CAPÍTULO XIX

Al despertar, me encuentro —no sé si es muy correcto esto de encontrarme, pues tengo la sensación de que me faltan trozos— en un cuarto vacío de persianas cerradas. Aún es de día y entra luz suficiente para iluminar el sitio, que tiene las paredes peladas y blancas.

Me paso cinco minutos mascándome la lengua como si fuera una esponja y al fin logro pescar unas gotitas de saliva en algún rincón de la boca.

Añado, para mayor claridad del relato, que tengo las manos atadas a la espalda y que de ahí viene la sensación de que me falten trozos. Muevo los dedos lo mejor que puedo en un intento de restablecer la circulación y procuro levantarme. Me hallo tendido al pie de una pared, de narices contra la esquina inferior y no resulta nada cómodo.

Parece que no estoy solo. Hay dos inquilinos más. Una mujer, con la cabeza hundida en el pecho, que se sienta apoyándose en la pared como yo, a mi izquierda, y junto a ella una forma estirada.

Cada vez veo mejor.

—¿Quién eres? —pregunto en voz baja.

—Donna Watson…, la pobre Donna Watson… —dice.

—Donna… Soy Francis.

Se echa a reír, es una carcajada grave y ronca, atroz, noto un escalofrío en la espalda.

—Y éste… —dice—, éste es John…, un tal John Payne…, un tipo que se llamaba John Payne…

Me estremezco. Ha logrado impresionarme.

—Donna… —digo—, cálmate… ¿Qué te pasa? Si nos vamos a salvar…

—Como John —dice—. Como el chico que se llamaba John Payne antes de que Louise Walcott lo mutilara a navajazos.

De golpe, consigo ponerme en pie haciendo fuerza contra la pared.

—Donna —digo—, por el amor de Dios, cállate ya y deja de decir tonterías.

Su cabeza se desploma de nuevo y calla. Estoy en pie, anquilosadísimo, me han pegado una buena tunda.

Dando saltitos, me acerco a John —suponiendo que sea John—. Se halla tendido al lado de Donna, con los brazos atados a la espalda, como ella y yo, y tiene un rostro blanquecino. Viste ropas claras. Una mancha de sangre se extiende por su pantalón. Una mancha enorme, monstruosa. Y a su alrededor, la sangre ha formado un charco. John flota literalmente en este charco.

—Está muerto —dice Donna—. Se pasó veinte minutos chillando y luego murió. A navajazos, Louise lo liquidó a navajazos…

—Basta, Donna —digo.

En estos momentos, siento por esa Louise Walcott un odio feroz, unas ganas de descuartizarla.

—Donna —digo—, tengo que salir de aquí.

Me dedica una risita grave y siniestra.

—A ti, Francis —dice—, también te espera la navaja. A mí me tocará un hierro candente. Un perno de hierro puesto al rojo vivo con un soldador… Y me lo meterá aquí…

—Donna —repito—, vamos a salir de aquí.

Observo las cuerdas que me sujetan los pies. Son gruesas, pero ya me las arreglaré.

—Arrástrate hasta la ventana —digo.

No me entiende.

—Que des vueltas sobre ti misma hasta ponerte al pie de la ventana —insisto.

Lo hace.

—Es para amortiguar el ruido del cristal que voy a romper —le explico—. Más vale que no se oiga el ruido de los pedazos cuando caigan.

Me acerco a la ventana, procurando saltar en silencio.

Me apoyo contra el cristal. Ya os he dicho que la persiana de fuera estaba bajada… y es una suerte.

Aprieto despacio. Ojalá no haga ruido.

Tac… se rompe. Donna recibe encima un gran pedazo que se le hinca en la espalda. Da un respingo, pero no dice nada.

—Ahora apártate —digo—. Sin ruido.

Obedece. Ocupo su sitio, consigo introducir un zapato a cada lado del pedazo de vidrio que aún se mantiene firme.

Tengo los tobillos muy juntos y he de procurar que el vidrio se deslice por entre ambos cuando haya cortado el primer cabo. Subo y bajo los pies con precaución.

