3

EL DOCTOR ORME

Todos los botones mal abrochados. ¡A empezar otra vez! ¿Llevaba bien anudada la corbata? ¿Llevaba los calzones correctamente abrochados? Antes del almuerzo, revista de la vestimenta por parte del celador. Suspenso, sin desayuno. Por cada botón mal abrochado, capirotazo en la nariz. Por estar mal peinado, coscorrón. El cuello del chaleco sobre la casaca. Las medias bien estiradas. Al empezar la jornada ya acechaban los mayores peligros. Zapatos de hebilla, mangas de puño, casaca con faldones, y el sombrero. ¡Menuda trampa!

El vestirse ya constituía un buen ejercicio para lo que venía después. La escuela tenía sus inconvenientes, pero John estaba totalmente convencido de que en cualquier parte del mundo se podía aprender algo para vivir. ¿Y por qué no en la escuela? Incluso cuando no estaba de tan buen humor, ni se le ocurría escapar. Había que esperar…; si no por gusto, pues por prudencia.

De Matthew, ni la más mínima noticia todavía. Pero ¿por qué? Dos años, había dicho, y aún faltaba mucho para que pasaran.

Aprender en clase. El aula era oscura, con las ventanas altísimas. Fuera arreciaba la tormenta del otoño. El doctor Orme estaba sentado como en una hornacina detrás de su escritorio, sobre el que había un reloj de arena. Todos los granos tenían que pasar por aquel estrechamiento y formar abajo el mismo montón que antes hacían arriba. El período transcurrido se llamaba clase de latín. Ya hacía frío y la chimenea estaba al lado del profesor.

Los alumnos mayores se llamaban moderadores. Se sentaban al final, junto a la pared, y vigilaban a los demás. Cerca de la puerta estaba el celador Stopford, que apuntaba los nombres de los alumnos.

Cuando le dirigieron la pregunta John estaba mirando los repliegues que formaba la oreja de Hopkinson. El sentido lo había captado, pero ahora, ¡cuidado! Cuando quería responder deprisa, se atrancaba y empezaba a tartamudear, y eso molestaba a sus interlocutores. Por lo demás, el doctor Orme lo había dejado ya bien claro la primera semana de clase:

—Quien responda correctamente no tiene que hacerlo además bonito. —Podía uno atenerse a ese principio.

Enunciar, conjugar, declinar, poner bien el caso. Una vez hechas estas tareas, disponía otra vez de tiempo para ocuparse de la oreja de Hopkinson o de la tapia que se veía por la ventana, con sus ladrillos húmedos y las enredaderas tremolando con la tempestad.

Estudiar durante el tiempo libre que tenían por la noche. Permitido tirar al arco en el patio. Prohibidos los dados y las cartas. El ajedrez, permitido. El backgammon, prohibido. Cuando le dejaban, John se iba a trepar a su árbol. De lo contrario, leía o hacía cualquier ejercicio. Muchas veces ensayaba la rapidez con el cuchillo: ponía una mano totalmente abierta y con la otra clavaba la punta en el vértice del ángulo que quedaba entre los dedos. El cuchillo lo había sustraído, la mesa quedaba marcada, y de vez en cuando se daba en los dedos. Pero bueno, no era más que la izquierda.

También escribía cartas a su madre o a Matthew. No había nadie dispuesto a mirarle mientras escribía, y además era algo que le gustaba hacer, sobre todo en caligrafía. No había quien aguantara el espectáculo de ver cómo mojaba la pluma de ganso en el tintero y la escurría, o cómo dibujaba las letras y doblaba el folio para lacrarlo.

Era difícil cambiar en la escuela. Aquí era lo mismo que en Spilsby: todos conocían sus puntos flacos, nadie creía en los ejercicios que hacía, todos estaban convencidos de que siempre seguiría igual.

Aprender a tratar con los demás alumnos. También a bordo de un barco tendría que vérselas con un montón de gente, y, si había muchos a los que desagradara, resultaría difícil.

Los alumnos acababan siempre los deberes muy deprisa y enseguida conocían quién necesitaba más tiempo. Los nombres los decían siempre una sola vez. Si preguntaba se los deletreaban. Pero cuando le deletreaban deprisa era peor que si le hablaban despacio. Aguantar la impertinencia de los demás. Todos le lanzaban sus pullas a la menor ocasión: Charles Tennyson, Robert Cracroft, Atkinson y Hopkinson. Le daba la impresión de que siempre le miraban con un solo ojo, mientras con el otro se entendían perfectamente entre ellos. Si hacía algún comentario, torcían la cabeza, como diciendo:

—¡Me estás aburriendo, acaba de una vez!

