En fin, que la noche transcurre sin excesivos sufrimientos y se puede decir que verdaderamente ya lo hemos probado todo cuando el sol acierta a mandarnos un rayo por entre dos esquinas del edificio. Donna y yo componemos un cierto revoltillo de cuerpos paralelos, aunque no exactamente en la misma dirección. Ritchie dormita, le sentará bien; ella, en cambio, está hecha papilla. Tengo la impresión de que una batidora al lado de esto es como un colchón de espuma al lado de un jergón de piedras. No obstante, mi consabida energía me permite levantarme y vestirme a escape.
Salgo en busca de pitanza. Washington, por la mañana, no constituye amenaza alguna, sólo se ven negros, hombres y mujeres, que van de compras para sus patrones. No corro el riesgo de encontrarme con amigos. Aunque, al parecer, corro riesgos peores…
—Dame…
Cojo un periódico que me tiende un vendedor.
Grandes titulares.
¿Apuñaló Francis D… al chino?
Cáspita. Qué susto.
Sólo me han puesto la inicial, señal de que mi papá aún cuenta con simpatías en la ciudad…
Pero hay que hacer algo.
Subo zumbando.
Os juro que no llamo antes de entrar. Ya sé que hago mal, pues mi hermano lleva un buen rato despierto y como no veo a Donna por ningún sitio, me figuro que la que está debajo es ella.
—Ritchie —digo—, sal de ahí y escucha.
—También puedo escuchar así —contesta.
Donna, por su parte, no opina. Dice: Oh… Oh… Ah… y basta.
Enseño el titular a Ritchie. Donna no puede verlo, las está pasando canutas.
—Sin mis gafas, no veo —dice mi hermano.
Le coloco el periódico bajo las narices. Esta vez, se estremece.
—Carajo —dice.
Intenta levantarse pero Donna lo sujeta y Ritchie recae.
—¡Oh, Donna! —dice—. Déjame vestir. Ahora continuará Francis.
—¡Ah, no! —contesto—. Estoy muerto.
Por suerte, Donna acaba abandonando. Ritchie se suelta y se abalanza sobre sus ropas.
—Maquíllate bien —le digo—, la cosa se está poniendo seria.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta.
—Tengo que esfumarme.
—¿Y cómo?
Pienso a fondo.
—¿Puedes entrar en el depósito de cadáveres? ¿Conoces a algún médico?
—Sí —dice mi hermano.
—Pues, bueno…
Supongo que lo he entendido. Sí.
—Cogemos un fiambre —dice— y lo vestimos de Francis.
—Con Kane Junior —añado.
—Tío —dice Ritchie—, maldita la gracia que me hace todo esto.
—¡Oh! —digo—. También tiene sus compensaciones. A veces, por ejemplo, nos encontramos con chicas en la carretera.
—Y a eso le llamas tú un consuelo… —gruñe Ritchie.
Donna se despereza. Tiene unas ojeras que le llegan hasta las comisuras de los labios, está despeinada, en pelotas, despatarrada, es un placer mirarla. Una rica hembra.
—¿Qué hacemos? —pregunta.
—No te preocupes —digo—. Nos vamos a cargar a la señora Walcott. Nosotros dos solos.
Parece que se burla.
—Mucha faena —dice.
—No nos asusta.
Se sienta.
—Francis —dice—, tengo la impresión de que llevamos varias horas sin besarnos.
—¡Ay, mecachis! —contesto.
De todos modos la beso.
—No sé cuál de los dos me gusta más —dice—. No tenéis la misma piel, pero estáis bien los dos…
—¿No te da vergüenza? —digo—. Una lesbiana pura sangre acostarse con chicos…
Donna se echa a reír.
—¡Oh! Creo que me habéis convertido.
—Como si todo se limitara a eso —digo—. Tenemos trabajo. ¿Qué hacemos contigo?
—¡Carape! —replica ella—. Pues me guardáis. No nos separaremos nunca.
—Esto es lo que yo pensaba —digo—, pero las cosas han cambiado y tengo algo mejor para ti.
Cojo el teléfono. Se me acaba de ocurrir que tengo un amigo en la ciudad, que se llama John Payne… Os acordáis, aquel que lleva un Olds 1900 que haría las delicias de cualquier anticuario. Está forrado de pasta, es muy caprichoso y le obsesionan las chicas hasta límites escandalosos.
—¿Oiga? ¿Está John Payne?
—Soy yo…
—Aquí Francis. ¿Te gustaría que te hiciera un regalo?
—¿Rubia o morena? —dice.
—Las dos cosas —contesto—. Rubia por arriba.
Le oigo chasquear la lengua.
—Tráela.
—¿Nos la guardas cuatro o cinco días?
—¿Sin tocar?
Protesta…
—Ni hablar —replico—. Puedes hacerle de todo, que ya se sabe defender.
Oigo a Donna que chilla:
—¿Pero qué son estos manejos?
—Espera… —le digo a John.
Cubro el auricular con la mano y aviso a Donna:
—Escucha… Ritchie y yo juntos no somos nada comparados con John Payne él solo. Además, es más guapo que Bob Hope y está podrido de pasta.
—¡Leche! —dice—. A mí lo que me interesa sois vosotros dos.
—Estate allí tres o cuatro días —digo—. Nos conviene. Y como digas que no, te parto la boca.
Donna me mira de soslayo.
—Qué tentador —dice—. Suele acabar bien.
Me río; también ella.
—Está de acuerdo —hablo al teléfono—, pero, escucha… Ven dentro de diez minutos. Pickford Place. Cemento y ladrillos. Toca la bocina, que bajará en seguida. Yo estaré ahí igualmente.
Cuelga. También él está de acuerdo.
—Donna, cariño —digo—, nos volveremos a ver, aún no se ha perdido nada.
Y entonces la beso, un poco para consolarla, y los diez minutos pasan muy pronto. Llega John, toca la bocina, Donna se larga, la sigo y veo que sube a su lado. Cojo otra vez el ascensor.
¡Uf! Ahora al grano.