EL NIÑO DE DIEZ AÑOS Y LA COSTA
¿A qué se debía? Quizá fuera una especie de frío. Las personas y los animales se ponían rígidos cuando tenían frío. O le ocurría lo que a los de Ing Ming, que pasaban hambre. Se movía a trompicones, así que debía de ser alguna falta de alimentación. Tenía que descubrir lo que era y comer de aquello. Mientras pensaba esto, John estaba encaramado a un árbol, junto a la carretera de Partney. El sol iluminaba las chimeneas de Spilsby, y el reloj de St. James, atrasado, por supuesto, marcaba las cuatro de la tarde. Los animales grandes, pensaba John, se mueven más despacio que los ratones o las avispas. A lo mejor era un gigante encubierto. Aparentemente era tan pequeño como los demás, pero al moverse ponía buen cuidado, no fuera a matar a alguien de un pisotón.
Bajó del árbol y volvió en encaramarse a él. Realmente la cosa iba despacio: la mano tenía que agarrar la rama y encontrar apoyo. Pero bueno, ya hacía rato que debería tener a la vista la rama siguiente. ¿Qué hacían sus ojos? Continuaban fijos en la mano. Pues bien, era cosa de la vista. Aunque el árbol se lo conocía bien, no por ello iba más rápido. Sus ojos no se dejaban apremiar.
Ya estaba otra vez sentado en la horquilla de las ramas. Las cuatro y cuarto. Bueno, tenía tiempo. No venía a buscarle nadie, a lo sumo Sherard, y no lo iba a encontrar. ¡La diligencia, esta mañana! Sus hermanos se habían quedado mirándole fijamente mientras trepaba al árbol, pues no tenían paciencia y no les gustaba ser hermanos suyos. John sabía que resultaba extraño verle hacer algo con prisas. Precisamente por los ojos desorbitados que ponía. Para él, el picaporte podía convertirse de pronto en el radio de una rueda con la cola de un caballo. El, con la lengua que le salía por una esquina de la boca, la frente tensa, sin aliento, y los otros que empezaban a decir:
—¡Ya está deletreando!
Así es como denominaban a los movimientos que hacía. Su propio padre había inventado esa expresión.
Miraba las cosas con demasiada lentitud. Si estuviera ciego habría quedado mejor. ¡Tenía una idea! Volvió a bajar. Se tumbó de espaldas y se estudió de memoria cada detalle del olmo, cada rama, cada asidero, de arriba abajo. Luego se tapó los ojos con una media, se agarró a tientas a la rama más baja y empezó a mover sus miembros mientras contaba en voz alta. El método era bueno, aunque un poco peligroso. En fin, todavía no lo dominaba al árbol, tenía que haber fallos. Se propuso volverse tan rápido que la lengua no diera abasto a contar.
Las cinco de la tarde. Se sentó jadeante y sudoroso en la rama y se subió un poco la media. No había que perder tiempo, lo justo para tomar un poco de aliento. Pronto sería el hombre más rápido del mundo, aunque disimularía astutamente y haría ver que no había cambiado. En apariencia, seguiría siendo duro de oído y hablaría con parsimonia, deletreando al andar y teniendo siempre buen cuidado de hacerlo todo con retraso. Pero luego montaría un espectáculo: «No hay nadie más rápido que John Franklin». Haría plantar una carpa en el mercado de caballos de Homcastle. Vendría todo el mundo a reírse de él, los Barker de Spilsby, los Tennyson de Market Rasen, el boticario Flinders de Donington, con su cara de vinagre, los Cracroft. ¡Los mismos de esta mañana! Por lo pronto, demostraría que podía seguir la conversación de la persona que hablara más deprisa, hasta en las expresiones más insólitas, y luego le respondería con tanta velocidad que nadie entendería una palabra. Actuaría con cartas y pelotas, hasta que a todos les salieran chiribitas. John memorizó otra vez las ramas y empezó a bajar. Le falló el último asidero y se cayó. Se levantó la venda de los ojos. ¡Siempre la rodilla derecha!
Esa mañana su padre había hablado de un dictador que había en Francia. Había caído y se había quedado sin cabeza. Cuando su padre bebía mucho Lutero y Calvino, John entendía bien lo que decía. Entonces le cambiaba hasta la manera de andar, como si temiera que la tierra fuera a fallarle de pronto o que el tiempo estuviera a punto de cambiar. Todavía tenía que enterarse de lo que era un dictador. En cuanto oía una palabra quería saber lo que significaba. Lutero y Calvino era cerveza con ginebra.
