientos de la jornada. Eran muchos. ¡Seiscientos hombres en semejante barco! Y cada uno tenía un nombre distinto y se movía sin parar. ¡Y luego las preguntas! En cualquier momento podían hacerle una. Pregunta: ¿A qué servicio está usted adscrito? Respuesta: Cubierta inferior de baterías y práctica de velas, unidad del señor Hales.
¡Sir! No olvidar nunca el sir. ¡Muy peligroso!
Todos a la popa a la eje… e-je-cu-ción-del-cas-ti-go. ¡Lo que había que decir! Ejecución del castigo.
¡Todos a poner las velas!
¡Rendir armas!
¡Zafarrancho de combate! ¡Todo cargado, sir! Zarpamos. Amarras.
¡Batería inferior, lista para el combate! Y prever siempre con precisión todo lo que pudiera sobrevenir.
—¡Apunte el nombre de este hombre, señor Franklin!
—¡Sí, sir! —Nombre… apuntar… ¡Rápido!
El color rojo de los interiores es para… para… ¡evitar las salpicaduras de la sangre! No, ¡para disimularlas! La arena en el suelo es para evitar resbalar con la sangre. Todo tenía que ver con el combate.
—Saludos del capitán, sir. Haga el favor de acompañarme al primer puente.
Velas: sobrejuanete mayor, de perico y de proa. Había otra que se enganchaba más abajo. Era capaz de determinar el ángulo de altura por las estrellas…, cosa que no le hacía ninguna falta. No le interesaba a nadie. Pero ¿dónde va enganchado cada cabo? ¿El botalón se apoya en el estay de galope o viceversa? Obenques y popeses, drizas y escotas. Toda esa cabuyería sin fin, tan inextricable como la tela de una araña. Siempre hacía los amarres en el mismo sitio que los demás, pero ¿y si estaban mal? Él era guardia marina, equivalía a un oficial. Bueno, a repetirlo todo: vela mayor, gavia, juanete mayor…
—¡Silencio! —protestó el de la litera de al lado—. ¿Qué son esos cuchicheos por la noche?
—Batafioles —murmuró John—, cangreja de mesana.
—¡Vuélvelo a decir! —dijo el otro pacientemente.
—Estay de trinquete, botavara, brioles de botavara, estays.
—Ah, bueno —gruñó su vecino—, pero ahora se acabó.
Siguió haciéndolo con los labios cerrados, sin poder evitar mover la lengua. Es que… Cuando se figuraba cómo llegar al tope del trinquete desde la base del palo, pasando por la cofa, la coz del mastelero y el mayete del juanete de proa, encaramándose siempre por fuera, pues un marinero sólo lo hacía de esa forma…
¿Veía algún error? ¿Veía en qué radicaba, si es que no era más grave, al hacer su viaje fuera del barco? ¿Y qué haría, si no entendía algún detalle de los cabos de labor?
Se fijaba además en todas las preguntas que no habían encontrado respuesta hasta el momento. Bueno, pues tendría que hacerlas en el momento oportuno, y luego se las tendrían que dar. La vela de un esquife era algo muy especial, ¿por qué? Iban a enfrentarse con los daneses, ¿por qué no contra los franceses? Tenía además que reconocer inmediatamente las preguntas que pudieran hacerle a él, John Franklin. Pregunta: ¿Qué servicio tiene a su cargo? Pregunta: ¿Cómo se llama su barco, guardia marina? ¿Cómo se llama su capitán? Si bajaban a tierra después de tomar Copenhague, habría almirantes por todas partes, tal vez incluso el propio Nelson. Nave Polyphemus, de la marina real, sir. Capitán Lawford, sir. Sesenta y cuatro cañones. Bien.
