4

EL VIAJE A LISBOA

¡Por fin estaba a bordo de un barco en alta mar!

—Y no he llegado demasiado tarde —musitó John sonriendo al horizonte.

Golpeaba una y otra vez la crujía con el puño, lleno de entusiasmo, como si quisiera imprimir a la nave un ritmo que la llevara cabeceando hasta Lisboa.

Ya no se divisaba la costa del Canal, y la niebla no era más que una franja brumosa. Los aparejos estaban tensos de la cubierta a los topes, o se cruzaban de un lado a otro, atrayendo cada vez más la vista hacia lo alto, hasta dolerle a uno el cuello de tener tanto tiempo la cabeza levantada. No era el barco el que llevaba los mástiles, sino las velas las que tiraban de él y lo levantaban. Parecía que la embarcación iba sujeta a ellas por mil cordajes. ¡Qué barcos tan bien aparejados había visto en el Canal, con nombres como Leviathan o Agamemnon! Después de las lápidas de St. James, no había visto un sitio más digno para poner letras que la proa o la popa de un barco. Por último, había surgido de la niebla un gigantesco navío de línea que a poco más los embiste a pesar de las campanas y sirenas.

Tenía a sus pies el mar, esa piel tan hermosa, la verdadera superficie del planeta. En la biblioteca de Louth había visto una esfera: los continentes, peludos y mellados, limitándose unos a otros y allanándose para ocupar la mayor parte posible del globo. En el puerto de Hull había observado cómo construían con vigas unas pirámides en el agua para demostrar el dominio de la tierra sobre el mar. Y las llamaban delfines, sólo para crear más confusión. El marinero holandés había dicho:

—Eso no es un delfín, es un muerto.

Y como no hizo ninguna mueca ni guiñó ningún ojo, sino que se limitó a echar un escupitajo, como de costumbre, debía de ser verdad. John pidió que se lo repitiera y aprendió el vocablo. Se enteró también de que el brazo de los franceses llegaba muy lejos, y de que desde la Revolución los espejos cóncavos de los faros los hacían de plata de ley. John se sentía bien. Quizá eso fuera ya la libertad completa.

En Hull había meditado largamente sobre la libertad ante el plato que le pusieron delante. Se poseía cuando no se tenía que decir previamente a los demás los propios planes. O cuando se guardaba silencio. Libertad a medias, cuando había que decirlos con bastante antelación. La esclavitud era que a uno le dijeran previamente lo que tenía que hacer.

Todas sus reflexiones le hacían llegar siempre a la conclusión de que más valía ponerse de acuerdo con su padre que hacer el pasmarote. Uno sólo llegaba a guardia marina por recomendación. Como Matthew no había vuelto, no le quedaba más que su padre.

Enseguida pasaron los 3 grados de longitud oeste. Louth estaba en el meridiano cero, que cortaba precisamente la plaza del mercado. Bien sabía él que de no ser por el doctor Orme todavía seguiría allí, y no estaría viendo el mar sino los repliegues de la oreja de Hopkinson, que no pensaba más que en franelas.

El doctor Orme había cambiado el reglamento de la escuela. Ahora servían carne dos veces a la semana y había un nuevo celador que mantenía a raya a los moderadores.

¡El doctor Orme! John le estaba muy agradecido y sabía que siempre lo estaría. No había afirmado nunca que estaba a su disposición, ni había hablado para nada de amor ni de educación, pero se había interesado por aquel caso especial, por curiosidad y sin el menor rastro de compasión. Había examinado la vista y el oído de John, su facilidad de comprensión y su retentiva. Con el doctor Orme sentía que pisaba terreno seguro, pues no se interesaba por los alumnos, y cuando lo hacía era porque valía la pena. No decía nunca lo que pensaba. Cuando tenía alguna ocurrencia, sonreía enseñando sus dientecillos torcidos como para tomar aire después de una inmersión.

Empezó a soplar un ligero viento y John sintió frío. Bajó al camarote y se acostó en la litera.

El padre había dado su consentimiento tras una larga y rápida conversación con el doctor Orme. No obstante, murmuró entre dientes:

—… al primer temporal…

John sabía ya lo que pensaban. El doctor Orme creía que no aguantaría el vaivén de las olas y que entonces querría hacerse clérigo. Ésos fueron sus argumentos. Su padre esperaba que lo arrebatara una ola. Su madre deseaba que todo le saliera bien, pero no se lo dejaron decir.