Ya está. Ha cedido uno de los nudos. Los otros no parecen alterarse. Nudos múltiples. Hay que seccionarlos uno tras otro.

Cuando introduzco los tobillos, siento el vidrio que me penetra en la carne pero aprieto los dientes; funciona, el cuarto y el quinto saltan.

Tengo las piernas libres. Ahora, flexiones.

No hay que dormirse. ¿Pero qué ocurre? Alguien viene por el pasillo.

Dos, tres flexiones, rápidamente.

—Túmbate, Donna —susurro aprisa—. No te muevas. Hazte la muerta.

Me siento a un lado en cuclillas. Se abre la puerta. Aparece una mujer. La observo entornando los párpados. Conozco esta cara.

Louise Walcott.

Está sola. Entra y cierra la puerta.

Empuña un objeto brillante. Una navaja. Luce un vestido negro muy escotado, impecable. Más hermosa y más zorra que nunca.

—Vaya… —exclama—. Vidrios rotos. ¿Es que teníais calor… o acaso queríais gritar?

Suelta una risita burlona.

—Dentro de poco aún tendrás más calor, Donna Watson —dice.

Se acerca a John Payne.

—¿Ha muerto? —dice—. Qué gracia, los hombres es que no pueden vivir sin eso.

¡Qué voz que tiene la bruja! Luego se dirige hacia mí.

—A ti también te tocan algunos tajos, monín —dice—. Vamos a hacerte la manicura de los pies. Tiéndete. Es sólo para empezar.

No me muevo. Se acerca aún más. Ya está. Examina la navaja.

—No es que esté muy afilada —dice—. Ya la utilicé con John.

—¿Y por qué gozar tú sola del espectáculo? ¿No hay aficionados en la casa?

Retrocede un paso.

—¡Vaya! Has recuperado el habla —dice—. Al fin y al cabo, como vas a perder todo lo demás…, pero no en seguida. Esta vez sólo vine a servirte el aperitivo. Ven. Mira.

Me coge por el cuello y me empuja hacia John.

—Mira —dice.

¡Santo Dios!

Me hallo mejor situado y esto es lo que esperaba. No sé si habéis oído hablar, en lucha libre, de un truco que se llama la tijera voladora.

Salto, y mis piernas proyectadas al aire ciñen el talle de Louise Walcott.

Siento ganas de lanzar un grito de júbilo, pues oigo el seco impacto de algo que cae al suelo. Ha soltado la navaja. Hago un esfuerzo terrible y la derribo con todo el vigor de mis muslos. Su cabeza rebota en la pared. Aprieto, aprieto con todas mis fuerzas. Percibo el crujido de sus costillas. Me afano hasta casi desmayarme. Ya no puede gritar. Ya no puede hacer nada. Emite un vago gemido y cede.

Alguien se mueve a mis espaldas. Donna se ha arrastrado hasta mí. De reojo, veo que sus dientes recogen algo.

—No te muevas, Francis —dice.

Comprendo que ha logrado asir la navaja.

Sigo oprimiendo a la Walcott. Siento la hoja de la navaja que, torpemente, me saja la muñeca.

—Más arriba, Donna.

Hiende una de las cuerdas. Hago un esfuerzo terrible y saltan las ataduras. Ya tengo libres las manos. Y cómo me duelen las muñecas.

Muevo los dedos. Están muertos. Venga, vamos. Me estimulo. Alzo las manos para que corra la sangre.

Ya circula. Recuerdo, no obstante, que nos conviene fingir. Aúllo.

—¡Ah!… Louise…, piedad… Socorro…, no, esto no… Aaaaaah…

Donna se precipita sobre la navaja tras dejarla caer. Se ha cortado al recogerla, sangra, le corto las ataduras, la fricciono y la beso como algo bueno.

—¡Donna! —digo—. Eres un encanto de chica. Un tesoro. Me caes muy bien.

—¡Oh, Francis! —dice—. El pobre John… Mátala, mátala, que es una guarra.

—No podemos —explico—, seguro que tiene mucho que decir en comisaría. Pero no te preocupes, que ya sabrán interrogarla como se merece.