Para defenderse había aprendido de memoria verdaderas flotas de palabras y baterías de respuestas. Tenía que estar dispuesto a decir y a hacer cualquier cosa que pudiera sobrevenir. Si primero tenía que entenderlo, menuda pesadez. Si las preguntas seguían siendo para él sólo una especie de señal y matraqueaba sin vacilar lo que le pedían, como una cotorra, no había nada que objetar, la respuesta pasaba. ¡Lo había conseguido! Un barco, definido por los límites del mar, se podía aprender. No obstante, no podía correr mucho. Y todo el día consistía en correr de aquí para allá, transmitir órdenes, echar otra vez a correr de un puente a otro…, y con esas escalerillas tan estrechas. Pero se había aprendido todos los caminos, incluso se los había anotado, repitiéndoselos cada noche durante las dos últimas semanas. Salía solo, siempre que no se le cruzara alguien de improviso. En ese caso, no había nada que hacer. Se seguía adelante sin más brújula, utilizándose cualquier disculpa formularia. Los otros aprendieron pronto que más les valía apartarse. Los oficiales no lo hacían de tan buena gana.
—Tiene usted que verlo así —le había dicho con gran esfuerzo tres días antes al quinto teniente, quien, después de su correspondiente ración de ron, se había prestado a escucharle—. Todo barco tiene una velocidad máxima, que nunca puede superar por muchas velas que le quiera usted poner, sea cual sea el viento. A mí me pasa lo mismo.
—¡Sir! Cuando se dirija a mí, llámeme sir —respondió el teniente, no sin indulgencia.
Las explicaciones solían venir seguidas de alguna orden. A los dos días alegaba ante otro teniente que cualquier movimiento rápido dejaba en su vista una raya sobre el paisaje.
—Suba usted al tope del trinquete, señor Franklin. Y… ¡me gustaría ver una raya sobre el paisaje!
Mientras tanto, la situación iba mejorando. John se estiraba satisfecho en su litera. La travesía podía aprenderse. Lo que no eran capaces de hacer sus ojos y sus oídos, lo realizaba por la noche su mente. Su lentitud equivalía a una instrucción espiritual.
Lo único que quedaba era el combate. No era capaz de imaginárselo. Y con rápida decisión, se quedó dormido.
La flota atravesó el Sund. Ya faltaba poco para llegar a Copenhague.
—Vamos a enseñarles lo que es bueno —dijo uno que estaba de pie y tenía la frente muy alta. John entendió bien las palabras, porque las repitió varias veces. El mismo individuo le dijo—: Venga, anime usted a los hombres.
Algo ocurría con la gavia. Iban con retraso. Llegó la frase fundamental:
—¿Qué va a pensar Nelson?
Se quedó con aquellas dos frases por la noche y alguno que otro vocablo bastante más difícil, como Kattegat, Skagerrak, cajetín de colores y pañol de cables. Después de la ración de ron le dijeron, en respuesta a una pregunta suya cuidadosamente formulada, que los daneses llevaban ahí semanas, reforzando las fortificaciones de Copenhague y armando naves de defensa.
—¿O es que crees que van a esperar a que nos sentemos con ellos en el ayuntamiento?
John no entendió inmediatamente lo que quería decir, pero se había acostumbrado a saldar cualquier respuesta que le dieran en forma de pregunta o que acabara con una elevación del tono de la voz añadiendo automáticamente: «¡Claro que no!», con lo que su interlocutor quedaba momentáneamente satisfecho.
A media tarde ya habían llegado. Por la noche o a la mañana siguiente temprano atacarían las baterías y naves de los daneses. A lo mejor venía Nelson hoy mismo a bordo a echar una ojeada. ¿Y qué iba a pensar? La jornada acabó en medio de un enorme ajetreo: con un griterío tremendo, sin resuello, y los tobillos hechos polvo, pero sin rastro de miedo ni de enfados. John tenía la sensación de que iba a ser capaz de aguantarlo todo, pues siempre sabía lo que podía acontecer. Las respuestas eran sí o no, las órdenes mandaban arriba o abajo, una persona era sir o no lo era, su mente se topaba a cada paso con cabos de labor y jarcias muertas. Todo ello le satisfacía plenamente. Había una palabra nueva que ensayar: Trekroner. Se trataba de la batería más fuerte de Copenhague. Cuando ella empezara, es que empezaba la batalla.
Nelson no vino. La batería del segundo puente estaba lista, los fogones apagados, la arena esparcida por el suelo y todos los hombres en sus puestos. Había uno, colocado junto al cañón, que todo el tiempo enseñaba los dientes. Otro, que hacía de cargador, abría y cerraba las manos constantemente, quizá cien veces o más, y cada vez se miraba las uñas, para comprobar. Hubo uno en el combés que se asustó y gritó:
—¡Una señal!
