CAPÍTULO XI

Llegamos a casa de Gaya más o menos a las cinco y cuarto. El coche de Ritchie es descapotable y hemos dejado puesta la capota para que los curiosos (si los hay) no sospechen cuando nos vean llegar.

Aun así, necesitamos un pretexto para detenernos aquí. En el fondo, tras discutir el caso con Ritchie, decidimos parar tranquilamente y comenzar a charlar leyendo un periódico como si no nos pusiéramos de acuerdo sobre la película que vamos a ver esta noche.

Hay coches a ambos lados de la calle, aparcados en diagonal, y elegimos dos que pueden ser los que buscamos.

Sólo queda esperar. Es algo que me aburre porque no tengo más remedio que pensar cosas y pienso en el viejo Wu Chang con las tripas al aire, me cae simpático el chino ese y me fastidia mucho lo que le ha ocurrido.

Ritchie me da un codazo. Acaba de resonar la verja que cierra el jardín y sale una chica. Mira a derecha, a izquierda, mira el reloj y se sube al primer coche, un Chevrolet azul muy nuevo. Lleva traje sastre claro y va sin sombrero.

Espero que doble para dirigirse al centro, pero sigue recto. No sé adónde va.

Dobla a la derecha por Goldsboro Road, y desembocamos de lleno en Bethesda… y a la izquierda la nacional de Rockville Pike. La chica, entonces, aprieta el acelerador.

Seguimos sin mucha prisa, de lejos. A esta velocidad, no tardará en llegar a Frederick. No…, dobla a la izquierda…, estamos en un lugar que se llama Grosvenor Lane. A la derecha, después otra vez a la izquierda. La carretera se está poniendo mala y al poco rato deja de ser asfaltada. Comienzo a fijarme en estos parajes. Presiono un poco el pedal. Ritchie me toca el codo.

—No hay que dejar que llegue —me dice—. Si no la pringamos. Nos metemos en la boca del lobo.

Acelero.

El Buick de Ritchie es más viejo, pero tiene treinta caballos más que el Chevrolet. Aprieto a fondo. Lo pasamos. Me desvío hacia la derecha. La chica le da al claxon. La arrincono como una simple florecilla. Nos detenemos a tres milímetros el uno del otro. Ritchie pasa de su coche al de la chica y le clava la pistola en el costado.

—Sigue al Buick —dice.

La chica, sin rechistar, arranca de nuevo y me sigue. Espero que no nos hayamos equivocado y que no sea una amiga de Gaya…, la verdad es que me extrañaría.

Con un sendero aislado. Hay árboles y mala visibilidad. Exactamente lo que buscamos.

Freno muy aprisa, el Chevrolet frena a mis espaldas. Salto a tierra —siempre sin abrir la portezuela, el viejo truco del almendruco—. Parece que nuestra presa se impresiona un poco.

—¿Qué quieren? —nos dice.

Ritchie ha guardado la pipa en el coche y la palpa por precaución, aunque con suficiente habilidad para que la chica pueda pensar en algo distinto. Se ha dejado el bolso en su auto, o sea que por ese lado no hay riesgos.

El repertorio de modales tiene sus límites. Paso por detrás de los coches y la agarro. La miro de cerca. Es joven, con el cabello cortado a la garçonne, expresión dura, aunque no fea. Casi sin senos, un poco en plan mozalbete.

La atraigo hacia mí y la beso en la boca, con todo el sentimiento necesario que me han enseñado a usar en situaciones interesantes.

Dura lo que ha de durar. Debo indicar para futuras generaciones que la chica cierra los ojos transcurridos veinte segundos y que después de veinticinco sus labios me desvelan todos los secretos que protegían.

Ay, madre, qué bien besa… Si no llevara esa maldita esclava en el tobillo, diría: feliz su amante…, pero lleva esta maldita esclava y me enfurece un poco pensar que si yo vistiera de chico, me perdería toda esta delicada mercancía.

Como parece positiva y ansiosa de reanudar conversación, la obligo a sentarse en la hierba y continúo con las manos.

Tiene las piernas delgadas, pero bien hechas…, y robustas…

—¿Qué quiere? —repite así para que me dé cuenta de que no por ello pierde la cabeza.

—¿Acaso no soy lo bastante explícita? —le pregunto.

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Se debate como un gato, me arrea un sopapo y se pone a gemir porque le estoy torciendo el brazo. Ritchie se queda de centinela, sin ningún reparo.