Se levantó. Ahora quería entrenarse a la pelota. Dentro de una hora quería tirarla contra la pared y ser capaz de cogerla de nuevo. Pero al cabo de una hora no había cogido la pelota ni una sola vez. En cambio había recibido una paliza y tomado nuevas determinaciones. Se acurrucó en el umbral de su casa y empezó a cavilar.
Ya casi le salía eso de atrapar la pelota. Había encontrado un remedio muy práctico: quedarse mirando fijamente. No miraba la pelota cuando se elevaba ni cuando caía de rebote, sino que clavaba la vista en un determinado punto de la pared. Sabía que no iba a cogerla si la seguía con la vista, sino sólo si se quedaba esperándola al acecho. La pelota estuvo varias veces a punto de caer en la trampa, pero luego todo había sido desgracia tras desgracia. Por lo pronto, oyó decir «¡Mellado!». Así le llamaban desde el día anterior. Eran Tom y los demás, que sólo habían venido a mirar un rato. Luego las risas. Cuando la gente se reía de él, John tampoco podía dejar de reírse, no era capaz de contenerse. Aunque mientras tanto le estuvieran tirando del pelo o le dieran patadas en la espinilla, no podía dejar de reírse tan deprisa. Eso era lo que le divertía a Tom, y Sherard no podía hacer nada por remediarlo. Luego le quitaron la pelota.
En el pasadizo que había junto a la casa de John estaba prohibido hacer ruido. El griterío hizo salir a Hannah, su madre, que andaba preocupada por el humor que pudiera tener el padre. Sus enemigos se dieron cuenta de que andaba y hablaba casi igual que John. Tampoco ella sabía enfadarse, y ello dio ocasión a que se mostraran insolentes. Su madre exigió que le devolvieran la pelota, pero ellos se la tiraron con tanta fuerza que no pudo cogerla. Los niños se habían vuelto grandes, no obedecían a los adultos cuando eran lentos. Entonces llegó el señor Franklin. ¿De quién se burlaban? De la madre. ¿A quién pegaban? A John. Al pobre Sherard, que miraba confundido la escena, le prohibió dejarse ver más por allí. Y así es como acabó todo.
Quedarse mirando las cosas fijamente se prestaba además a meditar. Primero John no veía más que la cruz del mercado, pero luego, en torno a ella, venían cada vez más cosas: las gradas, las casas y los carruajes. Lo contemplaba todo sin apremiar a sus ojos ni tener que ir saltando con la mirada de cosa en cosa. De pronto, en su cabeza se componía una gran explicación de todos los males, como si fuera una pintura, con las gradas, las casas y el horizonte al fondo.
Aquí lo conocía todo el mundo y sabían cuánto tenía que esforzarse. Prefería estar entre gente extraña, que tal vez se parecía más a él. Tenía que haberla, quizá muy lejos. Y allí podría estudiar mejor la rapidez. Además, le gustaría ver el mar. Aquí no iba a llegar a nada. John estaba decidido: ¡esta noche! Su madre no podía protegerlo, ni él tampoco a ella. Más bien le acarreaba nuevos disgustos.
—No es fácil aguantarme —murmuró—. ¡Cambiaré y entonces será otra cosa!
Tenía que marcharse. Hacia el este, a la costa, de donde venía el viento. Ya empezaba a ponerse más contento.
Un día volvería, como Tommy, el del libro, ligero y ágil, cubierto de ricos vestidos. Iría a la iglesia y, en medio de la función, gritaría:
—¡Alto!
Todos los que le hubieran dado disgustos a él o a su madre abandonarían el pueblo voluntariamente, y su padre caería y se quedaría sin cabeza.
Al amanecer salió sigilosamente de casa. No pasó por la plaza del mercado. Atravesó los establos y salió directamente al campo. Lo buscarían. Tenía que pensar, por tanto, en no dejar huellas. Cruzó por Ing Ming. No quiso despertar a Sherard; era pobre y habría querido irse con él. Además, era demasiado pequeño como para que lo cogiera ningún barco. John llegó a los establos de Hundleby. Aún se sentía la humedad de la madrugada y la luz era muy tenue. El extranjero despertaba su curiosidad y tenía bien pensados sus planes.
