CAPÍTULO XVIII

A decir verdad, me he olvidado totalmente de Sally y quizá sea mejor porque ahora tengo otras cosas que hacer. Vamos lo más aprisa posible, aunque no lo bastante como para llamar la atención de la bofia, circunstancia más bien malsana. La bofia, siempre la bofia. Nunca pensé tanto en ella como desde el día en que yo mismo me puse a hacer de bofia.

El Buick corre por la carretera.

Recuerdo el frasco de whisky que Ritchie me ha pasado hace un rato y se lo pido.

—Eh…, Ritchie…, dame un trago.

—Haces mal —dice.

Y me tiende la botella.

—No —digo.

Le atizo un buen tiento.

—Necesito que se me suba la moral —añado—. No me siento bien, y además no tengo ni idea de cómo vamos a actuar allí.

—Ya veremos —dice Ritchie.

—Acuérdate de lo que nos dijo Donna —le aviso—. Si Louise Walcott nos pesca, nos lo corta todo.

—Me la pendula —dice Ritchie—. Se le van a mellar los cuchillos conmigo.

—Oye —replico—, esto de jactarse está muy bien, pero, en fin, exageras un poco.

—Tururú —dice Ritchie.

—Sopla en mi dirección.

Sopla y advierto que el muy cerdo también apesta a whisky. Tenía que estar yo muy jiñao hace un rato para no haberme dado cuenta.

—Tú has pimplao —digo.

—Ni hablar —dice Ritchie—. Mira qué recto conduzco.

Miro la carretera, precisamente se abre una curva fantástica.

—Ahí no —digo—. Espera un poco después, Ritchie.

Acelera.

—Como en las películas de gángsters —dice—. Escucha los neumáticos.

Se oye Bjjjjuii… Supongo que os podéis hacer una idea…

—¿Tienes los calcetines en buen estado? —le pregunto.

—No lo sé, nunca me fijo.

—Dobla a la derecha.

Ya llegamos a Potomac Road y ésta es nuestra dirección. Todo recto hasta Falls Road. Recto es un modo de hablar, pues hacia Falls abundan las curvas y las subidas.

—Ahora, acelera —digo—. Ya no quedan representantes de la ley.

Corremos y corremos. Tenemos que cubrir unas diez millas. A esta velocidad, será cosa de quince minutos.

Ni siquiera quince. Doce. Ya hemos pasado por aquí…, me acuerdo de una chica en los márgenes de la carretera…

Y entonces vuelvo a pensar en la pequeña Sally.

—Ritchie —digo—, ¿conoces a alguna Sally en el club? ¿Una niñita de diecisiete años?

—Sí —contesta—. Eso es lo que parece.

—¿La conoces bien? —pregunto.

—¡Oh! —dice—. Me la he tirado, como los demás.

—¡Ah! —digo, algo mosca—. ¿Se acuesta con todos?

—No exactamente —dice Ritchie—. Tiene sus gustos.

—Viene a ser lo mismo —digo—. ¿Crees que me esperará mucho rato? Le he dicho que tardaría una hora en volver.

—¡Oh! Se quedará dormida —dice Ritchie—. Ya es tarde.

La verdad es que con tantas cosas ya son las cuatro y media, aunque, en el mes de julio, no se puede decir que esa hora sea muy tarde.

—Ritchie, no vayamos en seguida allí. Antes deberíamos descansar —propongo.

—Calla, chalao —exclama Ritchie—. Te estás rajando.

—Ay, madre.

Me siento muy niñito pegado a su mamá.

—Pues entonces acelera, cerdo —concluyo.

Llegamos a Falls Road y doblamos a la izquierda en lugar de seguir.

Y Ritchie acelera, aunque no por mucho rato, pues parece que ya nos acerquemos de verdad. Aparca a un lado de la carretera. Delante, a trescientos metros, se alza un gran edificio blanco que despunta por encima de los árboles. Olmos, desde luego.

Ritchie mira y me dice:

—No podemos hacer nada. Aún hay mucha luz.

—Te estás rajando —digo.

—Que te crees tú eso —dice—. Descansamos y atacamos. Nos sentará bien.

—¡Ah, carajo! —contesto—. Ya hubieras podido avisarme. Hubiese aprovechado para ir a ver a Sally.

—Qué error… —dice Ritchie mirándome.

—¿Por qué? —pregunto.

—¿Tienes ganas de cuidarte? —dice.

—¡Oh! Pues apaga y vámonos. Una niñita que aún podría creer en los Reyes Magos.

Desde luego las gachís, lo que hay que ver. Positivamente, son unas burras.

—Carajo —le digo a Ritchie—, de buena me he librado.

—Siempre has tenido mucha potra —declara—. Además, te aviso, no tiene diecisiete años. Tiene veintiocho. Anda, ven a hacer una siestecita.

Estoy rendido.