El más difícil de todos seguía siendo Tom Barker. Si se le daba lo que exigía, hacía como si hubiera pedido algo totalmente distinto. Si se le hablaba, enseguida interrumpía. Si se le miraba, tenía siempre a punto una mueca. En el dormitorio, las camas de John y Tom eran vecinas, porque los dos eran de Spilsby. Compartían el baúl que había entre ellas. Cada uno podía ver lo que tenía el otro. Tal vez esto resultara una buena preparación para cuando embarcara. Allí también habría muchas estrecheces y quizás alguno no lo pudiera soportar.

No había nada que lo desanimara. Tenía el optimismo de un gigante. Cuando no podía superar los obstáculos, se limitaba a desecharlos. Pero casi siempre sabía arreglárselas. Se había aprendido de memoria más de cien expresiones, que tenía siempre dispuestas y le resultaban muy útiles porque eran tan corrientes que a muchos de sus interlocutores les daban valor para esperar un poco a que John llegara al meollo de su respuesta. «Si te parece», «cuánto honor», «sí, por supuesto», «muchas gracias por la molestia», eran frases que se podían decir con toda rapidez. También se conocía a la perfección a los almirantes. Se hablaba mucho de victorias, y por eso quería ser capaz de reconocer inmediatamente los nombres completos de los almirantes y saber decirlos de corrido.

También quería aprender a llevar una conversación. Por lo demás, le gustaba escuchar y le encantaba que los fragmentos que lograba captar tuvieran sentido. Tenía que tener mucho cuidado con los trucos. Decir simplemente que sí y hacer como que había entendido no valía de mucho. Casi siempre se esperaba algo de quien decía que sí. Pero si decía que no, entonces se ponían a preguntarle precipitadamente: «¿Y por qué no? ¡A ver!». Un no sin motivo se desenmascaraba incluso antes que un sí.

No pretendo convencer a nadie, pensaba, siempre que los demás no me convenzan a mí. Que me pregunten y esperen atentos mi respuesta. Eso es lo que debo procurar. Nada más.

El árbol. Para llegar allí se pasaba por el callejón del Evangelio, y luego por una calle que se llamaba del Cuello Roto. Mientras tanto, se había dado cuenta de que no se iba a volver más rápido trepando. Pero no por ello dejaba de ser útil el árbol. De rama en rama se podía meditar de forma coherente, mucho mejor que en tierra firme. Cuando no tenía más remedio que respirar cansado, veía un orden en las cosas.

Desde arriba se veía la ciudad de Louth: tejas rojas, comisas blancas y diez veces más chimeneas que en Spilsby. Todas las casas se parecían a la escuela, sólo que resultaban un poco encogidas. También les faltaba el patio cercado y el césped. La escuela tenía tres chimeneas muy altas y angulosas, como si dentro hubiera una herrería. La verdad es que se machacaba bastante.

«Día del correctivo». Había dos: el día del palo y el de la vara. ¿Era posible que creciera libremente una planta de la que se sacaba un bastón? También era muy raro que hubiera tantas denominaciones para referirse a los castigos. La cabeza se llamaba coco o caja de poeta; el trasero, registro; las orejas, cucharas; las manos, zarpas, y los que recibían los castigos, malefactores. John tenía ya bastante con las palabras normales, así que todos esos vocablos de más le parecían un despilfarro. El castigo propiamente dicho lo ignoraba. La boca cerrada y la mirada dirigida a un punto cualquiera en la distancia eran la mejor manera de soportar los días del correctivo. Lo denigrante era que los moderadores sujetaban al delincuente como si fuera a salir corriendo. John también los ignoraba. Había también castigos extraordinarios por llegar tarde a la oración, trepar al árbol o ser pillado jugando a los dados. ¡Para eso estaban! El sello del colegio llevaba la inscripción: «Qui parcit virgam, odit filium», o sea, «El que emplea poco la vara, odia al niño». El doctor Orme decía que se trataba de bajo latín. «Parcere» rige el dativo.