Reanudo mis berridos por seguir el cuento, y Donna se despepita. Luego, en voz baja, planeamos rápidamente la jugada.

—Quiero aderezarla un poco —digo—. Sin matarla.

Recojo el cuerpo de Louise y lo extiendo en el suelo. A continuación, mediante una doble sacudida, le fracturo las muñecas. No constituye ninguna fantasía, más bien carece de interés, pero alivia. De pronto se despierta, Donna, sin embargo, le cierra la boca. Yo la obsequio con un cate de fabricación casera que le da en el oído devolviéndola al país de las hadas.

—Rómpele una pierna, Francis —me dice Donna—. Anda, también una pierna.

—Mira que se despertará de verdad —digo—, y además no tengo vocación de verdugo. Esta tía me da mucho asco. Tal como está es inofensiva.

La registro. Lleva una automática en el sobaco, como un gángster de verdad. Por eso se pone siempre vestidos tan holgados… para poder sacarla rápido.

Donna aún me sugiere que le haga otras cositas.

—Escucha, tesoro —digo—, con un canguro podría hacerlo, pero con esta infeliz, antes me cuelgo. No se lo merece. ¡Pobre John!

Donna se echa a llorar pensando en John, y un segundo después se troncha de risa porque repito la comedia de los berridos.

Estoy armado, libre… en esta habitación. Única salida la ventana.

—¿Qué hay en el jardín? —pregunto—. ¿Podemos resistir?

—No creo que tengamos muchas posibilidades —me dice Donna—. Aquí seguramente estamos en el segundo. El piso de las celdas. En el jardín sólo hay una cabaña de madera que ardería en seguida si nos quisieran sacar de dentro. No hay sitios para resistir.

Voy a la ventana y levanto la persiana. Exacto. La bajo.

—Muy alto —digo—. Hay que pasar por la puerta.

—Pues, vamos —replica.

Está muy pálida y añade:

—Nos ametrallarán cuando estemos llegando abajo.

—¿Quién corre siempre por aquí vigilando?

—Está el jardinero, un energúmeno pelirrojo; Mac Coy no es muy peligroso. Y, después, las chicas. Quizás haya tres o cuatro, las demás están sin duda en la ciudad. Aquí estará Viola Bell, la intendente, un verdadero monstruo. Y éramos amigas… —añade Donna.

Se estremece.

—¡Cuando pienso que he formado parte de su bando!

—Conozco al jardinero —digo—. Es horroroso.

—Es el único hombre que hay aquí —dice Donna.

—¿Y Richard Walcott?

—Viene muy pocas veces. Se queda en Washington con sus amigos. Además de Viola también estarán Beryl y Jane. Son unas asesinas. Y Rosie Lance. Ésta hace la comida.

—También llevará pistola, ¿no?

—Sí —dice Donna—. Todas íbamos armadas. Practicábamos en el sótano.

Parece que le cuesta continuar.

—¿Con hombres? —indago.

—Sí —dice—, con hombres. Muertos.

—¿De los que antes se servía Louise?

—Sí.

—Bueno —digo—. Da igual. Bajemos.

—Calla —susurra Donna.

Se oyen pasos que suben una escalera.

—Es Viola… —dice Donna—. Reconozco sus zapatos.

Los pasos avanzan y se aproximan a la puerta. Y suena una voz:

—Louise…

Sin respuesta, obviamente.

—Louise Walcott.

Gira el picaporte. Sin perder un segundo, empujo a Donna y me acerco.

Está claro que Viola no se decide. Sigue asiendo el picaporte, pero sin entrar.

Sólo se puede hacer una cosa. Sigilosamente, agarro este picaporte indeciso y lo abro de un tirón hacia mí. Viola pierde el equilibrio y cae a medias en la habitación. Su pistola escupe.

Una vez, no dos. El segundo turno corre a cargo de un puñetazo en pleno cráneo. Con todas mis fuerzas. Capaz de derribar un buey.

Aparentemente, Viola no es tan sólida. La repaso. Lleva braguitas. Una pistola en las nalgas y otra en el corpiño. Tengo una idea. La desnudo del todo.

