CAPÍTULO XIV

Está clarísimo que la bofia —y Dios sabe cómo abunda en Washington, qué ocurrencia elegir esta ciudad para empresas no muy legales—, la bofia, digo, no sabe que de momento voy de niñita. Se trata de aprovecharlo. Ritchie, en cambio, si quiere establecer sus contactos y birlar un fulano a hurtadillas, más vale que recupere su masculinidad. O sea que, ante todo, tenemos que regresar a bordo del amigo Kane Junior que nos está guardando las maletas en depósito.

Se lo explico a Ritchie, éste asiente, y salimos. Ahí está el Buick, también el Chevrolet. Cogemos los dos y aparco el Chevrolet algo más lejos; luego me subo al lado de Ritchie.

Mientras conduce, medito y creo que hay algo que me cosquillea las meninges, pero no acierto a formular fácilmente. Aprovecho un semáforo en rojo para tenderle un níquel a un vendedor de periódicos y me compro otro. Releo el artículo.

—Ritchie.

Me mira.

—En este maldito papelucho no hay un solo espacio que diga que el chino ha muerto.

Ritchie frunce las cejas.

—No paran de repetir que lo han «apuñalado» —insisto—, pero no concretan si lo han matado.

—Y qué —dice Ritchie.

—¡Oh! Y nada —contesto.

No logro descubrir por qué me extraña y por qué creo que tiene su importancia.

—Habría que ir a verlo al hospital —digo.

Hombre, claro que tiene su importancia, pues más vale que ese pobre chino sólo esté herido. Y, además, admitiendo que me pesquen y que me endosen el caso, resultará menos peligroso si sale con vida, pues así podrá decirles que no fui yo… Pero me huelo que hay algún motivo que impide que el periódico sea más concluyente. ¿Cuál?

—Sí —dice Ritchie—, podríamos ir a ver al hospital, pero es como todo lo demás, más vale que primero desaparezcas. Sobre todo, si te sigues proponiendo liquidar la historia de la Louise Walcott, ¿no?

—Me lo sigo proponiendo, pero aún no sé qué jodido recurso emplear, a menos que vaya y me ponga a matar a todo el mundo.

—Podríamos devolverlas al camino recto, una tras otra, como hemos hecho con Donna —sugiere Ritchie.

Le dedico una mirada divertida.

—Como sean una docena —digo—, vamos a acabar fritos. Y, además, el otro día me fijé en algunas y te aseguro que pasaríamos un mal rato. Las hay que son más feas que treinta y seis piojos juntos. En cuanto a la propia Louise Walcott, incapaz de seguir este método, no nos haría ningún caso.

Ritchie medita a su vez.

—Nunca se sabe… —dice.

—Con probar no se pierde nada —contesto—. Pero preferiría otro procedimiento.

—De todos modos, ya va siendo hora de echarle la policía encima.

—Sí —contesto—, pero no siempre me buscan.

—Hombre, claro —dice Ritchie—. En fin, si no se nos ocurre algo ahora, ya se nos ocurrirá después.

Una idea me cruza la mente.

—¿Y los diez mil del ala? —digo—. Zambomba…, que no se nos olviden.

—Quizás haya que ir con mucho tiento —añade Ritchie—, pues la mamá Walcott estará buscando el modo de echarte el guante.

—Ay, ay, ay —digo—, qué jaleo, hijos…

—No te preocupes —dice Ritchie—. Más vale que no pienses en nada, como yo.

Entretanto, hemos corrido hasta llegar al club. Bajamos, procurando hacernos notar lo menos posible. Evidentemente, nadie nos conoce bajo este aspecto, pero hay que evitar que alguien que nos conozca se extrañe de ver que entramos en el box de Kane Junior. Pues tampoco hay tantos boxes…

Nos deslizamos y llegamos sin problemas.

Me siento en una silla. Ritchie se vuelve a vestir de hombre. Tarda unos veinte minutos largos.

—De chica tienes las piernas más libres —comenta—. En verano es agradable.

—Pues cuando quieras repetir, ya sabes —digo—. Nadie te lo impide.

Se carcajea.

—Lo más cómodo es que no asuste a las chicas —dice—. Creo que las Louise Walcott las encuentran fácilmente.

—Va como va —digo—. Dios las cría y ellas se juntan, ya lo sabes.

