CAPÍTULO XVI

Voy casi a veinte millas por hora, que ya es navegar con ruido. Para localizar la entrada del canal tengo que coger la dirección opuesta, la entrada está en frente de la isla Theodore Roosevelt —y en el canal, cuidado con las gabarras, esos cretinos las meten por todas partes, tiradas por caballos, para dar paseos, ya me explicaréis qué juerga es ésta.

Medito sobre mi penosa situación. Ahora, para colmo, tengo a la policía federal pisándome los talones, a fin de cuentas resulta normal, pues se trata de un caso de drogas, pero, caramba, ojalá no se les ocurra relacionar todo eso con el chino… La verdad es que voy de culo.

Ya veo la entrada. ¡Toda la caña a babor! Kane Junior se desliza como un auténtico hipocampo y el motor zumba como si le hubieran estrellado en las narices un plato de nata.

Llevo la ropa de agua amarilla de mi hermano y me siento la mar de guapo.

Pero qué lejos está. Parece que no me mueva. Parece que los genios que construyeron este canal se rompieron el coco para lograr que fuera lo más largo posible.

Dejo atrás diversos artilugios. Vuelvo a hallarme a la altura del Club Náutico. Acelero un poco para que no me reconozcan demasiado. Aunque, con esta maldita canoa, no tengo muchas posibilidades de pasar desapercibido.

Ya llevo una hora de camino, pensando en montones de cosas, medio adormilado. Me sitúo más o menos en función de las embarcaciones privadas que ocupan sus sitios habituales, a ambos lados del canal.

Hace rato que dejé Little Falls y, desde hace diez minutos, Calvin John Creek. Bueno, poco a poco me voy acercando.

Dios, qué sueño tengo. Miro ante mí por costumbre, pero la verdad es que no me doy cuenta de nada.

A veces me cruzo con algunas barquichuelas. Veo vegetación a orillas del canal. Más lejos, a la derecha, hay un árbol cuyas ramas casi se sumergen… No… sólo aparentemente, se yergue por detrás del camino de sirga. Lo miro al pasar. ¡Y bang! Choco con un bote minúsculo.

¡Por Júpiter! O, mejor dicho, por Neptuno, teniendo en cuenta que estoy a bordo de una canoa.

Evidentemente, Kane Junior no se ha hecho nada…, las ha visto de todos los colores. Disminuyo la velocidad. Nadie se ha enterado, por milagro el canal forma un recodo en esta zona…, quizás así se explique que haya embestido el bote.

Zozobró…, regreso al lugar del crimen. Distingo algo que flota, ya sé qué es, lo pesco y lo subo a bordo. A escape.

Es una gachí. Para variar. No, no me estoy burlando de vosotros…, que me crucifiquen si toda esta historia no es la verdad pura y simple.

No bien acabo de disimularla bajo un pedazo de lona y de recoger los cojines de su botecito, que habían salido a flote, cuando toda una serie de fuera-bordas invade el canal.

Una vez más me escapo por los pelos. Son un montón de estudiantes que me gritan cosas halagüeñas. Les hago un gesto con la mano y acelero. Vamos, Kane, corre un poco…

Brota el agua de ambos lados de la roca y el ruido del motor adquiere una trepidación estupenda.

Consulto el reloj. Dentro de diez minutos puedo llegar al punto de reunión; así me quedarán veinte para ocuparme de esta chica que ha naufragado por mi culpa.

Arrastro ya tantos follones que este último me ha dejado indiferente… Aún gracias que me haya despertado.

Destapo, con una mano, el rostro de mi víctima…, ¿cómo queréis que la llame?

Se diría, no obstante, que no respira mucho.

Me inclino y, sin soltar el volante, la sacudo un poco. Venga…, despiértate, tonta.

Un leve suspiro. Menos mal…

Y eventuales indicios de mareo…, venga…, la cojo y la obligo a asomarse por la borda. Que el agua del canal retome al canal… es lógico y racional. El viento se encarga de dispersar tanta inmundicia.

Bueno. Ya se siente algo mejor. Ahora abre los ojos, me mira y arranca en llanto.

Esto sí que me fastidia.

—Mi…, mi barco… —solloza—. ¿Qué le ha pasado?

No tiene más remedio que gritar por culpa del motor.

Me voy a arriesgar.

—No sé —grito a mi vez—, lo único que sé es que estabas tragando agua a litros.

—¿Me has sacado tú? —pregunta.

Parece sorprendida. ¡Rayos y truenos! Ahora me acuerdo de que voy vestido de chica… ¡Mi lenguaje, maldición!

—Me costó muchísimo, ¿sabes? —digo—. Me llamo Diana. ¿Y tú? Creo que tu motor explotó.

Seguro que no entiendo nada de mecánica, no hay ninguna chica que entienda nada de mecánica, confunden la entrada con el escape y creen que las bujías son un alumbrado de socorro.

—¡Oh! —exclama—. ¿Entonces ya no tengo barco?

Ante mi negativa, se echa otra vez a llorar. Es simpática la niña.

—Tengo uno que no me sirve para nada —le grito—. Te lo regalaré.

—¿Por qué? —pregunta—. Si no me conoces.