La mirada de John empezó a atravesar las negras vigas sobre la litera, y al poco rato se había convertido en el desaparecido Matthew, que andaba errante por la Terra Australis con un león. Luego era otra vez John Franklin, que explicaba a los habitantes de Spilsby cómo tenían que disponer sus campos para que la tierra se lanzara a toda vela. Pero el viento lo arrastraba todo. En los caminos se abrían grietas con estrépito. Todo reventaba y trepidaba horrorosamente. John se levantó sobresaltado y su cabeza chocó contra las vigas negras. El sudor cubría su frente. Junto al lecho había un cubo marinero de madera, con flejes de hierro, como si fuera un pequeño tonel, pero con el fondo de un ancho doble al de la boca. John se hallaba a bordo de un barco, en medio del golfo de Vizcaya, aguantando el temporal.

Nada de mareo. Ahora iba a resolver unos cuantos problemas de cálculo.

—¿Cuál es la hora de Greenwich —murmuró— cuando… —durante un momento se imaginó los firmes muelles y los macizos edificios de Greenwich, y luego los bancos, tan quietos y cómodos, desde los que se podía contemplar el tráfico naval. Pronto desechó esos pensamientos— cuando a los treinta y cuatro grados, cuarenta minutos de longitud este… —se inclinó fuera de la litera, agarrándose con una mano al borde y con la otra al cubo— son las ocho y veinticuatro de la tarde?

Jadeante, empezó a calcular el ángulo mentalmente. Le subía a la garganta todo lo que llevaba en su interior. ¡Vaya, pues tampoco servía la trigonometría esférica! La mente no era capaz de engañar al estómago, pobre viajero. Al cabo de un rato estaba tumbado más tieso que una vela, esparrancado de pies a cabeza, intentando descubrir qué era lo que le ponía tan malo.

En torno al eje transversal del barco se producía un balanceo hacia adelante y hacia atrás cada medio minuto, aunque el ritmo era bastante irregular. La debilidad de su estómago tenía bastante que ver con ese movimiento, pero lo mismo ocurría con el entumecimiento de su cabeza, que poco a poco se iba volviendo tan torpe como el cubo que tenía a sus pies. Lo que en tierra iba perfectamente conjugado, sin mayor problema, se desacompasaba aquí en virtud de la inercia con la que reaccionara a los movimientos del barco: la cabeza antes que el cuerpo, el vientre antes que el estómago, y éste más deprisa que su contenido. Luego se producía un bamboleo en el eje longitudinal de la nave, un escorarse y un girar que se combinaban de un modo distinto cada vez con el sube y baja. El cerebro de John patinaba de un lado a otro, como un trozo de mantequilla en una sartén caliente, dándole la impresión de que se iba a disolver. En un último esfuerzo, intentó encontrar alguna regularidad a la que pudieran atenerse, como a un común denominador, cabeza, estómago, corazón, pulmones y todo el resto del cuerpo.

—¿De qué sirve que sepa definir la posición de un barco si no puedo aguantar sus movimientos? —sollozó, y siguió calculando con el cubo a mano—. Respuesta: las seis con cinco minutos y veinte segundos —musitó.

No reparaba en obstáculos con tal de acabar el problema que hubiera empezado a resolver.

Le dio la sensación de que el barco se hundía demasiado por delante. A lo mejor se había abierto en la proa una vía de agua. La presión de ésta aumentaba cuanto más abajo se hallaba la brecha, según la raíz cuadrada de la altura. Por eso, cuando un barco se iba a pique, se hundía cada segundo un poco más. Sería mejor subir a cubierta.

Logró cruzar la puerta tras calcular bien el hueco. Una vez en cubierta, empezó una ardua lucha entre sus pobres manos y un cruel elemento que sin más preámbulos lo empujaba aquí, lo tumbaba más allá o lo aprisionaba a capricho entre el maderamen y el cordaje. Cada vez se veía en una posición distinta, y el brutal oleaje le echaba encima gigantescas bocanadas de agua. De vez en cuando veía hombres que se agazapaban, agarrándose a los cabos o a las tablas para buscar nuevo asidero en el instante preciso. Ésa era la única forma de poder avanzar. Parecía que quisieran hacer creer al temporal que formaban parte del barco. Sólo se atrevían a hacer un movimiento humano a espaldas de él. John escuchó un débil estallido y un furioso golpear y traquetear procedentes del palo mayor. En su oído resonaron gritos amortiguados por la galerna. Además, llevaban puesta la gavia, así que se acabó. El mar estaba blanco como leche hirviente, y se levantaban unas olas en cuyo seno habrían cabido pueblos enteros.