—Haz lo mismo con Louise —le digo a Donna—. Les costará largarse así.

No es muy agradable de ver. Viola está mal hecha. Flaca, sin pechos, caderas de muchacho.

Se mueve. La cojo por la nuca y le atizo en la barbilla. Y con qué alegría. Adiós, Viola.

Le descubro además una corta daga que dos correas de cuero le sujetan en la pantorrilla derecha, y un manojo de llaves.

—Qué arsenal… —digo.

Nos apresuramos, pues está claro que las otras no tardarán en dar señales de vida. Aguzo el oído, y de pronto me acuerdo de algo.

—¿Y Jack? —le digo a Donna—. ¿Quién es?

Describo al falso Carruthers.

Donna reflexiona.

—Ya sé quién quieres decir, pero no sé cómo se llama —me dice.

—Fue él el que me tendió la trampa —le explico—. Ya me gustaría cogerlo a solas. Iba acompañado de otro. Uno bajito y moreno, con un revólver enorme. Flaco, de labios casi inexistentes.

Donna se ríe.

—No es ningún hombre —dice—. Es Rosie, la cocinera.

—Bueno, total uno más… Bajemos ya… Coge esto.

Le paso una pipa a Donna, y así ella lleva una y yo dos.

—Dirígenos —digo.

—Podríamos esperar a que vinieran —dice Donna—. Así los tendríamos a todos uno tras otro.

—Creo que más vale atacar —contesto—. Suponte que prendieran fuego y que se fueran.

Ando obsesionado con la idea del fuego.

—¡Oh, no! —dice Donna.

Y se estrecha contra mí.

—No me abandonarás si ocurre algo, ¿eh?

—¿Qué quieres que ocurra, Donna?

Le doy un besito y me aventuro el primero.

—A la izquierda —me dice—. La escalera.

Me desplazo sin ruido. Donna ha recogido las ropas de Louise y de Viola Bell y ha cerrado con llave la puerta de la habitación en que se encuentran.

Piso el primer escalón. Comienzo a bajar. No ocurre nada.

Me pregunto dónde está Ritchie.

Llegamos al rellano del primero. Amparado por la pared de la escalera y echo un vistazo.

Aquí también hay cuatro o cinco puertas cerradas, como en el segundo.

Donna no se separa de mí.

—A la derecha —me dice—. La primera habitación. Estarán ahí, seguramente.

Antes de darme tiempo a hacer lo que sea, se me adelanta y entra.

Oigo dos disparos y un gemido. Y después un barullo abajo, en la entrada; entro sin embargo y me uno a Donna.

Se halla arrodillada en el suelo ante la puerta. Y en el interior de la habitación hay una mujer.

En fin…, había una mujer.

Donna tiene razón: las enseñaban a tirar.

Es una chica rubia, joven, bonita, aunque de expresión salvaje. Ocupa un sillón detrás de la mesa. Lleva blusa blanca. Una mancha roja se extiende por el pecho izquierdo.

Recojo a Donna.

—¿Qué tienes…?

—Ojo, que suben —murmura.

Me vuelvo y la suelto. Oigo que se arrastra hasta la mesa. Alzo mis armas.

Disparo el primero. La primera vez de mi vida que le disparo a una chica. Y la última, espero. Acierto el tiro. Se le escapa el arma de las zarpas y grita, porque el índice se le va también. Le descargo una andanada en la barbilla y os juro que no intento evitar que se desplome.

—¡Arriba las manos!…

Carajo. Había otro detrás. El supuesto Carruthers. No entiendo por qué no ha disparado.

Suelto las armas. No hay nada que hacer. Pero, de pronto, pasa zumbando una bala y asisto al reventón de la cara del tipo. Su sangre me salpica y retrocedo, a punto de vomitar.

—Gracias, Donna —digo sin volverme.

Recojo de nuevo mis herramientas, me acerco a la puerta. Es como si se hubiera creado el vacío. Cierro la puerta y me ocupo un poco de Donna.

—¿Te han dado en serio? —le pregunto.

Se halla postrada sobre sí misma y respira con dificultad. La tiendo sobre la mesa.