Metido por una acequia llegó hasta el arroyo Lymn. Pensarían que había tomado el camino de Horncastle y no el del mar. Dando un amplio rodeo cruzó por las afueras de Spilsby hacia el norte. Cuando salió el sol, atravesó el río Steeping por un vado, con los zapatos en la mano. Ahora ya estaba lejos del pueblo en dirección al este. Como mucho, podía toparse con el pastor en las colinas, pero dormía toda la mañana, fiado en su opinión de que el amanecer era cosa de los animales del bosque. El pastor disponía de mucho tiempo y le gustaba pensar, sobre todo con el puño apretado. A John le resultaba simpático, pero hoy era preferible no encontrárselo. A lo mejor pretendía entrometerse. Un adulto pensaba de forma muy distinta a un niño sobre eso de escaparse de casa, aunque no fuera más que un pastor dormilón y rebelde.
John atravesó con gran esfuerzo bosques y prados, evitando los caminos y salvando vallas y setos. Tras cruzar la espesura y salir a un claro entre los matorrales, se topó con el sol. Primero le chocó la luz y luego notó el calor, cada vez con más fuerza. Las zarzas le arañaban las piernas. Estaba más contento que nunca, pues ahora sólo dependía de sí mismo. Entre las ramas, a lo lejos, oyó el eco de los disparos de una partida de caza. Dio un rodeo hacia el norte, atravesando los prados, pues no quería convertirse en una pieza a cobrar.
John buscaba un sitio en el que no le consideraran lento. Aún debía de estar muy lejos.
No tenía más que un chelín, que le había regalado Matthew, el marino. En caso de apuro le darían por él un plato de asado con ensalada. También por un chelín se podía viajar unas millas en la silla de posta, sentado en el pescante o en el techo. Pero ahí arriba no tendría dónde agarrarse ni sería capaz de agachar la cabeza cuando tuvieran que cruzar algún cobertizo demasiado bajo. Además, lo mejor era el mar y un barco.
Tal vez sirviera para piloto, pero los demás tendrían también que fiarse de él. Unos meses antes se habían perdido en el bosque. Sólo él, John, había observado las variaciones más imperceptibles del paisaje, la posición del sol, las subidas del terreno: sabía por dónele volver. Les trazó un dibujo en el suelo, pero ellos no quisieron ni mirarlo. Tomaron unas decisiones precipitadas, que con la misma rapidez se vieron revocadas. John no podía volver solo, no le habrían dejado irse. Se deslizó preocupado hasta la última fila, detrás de los reyezuelos del patio de la escuela que debían todo su prestigio a su rapidez, pero que ahora no sabían cómo salir del atolladero. De no ser por el tratante escocés, habrían pasado la noche al raso.
El sol estaba ya en el cénit. A lo lejos, un rebaño de ovejas ocupaba la ladera septentrional de una colina. Cada vez había más acequias y el bosque era menos tupido. Miró a lo lejos la llanura y divisó unos molinos de viento, senderos y casas señoriales. El viento refrescaba y las bandadas de gaviotas eran cada vez más grandes. Saltó con gran prudencia una cerca tras otra. Las vacas se acercaban bamboleándose y agachaban la cabeza para ver quién era. Se tumbó detrás de un seto. El sol inundaba sus ojos, atravesando sus pestañas cerradas con un fuego rojizo. Sherard se sentirá engañado, pensó. Volvió a abrir los ojos para no entristecerse.
Si se pudiera estar siempre allí tumbado, contemplando el paisaje como una piedra, durante siglos, viendo cómo de la hierba surgían bosques, y de los pantanos, aldeas y campos de labor… Nadie le haría preguntas, sólo reconocerían que era una persona cuando se moviera.
Aquí, detrás del seto, lo único que podía oírse de las criaturas que poblaban la tierra era el lejano cacareo de las gallinas o el ladrido de un perro, y de vez en cuando algún disparo. A lo mejor se encontraba en el bosque con algún bandido. Entonces, adiós chelín.
John se levantó y siguió caminando por los médanos. El sol se hundía en el horizonte, por Spilsby. Le dolían los pies, y la lengua se le pegaba a la boca. Rodeó una aldea. Había que vadear o saltar acequias cada vez más anchas, y él no sabía saltar bien. En cambio, ya no había setos. Siguió un camino que conducía a una aldea cuya iglesia se parecía a St. James. Desechó la idea de la casa de sus padres y del plato a la mesa. A pesar del hambre, pensó con satisfacción que ahora estarían esperándole, ellos, que no sabían esperar, y acumulando reconvenciones que no podrían dirigirle.
