Nunca me sentí tan feliz físicamente como ahora, en casa del amigo de Ritchie, bajo una buena ducha, con una pastilla de jabón, una toalla… y, al otro lado, la perspectiva de vestirme de hombre.
Pues, a la larga, comprendo que las ropas de mujer me sientan como un tiro y sería una lástima desaprovechar mi imagen.
Me lleno de espuma, y en ésas se abre la puerta.
—¡No te muevas! —me dice la voz de Ritchie—. Que soy yo.
Y yo buscando un escondrijo. Hábitos.
—Acabo de hablar con papá por teléfono —dice.
—¿Y qué?
—Pues opina que somos unos gaznápiros.
—Tiene razón.
Me enderezo muy ufano. Menuda ganga tener un padre tan listo.
—Procurará meternos en la policía como inspectores —añade Ritchie—. O como investigadores del District Attorney. Es muy amigo suyo. Como se trata de un caso de drogas, le servirá de publicidad. Y así quedaremos a cubierto de lo que hayamos hecho.
—Muy hábil —digo.
—Mamá me encarga que te pegue una bronca —añade.
—También tiene razón.
Qué padres más simpáticos. Me sentiría feliz del todo si Donna se hubiera salvado… En fin… No, también está John Payne… Pobre John. Fue culpa nuestra. En fin. Se lo pasaría bomba antes de espicharla.
—¿Le has dicho que lo arregle lo más pronto posible?
—Nos llamará dentro de diez minutos.
—¿Nada más?
—Ah, sí… Me ha preguntado cómo se te ocurre dejar diez mil dólares atados al eje de la dirección de tu coche. Se los acaba de traer un mecánico.
—¡Canastos!
—Aún queda gente honrada… —digo.
—Le ha dado quinientos de recompensa —contesta Ritchie—. Supone que estás de acuerdo.
—Pero ¿y Wu Chang? —pregunto.
—Ya le habían avisado —dice Ritchie—, a papá, quiero decir. Wu no tiene nada y los papás sabían que todo el follón era para tenderle una trampa a Louise Walcott.
—¡Fantástico!… —exclamo—. ¡O sea que la historia que se inventaba el cerdo de Driscoll era cierta!…
En el fondo, quizá debiera haberos contado desde el principio que mi papá hizo fortuna vendiendo alcohol redestilado a los pobres sedientos durante la prohibición, lo que a mi juicio tiene mucho de filántropo. Y luego, con el tiempo, llegó a ser jefe de la policía de Chicago, cargo muy adecuado para hacer pasta, y ahora se ha retirado a Washington. De modo que no le faltan defensas.
En fin.
—Hemos trabajado bien —le digo a Ritchie.
—¡Qué va! Papá también ha dicho que por poco no estropeábamos el asunto. La policía llevaba meses siguiéndole la pista a Louise y ahora ésta ya no hablará. En fin, como nos hemos cargado a casi toda la banda, se han enfadado poco. Pero si no, nos caía un puro…
¡Hum! Mejor no insistir.
—¿Esto es todo? —digo.
—Todo.
—Tráeme el teléfono.
Ritchie obedece. Compongo el número de Gaya.
—¿Diga?
—Oye, ¿Gaya?
Le he reconocido la voz.
—Francis Deacon. Coge el coche y vente.
—¿Adónde? —pregunta.
—A la casa de Ben Kirby. ¿Le conoces? Tengo lo que necesitas.
Cuelgo y empiezo a darme un poco de masaje en los músculos y las articulaciones. Estoy lleno de morados y contusiones, y tengo la cara más o menos hinchada por todas partes. Gaya debe de estar padeciendo porque no tiene su porquería para pincharse. Se va a presentar a escape. Tardará veinte minutos, no más.
También Ritchie se mima un poco, está lleno de esparadrapo.
—¡Ritchie! —digo—. ¿Tienes ganas de pegarle una paliza?
—¿A quién?
—A esa zorra de Gaya —contesto.
—Hum… —me dice—. Preferiría hacerle cositas.
—Bueno. No es incompatible —decido.
Entre aseo y masajes, transcurren los veinte minutos, luego oímos un coche. Gaya se ha apresurado; en este momento, nos encuentra en la habitación que Ben nos ha dejado. Nos encuentra en paños menores, muy dispuestos.
—Hola —dice—. ¿Lo tienes?
—Primero ven a darnos un besito, cariño —respondo—. ¿Qué es eso de entrar así en casa ajena?
Tiene una expresión febril, destemplada. A mí me parece que mi medicina es mejor.
—Cierra la puerta, Ritchie.
Obedece.
—Desnúdate, Gaya —prosigo.
Como se resiste, la cojo por los salientes y empiezo a destrozarlo todo. Ritchie acude en mi ayuda.
—A la ducha —ordeno.
La llevamos a la ducha y le damos una buena dosis, y tened por seguro que esta chica bajo el chorro aún está más bonita que al aire libre.
—Estás tan intoxicada como pueda estarlo yo —digo—. Quisiste jugar a drogas, ¿eh? Pues a mí no me engañas. Lo único que te hace falta es un chapuzón como éste.
A continuación, de un puntapié en el culo la mando directa a la cama. Se desploma y se echa a llorar.
Corramos un tupido velo, pues ya es hora de que la consuelen.
Además, la historia está llegando al final.