—En el pulmón —dice.

—No es nada —digo—, nos largamos. No te muevas, respira poco a poco.

—No te molestes, Francis —me dice—. ¡Para qué! Pégame otro tiro. De todos modos, con un pasado como el mío, me hubieran tocado treinta años.

—Ni hablar —contesto—. ¿Y por qué no me ha disparado ese tipo?

—No sé —murmura.

Le apoyo la cabeza en los pingos de Viola, la pobre Donna seguía sin soltarlos.

—Creo que ya entiendo —digo—. Será porque valgo un poco de dinero. Entiendes, se figura que mi papá es senador. Seguro que pretendía raptarme.

Donna esboza una débil sonrisa.

—Esto no cuela, Francis —dice.

—De hecho, tiene más pasta que cinco o seis senadores juntos —digo—. Y a ti no te va a pasar nada. Pero, sobre todo, ahora no te alteres.

Mientras Donna descansa, le registro los bolsillos al fulano. Aquí está la cartera que me enseñó, con todos los papeles. Hay más papeles, sin embargo, en el bolsillo interior.

Vaya. El fulano en cuestión se llama de verdad Sam Driscoll, circunstancia carente de interés. Es, efectivamente, investigador privado de Nueva York. Y no menos, efectivamente, el padre de Gaya Valenko lo contrató para que vigilara a su hija. Hará ya tres meses.

Pues qué manera de vigilar… Sospecho que el tiparraco este lo que quería era chupar de todos los botes posibles, y entonces le vendería información a la Walcott.

Parece que le ha salido el tiro por la culata. Se pasará bastante tiempo sin meter las narices en los negocios ajenos.

Me guardo los papeles y vuelvo al lado de Donna. Tiene mala cara. Le toco la frente. Arde.

Aun así, creo que me estoy olvidando de algo.

Me concentro. Ya está. ¿Qué se ha hecho del jardinero, el infame pelirrojo y su media tonelada de peso?

—Donna —digo—, no me hables, pero escucha. Si la respuesta es afirmativa, parpadea; de lo contrario, no hagas nada. ¿Había más chicas aquí?

Dice que sí.

—¿Ésta es Beryl?

Sin respuesta.

—¿Es Jane?

¿Sí? Bueno. O sea que Beryl corre por ahí fuera. O me espera en el pasillo para descerrajarme un tiro.

—¿Había más todavía?

—Sí.

—¿Pero las conoces?

Habla tenuemente.

—Las otras no vivían aquí. Esto era el cuartel general de Louise. Las demás iban al bar para enterarse de las consignas.

—Cállate —digo—, ya lo entiendo.

Pero, maldición, qué estará haciendo ahora Ritchie.

Y en este mismo momento oigo que llega un coche. Me precipito a la ventana. Entra el auto y da una vuelta delante de la casa. No veo nada. Me dispongo a salir corriendo. Seguro que es Ritchie.

—Francis…

Donna se yergue a medias.

—Francis…, cuidado…

Hipa y se lleva la mano al pecho.

—Es…, es el coche de Louise…, es Jane…, cuidado.

Dioses…, tengo que asegurarme… Al final del pasillo hay una ventana que da al jardín. Salgo disparado.

Córcholis. Ya han bajado, ya han entrado. Cruzo de nuevo a escape la zona de la escalera y me escondo. Miro, procurando pasar inadvertido.

Ya suben. Y entonces me entran ganas de matar. El que va primero es mi hermano Ritchie. Lleva el rostro lleno de sangre. Le siguen el pelirrojo y una chica de cabellos cortos, con cara de bestia, pantalón y jersey negros. Empuña un cuchillo y va pinchando a Ritchie para que avance. Mi hermano lleva las manos atadas.

Por suerte para mí no alzan la vista. Pero si disparo, puedo herir a Ritchie.

Retrocedo, entro en la habitación y cierro la puerta sin ruido. Seguro que van a encerrarlo arriba.

Noto, a través de la puerta, que la chica de negro se ha puesto a husmear.

—Huele raro —murmura—. Aquí ha habido tiros.

—Súbelo, Dan —añade—. Voy al despacho a ver qué pasa.