De repente le atenazaron dos manos poderosas que no eran las del temporal. Le precipitaron bajo cubierta a una velocidad comparable a la de la gravedad. El único comentario fue una maldición. El cubo del camarote se había volcado a pesar de la anchura de su fondo. El estado de John era de nuevo tan lamentable como el hedor que sentía.

—De todos modos —dijo mientras rodaba junto al cubo—, para mí está bien así.

Hinchó de aire sus pulmones para no dejar sitio al ahogo. Era un marino nato, estaba seguro.

—Es el mejor viento que se puede llevar —decía el holandés—, el portugués del norte, soplando siempre a popa. Vamos a más de seis nudos.

De haberlo dicho cualquier otro, John no habría podido entender el nuevo vocablo, pero el holandés sabía que su interlocutor lo entendía todo cuando se le hacían las debidas pausas. Además, los dos disponían ahora de mucho tiempo, pues el marinero se había dislocado el tobillo durante el temporal.

El tiempo siguió soleado. A la altura del cabo Finisterre vieron a la deriva el mástil de un barco, cubierto de cangrejos desde hacía por lo menos tres años, si no se equivocaba el capitán.

Por la noche se acercaron a un faro.

—Es Burlings —oyó decir John—. Una isla con fortaleza y faro.

Percibió entonces algo que le hizo acordarse de las teorías del doctor Orme: el rayo de luz daba vueltas a la punta de la torre, como si fuera un candelabro giratorio. John veía que el rayo se movía, pero la luz seguía viéndose al fondo, a la derecha, cuando ya había girado por la izquierda, y luego seguía allí cuando aparecía otra vez por la derecha. Pasado y presente. ¿Qué había dicho de eso el doctor Orme? La luz era el presente más absoluto cuando sus reflejos herían directamente la pupila de John. Pero el destello que seguía viendo debía haberse producido ya antes. El único sitio donde seguía brillando era en sus ojos. ¡Una luz del pasado!

Entonces llegó el holandés.

—¡Burlings, Burlings! —gruñó—. ¡La isla se llama Berlengas!

John seguía con la mirada clavada en el faro.

—Veo una ráfaga, y no un punto de luz —explicó—, y sólo es presente cuando destella.

De pronto se despertó en él una terrible sospecha: ¿no llevaría su vista toda una vuelta de retraso? En tal caso, ese fulgor no provendría de la vuelta actual, sino de la anterior.

Las explicaciones de John duraban ya demasiado. Incluso al holandés le resultaban demasiado largas.

—Yo lo veo de otra manera —apostilló—. Un marino debe confiar en su vista tanto como en sus brazos o en…

Enmudeció. Cogió su muleta y se fue bajo cubierta arrastrando la pierna hinchada. John permaneció arriba. ¡Berlengas! La primera costa extranjera fuera de Inglaterra. De nuevo se sentía bien. Posó triunfante el puño sobre la toldilla. Ahora iba a cambiar todo. Hoy un poco y mañana por completo.

Gwendolyn Traill era delgada, tenía los brazos blancos, el cuello pálido e iba envuelta en unas ropas con tanto vuelo que John no podía hacerse una idea exacta de su figura. Llevaba medias blancas, tenía los ojos azules y el cabello rojizo. Hablaba precipitadamente, cosa que ni a ella misma le gustaba, como bien notó John, pero lo consideraba algo imprescindible. Se parecía mucho a Tom Barker. Tenía pecas. John observaba cómo los cabellos de su nuca caían sobre su cuello de encajes. Ya era hora de acostarse con una mujer, para enterarse bien. Más tarde, cuando fuera guardia marina, ya se reirían bastante de él por ir siempre con tanto retraso. Así que en estos asuntos prefería ir adelantado. En ese momento el señor Traill estaba diciendo algo. Ojalá no fuera ninguna pregunta. Tenía que ver con una tumba.

—¿Qué tumba? —preguntó John.

Durante las comidas quería estar siempre atento, para causar buena impresión, pues el señor Traill se lo escribiría todo a su padre.