Ritchie está listo al fin.

—Tengo que operar solo —dice.

—No irás a hacerlo en pleno día, ¿eh? Birlar un cadáver del depósito…

Un escalofrío me recorre la espalda, ahora que lo pienso en serio.

—No carburas, tío —me dice Ritchie—. ¿Crees que voy a visitar el depósito municipal? Tengo un amigo que posee una clínica privada, ya se las arreglará para ayudarme. Reclamará un cadáver para algún injerto ocular o algo así, y si hay un follón, dirá que se lo han birlado. Me tomas por un panoli o qué.

—Porras —digo—, suerte que te he metido en este tinglado. Yo me hubiera lanzado en picado.

—De todos modos, necesitaré dos horas —dice Ritchie—. Me esperarás. Te sientas al sol y te bebes una copa, es lo mejor que puedes hacer. Y luego, dentro de hora y media, coges el Kane Junior y subes por el canal, quiero decir, hasta pasado Brookmont…, después del dique Taylor.

Ya sé lo que quiere decir, es un centro de estudios de cascos según maquetas, está en el quinto cuerno, hacia el bulevar Mac Arthur.

—Te detienes entre Carderock y Cropley —prosigue Ritchie—, hay un sitio en donde el canal se acerca mucho a la carretera.

—Sí, hombre —digo—, pero si allí hay un mesón.

—Sí —replica—, de todos modos, tú párate ahí y espérame.

—Son casi veinticinco millas —digo.

—Tardarás hora y cuarto, está chupado —dice Ritchie—. Y sin forzar.

—Bueno —digo—. ¿Y si hay gente?

—No cambia nada el que haya gente.

—¿Mañana ya estaremos de vuelta? —pregunto.

—Escucha —dice Ritchie—, ¿hacemos las cosas en serio, sí o no?

La idea de que fui yo quien telefoneó al chino me apaga un poco más todavía.

—Te lo voy a explicar todo —dice Ritchie—. Tengo otro amigo, dispone de una casa con garaje para lanchas a orillas del canal, casi por esa zona. Me esperas y yo llego en barca con la cosa dentro y allí ya nos encargaremos de hacer lo que haya que hacer. Ya te puedes figurar que no vamos a operar en pleno día para…, en fin…, para desfigurarlo.

Se rasca la barbilla.

—Y, además, habrá que vestirlo… y hacerlo sangrar.

—¿Qué es eso de hacerlo sangrar? —pregunto—. Ya no me aclaro.

—Cuando uno muere —dice Ritchie— se sangra más. Entonces, como vamos a camuflar al tipo mediante un disparo en la cara, habrá que echar sangre al mismo tiempo… Debemos trabajar en plan artista.

—¡Uf!… —digo—. Prefiero que seas tú el que se encargue.

—¡Oh! —dice Ritchie—. Nosotros estamos tan acostumbrados a verlos… Oye…, pásame tu ropa.

—¿Cuál?

—Tu ropa de hombre. ¿No te digo que hay que vestirlo?

—Carajo —digo—. ¡Mi traje azul!…

—No tenemos opción —dice Ritchie—. Reparte cosas tuyas por los bolsillos. Y dame tu reloj y tu anillo.

—¡Oh!…

Refunfuño.

—Venga, va —ordena Ritchie—. Aprisa.

Mete todas las cosas en un petate de lona que ha sacado de la caja del Kane Junior y se larga.

—Entonces —digo— me quedo sin permiso de conducir. ¿Qué van a pensar?

—No vas a conducir para nada —contesta—. Hola, adiós y hasta luego.

—Bueno —digo—, para ser un tipo que no piensa en nada…, ya me lo escribirás en una postal de colores…

—Y podrás ponerla en la cabecera de tu cama —dice Ritchie.

Sale.

¿Qué voy a hacer durante hora y media?

Dios mío…, ya me gustaría descabezar un sueñecito… A bordo de Kane Junior… Hay cojines de Dunlopillo en la banqueta. Si los llevo al fondo, puede estar bien.

Nuestra juerguecita nocturna con Donna me ha dejado algo flojo. Pero, si me duermo, he de estar atento a la hora.

¡Bah! No me voy a pasar hora y media durmiendo.

Hale…, a hacer la siesta.