El doctor Orme llevaba calzones de seda y vivía en la calle del Cuello Roto. Allí hacía lo que llamaban experimentos científicos con relojes y plantas. Coleccionaba ambas cosas con sumo celo. Según decían, uno de sus antepasados había sido uno de los famosos «ocho capitanes de Portsmouth». Aunque John nunca llegó a saber qué era lo que habían hecho esos capitanes, su benévolo maestro adquirió a sus ojos algo de navegante, y muchas veces lo miraba como si de un aliado secreto se tratara.

El doctor Orme no pegaba ni gritaba nunca. Tal vez le interesaran los niños menos que sus relojes. Dejaba que la disciplina indispensable la impusiera el celador, y él sólo aparecía a las horas de clase.

Con las personas como Stopford era con quienes más ganas tenía John de aprender a tratar, pues no dejaban de ser peligrosas. Uno de los primeros días del curso había respondido a una pregunta del celador:

—¡Necesito un poco de tiempo para contestar, sir!

Stopford se puso furioso. Había delitos escolares que ni siquiera a él le hacían la menor gracia. Y pedir más tiempo, ¿qué disciplina era ésa?

Thomas Webb y Bob Cracroft llevaban un voluminoso diario en el que todos los días apuntaban alguna cosa con letra caligráfica. En la tapa ponía «Aforismos y pensamientos», o «Frases latinas usuales». Quedaba muy bien, y por eso John empezó a rellenar un grueso cuaderno con el lema «Frases notables y construcciones a recordar». Copiaba en él citas de Virgilio y Cicerón. Cuando no apuntaba nada, dejaba el cuaderno en el fondo del arca, debajo de su ropa interior.

La cena. Después de una oración larguísima, nada más que pan, cerveza floja y queso. Les daban caldo de carne dos veces a la semana, y verdura nunca. Al que se le ocurriera meterse en el huerto a robar fruta, le tocaba palo. Atkinson contaba que en Rugby, hada dos años, habían encerrado al rector en el sótano. Desde entonces les daban un trozo de carne tres veces por semana, y palo sólo una.

—¿Sigue allí abajo? —preguntó John.

¡En la Armada hubieran organizado un motín contra los almirantes!

El dormitorio era grande y frio. Por todas partes se veían los nombres de antiguos alumnos que habían llegado a algo en la vida por haber estudiado aquí como era debido. Las ventanas tenían rejas. Las camas se alineaban en medio de la estancia, sin que hubiera ninguna pared a la que volverse en busca de protección, aunque fuera para quedarse mirando las musarañas o refugiarse a llorar. Había que fingir que se estaba durmiendo hasta que uno se quedaba dormido. La lámpara estaba siempre encendida. Stopford se paseaba arriba y abajo, vigilando dónde tenían las manos los muchachos. Los viajes de John Franklin por debajo de las sábanas pasaban inadvertidos. Su parsimonia los hurtaba a la vista.

A veces estudiaba incluso antes de dormirse, repitiéndose lo que había aprendido, o bien hablaba con Sagals.

Ese nombre lo había soñado un día. Luego se imaginó a un hombre altísimo vestido de blanco y muy tranquilo, que le observaba desde más arriba del techo y podía oír hasta los pensamientos más abstrusos. Con Sagals se podía hablar. Nunca desaparecía de repente. Él casi no hablaba. Sólo una palabra de vez en cuando, cuyo sentido se captaba precisamente por lo ajena que era a las reflexiones de John. Sagals no daba consejos, pero a John le parecía poder reconocer en su rostro qué era exactamente lo que pensaba, al menos si se trataba más de un sí que de un no. También sabía sonreír amablemente por lo bajo. Pero lo mejor era que tenía tiempo. Sagals permanecía siempre allí arriba hasta que John se quedaba dormido. Además, Matthew iba a volver pronto.

Ahora ya sabía algo de navegación. Había empezado por el Tratado de teoría y práctica de navegación, de Gowers. La tapa llevaba pegado un pequeño barco con vergas regulables y timón móvil. Con él aprendió John a orzar y a empopar. El mismo libro era el mar, un agua que se podía abrir y cerrar. Había leído el Navegante práctico, de Moore, y, había intentado habérselas con Euclides. El cálculo le resultaba fácil si no le metían prisas. A menudo confundía los más y los menos. Siempre se quedaba con la duda de si era realmente importante la diferencia entre esos signos tan pequeños. Ya era capaz de calcular la deriva de un barco, los errores de la brújula, y la altura meridiana. En primavera, dijo más de cien veces a las glaucas hojas de los árboles: —¡Trigonometría esférica! ¡Trigonometría esférica!