Gwendolyn se echó a reír, mientras su padre le dirigía una mirada de reconvención. La tumba de Henry Fielding. John replicó que no sabía quién era. Todavía no sabía gran cosa de Portugal.

Los bisbíseos y gangueos de la gente al hablar le resultaban insoportables. Los lisboetas hablaban como si temieran quemarse los labios por cada palabra que no pronunciaran de corrido, exhalando gran cantidad de aire con cada una de ellas. Además, de tanto como movían las manos parecía que las abanicaran o que se estuvieran batiendo con ellas. Una vez que se perdió en el acueducto de Alcántara y preguntó por el camino de vuelta, en vez de indicarle tranquilamente una dirección, que él habría seguido hasta llegar a casa de los Traill, empezaron a manotear y terminó encontrándose de nuevo en la plaza del monasterio del Corazón de Jesús. Claro, eran católicos. Eso todavía se podía soportar. Lo intolerable era que hicieran bromas sobre la poderosa Inglaterra y el despistado John. Los señores Traill se retiraron después de la comida. John se quedó a solas con Gwendolyn, que hablaba de Fielding, ensanchando las ventanas de su pecosa nariz, mientras su cuello se enrojecía. ¡Cómo era posible que no conociera a Fielding, el gran poeta inglés! Se hinchó como un globo, a punto de salir volando si no la sujetaban.

—Conozco a grandes navegantes ingleses —replicó John.

De James Cook, Gwendolyn ni siquiera había oído hablar todavía. Se echó a reír. John pudo ver cómo brillaban sus dientes. Su vestido crujía constantemente de tanto moverse. John oyó decir que Fielding había padecido gota. Cómo la hago callar de una vez, pensaba, y cómo le planteo lo de acostarme con ella. Empezó a preparar una pregunta, pero como Gwendolyn no hacía ni una pausa, acabó por distraerse. Luego la oiría de mil amores todo lo que quisiese, pero ahora que se callara de una vez. Hablaba de un tal Tom Jones. Probablemente otra tumba.

—¡Pues vamos a verla! —dijo sujetándola por los hombros. Pero se había equivocado. Ahora que la tenía cogida no hubiera debido decir nada de salir, sino darle un beso. Pero no sabía cómo se hacía. Había que planearlo mejor. La soltó. Gwendolyn desapareció diciendo precipitadamente alguna cosa, quizá sin intención de que la entendiera. Lo único que sabía John era que había perdido demasiado tiempo pensando. Ése era el maldito efecto que tenía el eco del que había hablado el doctor Orme: se quedaba colgado demasiado tiempo de las palabras, tanto de las propias como de las ajenas. Si uno se entretenía pensando cómo declararse, no habría mujer que se dejara convencer.

Por la tarde se fue a pasear con la familia Traill por unas callejuelas oscuras, inundadas por el tañido de las campanas. Subieron a la cima de una colina llena de construcciones y contemplaron el panorama de las casas, blancas como la esfera de un reloj recién estrenado, de una construcción simple y sin ornamentación, rodeadas de un campo que no era verde, sino ocre. El señor Traill estaba contando lo del terremoto que había habido muchos años atrás. Gwendolyn iba delante y se movía con donaire. Ponía en circulación toda clase de humores en el cuerpo de John, sin mirarlo siquiera.

Pero el plazo había expirado y ya había perdido la ocasión.

—Pensar está bien —había dicho su padre—, pero no tanto que vayan a hacerle la oferta a otro.

Con una vuelta de retraso, se tenía un presente demasiado corto, tan sutil como la raya que separa el mar de la tierra. Tal vez tuviera que intentar atrapar el momento oportuno, como si de una pelota se tratara: si recurría al truco de quedarse mirando fijamente, no tendría más que presentarse la ocasión, que él estaría preparado para cogerla, sin dar lugar a que se le escapara. Todo era cuestión de ejercitarse.

—Pronto se celebrará la fiesta de San Marcos —le contaba el señor Traill—. Llevan un toro ante el altar del santo y le ponen una Biblia entre los cuernos.

Si se enfurece, a la ciudad le esperan malos tiempos, pero si permanece tranquilo, todo va a ir bien, y lo matan.