Precisamente, en el despacho estoy yo. Reculo.

La chica hace girar el picaporte, sin lograr abrir la puerta.

—¡Louise!

—¡Beryl!

No hay respuesta. Le oigo un gruñido.

Y después, silencio. Arriba, pasos. Ruidos de caída.

Al instante, precipitación por la escalera.

—¡Dan!…

Es el monstruo, que baja corriendo. Les oigo discutir excitados.

—Derriba la puerta…

Me preparo. El otro toma impulso…, lo noto… Me pego a la pared.

La puerta vuela hecha pedazos y el monstruo se despatarra en mitad de la habitación.

Yo, entonces, disparo con ambas manos contra su acompañante. Cazada. Sin decir ni pío. Un bulto negro en el suelo.

Se endereza el pelirrojo. No logra ver claro.

—¡Quieto ahí! —digo.

Se me acerca.

—¡Ni un paso más! —grito.

Ya está. Me pilló. Ha visto que no podría disparar. Se me comen los nervios. Me observa, burlón.

—Anda, tira —dice.

Me recupero. Abandono las armas sobre la mesa donde Donna descansa, inerte.

—Me bastan los puños para liquidarte —digo.

Pues ya no puedo seguir matando así, a sangre fría…, ya no. Es tan repugnante…

Esquivo un puñetazo tamaño solomillo de tres kilos y le pego en el hígado. ¡Dioses! El puño me entra veinte centímetros, es como si golpeara un edredón. Rápidamente, me pongo de nuevo en guardia.

Tiene una pegada espantosa. Si quiero imponerme, he de recurrir al judo o a la lucha libre. De lo contrario, estoy frito.

Bailo a su alrededor buscando la llave. Tendré que mantenerla…

Está en posición. Me lanzo, hago una finta y lo desequilibro. Caemos con estruendo.

Suena el teléfono…

El monstruo está de bruces y logro desasirme. Le hundo un pie en el cuello y le cojo la mano izquierda. Doy un salto y le retuerzo el brazo al caer.

Bueno. Ya le hemos roto uno. ¡Hoy no paro de romper!

Abandona.

Me levanto y me seco la cara. Estoy como en sueños. Sigue sonando el teléfono. Descuelgo.

—¡Eh!… Aquí, Richard…

—Aquí, el Santo Padre —contesto.

Acabo de reconocer la voz de esa bazofia de Walcott.

—¿Oiga?… ¿Louise?

Parece sofocado.

—No irás al cielo —le digo— porque tienes mucha pinta de marica. Bromas aparte. Aquí, Sam. De todos modos, ven. Louise quiere verte. Adiós.

Cuelgo y compongo otro número.

—¿Policía?

Lo es.

—Soy alguien que les aprecia mucho —digo—. Vengan a tal sitio —explico la dirección como puedo— que encontrarán cosas muy interesantes. Traigan ataúdes.

Recuelgo y corro a ver lo que tiene Ritchie. No paro de buscarle y voy abriendo puertas con las llaves de Viola. Lo encuentro en la segunda habitación. Está en un rincón, postrado, harapiento. Ha perdido la chaqueta, tiene la camisa hecha un pingo, no se mueve. Me angustio. Me arrodillo a su lado y le corto las ligaduras con el cuchillito que guardé. Le aplico masajes.

—Ritchie… Ritchie… Despierta.

Comienza a reaccionar. Blandamente.

—Soy Francis —digo—. Francis. Tu hermano. Ritchie, despierta, está a punto de llegar la policía y conviene que nos larguemos.

—¿La policía? —gruñe—. Ni hablar.

Ya está. Vuelve a ser el que era. Hace un esfuerzo y le ayudo a levantarse.

—Mis piernas… —dice.

Le sangra la espalda por las cuchilladas que le ha asestado esa puta para que subiera la escalera. Por suerte, son heridas superficiales.

Da dos pasos, titubeante.

—¿Cómo estamos? —me pregunta.

Se lo explico todo mientras bajo la escalera y entonces me cuenta que el pelirrojo y la chica de negro le persiguieron en coche. Con el viejo Buick no podía hacer nada y se estrelló en una curva.