Quería pronunciar sin equivocarse el nombre de su materia.

Iba a venir un nuevo profesor, un joven llamado Burnaby. A lo mejor daba clase de matemáticas.

Navegación. Cuando en Louth se utilizaba esta palabra, se pensaba en el canal interior que comunicaba el Lud con la desembocadura del Humber. ¡Ésa era toda la idea que se tenía en Louth! Y eso que el mar estaba a sólo medio día de camino. Tras una nueva conversación con Sagals, John resistió a la tentación. Seguiría esperando a Matthew.

Además, quería convencer a Tom Barker para que se enrolara también en la marina.

Ahora sólo escribía en el cuaderno frases inglesas para uso personal, explicaciones de su propio criterio y su sentido del tiempo, con la intención de soltarlas de corrido en caso necesario.

Atkinson y Hopkinson habían estado con sus padres en el mar. Hopkinson dijo que en los barcos no había reparado; pero, en cambio, contó que había visto máquinas para bañarse. Se trataba de unas cabinas sobre ruedas que eran arrastradas hasta el mar por un caballo, para que el bañista pudiera tirarse al agua sin que lo vieran. Y que las señoras se bañaban en sacos de franela. ¡Qué cosas le interesaban a Hopkinson! Atkinson hablaba exclusivamente de una horca en la que habían colgado a Keal, el asesino de Muckton. Luego lo descuartizaron, y luego lo tiraron para que se lo comieran los buitres.

—Por supuesto —respondió cortésmente John, aunque un poco desilusionado.

Atkinson y Hopkinson no daban ningún prestigio a una nación de navegantes como la suya.

Andrew Burnaby tenía siempre una sonrisa plácida en los labios. El primer día dijo que estaba a disposición de todos, especialmente de los más débiles, de modo que John tuvo ocasión de ver a menudo su sonrisa. Resultaba siempre un poco trabajoso, pues cuando se está a disposición de todo el mundo no se tiene mucho tiempo. A Burnaby no le gustaban demasiado los castigos corporales. En cambio, tenía la ambición de aprovechar al máximo el tiempo. Las horas del reloj de arena habían perdido su significado. Ahora era cuestión de minutos y segundos. Para contestar a sus preguntas ponía tácita o explícitamente un límite de tiempo, y, si no se respondía en su debido momento, había que acabar el problema fuera de plazo. John transgredía siempre ese límite y a menudo respondía inesperadamente a la pregunta anterior, cuando ya no tocaba. Lo cierto era que no reparaba en obstáculos con tal de hallar la solución, aunque fuera a destiempo. Había que mejorar. En su cuaderno de frases anotó: «Todo tiene su momento: a su debido tiempo o con retraso». Y debajo puso: «Sagals, libro I, capítulo DI», para que pareciera una cita famosa. Ahora ya no ponía el cuaderno debajo de su ropa interior sino que lo dejaba encima, para que estuviera bien visible. Que lo leyera Tom con toda tranquilidad. ¿Lo haría?

Era el tercer domingo de Pascua y llovía. John se fue con Bob Cracroft a la feria anual. Las lonas de los puestos estaban chorreando y todo el tiempo había que ir sorteando los charcos. John no estaba contento porque pensaba en Tom Barker y en sí mismo. Si entre nosotros se diera el hombre ideal y no hubiera vivido sólo en Grecia, tendría unos miembros largos y tersos, reiría suavemente y sería tan normal como Tom Barker. Desde que sentía admiración por Tom, se veía a sí mismo con cierta antipatía. Por ejemplo, su manera de andar, con las piernas abiertas, los ojos saltones y la cabeza inclinada, como un perro. Sus movimientos estaban como pegados al aire y al hablar parecía un hacha golpeando sobre el tajo. No había mucho de qué reírse, pero en todo caso se reía demasiado. La voz se le había vuelto más ronca, como si tuviera un gallo en la garganta. Bueno, en el mar eso no tendría ninguna importancia. Pero había otra novedad, una cosa que aparecía siempre sin avisar, una hinchazón que tardaba bastante en desaparecer. ¡Hacerse notar precisamente en semejante parte! John estaba preocupado.

