El pisito de Pickford es de lo más sencillo: dos habitaciones, cuarto de baño y una cocinita que por un lado dan a un pasillo interminable y por el otro a un patio. Se halla en la sexta planta de un edificio de hormigón y ladrillos rojos, bastante mísero. En su interior, hay un vestíbulo con un portero adormilado, sillones rojos y anticuados, una planta verde y un ascensor barroco que de todos modos es preferible a la escalera cuya moqueta de tan raída no existe apenas. Al entrar, se ve en seguida qué clase de pelanduscas viven ahí. Los muebles del piso que ocupamos probablemente son los mismos que los de los demás pisos, en plan mueble de hotel barato y anticuado. Hay dos sofás, o sea que podremos dormir, que es lo esencial.
Una vez dentro, cerramos la puerta y nos instalamos. Ritchie ha subido una maleta ya dispuesta con los bártulos necesarios para resistir en un apartamento: bebida, comida, café, cigarrillos, jabón, toallas y toda esa clase de utensilios. Cojo el whisky y el agua con gas y me meto en la cocina para prepararnos un buen trago, pues por ahí fuera hace calor, pero lo que es aquí estamos en un horno. Hay una nevera y está enchufada, bueno, al menos tendremos hielo.
Regreso con tres copas en una bandeja. Ritchie está sentado y vigila a la gachí que no dice nada y se muerde las uñas, absorta. Psicoanalíticamente, morderse las uñas es muy mala señal… Me quito la chaqueta.
—Seguro que te mueres de calor —le digo a la chica—. Sácate el vestido.
Me mira. Tiene los ojos bonitos. Lleva un cabreo…
—Pues, claro —dice Ritchie—, sácate el vestido. Y, oye, ¿podríamos saber cómo te llamas?
—Andar y que os den por culo, macarras, más que macarras —nos dice.
—No invirtamos los papeles —dice Ritchie—. Si esto le ha de pasar a alguien de los que estamos aquí no será a nosotros.
La chica nos mira un poco asombrada.
—¿Vais a empezar otra vez?
—¡No nos costaría nada hacerlo! —dice Ritchie.
Me asfixio bebiendo el highball y huyo a la cocina. Ya en la cocina, dejo de toser, pues no es que me haya atragantado, era un pretexto y rápidamente engullo media docena de huevos crudos. Si Ritchie tiene el propósito de afinar el trabajo, debo evitar cualquier riesgo de desfallecimiento. Y, al parecer, dicen que los huevos crudos son algo sensacional.
Regreso. Ritchie está hablando.
—Tienes que meterte en la cabeza, chaturri, que nuestros métodos son tan eficaces como los de la policía. Cuando hayamos terminado contigo, preferirás el tercer grado. ¿Cómo te llamas?
—Si hablo, ¿me dejaréis en paz?
—Claro —dice Ritchie.
—¿Y si no hablo?
—Te ponemos en pelotas y te iremos pasando por la piedra hasta que cambies de opinión.
—Entonces hablo —dice.
Sonríe. Algo ha cambiado en el tono. Creo que si poco antes nos ha tratado de macarras, lo ha hecho porque aún estaba un poco furiosa, pero ahora ya se está dando cuenta de la situación.
—Venga —dice Ritchie—, no te pongas en plan borde. Sólo te hemos hecho una parte minúscula de lo que te podemos hacer.
—¿Minúscula? —dice la chica—. Pues sí que eres modesto, entonces.
Ritchie se sonroja. La chica se bebe el highball.
—Escuchad —dice—, los dos sois muy majos. Y, además, no os parecéis en nada a una chica y deberíais quitaros estos adefesios que os habéis puesto. Una chica de verdad nunca hubiera tenido tan mal gusto.
—De acuerdo —dice Ritchie—, nos los quitaremos. Pero tienes que decirnos quién eres. Fíjate, aún no nos hemos presentado.
—Trabajo para Louise Walcott —dice.
—Esto ya lo sabemos —contesto.
—Escuchad —continúa—, no soy muy interesante, pero os habéis quedado conmigo porque es la primera vez que…, ejem…, que me lo hacen así…, me ha aturullado tanto que diré lo que queráis…, pero con una condición. Si os cuento lo que sé, me conserváis aquí.
—Sí —digo—. De todos modos.
—Y me…, ejem…
—Cada noche —dice Ritchie.
—¿Los dos? —pregunta la chica.
—Sí —digo—, pero uno detrás de otro, que tampoco es que seamos unos cerdos.
—Bueno —dice la chica—, ¿y si nos pusiéramos cómodos? Yo me llamo Sheila Sedric.
—Hola, Sheila —digo.
Y Ritchie añade:
—Yo soy Richard y él Francisco.
—Venga, siéntate —dice Ritchie.