Gwendolyn no era del todo inaccesible. A veces lo miraba. John notaba que en toda esa impaciencia que se imponía a sí misma había una especie de paciencia, tal vez exclusivamente femenina, a la que él no llegaba. De haber sido un marino menos dubitativo o un hombre más valeroso, es seguro que Gwendolyn le habría dado más tiempo. Como para reforzar esta idea, un enorme navío de tres puentes lanzaba unas larguísimas salvas de saludo en la Foz do Tejo, que a su vez eran contestadas por las baterías de costa. Gwendolyn y el mar. Pero no podían ser ambas cosas a la vez, pues cuando uno quiere sentarse entre dos sillas acaba con las posaderas en el suelo. Así que primero a hacerse oficial y a defender Inglaterra, y luego a acostarse con una mujer. En cuanto vencieran a Bonaparte tendría tiempo. Gwendolyn le esperaría y se lo enseñaría todo. Hasta entonces, no tenía mucho sentido comportarse como un conquistador. Además, su barco zarpaba dentro de dos días.

—Bueno —dijo inesperadamente Gwendolyn después de comer—, vamos a ver la tumba del poeta.

Era tan obstinada y prudente como John en matemáticas.

En la tumba de Fielding crecían ortigas, como en las tumbas de todos los que se han distinguido por algo en la vida. John sabía eso porque se lo había dicho el pastor de Spilsby.

Miró con decisión a Gwendolyn para demostrar que era capaz de hacerlo con toda libertad, sin parpadear ni ponerse colorado. De pronto vio que tenía el brazo rodeando el cuello de la muchacha y sintió que uno de sus rizos le cosquilleaba la nariz. Ya volvía a faltarle todo un fragmento de lo que estaba pasando. Gwendolyn puso cara de asustada y colocó las manos entre su pecho y el de él. La cosa se ponía complicada. Fuera como fuese, pensó que se le presentaba la ocasión a pedir de boca y se decidió a formular la pregunta que con tanto miedo se había estado preparando:

—¿Te parece bien que nos acostemos?

—¡No! —exclamó Gwendolyn, que se le escapó de las manos.

Bueno, pues se había equivocado. John se sentía aliviado. Por fin había formulado su pregunta. La respuesta era negativa; pues bueno, de acuerdo. Pensó que era la prueba de que realmente tenía que decidirse por el mar. Ahora no deseaba más que zarpar y que empezara la guerra.

De vuelta a casa, Gwendolyn le resultaba totalmente extraña. Tenía el rostro tan liso, la frente tan ancha, y se le veían tanto los agujeros de la nariz… John volvió a pensar cómo era que el rostro humano tenía ese aspecto y no otro totalmente distinto.

También había oído decir al pastor de Spilsby que las mujeres tenían unas aspiraciones totalmente distintas a las de los hombres. Desde el malecón, Lisboa brillaba como una nueva Jerusalén. El puerto. ¡Eso sí que era realmente el mundo! En cambio, Hull del Humber no era más que un simple atracadero de barcazas descarriadas. Aquí había barcos de tres puentes y nombres dorados sobre el castillo de proa. Desde esas ventanillas artísticamente trabajadas, John quería contemplar un día el horizonte como capitán.

Su barco era pequeño. Pero flotaba como cualquier otro y tenía su capitán, como el más grande. Los marineros llegaban con retraso, guiados por los lugareños. Algunos llevaban tales borracheras que había que izarlos a bordo con el polipasto. Su padre tomaba de vez en cuando una copa de más, Stopford incluso algunas más, pero lo que estos marinos se metían entre pecho y espalda era otra cosa. Caían como fardos en la litera y no se levantaban hasta que ya habían levado anclas. Uno de ellos, que no iba tan borracho como los demás, le enseñó la espalda. Su piel morena estaba surcada de arriba abajo por unas cicatrices blancas, que parecían cráteres y escollos: tantos eran los jirones de piel que le habían arrancado y que luego le había vuelto a crecer. La pelambrera que cubría su espalda, en otro tiempo uniforme, se había adaptado a aquel paisaje irregular y formaba un bosque con claros y espesuras.

El dueño de semejante espectáculo le dijo a John:

—Eso es la marina de guerra. ¡Por cualquier mierda sacan el látigo!

¿Que si ese castigo podía producir la muerte?

—¡Y cómo! —respondió el marinero.

Ahora ya sabía John que había cosas peores que el temporal. Ahí estaba el alcohol. También tendría que aprender a habituarse a él. Era propio de valientes. Pronto le ofrecieron un vaso.

—Prueba. Lo llamamos viento.