La aldea se llamaba Ingoldmells. El sol se ocultaba. Una muchacha que llevaba una carga a la cabeza se metió en su casa sin verlo. Eso le hizo darse cuenta de que lo que buscaba estaba al otro lado de la aldea.
Ahí estaba la llanura plomiza, gigantesca, sucia y nublada como una enorme masa de pan, un poco amenazadora, como una estrella lejana vista de cerca. John respiró profundamente. Con un trotecillo irregular echó a correr tan rápido como pudo al encuentro de esa cosa enorme. Ya había encontrado el sitio que le correspondía. El mar era un amigo, lo presentía, aunque de momento no tuviera muy buena cara.
Oscurecía. John se acercó al agua. No había más que lodo, arena y algún pequeño reguero. Tenía que esperar. Tumbado detrás de una caseta para guardar las barcas, permaneció contemplando el horizonte negruzco hasta quedarse dormido. Por la noche se despertó rodeado por la niebla, hambriento y muerto de frío. Ahí estaba el mar, lo oía. Se acercó, inclinando el rostro hasta casi tocar la línea en que se confundían la tierra y el agua. No podía distinguirse fácilmente dónde estaba. Unas veces se encontraba en el mar y otras en tierra. Daba que pensar. ¿De dónde salía tanta arena? ¿Dónde se metía el mar cuando bajaba? Era dichoso. Le castañeteaban los dientes. Luego volvió a la caseta e intentó dormir.
Por la mañana dio una vuelta, correteando por la orilla y observando la espuma de la rompiente. ¿Cómo podría embarcarse? Rodeado de redes negras, que olían a podrido, un pescador reparaba su barca volcada. John tenía que pensarse bien las preguntas y ensayarlas un poco, para que el pescador no perdiera demasiado pronto la paciencia. A lo lejos divisó un barco. Las velas lanzaban destellos al sol de la mañana. El casco ya había desaparecido detrás del horizonte. El hombre vio la mirada de John, parpadeó y examinó el barco:
—Es una fragata, un guerrero.
¡Qué frase más sorprendente! Siguió trabajando. John se quedó observándolo y por fin formuló su pregunta:
—Por favor, ¿cómo puedo embarcarme?
—En Hull —dijo el pescador, y señaló con el martillo hacia el norte—. O en Skegness, al sur, pero sólo si tienes suerte.
De un vistazo examinó a John de arriba abajo y con interés, según delataba el martillo detenido en el aire. De su boca no salió ni una palabra más.
El viento lo llevaba a empujones, pero John seguía caminando y tropezando hacia el sur. Tenía suerte, desde luego. ¡A Skegness! Apenas apartaba la vista de las olas que rompían sin parar contra la orilla. De vez en cuando se subía a uno de los diques de madera dispuestos en formación, escalonadamente, para impedir que el mar hiciera sus obras de arena. Constantemente veía aparecer nuevos regueros, charcos y pozas, que al instante volvían a convertirse en una llanura resplandeciente. Las gaviotas lanzaban gritos de júbilo:
—¡Eso es! ¡Adelante!
Sobre todo, no pedir limosna. A embarcarse inmediatamente. Allí le darían de comer. Una vez le hubieran aceptado, daría tres veces la vuelta al mundo antes de que le mandaran a casa. Las casas de Skegness resplandecían tras las dunas. Estaba débil, pero se sentía seguro de sí mismo. Se sentó un rato a contemplar las suaves ondulaciones de la arena, y su oído percibió las campanas de la ciudad.
La posadera de Skegness observó sus movimientos, le miró a los ojos y dijo:
—No puede ni dar un paso. Está medio muerto de hambre.
John se vio de nuevo sentado a una mesa, cubierta por un tosco mantel, ante un plato con una tajada de carne gruesa como una rebanada de pan. Podía quedarse con su chelín porque no había que pagar nada. La comida estaba salada y fría. Sabía a rancio, pero para su paladar era lo mismo que las campanas para el oído y las ondulaciones de la arena para la vista. Comió con alegría, sin que le molestara la curiosidad de las moscas. Se pasó sonriendo toda la comida. El futuro le mostraba una cara amable y opulenta, y parecía tan cercano como si lo tuviera en el plato. Se hallaba de camino hacia continentes extraños. Exploraría la rapidez y la estudiaría. Había encontrado una mujer que le había dado de comer. Tampoco podía faltar por allí un buen barco.