Sheila se sienta a su lado, aunque no muy cerca. Y yo ocupo un sillón delante de ellos.
—Pasadme el bolso —dice—, quiero maquillarme un poco. Me habéis achuchado demasiado.
Se lo pasamos, lo abre y, antes de que reaccionemos, se nos pasea una pistola por las napias. Sheila se levanta. Nada, hombre, que somos unos capullos.
—Quietos ahí, sinvergüenzas —dice—. Me dais asco… ¿Os figuráis que todo iba a quedar así?
Mis manos se crispan en el sillón y me doy cuenta de algo…, pero aún no os digo de qué.
—No pienso liquidaros —dice Sheila—, pues prefiero que sea la propia Louise la que se encargue de vosotros…, pero cuando hayáis pasado por sus manos, ya se os habrán quitado las ganas de parar mujeres en la carretera…, pues ya no os servirá de nada…, entonces sí que os podréis vestir de gachís con razón.
Está clarísimo que son unas burras. Qué ocurrencia perder el tiempo con discursos en lugar de largarse cuando aún puedes. Porque, lo que es yo, me dispongo a actuar…, el sillón, ahora ya os lo puedo decir, tiene un brazo despegado…, en una fracción de segundo, le arreo un tantarantán en la mano derecha. Sheila chilla y deja caer la pistola. Ritchie la recoge de un salto. La descarga y se la guarda. La chica se protege la mano derecha con la izquierda y llora. Me acerco, le atizo un par de guantazos, a derecha e izquierda, y de un empellón la lanzo al sofá. Se desmorona.
—Y a callar, ¿eh? —le digo—. Si armas ruido, te anestesio.
De todos modos, nos ha timado como a unos julandrones. Sin el brazo roto del sillón, ya podíamos despedirnos. Mientras Ritchie vigila a la chica, cojo el bolso y lo registro. Nada, naturalmente. Un permiso de conducir a nombre de Donna Watson.
—Bueno —dice Ritchie—, volvamos a empezar. ¿Cómo te llamas?
—Ya os lo he dicho —gruñe.
—¿Sheila Sedric?
No contesta. Me la miro y, sin un afán especial, le suelto un mamporro que le corrige la estética. No se lo esperaba y parece que por vez primera tiene miedo.
—A la próxima, echarás sangre por las narices —digo—. ¿Cómo te llamas?
—Donna Watson.
—No tiene nada que ver con Sheila Sedric —comento—. ¿Será el bueno?
Alzo la mano, y la infeliz recula.
—Es el bueno —dice.
—¿Dónde está Louise Walcott?
No hay respuesta. Cambio la mano. Esta vez, comienza a manar sangre. La chica intenta coger un pañuelo para limpiarse el hocico.
—Deja eso —digo—. Ya lo lavaremos después. Aún no hemos acabado. ¿Dónde está Louise Walcott?
—Cuando me parasteis, me faltaban cinco millas por cubrir todavía —dice—. Después de Weaver Road, hay que doblar a la izquierda hacia Falls Road, y coger luego la primera a la derecha, no sé cómo se llama. El techo de la casa se ve desde la carretera, en medio de un bosque de olmos.
—¿Seguro? —digo.
—Os lo juro —contesta.
Tiene la voz nasal porque la sangre le obstruye un poco el conducto.
—Ahora límpiate.
Le arrojo un tapete que encuentro por ahí tirado, a ver si logra reparar el estropicio. Tiene el traje sucio de sangre.
—¿Qué haces en casa de Louise Walcott?
—Cosas. De todo un poco.
—Quiero detalles —digo—, o te marco el culo a latigazos.
—Hago de enlace. Hoy tenía que ir a casa de Gaya Valenko a buscar un paquete que tenían que traer antes de las cinco.
—¿Cuántos sois en casa de Louise?
—Un montón —dice—. Y os joderemos, macarras.
—Esto ya lo has dicho antes —observo—. ¿Cómo se las arregla Louise para dominar a Gaya?
—No lo sé.
La levanto con una mano y le arranco la falda con la otra. Normalmente, mi corpulencia impresiona, pero cuando estoy de mala uva, funciona aún mucho mejor. La chica no se atreve ni a moverse.
—Ya estás bien así —digo—. Ritchie, pásame tu cinturón.
—Perderé los pantalones —dice Ritchie.
—Da igual —digo—. Después podrás enchufársela más fácilmente…, a ver si cambia.
—¡Cerdos! ¡Asesinos! Ca…
Quería decir carroñas, supongo, pero el sonido se pierde en mi mano derecha. Intenta morderme pero mis lindas manazas no le dejan abrir mucho la boca.
La pongo boca abajo y culo al aire, y Ritchie comienza a pegar.
—No te puedes quejar —comento—. Te estamos atizando con un cinturón de piel de cocodrilo, qué lujo.