Era un caldo pegajoso, rojo y repugnante. John se echó al coleto con forzada soltura dos tragos del brebaje y se puso a esperar la reacción. Se dio cuenta de que hasta entonces no se encontraba muy bien. Vació el vaso. Ahora veía las cosas de otra manera.

Las historias que allí escuchó sobre la marina de guerra no eran, desde luego, cosas de valientes.

Salieron mar adentro y navegaron unas doscientas millas a poniente, para no tener que cruzarse con el portugués del norte. Además convenía dejar paso a los navíos de guerra ingleses que patrullaban a lo largo de la costa y que siempre tenían el capricho de aumentar su tripulación a costa de la de los mercantes, con la excusa de que iban demasiado cargados. Algunos de los que iban a bordo ya se las habían visto con ellos. Los habían cogido como fieras salvajes y se habían visto obligados a entrar en combate junto a ellos. A la primera ocasión, habían vuelto a escapar. Pues será que han tenido miedo, pensó John.

Al cabo de diez días ya estaban otra vez en el canal de la Mancha. Ahora el capitán le permitía muchas veces comer en su camarote, y además le regalaba uvas y naranjas. Por él supo que todo barco tenía una velocidad máxima que no podía sobrepasar ni aunque soplara el mejor viento, ni por mil velas que le pusieran.

John se fijaba con toda precisión en los trabajos de la marinería. También pidió que le enseñaran a hacer nudos. Se dio cuenta de que había una diferencia primordial: cuando uno practicaba, daba la impresión de que la cuestión era acabar los nudos cuanto antes, pero a la hora de la verdad lo más importante era que estuvieran bien apretados. John prestaba atención a las maniobras de las velas, para saber cuáles exigían realmente rapidez. A la hora de orzar, estaba claro: el barco perdía marcha cuanto más tiempo llevara las velas contra el viento, así que había que bracear a toda prisa. Había más situaciones como ésta. John decidió aprendérselas de memoria, igual que había aprendido a subirse al árbol.

Ahora todo dependía de su padre. Tendría que escribir al capitán Lawfort y procurar un puesto de voluntario para su hijo. No era muy probable que lo hiciera. Sin embargo, había otra posibilidad: que apareciera Matthew y se lo llevara consigo.

John estaba de nuevo en casa. Matthew seguía sin dar señales de vida. No les gustaba hablar de ello, y en caso de que lo hicieran era sólo para desanimar a John y que no se enrolara en la marina. Poco antes de que acabaran las vacaciones, los Franklin se reunieron en torno a la mesa del comedor. Cuando tenía que tomar alguna decisión, el padre celebraba consejo de familia. Él era quien decía la última palabra, pero los demás hablaban tanto que conseguían disimular que en realidad no estaban diciendo nada.

—¿Embarcarse? ¡Una y no más! —sentenció el abuelo con voz firme. Seguramente debía de acordarse de que él nunca se había embarcado.

Pero John no necesitaba ningún apoyo, porque inesperadamente sucedió algo importantísimo: su padre había cambiado de opinión. De repente se mostraba entusiasmado con la carrera de marino y se ponía de parte de John. También daba la sensación de que no le hacía falta convencer a la madre. Ésta tenía una expresión de aliento y de alegría. Tal vez ese cambio de parecer del padre era incluso obra suya. Tampoco le hacía falta hablar, ni siquiera en los consejos de familia. Por un instante se sintió demasiado confundido para dar rienda suelta a su alegría.

Thomas no hablaba. Tan sólo sonreía a regañadientes. Y su pequeña hermana Isabella lloraba fuerte, sin que nadie supiera por qué. Todo estaba decidido.

—Cuando en alta mar no entiendas una orden —comentaba Thomas lentamente—, di sólo «sí, sí, sir» y salta por la borda. Seguro que siempre aciertas.

John llegó a la conclusión de que no le hacía falta dedicar mucha atención a esos comentarios.

Estaba deseando comunicarle a Sherard la novedad. Él sí que se alegraría, estaba seguro. Pero no había quien diera con él. El administrador de la finca le dijo que trabajaba en el campo, al igual que sus padres y los demás habitantes de Ing Ming. Pero no le quiso decir dónde. No le gustaba que se hiciera ninguna pausa mientras se estaba trabajando.

Ya era tarde. El coche estaba esperando.

Todavía le quedaba un año de escuela. Pero para alguien como John eso no era nada.