—¿Cómo se llama esto? —preguntó, señalando el plato con el tenedor.
—Es un plato consistente —dijo la posadera—. Chicharrones de cabeza de cerdo. Da fuerzas.
Ahora ya tenía fuerzas, pero no encontraba barco. No había suerte en Skegness. Chicharrones, sí; fragata, no. Pero eso no iba a arredrarle. Cerca debía estar Gibraltar Point, y por allí pasaban muchos barcos que se dirigían a la bahía de Wash. Se daría una vuelta por allí. Quizá podría construirse una balsa y acercarse hasta la línea de navegación. Entonces lo verían y no tendrían más remedio que admitirlo a bordo. Echó a andar hacia el sur. ¡A Gibraltar Point!
Tras media hora de camino por la arena resplandeciente, volvió la cabeza. La ciudad flotaba otra vez en la bruma. Pero allí delante podía verse con toda claridad un punto que se movía. ¡Alguien se acercaba a toda velocidad! John observaba aquel movimiento con preocupación. El punto iba alargándose cada vez más en sentido vertical, y de vez en cuando trotaba. ¡No era una persona a pie! John avanzó apresuradamente a trompicones hacia una de las vigas que hacían de rompeolas y se aplastó tras ella contra el suelo hasta tocar la raya del agua, intentando cubrirse con la arena. Tumbado de espaldas, escarbaba con los talones y los codos, confiando en que en unas cuantas oleadas el mar lo cubriera con su larga lengua de cristal y no dejara ver más que la nariz. Ahora oía acercarse los ladridos de un perro. Contuvo la respiración y clavó los ojos en las nubes. Sus miembros parecían de madera, confundiéndose con el rompeolas. No se movió hasta que tuvo los aullidos de los perros pegados directamente a la oreja. Ya lo tenían. Ahora veía los caballos.
Thomas llegaba cabalgando desde el río Steeping, y su padre, desde Skegness, con los perros. John no sabía por qué Thomas le agarraba violentamente del brazo. Luego llegó su padre y empezaron los palos, allí mismo, al sol de la siesta.
Treinta y seis horas después de que empezara su fuga, iba de regreso a casa, sentado delante de su padre sobre el caballo, que de vez en cuando tropezaba y se bamboleaba. A través de sus párpados hinchados contemplaba las lejanas montañas que volvían con él a Spilsby, como si le estuvieran haciendo burla, mientras los setos, arroyos y cercas que tantas horas le había costado sortear, pasaban ante sus ojos para nunca jamás.
Ya no tenía ninguna esperanza. ¡No iba a esperar a ser adulto! Encerrado en su alcoba a pan y agua, para que aprendiera, no estaba dispuesto a aprender nada. Contemplaba inmóvil siempre el mismo punto, sin ver nada. Respiraba como si el aire fuera barro. Sólo parpadeaba de tarde en tarde, dejando que todo fuera como tuviera que ir. Ya no quería volverse rápido. Deseaba volverse lento hasta morir. Seguramente no sería fácil morirse de disgusto sin más remedio, pero lo lograría. Fuera cual fuese el transcurso del tiempo, él iría ahora voluntariamente con retraso, y pronto quedaría tan rezagada que creerían que estaba muerto. Lo que para los demás era un día, para el no duraría más de una hora, y las horas de ellos le parecerían un minuto. Ese sol suyo recorría el cielo, chapoteaba por los mares del Sur, volvía a trotar por China y rodaba por toda Asia como si fuera una bola. En las aldeas la gente gorjeaba y revoloteaba media hora. Eso era el día para ellos. Luego enmudecían y se hundían mientras la luna cruzaba remando el firmamento a toda prisa, porque el sol ya estaba otra vez, ahí, apremiándola por el lado opuesto. Se pensaba volver cada vez más lento. El relevo del día y de la noche, en definitiva, sólo un parpadeo. Y por último, como lo tomarían por muerto, su entierro. John aspiró y contuvo el aliento.