Todas las cabezas se volvieron hacia él. Señalaba a popa, pero allí no pasaba nada. Nadie pronunció una palabra.
Y mientras los marineros experimentados sudaban de fiebre o miraban con ojos desorbitados, John gozaba de uno de los momentos que le pertenecían. Ahora podía ignorar la actividad desenfrenada y los sonidos, abstrayéndose en las variaciones que, por su morosidad, apenas eran perceptibles para los demás. Mientras el barco se deslizaba y todos se mantenían al acecho de la salida del sol y de los cañones de la Trekroner, él se recreaba en el movimiento de la luna y en cómo iban cambiando las nubes en la noche casi sin viento. Observaba impertérrito a través de la tronera. Respiraba hondo. Se veía a sí mismo como una parte más del mar. Los recuerdos empezaron a discurrir por su imaginación. Pasaban aún más despacio de lo que él solía ir. Veía una parroquia entera de mástiles, muy cerca unos de otros, y detrás de ellos la ciudad de Londres. Siempre que se juntaban tantos barcos parados tan cerca unos de otros, había una dudad. Pendían centenares de cordajes, como una dilatada nube pintarrajeada sobre los edificios de la orilla. Las casas se apiñaban contra el Puente de Londres, como si fueran a echarse al agua y no quedarse atrás, vacilando sólo en el último momento. De vez en cuando, había alguna que se precipitaba puente abajo, pero siempre que no la viera nadie. Las casas de Londres tenían un aspecto totalmente distinto del de las de su pueblo: eran pretenciosas, desabridas, a menudo arrogantes y, a veces, como muertas. Había visto incluso un incendio en los muelles, y a una dama que se hizo llevar hasta la ventanilla del coche casi todos los vestidos de una tienda, para probárselos dentro y no exponer al lodo sus zapatos. El tendero siguió como si tal cosa ante la portezuela del coche, respondiendo amablemente a todas sus preguntas. Y eso que tenía a otros clientes que atender. Se le veía tan calmoso que a John le pareció un compañero de fatigas, aunque barruntó en seguida que era un tipo rápido. Había una especie de paciencia de tendero que le resultaba agradable, pero que nada tenía que ver con la paciencia suya.
En el coche había también una muchacha. Las muchachas inglesas de brazos blancos, delgadas, algo apocadas y pelirrojas, eran uno de los ocho o diez motivos por los que valía la pena tener los ojos bien abiertos. Thomas se lo había llevado a rastras, como hacen los hermanos mayores que tienen que ocuparse de los más pequeños y que por impaciencia acaban cogiéndoles antipatía. Habían comprado el tricornio, la casaca azul, los zapatos de hebilla, el petate y la navaja. Los voluntarios de primera tenían que comprarse el uniforme. Cuando subieron al monumento de Fishstreet Hill, llegó a contar trescientos cuarenta y cinco escalones. Era una primavera fría. Todo apestaba a carbonilla. A lo lejos se veían palacios circundados de verdes parques. Se fijó en un epiléptico que unas veces se daba de golpes en la frente y otras miraba a lo lejos con ojos desorbitados. Oyó decir que había salteadores de caminos, pero que en Tyborn había dispuesta una horca. Un guardia marina tenía que comportarse como un caballero, dijo su hermano mayor. Poco después vieron también una discusión en el mercado. Era por un pez, al que unos decían que habían inflado de forma artificial y otros, que no. Todo podía ser.
Desde todas partes se veían los mástiles de los barcos, por lo menos a partir de la verga del juanete. Los millares de chimeneas de la ciudad eran todos más bajos. Parecía casi inconcebible que las naves pudieran moverse en alta mar gracias al viento según unos planes bien previstos, por mucho que uno se supiera de memoria el Navegante práctico, de Moore. Navegar era cosa de príncipes, y los barcos también lo parecían. Sabía bien lo que había que hacer hasta poder llegar a soltar todo el trapo. Primero había que construir el casco, con todo el maderamen bien curvado, cebado y atornillado, que había que cepillar cuidadosamente, calafatearlo y alquitranarlo, pintarlo con esmero y chaparlo a veces con planchas de cobre. La gran nobleza de un barco radicaba en los múltiples materiales que su construcción requería, y en el complicado proceso de elaboración que precisaba.