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La verdad es que no está muy asustada…, ¿por qué va a tener miedo de una chica? Quizá sólo se pregunte cómo me las apaño para ser tan corpulento.

—¡Griselda!

Se presenta Ritchie.

—Sujétale las manos.

Ritchie obedece. Le mantiene las dos manos por encima de la cabeza mientras estoy con las piernas estiradas. Qué espectáculo más fascinante el vientre liso de una niña bonita y fina con las ligas de las medias y el dulce nido que más de un pájaro de los que conozco ansiaría poder ocupar.

Vamos, que lo disfrute… y yo también.

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Mira, mira…, le gusta…, creo que puedo soltarle las piernas.

No es mala idea, pues me deja libre una mano.

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Lanza un grito cuando me deslizo sobre su cuerpo…, pero ya es demasiado tarde. Ritchie la suelta a su vez y reanuda su vigilancia de la carretera…, discreto, mi hermano… La chica abre unos ojos como pasos a nivel.

—Cerdo… —dice entre dientes.

Me siento como si me estuviera probando un trajecito a la medida…, un pelín ajustado, aunque con el encanto de saberlo casi nuevo… Al mismo tiempo, le sujeto las muñecas y me inclino hasta besarla otra vez. Intenta morderme. Me gusta, me gusta. Y también muerdo.

Y ella gime.

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El oficio de detective proporciona gustos bestiales.

De todos modos, no está bien que me atribuya todos los momentos buenos del trabajo. Ahora le toca a Ritchie.

Me levanto y vuelvo a poner la coraza. Tenemos suerte, por este maldito camino no pasa nadie.

La chica yace sobre la hierba en un desorden que resulta muy agradable.

Quizá pensáis que somos unos cretinos, Ritchie y yo, por tirarnos tres horas aderezándonos y luego delatarnos hasta demostrarle a una gachí que tenemos todo lo que hace falta para ser hombres de pelo en pecho.

Y el hecho de que sólo os refiera un cachito de diálogo no significa que nos hayamos pasado todo el rato sin decirnos nada, él y yo, mientras seguíamos al guayabo. La verdad es que ambos hemos opinado que resultaba encantador vivir en un piso amueblado fingiendo que éramos féminas, a condición de poder hincarle el diente a una fémina de verdad.

Y dada la situación, más vale hincárselo a una que merezca una vigilancia, pues así tendremos que tomar precauciones.

—Ritchie —digo—, ya debe de sentirse mejor; ahora te toca a ti.

Dicho y hecho.

Ritchie yergue a la fémina, la apoya contra la portezuela del coche, como si la tuviera acodada, y me dice que la sostenga así.

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Si pasa un coche, su actitud no tiene nada de incorrecto…, ejem…, en fin, digamos que en estos momentos la chica echa la cabeza hacia atrás, inclinándola sobre el hombro de Ritchie, que la muerde junto a la oreja…, la chica se tensa como si fuera a caer en trance…, su mano izquierda se desprende de la portezuela y se aferra crispada a la cadera de Ritchie. Creo que la niña acaba de subir al séptimo cielo por segunda vez… Se abandona, blandísima, en brazos de Ritchie que la incorpora y la mete en el coche. Cantidad de emociones para su cuerpecito.

—Coge el Chevrolet —dice mi hermano—, lo dejaremos en cualquier jardincillo de la ciudad. Ahora hay que volverse a casa, a ver si esta gatita desembucha algo.

La gatita yace en el asiento trasero. Por un exceso de precauciones, echamos la capota y ponemos el seguro en las portezuelas.

Arrancamos. Viaje sin historia; poco antes de llegar a Rockville Pike, nos cruzamos con un coche que disminuye la velocidad y se acaba parando. ¿Pretende perseguirnos? Rodeamos Rockville y aceleramos. Si se trata de Louise Walcott, quizás haya reconocido el Chevrolet. Pero corríamos mucho, no puede haberse fijado en las matrículas. Y Chevrolets hay un montón. Para mayor seguridad, salimos zumbando, y media hora después nos refugiamos en nuestro pisito de Pickford Place. Nos sentimos bastante satisfechos de nosotros mismos, desde el punto de vista moral, se entiende, pues constituye una buena acción lograr que estas pobres chicas recuperen la afición al amor normal… La verdad es que son unas burras.