—Es normal —le había comentado Bob—. Apocalipsis, capítulo 3, versículo 19. «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo».

Una prueba más de lo incomprensible que era la Biblia. John veía el tumulto de la feria y se quedó mirándolo fijamente, como si de coger una pelota se tratara. Junto a la cerca estaba Spavens, el cojo, que había escrito un libro con sus memorias de marino.

—¡Se acabó el dinero! —decía—. ¡Todo está el doble de caro y mi editor hace oídos sordos!

No lejos de él estaba el puesto de la rueda de la fortuna. Si giraba en tomo a su eje con la suficiente rapidez, Arlequín y Colombina, que estaban pintados cada uno en un extremo, llegaban a juntarse formando una linda parejita. Eran cosas de la rapidez, pero ese día John se sentía demasiado torpe. Volvió junto a Spavens, que hablaba bastante despacio. Pronunciaba una palabra detrás de otra, como el que clava cuadros en una pared.

—¡La paz es cosa de Dios! —dijo, al tiempo que le goteaba la nariz—. Pero ¿qué es lo que nos manda? ¡Guerra y carestía! —Estiró el muñón de la pierna, debajo de la capa, pegado al apéndice de madera pulida y untada de betún—. Victorias caras es lo que nos manda, para ponemos más a prueba.

Cada frase que pronunciaba la acompañaba de un golpe de su pata de palo. Ya había hecho un pequeño hoyo en la hierba, y salpicaba de barro las medias de los circunstantes con sus patadas. Bob Cracroft murmuró:

—Creo que no es muy objetivo.

Luego empezó a hablar de sí mismo.

En cambio, a todos les encantaba tener a John de oyente, precisamente porque preguntaba cuando no entendía algo. Hasta Tom había dicho:

—Si tú lo entiendes, es que debe estar claro. John se quedó pensando lo que quería decir con aquello y respondió:

—¡Pero nunca enriendo nada antes de tiempo!

Esta vez John no era un buen oyente. Al otro extremo del mercado había divisado la maqueta de una fragata del tamaño de un hombre. Tenía el casco pintado de negro y amarillo, con todos los cañones, palos y cabos. Pertenecía al puesto de propaganda de la marina de guerra. John estudiaba cada detalle, y sobre cada uno hacía por lo menos tres preguntas. El oficial se hizo relevar al cabo de una hora y se metió en la tienda.

Por la noche, John anotó en su cuaderno: «Dos amigos, uno rápido y otro lento, son capaces de dar la vuelta al mundo. Sagals, libro XII». Una vez anotado, se lo dejó a Tom encima de la ropa interior.

Estaban a orillas del Lud, junto al molino. No había ni un alma en las cercanías. Sólo de vez en cuando se oía chirriar algún carruaje que cruzaba el puente. Tom tenía un pie dentro del agua, uno de sus bellísimos pies. Decía:

—Se han peleado por ti.

Los latidos de su corazón resultaban visibles a ambos lados de su cuello. ¿Habría leído Tom sus «Frases notables»?

—Burnaby decía que eres de buena pasta, que tienes sentido de la autoridad y que valdría la pena que te dieran carrera. En cambio el doctor Orme te tiene por un empollón al que no se hace ningún favor enseñándole las lenguas clásicas. Quiere hablar con tu padre para que te enseñen un oficio. —Tom había estado espiando aquella tarde por la ventana abierta del Wheatsheaf Inn—. No lo he entendido del todo bien. De mí no han dicho ni pío. Burnaby decía… Bueno, yo pensé que te interesaría…

—Sí, sí, mucho —dijo John—. Gracias por la molestia.

—Burnaby hablaba de la buena memoria que tienes. Luego comentó que la libertad no es más que un estadio intermedio, no sé si eso se refería también a ti. Gritó hecho una furia: «Los alumnos me quieren». Creo que el doctor Orme también estaba furioso, pero hablaba más bajo. Dijo algo de «a imagen y semejanza de Dios» y de «igualdad», y que Burnaby no estaba todavía maduro. O el tiempo. Hablaba bastante bajito.

Cruzó el puente el carruaje procedente de la ciudad. Fue entonces cuando John formuló su pregunta:

—¿Has leído mi libro?