¡Buuum!
Era la Trekroner. ¡Empezaba el combate!
Comportarse como un caballero. Durante el cañoneo, estorbar lo menos posible. Correr del puente de baterías al castillo de popa y viceversa. Entender las órdenes cuanto antes y, de no ser posible, pedir con energía que se las repitan.
—Escuchad, muchachos —gritó el oficial de la frente alta—. ¡No debéis morir por vuestra patria! —Pausa—. ¡Pero ocupaos de que los daneses mueran por la suya!
Risas escandalosas. Eso era, así se enardecía a la gente. Por lo demás, la batalla resultaba dura. La Trekroner y el resto de la artillería golpeaban una y otra vez al unísono. Cuando se reacciona siempre con retraso, uno pierde los estribos en medio de tanto topetazo. Lo peor eran las andanadas que tiraban ellos mismos. Parecía que el barco daba un brinco cada vez. El orden seguía siendo el que se había estudiado, sólo que ahora el objetivo era sembrar el caos en el contrario, y eso era a su vez lo que ocurría aquí, a cada golpe repentino de esos que tan poca gracia le hacían a John. De pronto, en el oscuro cañón de al lado, ofendía la vista el brillo de un profundo rasguño, casi un surco, como si le hubieran caído encima unas tenazas de una fuerza inmensa. Las repugnantes irisaciones de esa herida metálica se clavaban muy hondas en la mente. En un momento no quedaba nadie en pie. ¿Quién era aún capaz de levantarse? Las instrucciones las tenía bien aprendidas, pero ahora los trabajos extra le hacían atascarse, pues faltaba casi la mitad de la gente. Y luego la sangre. Ver a tantos hombres nadando en ella le daba a uno aprensión. Al fin y al cabo era sangre que le faltaba a alguien, que salía de las personas. Sangre por todas partes.
—¡Sin contemplaciones! ¡A las baterías! —Era el que antes había exclamado: «¡Una señal!». De repente, la tronera estaba más abierta que antes. El maderamen que faltaba estaba en medio del combés, cubriendo varios cuerpos. ¿De quiénes eran?
En cubierta le contaron que tres de los doce navíos habían encallado, pero la Polyphemus, no. Del flanco de otro barco que había al lado surgía una humareda blanca. La imagen quedó fija en los ojos de John. Retazos de madera de todas clases cruzaban a la velocidad del rayo por la cubierta de la Polyphemus, formando torbellinos que herían como hoces. John observó con preocupación que hasta los oficiales, siempre tan tranquilos, que nunca tenían que hacerse a un lado, ahora se apartaban de un salto indignamente. Su forma de actuar era correcta, desde luego, pero no dejaba de ser un movimiento degradante. Corrió a dar el parte.
Ahora los entrepuentes parecían otra cosa. Los obstáculos estaban en las paredes. Las vigas se desprendían y colgaban a la altura de su cabeza. Como no era capaz de apartarse ni de quedarse quieto, las astillas le producían arañazos, desollones y ampollas que sin dúdale daban el aspecto de un héroe. Intentaba comportarse en todo momento como un caballero. Se podía perder un ojo fácilmente. El propio Nelson no tenía más que uno. ¿En qué estaría pensando ahora Nelson? Estaría en la popa del Elephant. Nelson se enteraba siempre de todo.
Se oían funcionar las bombas. ¿Habría un incendio? ¿Estaría el barco haciendo agua? Los hombres iban por la cubierta dando traspiés, como si estuvieran borrachos. El capitán estaba al pie del cañón y gritaba:
—¡Muramos todos juntos!
¡Qué distintas habían sido antes sus palabras! De pronto, al lado del capitán, desapareció la cabeza de uno de los que le escuchaban, y luego todo él. John se sintió desgraciado. Se aturdía con todas esas alteraciones repentinas, ya fueran distribución de puestos, órdenes o sistemas de coordenadas. Resultaba duro notar constantemente que cada vez faltaba más gente. Era, además, como una hondísima humillación para una cabeza ver que perdía el cuerpo sin más preámbulos, a consecuencia sólo de la acción de otro nombre. Y qué visión más triste, o más ridícula, era un cuerpo sin cabeza.