Nos subimos de nuevo al coche y arrancamos. Dejamos atrás la casa, no puede haber error, es la única. Y después doblamos por el primer camino que sale y aparcamos el Buick, colocándolo en la dirección oportuna.

Nos tumbamos, cruzando las manos bajo la nuca.

Hay muchos árboles esparcidos y el campo es bonito. Contemplo el paisaje durante un buen rato hasta que, de golpe, distingo a un tipo que sale de no sé dónde. Luce un ojo a la funerala, es alto y corpulento. Le reconozco los labios. Están un poco hinchados. Lleva un traje de dril a rayas.

—Hale, Francis —me dice—. Vamos a jugar un poco más… Necesito el desquite.

Es mi G-man. Miro a Ritchie. No se mueve. Advierto la presencia de otro tipo provisto de un auténtico quitapenas de profesional, un armatoste que al menos alcanza los cinco centímetros de calibre.

No hay nada que hacer.

—¿Quieres una demostración? —pregunto.

Y entonces hago una finta. Le pesco el brazo y sale volando. Ya es la segunda vez que se lo hago.

En el ínterin, me mete una de esas llaves… Qué remedio…, lo que hay que sufrir. Me suelto. Por suerte, dispongo de un buen repertorio que siempre compensa.

No golpeo a fondo, él tampoco… No somos unos salvajes.

Jugamos aún durante cinco minutos, estamos los dos chorreantes de sudor.

—Si no llevara esta mierda de falda —digo—, acabaríamos antes.

Se detiene.

—Ya basta —dice—. Por otra parte, ¿nunca te han dicho que eres un gilipollas?

Me quedo boquiabierto. Se aprovecha y me sacude un cate en la barbilla. Me desplomo y me recoge afectuosamente.

—Te lo debía, chaval —dice—. No es que esté nada enfadado, pero éste te lo debía. Bueno, al grano, te lo diré en seguida…, el chino no ha muerto.

Noto la boca un poco pastosa, aunque esto me permite elegir lo más florido de mi vocabulario.

—Vosotros, los de la pasma —digo—, sois todos un hatajo de traidores. Siempre con la manía de repartir trompazos que borren la sonrisa del retrato de la gente; vamos, hombre, que ya empiezo a aburrirme.

—En realidad —pregunta Ritchie—, si nos dijeras de qué nos acusan, ¿eh?

—Esto queda entre nosotros dos —dice el bofia.

Me concentro —estaba simulando un poco— y embisto. De lleno en el estómago. Se dobla y recibo su rostro en la rodilla.

—Como en la feria —digo—. Siempre toca.

El otro bofia se parte de risa.

La verdad es que estos dos no son del montón. El primero se yergue, mareado.

—Abandono —dice—. Vale, Francis, somos amigos.

Se palpa la cara, con razón tengo las rodillas muy duras. Y comenzamos a hablar como buenos amigos.

—¿Por qué estáis aquí? —pregunto.

—¿Y vosotros?

—Vamos a ver —digo—, supongo que eres de la federal, ¿no?

Asiente.

—Bueno —digo—. Y no te llamas Jack Carr, ¿verdad que no?

Se friega las tripas.

—Jack Carruthers —dice.

Carajo, este nombre me suena.

—Atiza —digo—. Pero entonces se trata de algo gordo.

Parece sentirse más bien halagado. Ahora se toca la nariz con precaución.

—Hay cantidad de agentes rodeando la casa —dice—. Nos señalaron vuestra presencia por walkie-talkie.

—¿No me detienes? —pregunto.

Sonríe.

—Tu padre se enfadaría…, aunque ya te convendría…, pero te repito que no corres ningún riesgo…, el chino ha hablado.

—¿Y la prensa? —inquiero.

—Puro camelo —dice—. Una trampa para la tal Walcott.

Miro a Ritchie.

—Ves —digo—. Ya te lo decía yo.

—Hale, venid, vamos a ver a Louise. Ya hemos entrado.

—¿Cómo? —pregunto.

—Gases lacrimógenos.

Se encamina hacia la carretera.

Le sigo.

—Ven —le dice a Ritchie.

—Me marearía —contesta Ritchie—. Yo, esa bruja, no la conozco. Voy a echarme una siestecita en el coche, que voy corto de sueño.

Se sube al Buick antes de que los otros dos puedan impedírselo y se pega al volante.

Parece que se instale con toda tranquilidad.

Y, de pronto, zumba el motor y arranca en tromba.

¡Bang! ¡Bang!… ¡Bang!

Los que disparan contra el coche son Carruthers y el otro bofia, pero Ritchie logra tomar la curva. Miro a Carruthers, sofocado, y después me cae un trompazo en la cabeza.

Antes de que me dé el soponcio, tengo tiempo de pensar que ha sido un culatazo, pero que los calibres de la policía de verdad no pesan tanto, francamente.