La enfermedad se agravaba, y tenía fuertes cólicos. El cuerpo echaba todo lo que tenía dentro. La mente se ofuscaba. El reloj de St. James, que veía desde la ventana, no podía ya decirle nada. ¿Cómo se iba él a acoplar a un reloj? A las once y media volvían a dar las diez. Cada noche era la anterior. Si ahora moría, sería otra vez como antes de nacer. No habría existido.
Ardía de fiebre. Le pusieron cataplasmas de mostaza, le hicieron tragar infusiones de candelaria y linaza, y, entre una cosa y otra, papillas de cebada. El doctor ordenó que no se le acercara ningún niño; que comieran arándanos y frambuesas, que evitaban el contagio. Cada cuatro horas se acercaba a los labios de John una cuchara llena de unos polvos hechos a base de raíz de columbaria, cascarilla y ruibarbo seco.
La enfermedad no era una mala forma de recobrar la panorámica. Las visitas llegaban hasta los pies de su cama: el padre, el abuelo, luego la tía Eliza, incluso Matthew, el marino. Su madre estaba casi constantemente a su lado, muda y torpe, pero nunca sin hacer algo por él, y siempre tranquila, como si supiera que todo iba a arreglarse. Todos eran superiores a ella, pero todos la necesitaban. El padre acababa venciendo, pero siempre sin ningún provecho. Siempre quedaba encima, sobre todo en la conversación, incluso cuando quería decir alguna cosa amable:
—Dentro de poco estarás otra vez en la escuela de Louth. Aprenderás las declinaciones. Eso y mucho más te meterán en la mollera.
Amparado en su enfermedad, John estudiaba todo lo que se le venía encima. El abuelo era sordo. Miraba de forma desafiante al menor bisbiseo o si se hablaba cuchicheando. El que se atreviera a entender cualquier susurro era un traidor:
—¡Claro! ¡Así luego se acostumbra!
Mientras hablaba el abuelo, John podía mirar su reloj de bolsillo. En la abigarrada esfera llevaba un versículo de la Biblia: «Bienaventurados los…». Era una inscripción curiosa. De joven, contaba mientras tanto el abuelo, se había escapado de casa y había llegado a la costa. También a él lo pescaron enseguida. La narración se acababa tan bruscamente como había empezado. El abuelo puso la mano en la frente de John y se marchó.
La tía Eliza contaba su viaje desde Theddlethorpe-All-Saints, donde vivía, hasta Spilsby, en el que no había visto nada durante todo el camino. No obstante, siguió con su perorata como el que suelta la cuerda de una cometa. Con tía Eliza uno podía darse cuenta de que cuando se hablaba demasiado deprisa, el contenido de lo que se decía solía ser tan superfluo como la rapidez con que se expresaba. John cerró los ojos. Cuando por fin su tía lo notó, se fue exageradamente despacio, incluso algo molesta. Otro día vino Matthew. Hablaba de modo razonable y hacía pausas. No afirmó ni una sola vez que en el mar todo tuviera que hacerse deprisa. Sólo dijo:
—En un barco hay que saber trepar y aprenderse muchas cosas de memoria.
Matthew tenía los dientes de abajo especialmente grandes, lo que le daba el aspecto de un mastín bonachón. Tenía una mirada penetrante y segura. Siempre estaba claro a dónde miraba y qué era lo que le interesaba realmente. Matthew estaba dispuesto a oír todo lo que le quisiera decir John, y esperaba pacientemente a que tuviera listas sus respuestas y las verbalizara. John tenía también muchas preguntas que hacerle. Anochecía.
Cuando uno entendía las cosas del mar, eso era la navegación. John repitió esta palabra varias veces. Significaba estrellas, instrumentos y pensar con cuidado. Le gustó. Dijo:
—Me gustaría aprender a poner las velas.
Antes de irse, Matthew se inclinó hacia John:
—Ahora zarpo para la Terra Australis. Estaré fuera dos años. Luego tendré mi propio barco.
—Terra Australis, Terra Australis —repitió John.
—¡No te escapes otra vez! Puedes hacerte marino. Como eres bastante reflexivo tendrás que hacerte oficial; si no, será un infierno para ti. Procura aguantar la escuela hasta que vuelva. Te mandaré libros sobre navegación. Te cogeré en mi barco de guardia marina.
—Por favor, repítemelo —le pidió John.
En cuanto lo tuvo bien entendido, quiso otra vez volverse rápido.
—Ya va mucho mejor —anunció orgullosamente el médico—. No hay mala sangre que se resista a la cascarilla.