En suma, vuelvo a casa otra vez hacia las cuatro y media. Algo he conseguido. Ante la puerta está estacionado el viejo Buick de Ritchie, que supongo que estará arriba llorando por sus depiladas piernas.
Me dispongo a subir, pero, en ésas, sale Ritchie, muy pálido, disparado. No parece que me reconozca y se estremece cuando le hablo.
—Súbete rápido al coche —me dice.
Obedezco. Se sienta al volante y arranca.
—¿Has llegado ahora mismo? —pregunto.
—Sí —dice—. Hay un chino con un cuchillo en la panza en medio de tu habitación. Muy buena la sorpresa, gracias.
—¿Cómo has entrado? —digo.
—La puerta está abierta —contesta—, está todo revuelto, es el caos.
—Se trata de Wu Chang —le explico—. Le telefoneé para que viniera a depilarte las piernas. Quería que te aprovecharas de mi experiencia. Pero creí que estarías ahí a las dos. O sea, que se lo han cargado, ¿no?
—No, no está muerto —dice Ritchie—. Algo es algo. Llamé en seguida a la policía y por eso hay que largarse pitando.
—No llevo pito —observo.
—Lástima —dice—. Qué fallo.
—Son esas tías que han venido a registrar la casa. Creerían que en plan self-service tendrían antes la pasta. Pero qué cochinas; cargarse a un chino viejecito como Wu Chang, tan simpático él. Y ha sido culpa mía, córcholis, fui yo el que le telefoneé.
—Cómo ibas a saberlo —dijo Ritchie—. Te repito que creo que no está muerto.
Oímos las sirenas y vemos que pasan los coches y las motos de la policía.
—Un navajazo en las tripas —me explica—, si no seccionas la arteria hepática, si no perforas el hígado, si te limitas a las tripas, tiene arreglo con un buen cosido. Cuando logras frenar la infección…
—Has hecho bien en llamar a la policía —digo—. Pero en qué lío nos hemos metido.
—Si se salva —dice Ritchie—, ya les dirá que no fuimos ni tú ni yo.
—De todos modos —contesto—, me parece que va a poner mala cara.
—Es que sabes —prosigue Ritchie—, lo han revuelto todo. No queda ni un mueble intacto.
—Bueno, bueno —digo—. Ya nos desquitaremos con los diez mil dólares. A propósito, he de decirte que no los tengo.
Ritchie ya no se inmuta por nada. Le cuento el caso, y añado:
—Después encontré un piso. En un edificio de apartamentos amueblados es una calamidad y está lleno de pulgas. Le expliqué al gerente que tengo dos amiguitas que me interesan y que, si se portaba bien, podría sacar tajada. Pero, claro, hemos de presentarnos vestidos de chicas.
—Está todo en el coche —dice Ritchie—. Hay dos maletas llenas.
—Bueno —digo—. Ahora se trata de encontrar un sitio donde vestirse.
—Oye —exclama Ritchie—, ¡supongo que no vamos a ir todo el rato de gachises!
—¡Oh! Será cosa de unos días —contesto para tranquilizarle.
—¿Y qué harás a las cinco? —inquiere—. En principio, tienes que ir a casa de Gaya a llevar el dinero.
—No iré… —contesto.
—Pues ahí tienes una ocasión —dice.
—¿De qué?
—De hacer que hable un poco.
Este hermano mío está lleno de ideas buenas.
—Y, además, podremos aprovechar para cuidarlas —añade Ritchie—. Pues suele ocurrir que las tortis son chicas que han acabado así por culpa de algún amor desgraciado. Conocen a tipos brutales, de esos que las ofenden o las maltratan. Si te las ligas con delicadeza… Seguro que le cogen gusto otra vez.
Es un tipo con recursos mi hermanito. Me da en la nariz que nos va a salir un plan muy curioso.
Y, además, tirarme a una lesbiana es algo que siempre me llamó la atención…
En el fondo lo que estamos haciendo es una especie de obra de recuperación de niñas descarriadas.
Somos buena gente.
Aun así, me sabe mal por el tío Wu Chang.
Ritchie me saca de mis pensamientos.
—Vamos al Potomac Club —dice—. Cogemos a Kane Junior del brazo, le decimos que no mire y, mientras, nos camuflamos.
Y Ritchie frena delante del club. Este chico no tiene un pelo de tonto. Ya lo llevaba todo planeado en su mente. Y hace bien, porque si tuviera que fiarme de la mía… sacaríamos resultados notables, llenos de protuberancias.