—Da igual —prosigo en el mismo tono—. Me caes bien.

Y ahí sí que no miento. Es rubia, de cabellos cortos y ojos azules, tiene una naricita respingona y una boca que ni pintada…, dientes perfectos y además está empapada…, la ropa se le pega al cuerpo…, no os digo más. Piso el acelerador.

—¡Oh! —grita—. Eres un tesoro. Te tengo que dar un beso. Me llamo Sally.

Me besa. Un beso muy fresco. Y húmedo.

—No cojas frío —le digo al oído—. Quítate el sweat-shirt y ponte mi chaqueta.

Sin la menor vacilación, visto que entre chicas no hay problemas. Mecachis la mar. Tiene unos senos pequeñitos…, una delicia. Y pensar que le doy mi chaqueta para que oculte estas monadas. Kane Junior da un bandazo. Parece que me despierto. Y, además, es tan bonito hablarse así al oído.

—Te voy a llevar a Cock’s Inn —digo—. Te secarás y te acompañaré.

—Bueno —contesta—. No vivo por aquí. ¿Y tú adónde vas, Diana?

—Tengo una cita en Cock’s Inn —digo—. Pero voy adelantada y aún me falta media hora.

Por lo demás, ya hemos llegado. Paro el motor y dejo que corra la canoa. Paulatinamente van disminuyendo los dos chorros de espuma de delante, la canoa recupera la horizontalidad. La dirijo hacia el muelle privado del albergue. Este silencio repentino parece que ensordezca. Un gran vacío se extiende por la mente.

Echo pie al muelle y amarro Kane a una bita. Ya hay dos o tres pequeños fuera-bordas.

Ayudo a Sally a desembarcar. Se tambalea.

—Qué fuerte eres —dice.

—Y tú qué menuda —contesto.

Corremos al albergue y pido una habitación y un montón de toallas.

Supongo que lo habréis notado. Si fuera un hombre, nunca me la hubieran dado. O, al menos, hubiese hecho falta una propina. En el presente caso, no hay problemas.

—Mi amiga se ha caído al agua. Se quedará aquí para recobrarse de la impresión. Sube dos martinis muy secos.

—Perfecto —dice el empleado.

Es un pequeño albergue de madera y ladrillos rojos, con rosales, mesas en la terraza, a orillas del canal, un piso. Muebles rústicos, que dicen por ahí. Estilo sencillo: papel de flores y cerezo. Aun así, en las habitaciones moqueta. La sencillez es recomendable, pero sin abusar. Tenemos una habitación que da al canal. Me queda un cuarto de hora.

—Desnúdate aprisa —digo—. Te voy a hacer unos masajes. O espera, ¡no! Primero una ducha.

La llevo al cuarto de baño y me dedico a frotarla con un guante de crin, bajo el agua. Firme y dorada, es francamente una delicia.

Regresamos corriendo a la habitación. La envuelvo en un albornoz y la seco con energía.

¡Oh, demonios! Ahora veremos…, maldición, llaman. ¡Ah, los martinis! Los cojo, cierro otra vez.

Bebemos a palo seco. Le da tos y risa.

Vamos a ver si son todas igual… La llevo en brazos hasta la cama. Y entonces comienzo a besarla en todas sus partes bonitas, que son muchas.

¡Y pumba! ¡Me arrea un par de cachetes!

Noto un zumbido en la cabeza.

—¡Loca! —me dice.

—Perdona…

Soy un desastre, un desastre… Oh…, y en fin, qué me importa. Por una vez que conozco a una…, una de verdad.

—Qué estupidez —digo—. No me llamo Diana. Soy un chico.

—No te creo —contesta.

Esto sí que es el colmo.

Me levanto el jersey y le enseño los pechos falsos.

—Mira —digo.

Y tiro de ellos como si fueran goma de mascar.

La chica mira.

—¿Y qué? —dice—. No porque seas un chico…, suponiendo que lo seas…, tienes derecho a besarme.

—No me pude contener —contesto.

Se envuelve en el albornoz.

—Eres un cerdo —dice—. ¿Por qué te vistes de mujer? ¿Y por qué has cogido la canoa de Richard Deacon? Él no hubiera hecho estas cosas… Me pregunto si no debería denunciarte.

Bueno, si nunca habéis visto a nadie turulato, aprovechad ahora para mirarme. Y como de costumbre, me voy de la lengua.

—Conoces a mi herm…

Me reprimo. ¿A tiempo? Ejem…

—¿Eres su hermano?

Muy rápida la niña.

—No exactamente —digo.

—¿Francis Deacon? ¿Eres el que buscan…?

—No —digo—. No te lo creas.

Me escruta intensamente.

—Pues claro que eres tú —dice—. Te vi una vez en el Club Náutico, de lejos. ¿O sea que es verdad? ¿Mataste al chino?

Deja caer su albornoz, de golpe. Se lleva las manos a los senos, me sonríe y después me tiende los brazos…

—Francis…, querido… —dice—. Corre, corre…

¡Ah! M…

Naturalmente, no me hago de rogar… ¡Pero, en fin…!

¡Os juro y os afirmo que son unas burras!