1

LA ALDEA

John Franklin tenía ya diez años y seguía siendo tan lento que no era capaz de coger ni una pelota. Siempre le tocaba sujetar para los demás la cuerda, que desde la rama más baja del árbol se prolongaba hasta su mano levantada. La sujetaba tan bien como el propio árbol, sin bajar el brazo lo más mínimo hasta que terminaba el juego. No había en Spilsby ni en todo Lincolnshire otro chico más capacitado a la hora de sujetar la cuerda. Desde la ventana del ayuntamiento, el escribiente observaba con gesto de aprobación.

Quizá no hubiera en toda Inglaterra nadie que pudiera permanecer de pie una hora entera o más sujetando una cuerda. Se estaba tan quieto como la cruz de una sepultura, erguido como una estatua. «Como un espantapájaros», decía Tom Barker.

John no era capaz de seguir el juego, de modo que tampoco podía hacer de árbitro. No veía con precisión cuándo tocaba el suelo la pelota. No sabía si era realmente que el jugador cogía la pelota, o si la cogía cuando caía a sus pies, o si no hacía más que extender las manos hacia ella. Observaba a Tom Barker. ¿Cómo iba eso de cogerla? Cuando hacía un buen rato que Tom no la tenía, ya sabía John que de nuevo no había visto lo fundamental. A la hora de coger la pelota, nadie hubiera podido superar a Tom, que lo veía todo en un segundo y se movía sin la menor vacilación, sin un fallo.

En ese momento, John tenía una mácula en un ojo. Si miraba a la chimenea del hotel, se le ponía en la ventana del piso de arriba. Si fijaba la vista en las verjas de la ventana, resbalaba hasta la enseña del hotel: tal era el modo que tenía de brincar ante su vista, bajando cada vez más, o siguiéndole burlona hacia arriba cuando intentaba mirar al cielo.

Mañana iría a la feria de caballos de Horncastle. Ya empezaba a alegrarse, pues conocía bien el recorrido. Cuando la diligencia salía de la aldea, lo primero que vislumbraba al pasar era la tapia del patio de la iglesia. Luego venían las barracas de las tierras de beneficencia de Ing Ming, y delante de ellas mujeres sin sombrero, sólo con pañuelos en la cabeza. Allí los perros estaban flacos; a las personas no se les notaba, con la ropa puesta.

Sherard estaría a la puerta y le saludaría con la mano. Luego la finca con el muro cubierto de rosas y el perro encadenado, que arrastraba su caseta. A continuación el seto largo, con sus dos extremos, uno suave y otro en punta. La parte suave se hallaba alejada de la carretera, se la veía venir de lejos y tardaba en pasar. La que acababa en punta, directamente al borde del camino, daba un corte brusco al cuadro, como el filo de un hacha. Lo sorprendente era que desde cerca todo lanzaba destellos y daba saltos: los palos de la cerca, las flores, las ramas. Más allá había vacas, tejados de paja y colinas cubiertas de bosque, de modo que el ritmo de lo que iba apareciendo y desapareciendo de la vista resultaba solemne y sosegado. En cambio las montañas del fondo eran como él; estaban ahí, sin más, mirando.

Los caballos no le hacían tanta ilusión como las personas que conocía, incluso el dueño de la taberna Red Lion, de Baumber. Solían hacer allí un alto y su padre se acercaba al mostrador a ver al tabernero. Venía entonces una cosa amarilla en un vaso alto, veneno para las piernas de su padre. El tabernero se la ponía con su mirada tremenda. La bebida se llamaba Lutero y Calvino. A John no le daban ningún miedo las caras tenebrosas, si no eran más que eso y no cambiaban súbitamente de expresión, de forma inexplicable.

En ese momento oyó la palabra «dormido» y reconoció ante sí a Tom Barker. ¿Dormido? Su brazo no se había movido, la cuerda seguía tensa, ¿qué podía reprocharle Tom? El juego continuó su curso sin que John hubiera entendido nada. Todo iba demasiado deprisa: el juego, las palabras de los otros, la actividad de la calle del ayuntamiento. Además, era un día muy agitado. Hasta la partida de caza de lord Willoughby pasaba bullendo por allí: chaquetas rojas, caballos nerviosos, perros con manchas pardas y colas danzarinas. Un alboroto tremendo. Total, ¿qué sacaba el lord de semejante torbellino?