Cuando llegamos a la canoa le digo a Ritchie:
—Hemos de ir los dos a casa de Gaya. No vale la pena que ya empecemos a separarnos.
—Claro que iremos los dos —dice Ritchie—. Y hasta las dos. Fíjate.
Me enseña unos lentes fantásticos de montura rusa.
—¿No estaré muy cuca con esto? —dice.
—Con esto, Ritchie, no voy a poder mirarte —contesto.
Mi proverbial impasibilidad queda hecha añicos por un momento.
—De todos modos —sigue diciendo—, no sé si todo esto me va a fastidiar los exámenes.
—El gang Walcott nos va a durar poquísimo —digo—. Créeme. Los liquidamos en un abrir y cerrar de ojos. Ya tendrás tiempo de recuperar.
Pestes, si supiera la que se me viene encima, no me haría tanto el guapo. Ahora que ya se acabó todo y que me dedico a escribirlo, me doy cuenta de la cantidad de trolas que he llegado a contar.
Ritchie abre el box. Entramos, cerramos la puerta. Kane Junior flota muy tranquilo. La salida al agua está abierta, Ritchie nunca baja la cortina metálica, reina, sin embargo, una cierta penumbra y tenemos que encender, o sea que, por una vez, hay que bajarla. Me acerco y doy vueltas a la manivela. Está todo oxidado, qué delicia.
No voy a entrar en detalles sobre nuestro camuflaje, baste decir que resulta laborioso. Me he acostumbrado ya a los pechos falsos; Ritchie, en cambio, como es la primera vez, le coge el sofocón.
—Dios —me dice—, no es posible que anden con estos chirimbolos. Parece mentira el calor que dan.
—Qué le vamos a hacer —contesto—, no hay más remedio. Añadir, siempre podemos añadir algo…, lo malo es cuando se trata de suprimir nuestros encantos naturales, ahí la cosa cambia.
—He comprado slips muy ceñidos —me dice Ritchie—. Deportivos, extrafuertes. Y, además, los vestidos que llevemos serán más bien holgados.
—Habrá que afeitarse dos veces al día —digo—. Eso ya no resultará tan divertido.
—Lo he pensado —dice—. He comprado unas navajas, las llevaremos en el bolso.
—Con las pistolas —digo.
—Ah, no —exclama Ritchie—. Todo lo que quieras, pero me niego a llevar armas. Siempre se corre el riesgo de hacer tonterías.
—Hay una pistola en el coche —comento—, no tardarán en enterarse de que es el tuyo si comprueban la matrícula.
—No —dice Ritchie—. Partimos de la base de que no nos van a identificar en seguida. Si no, ya podríamos abandonar ahora mismo.
Como ya no hay mucho más que discutir, nos callamos y nos acicalamos. Ritchie, vestido de mujer, resulta demencial. La verdad es que tiene pinta de salir de uno de esos colegios para taradas ricachonas… Yo, en cambio, quedo muy intelectual. Poca pintura de labios, nada de polvos o apenas, zapatos planos; estoy adorable.
El box de Kane Junior huele a cosmético y laca. Combinados con el olor a gasolina, resulta una mezcla curiosa.
Guardamos nuestras ropas masculinas en las maletas y lo metemos todo en la caja de la canoa.
—Vámonos —le digo a Ritchie.
No se han disipado sus escrúpulos.
—¿Y si nos ve algún conocido? —dice.
—Es una buena ocasión para hacer la prueba —le contesto.
Llevo un jersey azul celeste muy bonito y una falda de franela gris. Ritchie luce un vestido estampado muy sencillo. Francamente, no es posible que nos tomen por chicos…, ¡tenemos los pechos demasiado en punta!…
Salimos, yo el primero. Hay mucha gente en el muelle. Brilla un sol espléndido, van y vienen las barcas, zumban los motores y se pasean las parejas, vestidos o en traje de baño, a simple vista todo parece muy cordial. No hemos dado ni diez pasos cuando veo a Joan, una de las grandes amigas de Ritchie.
—Quieto, parado —le ordeno—. No la conoces.
Joan pasa, se nos cruza sin vernos. Miro a mi hermano. Por su frente corren algunas gotitas de sudor. Le estrecho el brazo con gesto amistoso. Me sonríe.
—Bueno, Francis —dice—. Andando.
De todos modos, qué estupidez el asunto del chino. Sobre todo si os cuento un secreto… Ritchie no tiene ni un solo pelo en las piernas.