Cuando se vio de nuevo en la batería, de repente se produjo una hiriente claridad, acompañada de un gran estruendo: acababa de explotar una nave a su lado. Se oyó gritar «¡Hurra!» y escuchó varias veces el nombre de un barco. En medio de los hurras percibió un chirriar penetrante como un graznido, y luego un golpe seco: un barco danés que escoraba. Y por el boquete de la tronera entró alguien de un salto.
John percibió la imagen de una bota extraña, de color claro, que se colaba de pronto y se detenía de golpe. Sintió un movimiento rápido y amenazador que le impedía captar cualquier otra actividad, pues la imagen se había quedado detenida en su interior. Su cerebro pensó automáticamente: ¡Vamos a enseñarles lo que es bueno!, pues ésta era la situación que le había venido a la mente la primera vez que oyera esa frase. Lo siguiente que vio fue la boca abierta del hombre y sus propios pulgares que atenazaban su garganta. Por alguna casualidad, lo tenía a su merced y ahora podía cogerlo, ¡él!
Cuando John agarraba a uno, no había escapatoria. Ahora, en la periferia de su campo visual, veía aparecer una pistola. La visión se paralizó al instante. No miró más. Prefirió no perder de vista sus fuertes dedos, como si así pudiera obligarlos a vencer a la pistola, que, a decir verdad, le apuntaba al pecho. En su cabeza empezó a imponerse una sola preocupación, que crecía constantemente, por encima de cualquier otra. No admitía límites, y acabó por explotar: podía apretar inmediatamente el gatillo y matarlo, y a él no le quedaría más que morir al instante o agonizar lentamente, comido por la gangrena. Ahí lo tenía, sin poder apartarlo. Lo tenía delante y no había escapatoria posible. De repente, John sintió con toda claridad dónde tenía el corazón, como el que sabe que la muerte es una cosa perfecta. ¿Por qué no era capaz de tirar de un golpe la pistola, o de hacerse a un lado? ¡Era increíble, pero no podía! Lo tenía ahí, agarrado del cuello, y su único pensamiento era que si a uno lo estrangulan, no puede disparar una pistola. En cambio no era capaz de imaginar, por mucho que quisiera, que cuando uno está a punto de asfixiarse, lo primero que hace es justamente apretar el gatillo. Su cerebro se habría dado por muerto en este caso. La única idea que sentía con vida era que, para conjurar el peligro, tenía que apretar cada vez con más fuerza esa garganta. El otro seguía sin disparar.
Se trataba de un hombre demasiado viejo para ser soldado. Tendría más de cuarenta años. John no se había arrodillado nunca ni había tenido a sus pies a nadie que pudiera ser su padre. La garganta estaba caliente; la piel, blanda. John no había agarrado nunca a nadie durante tanto tiempo. Ahora sí que había un verdadero caos. Llevaba la batalla dentro de su cuerpo, pues los nervios de sus dedos sentían, a medida que apretaban, un espanto superior a aquel calor y a aquella blandura. ¡Sentían que la garganta chascaba! Vibraba, tierna y miserable, con un chasquido de una miseria profunda. Sus manos estaban espantadas, pero su cabeza, que temía la humillación de morirse, esa cabeza traidora que seguía equivocando las ideas, hizo como si no entendiera.
La pistola cayó por tierra. Las piernas dejaron de oprimir el suelo. El hombre ya no se movía. Una herida de bala en el hombro y sangre chorreando.
La pistola no estaba cargada.
¿Había dicho algo el danés? ¿Se había rendido? John estaba allí sentado, mirando fijamente la garganta del muerto. Había temido la humillación de una muerte violenta. Pero destruir un organismo por ir con retraso, por no haber perdido el miedo con la rapidez debida, casi era más que perder la cabeza. Era un envilecimiento, una impotencia aún más deprimente que la otra. Ahora que había sobrevivido y su cabeza debía dar salida a todos sus pensamientos, continuaba la batalla en su interior. Manos, muslos y nervios se rebelaban.