Más allá, en la plaza, había no menos de quince gallinas, y las gallinas no tenían nada de agradable. Trataban de hacerle jugarretas a su ojo, sin pizca de gracia. Se quedaban quietas, sin moverse. Luego escarbaban, picoteaban, volvían a mirar fijamente, como si no hubieran picoteado nunca, le engañaban descaradamente, como si llevaran varios minutos quietas. Si miraba a una gallina y luego al reloj de la torre y después otra vez a la gallina, ésta seguía con la mirada fija y de advertencia, como antes; pero entretanto había picoteado, escarbado, sacudido la cabeza, torcido el cuello, mirado a otra parte. Un verdadero engaño. Y además la desconcertante colocación de los ojos. Pero ¿qué era lo que veía una gallina? Cuando miraba a John con un ojo, ¿qué era lo que contemplaba con el otro? ¡Bueno, ya empezaba! A las gallinas les faltaba concentración en la mirada y un ritmo fluido en sus movimientos. Si uno se acercaba a ellas, para pillarlas moviéndose sin tapujos, se les caía la máscara, todo era aleteos y griterío. Salían gallinas de todas partes donde hubiera casas. Menuda pesadilla.

En ese preciso instante le había sonreído Sherard, aunque sólo brevemente. Tenía que esforzarse y ser hábil cogiendo la pelota. Era de Ing Ming y el más pequeño de todos, a sus cinco años. —Tengo que estar atento como águila— solía decir Sherard; no «como un águila», sino «como águila» sin «un», y al hacerlo miraba con toda seriedad, con la fijeza de un animal al acecho, para demostrar lo que quería decir. Sherard Philip Lound era pequeño, pero amigo de John Franklin.

Ahora Jonn estaba consultando el reloj de St. James. La esfera estaba pintada en la piedra, en el borde lateral de la torre maciza. Sólo había una aguja, que se tenía que adelantar tres veces al día. John había oído un comentario que lo relacionaba con el reloj recalcitrante. No lo había entendido, pero desde entonces sintió que el reloj tenía algo que ver con él.

En el interior de la iglesia estaba Peregrin Bertie, el caballero de piedra, contemplando a la parroquia, agarrando con la mano la empuñadura de su espada desde hacía cientos de años. Uno de sus tíos había sido marino y había descubierto la parte más septentrional de la Tierra, tan lejos que en ella no se ponía el sol y el tiempo no pasaba.

A John no le dejaban subir a la torre. Seguro que uno podía agarrarse bien a los cuatro pináculos y a sus múltiples salientes, mientras se contemplaba el paisaje. John se conocía el cementerio al dedillo. Todas las inscripciones de las tumbas empezaban así: TO THE MEMORY OF. Sabía leer, pero prefería abismarse en el espíritu de cada letra. Las letras representaban en la escritura lo duradero, lo que siempre volvía, y por eso le gustaban. Las lápidas se alineaban de día, unas rectas, otras torcidas, para recoger un poquito de sol para sus muertos. Por la noche se tumbaban, y con gran paciencia iban acumulando el rocío en el hueco de las inscripciones. Las lápidas también podían ver. Percibían movimientos que para los ojos de los hombres resultaban demasiado lentos: la danza de las nubes con el viento en calma, el desplazamiento de la sombra de la torre de oeste a este, el movimiento de cabeza de las flores siguiendo al sol, incluso cómo crecía la hierba. En suma, la iglesia era el sitio de John Franklin, pero en ella, fuera de rezar y cantar, no había mucho que hacer. Y justamente no le gustaba cantar.

El brazo de John sujetaba la cuerda. El rebaño que había detrás del hotel siguió pastando abundantemente durante un cuarto de hora. La blanquita era la cabra que pacía siempre con las ovejas, pues, según decían, impedía que el rebaño se espantara o perdiera el sosiego. Por oriente entró volando una gaviota, que fue a posarse sobre uno de los tubos de arcilla roja de la chimenea del hotel. Al otro lado se movió algo delante de la taberna del Ciervo Blanco. John volvió la cabeza. Pasaba por allí su tía Ann Chapell en compañía de Matthew, el marino, que la llevaba de la mano. Probablemente se casarían pronto. Él llevaba una escarapela en el sombrero, como los oficiales de marina cuando bajaban a tierra. Los dos le hicieron una seña con la cabeza, se dijeron algo y se detuvieron. Para no fijarse en ellos, John estudiaba el ciervo blanco que había en el saledizo del tejado, con la corona de oro al cuello. ¿Cómo se la habrían podido meter por la cornamenta? Otra pregunta a la que sin duda nadie le contestaría. A la izquierda del ciervo podía leerse: DINNERS AND TEAS, y a la derecha: ALES, WINES, SPIRITS. ¿Estarían hablando de él Ann y Matthew? En cualquier caso, ponían cara de disgusto. ¿Iba bien arreglado? Tal vez decían: «Sale a su madre». Hannah Franklin era la madre más lenta de todo el contorno.