La chica se retuerce como un gusano. Sus nalgas se van cubriendo de estrías rojas y, a mi juicio, resulta bastante original.
—Más a la izquierda, Ritchie. Queda una esquina blanca todavía.
Está rabiando, pero como tiene el rostro hundido en los cojines del sofá, no se oye mucho. Después de quince golpes, Ritchie se detiene.
—Ya vale —dice—. Comienza a tener una buena dilatación vascular en conjunto y no interesa llegar al traumatismo local.
No entiendo ni jota. Suelto a la chica. Se endereza, está furiosísima, los ojos le echan chispas, sudada, despeinada. Las mujeres, cuando se ponen así, están la mar de monas, sobre todo si sólo llevan, como ésta, unas medias y una chaquetilla sastre. Inicia un berrido, pero alzo la mano. Berrea… por poco rato. La vuelvo a hundir en el sofá, en la misma posición que antes, de bruces.
—En fin —digo—, ella lo ha querido. Hale, Ritchie. Como en la Biblia.
Ritchie duda. Y después se monda de risa. Entra en la cocina, regresa con una botella vacía y la coloca delicadamente en el nalgamen de la chica.
Ahora soy yo el que se desternilla, mientras que la chica se encabrita tanto que se me escapa y antes de poder evitarlo, me asesta una serie de puñetazos… Se vuelve y ve a Ritchie partiéndose de risa. La chica, entonces, se detiene y se echa a llorar como una criatura, tapándose la cara con el brazo.
—Dejadme —dice—. Soy fea y zorra, pero no os burléis de mí de esta manera. No lo volveré a hacer. Me obligaron.
Qué fastidio. Resultaba mucho más fácil cuando estaba enfadada. Me yergo y la cojo del brazo.
—Bueno —digo—. Vamos a lavarte la cara y después hablaremos tranquilos.
Me sigue y la llevo al cuarto de baño. La despojo de su chaquetilla que está llena de sangre, le lavo la cara, la peino. Tiene frío. Le pido una bata a Ritchie. Éste me da un albornoz que encuentra en la maleta. No entiendo cómo puede tener frío con esta temperatura, mi hermano y yo en cambio nos estamos derritiendo. Debe de ser la reacción. En su caso. En el nuestro, es el sol, qué os voy a decir, nosotros somos gente normal.
La conduzco a la otra habitación, al menos ya está más presentable, Ritchie prepara otros tres highballs y nos los bebemos, ella para calentarse y nosotros para refrescarnos. Tales son los efectos contradictorios del alcohol en el organismo humano, como diría Ritchie.
—Bueno, ¿cómo lo hizo Louise para dominar a Gaya? —pregunto.
—Fue en un party —dice la chica—. Louise Walcott tiene a su hermano en la banda. Su hermano y dos o tres amigos más. Ya sabes que su hermano no es muy…
—No es muy viril —sugiero.
—En fin —dice—, que le gustan los chicos. Y ella los utiliza para pescar chicas porque son tipos que físicamente están bien y conocen a muchos otros chicos de la buena sociedad de aquí, y eso sirve de introducción para meterse en todas partes. Conque, un día, emborracharon a Gaya entre varios hasta dejarla sin sentido. No es muy difícil lograr que una chica beba, basta con decirle que no va a poder resistirlo y ella se empeña en demostrar que sí que resiste.
—Los chicos hacen lo mismo —digo.
—No sé —contesta—, yo sólo conozco mujeres. En fin, que el día ese que Gaya agarró la curda, en casa de uno de los amigos de Richard, se mareó como una sopa, entonces todos se pusieron muy amables con ella, la cuidaron y so pretexto de mejorarla, la inyectaron. Claro, en seguida se sintió bien y le cogió gusto a la cosa. Y al principio Louise, lo que quería, era sobre todo la chica en sí, un simple pasatiempo, pero cuando se fue enterando de quién era y de la cantidad de pasta que tenía su padre, se le ocurrió la idea de que Richard se casara con ella, para meter mano a la guita sin riesgos.
—Esta Louise es una bruja —digo.
—Sí —contesta Donna—, pero te juro que sabe hacer muy bien el amor.
—¡Oh! —digo—. Qué puede hacerte ella que nosotros no podamos, aparte de que nosotros tenemos otras posibilidades.
—Ya sé —dice ella, dedicando a Ritchie una mirada ambigua.
—¿Y qué más hace esta Louise, además del amor? —pregunta Ritchie—. Supongo que estará metida en drogas, ¿no?
—Un poco en muchas cosas —dice Donna—. No me lo ha contado todo. Yo sólo soy un subalterno. Sé que tiene bastantes amigos en la política. Y amigas también. Mujeres de senadores, viejas busconas y locatis de todo tipo.
—Vale —digo—. Eres buena chica. ¿Cuál debía ser el próximo golpe, después de Gaya?
