Despierto sobresaltado. ¿De dónde sale ese ruido? Advierto que, como un mentecato, no me he encerrado en el box.
Evito hacer el menor gesto y escucho.
El sol que entra de fuera aún da bastante luz. Abro los ojos con cautela, poco a poco.
Desde mi sitio no acierto a ver nada. El ruido procede de la puerta, ahora me acuerdo, emite un leve chirrido en dos notas, una aguda y otra más grave.
Bueno. De todos modos, hay que echar un vistazo. Me yergo sin precaución alguna… Recuerdo que voy vestido de chica cuando ya casi iba a ponerme el pantalón en su sitio correcto. Salto al cemento y enciendo.
Hay un tipo en el box. Grito.
—¿Qué hace usted aquí?
Me mira y se cachondea.
—No te asustes así, encanto —dice.
—Salga de aquí —digo—. Inmediatamente.
—Vaya —dice—, qué mal genio.
Se me acerca. Es alto y corpulento. Treinta y cinco, cuarenta años, cabellos negros, labios pequeños. Traje de dril a rayas. No significa nada, todos lo llevan este verano. Sombrero claro. No hay nada que decir de este tipo.
—No se mueva de donde está —digo.
—Vamos, pequeña —contesta—, no te hagas la imbécil y vente conmigo. Tenemos que decirnos algunas cositas.
—No se mueva —insisto.
Se detiene.
—¿Qué quiere saber? —pregunto—. ¿Me toma por una agencia de información?
—¿Qué hacías ayer en un Buick delante de la casa de Gaya Valenko?
—¿Está borracho? —pregunto.
Me desplazo un poco para conseguir una posición más cómoda. No parece que se dé cuenta.
—Erais dos —dice—. Hace poco más de una hora ha salido de aquí un hombre. ¿Qué ibas a hacer a casa de los Valenko?
—No conozco a nadie que se llame así —digo.
Y entonces finto a la derecha y le arreo un izquierdazo. Le llega directo, pero no lo tumbo. Sorpresa.
—Carajo —dice.
Y comenzamos a pelear duro. Paro una torta bien dirigida; el muy cerdo la dobla y me alcanza en el oído como un pisapapeles de bronce. Pero el que recibe en la nariz tampoco es manco. Al mismo tiempo, me agacho y le trabo una pierna. Ya lo tengo debajo y le retuerzo un pie de una forma que no parece gustarle. El marrano este es fuerte como un oso, y la falda me estorba para pelear. Consigue voltearme y me manda de narices al cemento; por suerte, aterrizo sobre mi antebrazo, y es ahora uno de mis pies el que sufre la misma presa. También yo sé deshacerme de esta llave. Dios, cómo duele. Mientras luchamos no pronunciamos palabra para no alborotar al vecindario del club, y resulta muy desagradable no poder insultar a esta bestia. Se halla en mala postura para aplicar la llave; aprovecho que hace un esfuerzo con objeto de rectificar la posición y me deslizo echándole un brazo al cuello. Ahora, debe ocuparse de un brazo y de una pierna a la vez, le cuesta más… No se la esperaba, es un truco de mi invención, hay que ser muy ágil de cintura. Si dispusiera de un cine, os presentaría un primer plano, ahora, porque ya he logrado ponerme de lado y le tengo el muslo cerca de mi mandíbula…, en mi mandíbula…, y muerdo. Emite un gruñido sutil y me suelta. Me enderezo, ya basta de lucha libre, le atrapo el brazo y sale volando…, carajo, parece que también sabe judo, con que ahora me toca a mí piruetear por culpa de sus pies…, bing…, cómo duele el cemento en la espalda… Volvemos al boxeo; nos enfrentamos sin tapujos y caemos los dos; yo sangrando de la nariz y él con un ojo a la funerala; sentados en el suelo, nos miramos y nos echamos a reír. Es algo que desarma.
—Mierda… —dice—. Y yo que te tomaba por una chica.
—Bueno, yo le tomaba por un blandengue —contesto—, pero parece que la he pifiado.
Se alza.
—Bueno —dice—, ya está bien… No ganará ninguno de los dos. Soy Jack Carr —detective privado—, contratado por Salomon Valenko para vigilar a su hija, y me gustaría saber por qué perseguiste a Donna Watson ayer por la tarde.
En el fondo, no me disgusta el tipo. Me levanto.
—¿Es verdad eso? —pregunto.
Me tiende su cartera, lleva licencia y todo lo que haga falta. Hasta había sido policía.
—Por qué me viene con cuentos —digo—. No hay ningún detective privado que sepa lucha y judo de esta forma. Usted es del FBI, o si no, dejo de llamarme Francis Deacon.
Carajo. Esto es lo que se puede llamar una… tontería. En fin, ya lo he dicho.
—¿Francis Deacon? —dice—. Encantado de conocerle.
—Supongamos que no he dicho nada —contesto—. Aquí soy Diana. Y me tengo que ir dentro de diez minutos. O sea que dese prisa en detenerme.
Se le escapa una risita.
—Todo está muy claro —dice—. De hecho, debo indicarle ante todo que…
Bueno. Esto te enseñará a llevarte la mano al bolsillo. Encaja uno en la barbilla que no va de rebajas. Esta vez se desploma. Lo recojo y lo dejo en una esquina, después me apresuro a poner en marcha el Kane Junior y largarme; máximo, tardo cinco minutos; y, además, aún he tenido tiempo de volver a empolvarme la cara.