Volvió a mirar a la gaviota. Al otro lado de las marismas estaban los arenales y el mar. Sus hermanos ya lo habían visto. Había una bahía llamada The Wash. En ella había perdido sus joyas el rey John. A lo mejor uno llegaba a rey si las encontraba. Él era capaz de mantener mucho rato la respiración bajo el agua. En cuanto se tenían muchas cosas, los demás se volvían respetuosos y pacientes.

Tommy, el huerfanito del libro de cuentos, había prosperado sin más ni más. Después de naufragar, había llegado al país de los hotentotes y había salvado la vida por llevar un reloj que hacía tic-tac. Los negros creyeron que se trataba de un animal maravilloso. Había domado un león, que lo acompañaba cuando iba de caza. Había encontrado oro, y luego había pescado un barco para Inglaterra. Volvió rico y ayudó a hacerse el ajuar a su hermana Goody, que estaba a punto de casarse.

Cuando fuera rico, John se pasaría el día estudiando las fachadas de las casas y se dedicaría a contemplar el río. Por la noche se tumbaría delante de la chimenea, desde que prendiera la primera llama hasta que se apagara el último rescoldo, y a todos les parecería la cosa más natural del mundo. John Franklin, rey de Spilsby. Las vacas pastaban, la cabra ahuyentaba las desgracias, los pájaros se posaban en el suelo, las lápidas se empapaban de sol, las nubes danzaban, la paz reinaba en todas partes. Las gallinas estaban prohibidas.

—¡Patoso! —oyó que le decían. Tenía delante a Tom Barker, que lo contemplaba con los ojos medio cerrados, enseñándole los dientes.

—¡Déjalo! —le gritaba el pequeño Sherard al rápido Tom—. Si no sabe defenderse…

Pero eso era lo que pretendía comprobar Tom. John sujetaba la cuerda como antes y miraba desconcertado a los ojos de Tom. Éste dijo unas cuantas frases más, tan deprisa que no pudo entender una palabra.

—No entiendo —dijo John. Tom señaló su oreja, y como la tenía tan cerca se la agarró y le tiró de ella—. ¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

Otra vez un río de palabras. Tom desapareció y John intentó darse la vuelta, pero había alguien que lo sujetaba.

—¡Pero suelta la cuerda! —gritaba Sherard.

—¡Es idiota! —chillaban los demás.

Entonces la pesada pelota le dio en el trasero. Cayó de espaldas como una escalera que hubieran dejado en posición demasiado vertical. Primero despacio y luego con ímpetu. El dolor iba extendiéndose por todo su cuerpo, desde las caderas y los codos. Ahí estaba otra vez Tom, sonriendo con indulgencia. Sin apartar la mirada de John, decía a los otros algo a media voz. John oyó otra vez la palabra «dormido». Volvió a levantarse y siguió extendiendo la cuerda con la mano levantada; en eso no iba a cambiar. A lo mejor se restablecía como por encanto la situación de antes, y además qué importaba si había bajado un poquito la cuerda. Los niños estallaban en risas y carcajadas. Parecía un gallinero.

—Dale una torta, verás cómo espabila.

—Ni se mueve, no hace más que mirar.

Entretanto, Tom Barker seguía estando en alguna parte, mirándole con los párpados entornados. John tenía que abrir bien los ojos para poder verlo todo, pues Tom cambiaba constantemente de sitio. No era agradable, pero salir corriendo habría sido una cobardía, y además ni siquiera sabía correr, aunque por supuesto no tenía ni pizca de miedo. Pero no era capaz de pegar a Tom. Así que no le quedaba más remedio que cederle la iniciativa. Una niña gritó:

—¿Cuándo va a soltar la cuerda?

Sherard intentaba sujetar a Tom, pero era demasiado pequeño y más débil. Mientras le parecía que todavía estaba viendo esta escena, alguien le tiró de los pelos por detrás. ¿Cómo había llegado Tom hasta allí? Otra vez le faltaba un cachito de tiempo. Se dio la vuelta, tropezó y de repente ahí estaban los dos en el suelo. Tom se había enredado la pierna en la cuerda, que de nuevo sujetaba John con fuerza. Tom se dio la vuelta y le dio un puñetazo en la boca. Se desenredó de la cuerda y pudo levantarse. John sintió que se le movía uno de los dientes de arriba. ¡No había paz! Titubeando, pero con energía, se fue detrás de Tom. Parecía un muñeco mecánico. Maniobró inútilmente con los brazos, no como si quisiera pegar a su enemigo sino tan sólo mantenerlo lejos. De pronto, Tom le puso la cara delante con un gesto burlón, pero la mano de John se quedó quieta en el aire, como paralizada, como si fuera la estatua de una bofetada.