—Quedé por ahí medio tirado —dice—, y no les costó nada recogerme.

Le digo que Donna ha recibido una castaña en el respiradero mientras me despejaba el terreno.

—¿Grave? —pregunta.

—Deberías verlo —digo.

Llegamos al despacho. En una esquina está el monstruo pelirrojo que gime, inmóvil, contra la pared. En el suelo, el pseudo Carruthers, con su cara de bestia. En el sillón, Jane, y en la mesa, Donna. Inerte. Ritchie se inclina.

—Nada —dice—. La va a diñar.

Donna sonríe vagamente, le toco la frente. Parece que nos mire. Tiemblo a pesar mío.

—Era una chica que no estaba nada mal —digo.

—Nada mal —repite Ritchie como un eco.

Lástima que sean unas burras. Dentro de dos horas habrá muerto.

Bajamos. ¿Qué más podemos hacer? No esperaremos a que llegue la bofia.

Las llaves están en el coche. Es un Packard último modelo. La gente ya no lo compra porque se parece a un coche fúnebre, pero no me extraña que alcanzara a Ritchie. Subimos.

Sigo vestido de chica, comienzo a estar harto… Llevo dos armas. Las meto en la guantera. Damos media vuelta para regresar a Washington.

—¿Qué hacemos? —pregunta Ritchie.

Se ha arreglado un poco, no sé cómo, y ha encontrado una americana.

Anda, si es verdad… Me sigue buscando la policía. ¡Oh, qué harto estoy de todo esto!… Creo que el recuerdo de Donna me está deprimiendo.

—John —le digo a Ritchie—. John Payne. Estaba arriba.

—Ya sé —dice Ritchie—. Dan me lo enseñó antes de encerrarme.

Salimos zumbando. Nos cruzamos con un coche.

—Frena —dice Ritchie.

No hace falta que insista. Vi a Walcott.

Doy otra media vuelta y acelero. Lo alcanzo a trescientos metros. Aprieto con fuerza el pedal y le embisto por detrás. Ritchie saca el brazo por la ventanilla y le vacía todo un cargador.

El coche de Walcott da un brinco hacia delante. Es un Lincoln y creo que nos dará trabajo.

—Acelera, Francis —me dice Ritchie.

Voy directo. Reaparece la casa de Louise. A este ritmo, no tardaremos en estrellarnos, con lo que me repugna este ambiente.

Aprieto al máximo y la distancia que gano es tan poca que me doy cuenta de que no hay nada que hacer.

—Dispara otra vez, Ritchie.

Nos lleva veinte metros de ventaja. No hago más que decirle esto a Ritchie, cuando el parabrisas estalla a mi derecha. Ellos también nos disparan.

Ritchie se lo toma con calma. Apunta y suelta el primer balazo. Nos quedan cinco.

La carretera comienza a hacer curvas y no tienen más remedio que atenuar la velocidad; también yo, por culpa del baile.

—Acelera —dice Ritchie.

Otro impacto en el borde izquierdo del parabrisas. Se alza una suave música. Es mi hermano que acaba de poner la radio.

—Sigue —me dice—. No te preocupes.

Aprieto. Chirrían los neumáticos. Ganamos seis metros.

Un tramo recto. Cruzamos una aldea en tromba. Más curvas. Un puente.

Logro adelantar a Walcott… Acelero y le rasco el lado izquierdo. Se le ponen por corbata. Ritchie le obsequia con dos peladillas. Yo lo arrincono hacia la derecha justo antes del puente. Su coche se estrella contra el pretil y presenciamos su voltereta antes de caer dando tumbos.

Oímos una explosión, está ardiendo el depósito. Pues bueno.

Todo esto me lo cuenta Ritchie mientras yo intento sacar el coche de tanta maldita curva.

Rozo un mojón… Conduzco a trancas y a barrancas. Por fin puedo moderar el acelerador.

—Sigue por ahí —me dice Ritchie—. Tengo un amigo que vive algo más lejos y que podrá alojarnos durante unos días.

La cantidad de amigos del tío…