—Lo he matado —decía John temblando. El hombre de la frente alta lo miró con ojos de cansancio. Permanecía impasible—. No podía dejar de apretar —seguía diciendo John—. Fui demasiado lento y no pude dejar de hacerlo.
—Se acabó —contestó con voz ronca el hombre de la frente—. La batalla ha terminado.
John temblaba cada vez más y sus temblores acabaron en espasmos. Sus músculos se contrajeron en diversas partes formando islas de dolor, como si así quisieran acorazar su interior o echar fuera un zumo extraño que su piel exudaba.
—¡La batalla ha terminado! —gritó el que antes había visto la señal—. ¡Les hemos enseñado lo que es bueno!
Colocaron nuevas boyas. Los daneses habían quitado todas las señales de navegación para que los barcos ingleses se fueran a pique. La lancha de aviso avanzaba bordeando un banco de arena, justo al lado de la Trekroner, que yacía acribillada y hecha trizas. John se hallaba sentado en la bancada, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, con la mirada fija en tierra. La lentitud es mortal, pensaba. Y si lo es para otros, todavía peor. Deseaba ser un trozo de costa, un escollo de la ribera cuyos actos correspondieran siempre con exactitud a su verdadera velocidad. Un grito de atención le hizo mirar hacia abajo: en el fondo del agua quieta y transparente yacían incontables víctimas, algunos con casacas azules, muchos con los ojos abiertos, mirando hacia arriba. ¿Terror? No. Estaban ahí, con toda naturalidad.
Él mismo era uno de ellos. Un reloj parado, eso es lo que era. Tenía más que ver con ellos que con sus compañeros de la lancha. La lástima era sólo que hubiera tanto que hacer. Le pareció oír una orden, pero no la entendió. Después de tanto cañonazo no había quien entendiera una orden a la primera. Cuando iba a pedir que se la repitieran, le pareció que ya la había entendido. Se levantó y, una vez de pie, cerró los ojos y cayó de espaldas, muy despacio, como una escalera que hubieran dejado en posición demasiado vertical. Cuando se vio en el agua, le vino súbitamente a la cabeza esta pregunta: «¿Qué va a pensar Nelson?». Su maldita cabeza era lenta hasta para eso. No cesaba de repetir la pregunta. Y entonces los otros lo pescaron, antes de que pudiera empezar a imaginarse cómo se ahoga uno.
Por la noche clavaba la vista en el techo y buscaba a Sagals. Ya no lo podía encontrar. Un hijo más de Dios, tan solo y hundido como los demás. John rezó jaculatorias de velas, desde el foque hasta el sobrejuanete de perico. Cien veces por lo menos, del derecho y del revés. Recitó la jarcia fija, desde el estay de sobrejuanete mayor hasta los popeses del sobrejuanete de perico, y los cabos de labor, desde la escota de mesana hasta la braza del sobrejuanete de proa. Juró por todas las vergas, desde el tope del palo de mesana hasta el del trinquete. Dejó el barco listo para zarpar con todos sus masteleros, puentes, cuarteles y grados. El único que quedaba inextricablemente fuera de cuenta era él. Había perdido por completo la confianza en sí mismo.
—Supongo —dijo el doctor Orme cuando volvieron a verse— que estás triste por su muerte.
Lo dijo muy despacio. John necesitaba su tiempo. Luego empezó a temblarle la barbilla. Cuando John Franklin empezaba a llorar, tardaba siempre un rato. Lloró con fuerza hasta que sintió picores en la nariz y en la punta de los dedos.
—Así que te gusta el mar… —empezó a decir otra vez el doctor Orme—. No forzosamente ha de tener que ver con la guerra.
John dejó de llorar, al tiempo que se puso a meditar. Mientras tanto iba estudiando su zapato derecho. Sus ojos seguían incansablemente el brillante cuadrado de su hebilla: arriba a la derecha, de este lado hacia abajo; de abajo a la izquierda, y del otro lado hacia arriba, volviendo más de diez veces al punto de partida. Después clavó su vista en los zapatos lisos del doctor Orme, que no tenían ni botones ni hebilla, sino que dejaban el empeine libre, abrochándose por delante con un lazo. Finalmente dijo:
—En eso de la guerra me he equivocado.
—Pronto tendremos paz —replicó el doctor Orme—. No habrá más batallas.