—¡Está sangrando!

—Anda, John, vete a casa.

Los chicos estaban disgustados. Hasta Sherard volvió a intervenir:

—¡Pero si no sabe defenderse…!

John seguía tras de Tom, intentando pillarlo, pero sin convicción. Lo cierto es que no todos estaban en contra de él, a pesar de que se reían, y se les veía tensos. Por un momento ya no fue capaz de entender por qué los rostros de la gente tenían esa expresión: enseñando los dientes, con las fosas nasales abiertas de una forma tan rara, parpadeando constantemente y como si cada uno quisiera hablar más fuerte que el otro.

—¡John es como un banco de carpintero! —gritó uno, tal vez Sherard—: Como coja a alguien lo agarra bien.

Pero un banco de carpintero no sujeta a nadie que sepa escabullirse. Era un aburrimiento.

Tom se marchó sin más, como un príncipe, sin demasiadas prisas, seguido de John, en lo que daba de sí la cuerda. Detrás iban los demás. Sherard decía para consolarle:

—A Tom le ha dado miedo.

Tenía la nariz magullada y le dolía. Entre el índice y el pulgar llevaba el diente, en cuyo hueco hurgaba inútilmente con la lengua. Llevaba la blusa ensangrentada.

—Buenos días, señor Walker. —Hacía un rato que el viejo Walker ya había pasado cuando John pronunció el saludo.

Ahora tenía otra vez en el ojo una manchita interesante, pero cuando quería fijarse en ella se escapaba. En cambio, cuando miraba a otro sitio le seguía. Todo ese ir y venir debía de ser la manera que tenía el ojo de moverse. Saltaba de un punto a otro, pero ¿qué orden seguía? John se puso un dedo en el párpado cerrado del ojo derecho e inspeccionó con el izquierdo la calle mayor de Spilsby. Notaba cómo el ojo seguía haciéndole chiribitas, captando cada vez nuevas imágenes, y por fin vio a su padre asomado a la ventana.

—¡Ahí viene ese imbécil!

A lo mejor tenía razón: llevaba la camisa rota, la rodilla desollada, la blusa llena de sangre y ahí estaba, parado delante de la cruz del mercado, mirando y sintiéndose el ojo. Sin duda, todo eso tenía que ponerle malo a su padre.

—¡Hacerle eso a tu madre! —oía que le decían, y luego venían los palos.

—¡Qué daño! —exclamaba John, pues el padre tenía que enterarse de que sus esfuerzos surtían efecto.

Su padre pensaba que tenía que zurrarle bien a su hijo pequeño, a ver si espabilaba. El que no era capaz de luchar y ganarse la vida, se convertía en una carga para la comunidad. Eso se veía en los padres de Sherard, y desde luego no tenían nada de lentos. Tal vez hilando, o acaso doblando el espinazo en el campo. Seguramente su padre tenía razón.

En la cama repasaba las aflicciones del día. Le gustaba la calma, pero también había que saber hacer las cosas con rapidez. Si no se adaptaba, todo se volvería en su contra. Así que había que espabilarse John se incorporó en la cama, apoyó las manos en las rodillas y hurgó con la lengua en la herida del diente para poder reflexionar mejor. Ahora tenía que estudiar la rapidez, como otras personas estudian la Biblia o el rastro de la caza. Un día sería más rápido que todos los que ahora le superaban. Me gustaría poder ir como una exhalación, pensaba. Me gustaría ser como el sol, que parece que corre por el cielo despacito. Sus rayos son tan rápidos como la vista. Al amanecer llegan de golpe a las montañas más lejanas.

—¡Rápido como el sol! —dijo en voz alta, y se dejó caer otra vez en la almohada.

Vio en sueños a Peregrin Bertie, el lord Willoughby de piedra. Tenía agarrado a Tom Barker para que no tuviera más remedio que escuchar a John. Tom no lograba zafarse. Su rapidez no daba más que para unos cuantos movimientos insignificantes. John se quedaba mirándolo un rato y seguía preguntándose qué podría decirle.