—¿Qué libro? ¿Tu diario? ¿Para qué iba a hacerlo?

John se puso entonces a hablar de Matthew y a decir que estaba decidido a hacerse marino.

—Matthew está enamorado de mi tía. Me llevará con él, y a ti también.

—¿Para qué? Yo me haré médico o boticario. ¡Si quieres ahogarte, hazlo tú solo!

Y como para reforzar su afirmación, Tom sacó su bellísimo pie de las aguas del Lud, en las que desde luego no había quien se ahogara, y se puso otra vez la media.

Últimamente, Burnaby daba clase de matemáticas todos los sábados. El que John supiera ya tanto no pareció hacerle demasiada gracia, pero siguió con su sonrisa. Cuando John descubría algún fallo en las explicaciones de Burnaby, solía suceder que el profesor empezaba a hablar de la educación, instándoles encarecidamente o bien algo dolido, pero siempre sonriente. John intentaba entender lo que era la educación, pues realmente le habría gustado ver contento a Burnaby.

El doctor Orme asistía los sábados a clase. Probablemente sabía más matemáticas que Burnaby, pero un artículo de las constituciones de la escuela le prohibía enseñar otra cosa que no fuera religión, historia y lenguas.

De vez en cuando sonreía satisfecho.

John Franklin estaba en el calabozo. Había agarrado a uno que le había vuelto la espalda lleno de impaciencia, sin esperar a oír el final de su respuesta, y la había emprendido a puñetazos con él, sin reparar en que se trataba de Burnaby.

—No puedo soltarlo —había alegado John—. Ya sea una imagen, una persona o un profesor, no puedo soltarlo.

En cambio, Burnaby había llegado a la conclusión de que se le debía castigar severamente.

El calabozo era el castigo más severo. Pero no para John Franklin, que podía quedarse esperando como una araña. ¡Lástima no tener algo que leer! Por entonces le encantaban los libros, fueran de lo que fuesen. El papel sabía esperar y no atosigaba. Conocía a Gulliver, a Robinson y la biografía de Spavens, y últimamente había leído Roderick Random. Al pobre Jack Rattlin casi le habían cortado la pierna rota. El médico de a bordo, el inútil Mackshane, probablemente un católico disfrazado, le había puesto ya el torniquete cuando apareció Roderick Random y le sujetó el brazo. El muy chapucero se retiró lanzándole una mirada asesina, y seis semanas más tarde Jack Rattlin se reincorporaba a su labor con las dos piernas sanas y salvas. Buen argumento contra cualquier medida precipitada.

—Hay tres momentos: a su debido tiempo, con retraso y demasiado pronto.

John pensaba anotarlo en su cuaderno en cuanto saliera.

El calabozo era muy poco acogedor. Tenía todavía el frío del invierno incrustado en sus ladrillos. Echado sobre sus espaldas, John conversaba a través de la bóveda con Sagals, la mente que había escrito todos los libros del mundo, el creador de todas las bibliotecas.

Burnaby había gritado:

—¡Así me pagáis!

¿Por qué «pagáis» si sólo había sido John el que le había agarrado de las solapas? Y Hopkmson había murmurado lleno de respeto:

—¡Chaval, qué fuerte eres!

No podría seguir en el colegio. ¿Dónde iba a esperar a Matthew? Hacía tiempo que debería haber aparecido. Lo mejor era escaparse en cuanto pudiera. Esconderse en una barcaza, bajo la lona, entre el trigo. Que pensaran que se había ahogado en el Lud.

Podía empezar en el puerto de Hull, a bordo de un velero del carbón, como el gran James Cook.

Con Tom no había que contar. ¡Sherard Lound sí que le habría acompañado! Pero ahora estaba cavando en los campos de remolacha.

Mientras consultaba a Sagals, se abrió la puerta del sótano y entró el doctor Orme, con la cabeza hundida entre los hombros, como para dar a entender que un calabozo no era el sitio adecuado para un profesor.

—Vengo a rezar contigo —dijo el doctor Orme. Miraba atentamente a John, pero con amabilidad. De vez en cuando abría y cerraba los párpados, como si de ese modo abanicara su fatigado cerebro—. Me han enseñado tus libros y tu diario —dijo—. ¿Quién es ese Sagals?