—No lo sé —dice—. Sinceramente. Hay varios proyectos en marcha pero no estoy informada.
—¿No habrá algo relacionado con la fabricación de bombas atómicas? —sugiero—. Con tanta tortillera junta, seguro que existe una cierta afición al espionaje, ¿eh? Conviene aprovecharlo, desde el instante en que no pierden la cabeza por los hombres.
Donna no responde.
—En fin —concluyo—, de momento te quedas con nosotros. Después de todo, no hay prisas. Dormirás aquí. No tengas miedo, que no te tocaremos. Nosotros en el fondo, preferimos a las de verdad.
Donna no rechista.
—Voy a preparar la cena —dice.
—Buena idea —exclama Ritchie.
No necesitamos hablar, él y yo, para saber que esta noche ya es demasiado tarde para salir a la caza de novedades. Mañana ya veremos.
Donna se mete en la cocina y comienza a manipular cazuelas, despotricando porque todo está hecho un asco. La gachí esta tiene un vocabulario de cuartel.
No sé lo que hace, pero huele bien. Ritchie y yo nos pasamos un cuarto de hora dándoles vuelta a los pulgares, según el método peruano, hasta que Donna reaparece.
—Ya está —dice—. Hay spaghetti y huevos con jamón, y os los comeréis con cuchara porque no he encontrado ni un tenedor.
—Da igual —dice Ritchie—. Tengo tanta hambre que me bastarían los dedos.
Despejo la mesa de un manotazo y Donna trae una sartén con huevos y jamón que humean que da gusto.
Nos sentamos. Formamos un trío muy curioso. Ritchie y yo seguimos de chicas y ella luce un albornoz de cordones rojos. Tiene el rostro hinchado de mis golpes y pone un cierto cuidado al sentarse. Me da un poco de vergüenza, pero si no la hubiera cascado no habríamos adelantado nada. En el fondo, estoy seguro de que a esta chica lo que le ha faltado es un papá que de vez en cuando la atizara un poco.
Charlamos los tres como viejos amigos y nos tomamos otros highballs porque seguramente es la bebida más sana que se puede encontrar en toda América.
Y después toca acostarse. Si no recordáis mal, hay dos sofás en el piso. Pero no vamos a perder de vista a la pequeña Donna, ¿eh?… Aunque seamos muy amigos, igual le entran ganas de largarse otra vez.
Junto los somieres y pongo los colchones de través. Queda una sola cama bastante ancha. Ritchie coge unas sábanas y empieza a tenderlas.
—Ya está —digo—. Tú en medio y nosotros uno a cada lado.
Donna protesta.
—¡Oh! En fin, exageras. Creí que ya se habían acabado estas cosas.
Me acuerdo de haberme zampado seis huevos crudos hace un rato porque creí que me iban a servir, y pienso que los huevos crudos están llenos de vitaminas y hormonas, a juzgar por mis presentes intenciones.
—Ni te rozaremos, ya verás —digo—. Vamos a dormir como tres hermanitas. Mañana, quizás haya novedades y tenemos que estar en forma.
No rechista y se mete en el cuarto de baño para prepararse. Nosotros, mientras, nos desnudamos. Tenemos pijamas, uno de seda roja para Ritchie, otro de seda amarilla para mí, resplandecen, son un primor. No sé si Ritchie tiene mis mismos gustos, pero también él se pone únicamente la chaqueta del pijama. Me gusta el contacto de las sábanas con las piernas.
Donna reaparece. Se ha recogido el pelo, parece que tenga dieciséis años. Aún lleva el albornoz.
—No tengo pijama —dice—. No puedo dormir así.
—Quítate el albornoz —dice Ritchie—. Ya te daremos calor.
—Es que no llevo nada debajo —dice.
—Bueno —contestó—. Cerraremos los ojos. Ven.
Apaga y pasa por encima de mí. Se inserta entre los dos. Estamos a oscuras, hay un poquito de luz en el patio, sólo vemos el impreciso cuadrado de la ventana. Percibo la respiración de Donna. No se mueve, aunque seguro que no duerme. Al cabo de diez minutos, comienza a quejarse.
—Hace mucho calor —dice.
De un puntapié, rechazo las mantas y Ritchie igual, de modo que ahora estamos los tres muy juntitos sin nada que nos moleste. Pasan cinco minutos. Al fin, Donna empieza a moverse con mucha suavidad. Se vuelve hacia Ritchie; comienzo a acostumbrarme a la oscuridad y la veo vagamente. Ritchie está quieto.
De este modo, todos contentos. Aun así… A lo mejor me decís que todo esto lo estoy contando por vicio y que no ayuda en nada al desarrollo del relato… Pero son los gajes del oficio y ya voy entendiendo por qué hay tanta bofia, privada o no.
Y además, así lo ambientamos un poco.